37
—Me lo relató todo una tarde —prosiguió el judío—. A esas alturas, habíamos trabado buena amistad y departíamos sobre los temas más diversos. El arte, Austria, los judíos, el amor… ¡El amor! Gustav… Gustav era un hombre que podía parecer distante, ceñudo, frío, pero no lo era. Créame si le digo que no lo era. Comenzó hablando de cómo había conocido a Alma, de cómo se había enamorado locamente de ella, de cómo no había amado a nadie así. Me contaba todo y su rostro, tan adusto en ocasiones, se iluminaba de felicidad y entonces, de repente, rompió a llorar. Sí, como me oye. Empezó a sollozar como un niño y me contó lo de Alma. La muy… encima pretendía que Gustav acudiera a ver al tal Freud.
—¿Y fue?
—Me dijo que había pedido cita para encontrarse con él. ¡Pobrecillo! ¡Andaba de cabeza porque su mujer saltaba de cama en cama con otros hombres y encima era él quien tenía que ir al médico! ¡El colmo! Bueno, el caso es que le dije que no cometiera ninguna estupidez y que no se le ocurriera ir a ver a un médico porque no era eso lo que necesitaba. Pero Gustav estaba decidido, totalmente decidido. Iría a ver al tal Freud a ver si podía ayudarle. Hablamos sobre el tema largo y tendido y al final le dije: «Mira, Gustav, haz lo que quieras, pero déjame enterarme antes de quién es». Gustav insistió en que si Alma lo había escogido, él estaba seguro de que era el mejor. Vamos, que no había más que hablar. Pero yo no estaba dispuesto a darme por vencido e insistí e insistí hasta que aceptó que llevara a cabo algunas averiguaciones sobre el tal Freud.
—¿Y llegó a tanto?
El judío sacudió la mano derecha como si acabara de quemársela al apoyarla en un perol ardiendo.
—Por supuesto. De entrada, debo decirle que nadie en toda Viena decía una palabra buena de Freud. Al principio, pensé que todo se debía a que era judío. Ya me entiende. Aquella ciudad era maravillosa, pero lo cierto es que el antisemitismo se encontraba casi tan difundido como el vals y no habría resultado extraño que arremetieran contra él simplemente porque no era católico. Sin embargo, esa impresión se me fue pasando a medida que la gente con la que hablaba incluía también a judíos y uno tras otro iban añadiendo detalles.
—¿Qué tipo de detalles? —pregunté intrigado.
—Verá —respondió el judío—. Freud era un personaje peculiar. Su familia venía del Este. No eran originalmente judíos de habla alemana aunque, seguramente, ésa era la única lengua que él conocía. Lo cierto es que el joven Sigmund se había adaptado a la perfección a Viena. A la perfección, pero sin éxito. En realidad, comenzó realizando estudios sobre las anguilas. Sí, no se ría. Bueno, reconozco que yo también dejé escapar una carcajada cuando me dijeron lo de las anguilas. