XII

—¿Todo eso dijo ante la barba de Nerón? —preguntó Roscio abriendo los ojos como fuentes.

—Seguramente incluso le dijo algo más que yo he olvidado contarte respondí antes de llevarme a los labios otra copa de vino itálico.

—Puuuuuf —sopló Roscio—. Es verdaderamente un prodigio que no lo haya hecho ejecutar ya. He visto a personas a las que flageló, castró o asesinó por muchísimo menos.

—Seguramente —dije— le está salvando de todo eso la testarudez del césar. Está empeñado en que Petrós es el cabecilla de un movimiento sedicioso y, de momento, no tiene la menor intención de ceder hasta que pueda probarlo. Mientras siga empeñado en que le den la razón, el pescador conservará la vida. Cuando Nerón se percate, como me ha pasado ya a mí, de que no conseguirá obligarle a decir lo que no desee, sus días, no, sus horas estarán contadas.

—Bueno —dijo Roscio—. No es justo, sin duda, pero tampoco se trata de una pérdida tan importante. A fin de cuentas es un bárbaro que se dedica a transmitir peregrinas ideas. ¡Ser como un niño para entrar en el reino de ese dios! ¡Servir a los gobernados en lugar de mandarlos! Es tan absurdo todo eso que ni siquiera me parece hermoso como sucede con las obras de algunos filósofos griegos. Pueden decir tonterías pero las dicen tan bien…

—Seguramente tienes razón —comenté—, pero nosotros los romanos nos hemos caracterizado siempre por ser tolerantes. Mientras paguen impuestos y no nos creen problemas de orden, les dejamos creer lo que quieran. Si ahora comenzamos a cambiar de opinión…

—Quizá tampoco sería tan grave, Vitalis —me interrumpió Roscio—. A fin de cuentas no vamos a prohibir a nadie que tenga su religión. Son todas tan parecidas… En todos los casos hay dioses a los que se puede aplacar o convencer mediante sacrificios de los tipos más diversos que realizan los sacerdotes más variados. Estos nazarenos resultan bien diferentes. No es sólo que crean en un solo Dios, eso también les pasa a los judíos, es que además enseñan cosas que… bueno, Vitalis, que nos impedirían mantener en pie este imperio. La ambición, la codicia, la violencia de los hombres pueden ser malas pero también apuntalan el edificio del poder de Roma. Gracias a ellas tenemos militares valientes, funcionarios sacrificados y banqueros prósperos pero ¿qué sería de nosotros si comenzaran a preocuparnos los ancianos, si sufriéramos cada vez que abandonamos a una niña recién nacida, si dedicáramos nuestros esfuerzos a los enfermos en lugar de apartarlos de nosotros para evitar el contagio? ¿Acaso te das cuenta del caos que surgiría de esa doctrina? No, Vitalis, no. Quizá ese pescador sea inocente, quizá no desee el mal de Roma, pero lo que enseña difícilmente puede tener consecuencias positivas para nosotros. Guardé silencio. Roscio no había escuchado a Petrós pero lo que decía sobre él distaba mucho de ser absurdo o carente de sentido. En realidad, indicaba una perspicacia notable, justo la misma que siempre había causado mi admiración.

—¿Sabes en qué va a terminar todo, Vitalis?

Me encogí de hombros mientras volvía a llevarme la copa a los labios para comprobar con desagrado que estaba vacía de nuevo.

—Pues yo te lo voy a decir —comentó Roscio—. Nerón seguirá apretando a ese hombre para que siga contando la historia de Jesús. Puede que continúe mostrando la misma agudeza que ahora pero, más tarde o más temprano, tendrá que contar algo sobre su crucifixión que —no lo olvides— fue dictada por Poncio Pilato. Llegados a ese punto, al césar no le costará encontrar vínculos más que sospechosos entre Petrós y su difunto mentor, especialmente en lo que a su condena se refiere, y ahí terminará todo. Lo más probable es que acabe también crucificado, aunque será más afortunado que muchos reos. Es viejo y no aguantará mucho en el patíbulo. La mención de la crucifixión hizo que sintiera sobre la boca del estómago un peso desagradable, similar al de una bola metálica. No es porque no estuviera acostumbrado a esa forma de ejecución. Yo mismo la había ordenado docenas de veces en que así lo exigían los intereses de Roma pero ahora… ahora la simple perspectiva de que Petrós pudiera terminar colgando de un madero me ponía enfermo.

—Esto no es una guerra servil… —comenté mientras me echaba más vino.

—No, claro que no —concedió Roscio—. No da la sensación de que los nazarenos vayan a alzarse en armas como Espartaco y sus gladiadores. No lo han hecho en más de treinta años y no existe grupo violento que soporte tanto tiempo sin degollar a alguien. Sin embargo, creo que esa circunstancia no los exime de peligrosidad. Para ser sinceros, no sé qué me produce más sobresalto, si un grupo de esclavos que desea rebanarme el cuello o un movimiento de bárbaros que no tiene el menor reparo en considerar que merece la pena salvar cualquier vida humana sea de la condición que sea.

