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—Con el paso de los años mi angustia fue creciendo —prosiguió el judío—. Porque, a diferencia de otros que no vivían en Alemania, yo sí creía en la victoria de Hitler. Es más, casi me atrevería a decir que la consideraba inevitable. Vamos, las cosas no podían ser más claras. ¡Llegó al poder democráticamente! ¡A través de las urnas! ¿Cómo no iban a votar a alguien que prometía todo, incluida la paz? ¿Sabía usted que a Hitler llegaron a proponerlo para el premio Nobel de la Paz?
—Sí —respondí con una sensación creciente de malestar.
—Mire —continuó—. Me duele mucho decir esto, pero ni siquiera los judíos nos dimos cuenta de lo que estaba sucediendo. Muchos de entre nosotros habían escuchado propaganda antisemita durante tanto tiempo que no supieron distinguir entre lo que habían oído en los años anteriores y lo que ahora se nos venía encima. No le digo más que hubo judíos que se apuntaron a las SA de Hitler…
—No puedo creerlo.
—Pues créalo porque es verdad. Eran como Marx. Alemanes convencidos de que los judíos eran una casta codiciosa y perjudicial para Alemania. Por supuesto, ellos eran la excepción. Pero el problema de la mayoría no fue ése. El problema es que, teniendo todo o casi todo ante sus mismísimas narices, no querían creerlo. Hitler legalizó la eutanasia tras una campaña destinada a conmover a la opinión pública que incluyó películas capaces de hacer llorar a las piedras, pero, salvo algunos seguidores del Nazareno, nadie reaccionó. Imagino que, en el fondo, muchos pensaban que determinadas personas estaban mucho mejor muertas y que a ellos tampoco les importaría que les dieran un empujoncito en el último momento de su existencia para salir dulcemente de este mundo. ¡Imbéciles! Como usted quizá sepa, aquellos expertos en eutanasia se ocuparon después de los campos de exterminio. Y por lo que se refiere a los míos… Cuando en 1935 se dictaron las leyes de Nüremberg, la mayoría no se inquietó. Todo lo contrario, se sintieron aliviados convencidos de que, por lo menos, contaban con un marco legal que indicaba los límites más allá de los cuales no podían recibir ningún daño. Se quedaban sin ciudadanía ellos, de los que no pocos habían sido héroes de guerra bajo la bandera del káiser, pero, pensaban ingenuamente, no les quitarían nada más. Los echaban del trabajo, pero creían que no duraría mucho y que además siempre podrían seguir realizando alguna labor entre y para judíos. Incluso los sionistas, que eran muy pocos en Alemania, se sentían felices pensando que así todos se darían cuenta de la necesidad ineludible de un Estado judío. De los nuestros, pocos, casi nadie, quisieron darse cuenta de lo que estaba sucediendo.
—Sucedió lo mismo entre las naciones —dije con pesar.
—Sí, claro. Eso es verdad. En Francia estaban demasiado ocupados con su política del Frente Popular y su camino hacia el socialismo y las demás estupideces como para ocuparse de Alemania. Y en Gran Bretaña creían las promesas de Hitler y además pensaban que ellos también eran arios a fin de cuentas. Incluso Stalin se planteó que no estaba mal lo que sucedía. Como mucho, las potencias capitalistas se enzarzarían en una guerra que las debilitaría y abriría el camino hacia la revolución. Y así, entre unos y otros, cargados además de complejos y de mala conciencia, fueron cediendo a lo que Hitler les pedía.
Remilitarizó el país, ocupó Renania, entró en Austria… en mi querida Austria.
Sentí una nota de especial dolor en la última frase.
—Durante aquellos años —prosiguió el judío con un tono sombrío de voz— ni se me pasó por la cabeza la idea de visitar Alemania. No hace falta que le diga que no estaba dispuesto a pasar por el territorio de una nación que prohibía la entrada en los cafés a los perros y a los judíos. Estaba al corriente de lo que sucedía allí, pero ni lo había visto ni tenía la menor intención de verlo. Y entonces, una mañana, la mañana más inesperada, abrí los ojos en la cama y supe, sí, lo supe, que Hitler iba a entrar en Austria de un momento a otro. Por aquel entonces, hacía muchos años que no pisaba Austria. A decir verdad, durante todo este tiempo, había intentado olvidarla. La idea de que el imperio que yo había conocido hubiera explotado en multitud de estallidos y de que ahora sólo quedara un tocón pequeño en el que se asentaba Viena y, por encima de todo, el saber que de allí había salido Hitler para alcanzar el poder no me habían animado precisamente a regresar. Ansiaba conservar los buenos recuerdos y, al mismo tiempo, desarraigar cualquier mal pensamiento. Le confieso que sabía que estaba intentando engañarme. Lo que yo rememoraba con ternura eran situaciones y personas que ya no existían o que habían experimentado las suficientes transformaciones como para resultar irreconocibles y lo malo… bueno, eso era imposible de cambiar. Sin embargo, ahora estaba convencido de que los nacionalsocialistas pronto llenarían la vieja tierra de los Habsburgo de camisas pardas y decidí volver.
—No fue el mejor momento —observé estúpidamente.
—Regresé el 5 o el 6 de marzo —continuó el judío como si no me hubiera oído— y sí, sé lo que está pensando: podría haberme ahorrado el viaje o podría haberme vuelto nada más entrar en Viena porque resultaba obvio lo que iba a suceder. El día 11, Himmler, el «factótum» de las SS, llegó a Viena con la única intención de organizar las detenciones de todos los que pudieran oponerse a los nacionalsocialistas. El 12, después de comer, Hitler cruzó la frontera de Austria. Primero, se dirigió a Linz, la ciudad en la que había pasado buena parte de su infancia. A juzgar por lo que se escuchaba en las más variadas emisoras de radio, los austríacos habían recibido a su paisano totalmente enfervorizados. Se hubiera dicho que llevaban años, hasta décadas, esperando su regreso y que, una vez que éste había tenido lugar, la felicidad había irrumpido en sus vidas como un torrente. Me pregunté si Viena resultaría una excepción y si cuando Hitler llegara, la gente se lanzaría a la calle para vitorearlo con el mayor entusiasmo. Y sí, el 14 de marzo, el avión de Hitler tocó tierra en el aeropuerto de la capital. Surgió de entre las nubes como un ángel caído que conservara buena parte de la gloria que había rodeado su figura antes de alzarse contra Adonai. Yo también acudí a verlo. Recuerdo… ¡Vaya si lo recuerdo! ¡Cómo si hubiera sucedido ayer! Recuerdo que la gente abarrotaba la Helden-platz y el Ring de tal manera que el simple hecho de desplazarse resultaba absolutamente imposible. No le exagero lo más mínimo si le digo que se trataba de decenas, quizá centenares, de miles de personas. Sin embargo, parecían más bien las distintas células de un solo organismo, de un cuerpo único que se moviera al unísono. Habían emergido de mil y un lugares para ocupar calles y plazas, paseos y avenidas. Mientras intentaba respirar oprimido por aquella inmensa masa de gente y a pesar de que en las jornadas anteriores los camisas pardas habían ocupado todos los edificios oficiales y no habían dejado de marchar por las calles, me decía una y otra vez que no podía ser que pudieran apoderarse de Viena de aquella manera. Por supuesto, sabía que la suerte de la capital estaba echada, eso sí, pero con tanta facilidad, con tanta seguridad, con tanta… alegría… Aquello superaba lo que era capaz de asimilar porque, la verdad sea dicha, la urbe se había transformado en una inmensa marea humana que sólo sabía aclamar a Hitler. Comencé a lamentar en mi interior la estupidez que me había arrastrado hasta Viena, pero no resultaba posible escapar de aquel océano de cuerpos y voces. Pensé entonces que quizá lo mejor que podía hacer era esperar a que terminara aquel acto de masas y la gente se marchara a su casa. Sí, eso es lo que iba a hacer y luego me dirigiría a mi hotel para abandonar Viena a la mañana siguiente. Y entonces, cuando apenas acababa de llegar a esa conclusión, la muchedumbre que me rodeaba se vio sacudida por una fuerza tan sólo semejante a la de la electricidad o a la de una magia siniestra e irresistible. Escuché entonces algunas voces que gritaban: «¡Er ist ist er der Führer!». (Es él. Es el Führer) y antes de que pudiera darme cuenta cabal de lo que acontecía, contemplé cómo los brazos de los presentes se erguían rígidos trazando el saludo romano a la vez que de miles de gargantas surgía un rugido que gritaba: «Heill».
El judío guardó silencio. Respiraba con dificultad. Como en otras ocasiones, daba la impresión de que llevaba corriendo un buen rato, y de repente se hubiera detenido y ahora necesitara recuperar el resuello. De buena gana le hubiera suplicado que se callara, que no siguiera hablando, que abandonara incluso aquel relato, pero no me atreví. Parecía tan desamparado, tan débil, tan repentinamente envejecido que se habría dicho que sobre él había caído el peso de los siglos, de esos siglos que, según sus propias palabras, había vivido. Al contemplarle así, el simple hecho de decirle algo me pareció una profanación. Durante unos minutos, permaneció callado con aquella tonalidad de yeso cubriendo su rostro. Luego, como si la sangre volviera a inyectársele en la cara, en los brazos, en las manos, comenzó a recuperar el color y, al fin y a la postre, volvió a hablar.
—Fue entonces cuando lo vi —dijo el judío—. Se acercaba en un coche descubierto, de pie al lado del conductor y vestido con un impermeable y una gorra militar. Rígido como una estatua, su brazo derecho estaba echado hacia atrás hasta el punto de que los nudillos casi rozaban el hombro. De repente, bajó la diestra, la llevó hasta el pecho y nuevamente la desplegó trazando el saludo romano. Un coro ensordecedor de gritos acogió aquel gesto mientras el automóvil pasaba por delante de mí. Era él. Aquel muchacho que se vendía a los hombres y que se entusiasmaba con la revista Ostara. El mismo. Sin ningún género de dudas. Sólo el paso del tiempo le había hecho perder el aspecto frágil para sustituirlo por otro rechoncho y adusto. Durante un buen rato, aquel cuerpo formado por miríadas de brazos alzados y gargantas fanatizadas se mantuvo compacto. Luego, como si obedeciera a una orden que nadie salvo aquellos adeptos podía escuchar, se disgregó con una extraña celeridad. Es posible que le cueste creerlo, pero al cabo de cinco, ocho, doce minutos, la calle quedó sembrada de banderitas de papel, de guirnaldas caídas y de restos de mil materiales. Mientras aquellos grupos se deshilachaban perdiéndose por esquinas y callejas, experimenté un sentimiento opresivo de soledad, como si el mundo entero huyera hacia un lugar adonde yo no podía marcharme. Un sudor frío comenzó a deslizárseme por la espalda y tuve que apoyar las manos en un muro para no caerme contra el suelo. Pegué la espalda contra la pared y cerré los ojos. Así, me quedé un rato esperando recuperar la calma, pero no lo conseguí del todo. Al final, cuando tuve la sensación de que respiraba de una manera casi normal, abrí los párpados y reemprendí el camino de regreso al hotel. Salvo algunos grupos reducidos con los que me crucé, se hubiera podido pensar que Viena estaba desierta. No conservaba la ciudad la alegría, el bullicio, el ánimo que habían sido normales hasta ese momento. Tan sólo se veía en sus calles residuos, desechos, detritus de aquella manifestación del triunfo del nacionalsocialismo.
El judío volvió a interrumpir el relato, pero esta vez se limitó a respirar hondo, como si necesitara una ración adicional de aire para continuar su narración.
—Necesité casi una hora para alcanzar mi destino. Me sentía algo menos aturdido, ésa es la verdad, pero llevaba el corazón rebosante de todo lo que había contemplado. Me parecía que me perseguían esvásticas y brazos alzados, gritos y aclamaciones niños enfervorizados y mujeres enloquecidas, jóvenes entusiasmados y hombres que lloraban de emoción y entonces, al final, llegué al hotel y crucé el umbral. Forzándome para no desplomarme, pedí la llave de mi habitación. Cielo santo, me pareció que el empleado tardaba una eternidad en entregármela. Apenas la sentí en la mano, me apresuré a subir la escalera como si en ello me fuera la vida. Sin poder controlar el temblor, abrí la puerta y me precipité en el interior, cubrí la distancia que había hasta la cama y me dejé caer en ella. Luego sólo pude llorar.