Roscio hizo una pausa y me miró. También lo estaba pasando mal. Ni siquiera el ser humano más endurecido disfruta con la perspectiva de privar de la vida a un semejante. Para llegar a ese extremo debe previamente reducirlo en su corazón a la condición de bestia, de parásito, de alimaña. Es relativamente fácil matar cuando se cree que el otro es un animal salvaje dispuesto a privarnos de lo nuestro o se le considera tan despreciable que su muerte puede resultar tan beneficiosa como aplastar una mosca incansable o machacar una pulga sedienta de nuestra sangre. Pero de ahí a enfrentarse con otro hombre y ver que se parece tanto a nosotros y arrancarle la vida…

—Mira —prosiguió Roscio—. Nuestro imperio es grande y poderoso porque aplica la justicia, porque construye calzadas que facilitan el comercio y el transporte de tropas, porque sabe cómo llevar el agua de un lugar a otro. Ni siquiera Alejandro pudo soñar con civilizar de esta manera a asiáticos, a africanos, a europeos. Sólo nosotros lo hemos conseguido y eso al cabo de ochocientos años de combate encarnizado, primero, para sobrevivir frente a los ataques de unos vecinos voraces y despiadados y luego para asegurar nuestras fronteras. Sin embargo, esa fuerza que nos permite beber el vino de Oriente y adornar nuestras casas con estatuas de Grecia y vestirnos con el lino de Egipto nos obliga a no perder de vista algunas cuestiones. Los débiles no pueden recibir el mismo trato que los fuertes. Es por eso por lo que abandonamos a muchos niños al nacer, por lo que procuramos que el número de mujeres no constituya una carga excesiva para ninguna familia, por lo que los médicos son los primeros en dejar la ciudad y ponerse a salvo cuando se produce una epidemia. Debemos comportarnos así para continuar siendo fuertes. La mayoría de los bárbaros lo saben y nos imitan salvo los especialmente degenerados como los judíos o esos nazarenos que, a fin de cuentas, han nacido de su seno.

Los argumentos de Roscio me parecieron tan sólidos que no se me ocurrió discutirlos. De ellos, los hubiéramos razonado mucho o no, estábamos convencidos todos los ciudadanos del imperio. Lo sensato no podía ser sino aferrarnos a ese comportamiento que nos había convertido en el pueblo más próspero y poderoso que el mundo había conocido.

—No vamos a discutir por algo en lo que estamos de acuerdo —dije y recogí un silencioso asentimiento de Roscio—. Además necesito encomendarte una misión adicional.

—Tú dirás, Vitalis.

—Nerón parece… no, no parece, está muy picado con la cuestión de la filiación divina del Jristós.

—Ya me lo puedo imaginar —comentó Roscio ahogando una risita divertida.

—Creo que en el fondo le saca de quicio ver a ese Petrós afirmando totalmente convencido que Jesús era el hijo del único dios cuando no pasaba de ser un artesano, mientras que no son pocos los romanos que no están nada dispuestos a aceptar que él es la encarnación de una divinidad egipcia.

El vientre de Roscio tembló antes de que su complacido dueño soltara una carcajada.

—Vamos, sé prudente —le reprendí—. Hay delatores detrás de cada muro y si alguien informara de que te tomas a risa estas cuestiones… Roscio alzó las manos en ademán de pedir disculpas y por un instante pareció que iba a controlarse. Impresión equivocada. Antes de que yo hubiera podido contar hasta tres, estaba nuevamente lanzando una risotada tras otra. Muy pronto, por sus mejillas comenzaron a caer unos gruesos lagrimones que no supe ya si identificar con la diversión o con el pesar. Sí, había existido una época en que ninguno de los gobernantes de Roma hubiera pretendido jamás ser otra cosa que un hombre o incluso un hombre lleno de virtudes. César sólo había sido aceptado como dios después de morir y eso en provincias; Augusto era ya dios en vida pero no en Roma… luego había venido Calígula empeñado en ser Apolo y ahora Nerón había trasladado su locura hasta las orillas del Nilo. No era de extrañar que Roscio riera y llorara a la vez.

—No hace falta que te diga que no espero que encuentres nada, pero ¿podrías rastrear en los archivos de nuestros astrónomos para saber si cuando nació ese Jesús se produjo algún tipo de acontecimiento especial en los cielos?

—¿Quieres decir si se vieron jinetes peleando entre ellos o llovió sangre o los pájaros caían a puñados sobre las calles? —preguntó Roscio. Asentí con la cabeza. Eso era justo en lo que estaba pensando.

—Bueno, creo que podré hacer algo pero necesitaría que me dieras alguna pista. ¿Tienes por lo menos alguna idea del año en que vino al mundo ese Jesús?

—Imagino que puedo averiguarlo —dije.

—Es indispensable que lo hagas.

—También el que tú disipes cualquier duda al respecto —dije—. Si lo consigues, Nerón se sentirá muy contento al comprobar que no tuvo lugar ninguna señal que anunciara el nacimiento del Jristós y, sin duda alguna, recuperará toda la alegría que ha empañado este ataque indirecto contra su clara superioridad sobre cualquier rey que en el mundo haya sido.

—Sí, claro, claro… —dijo Roscio antes de emitir la carcajada más grande de aquella noche.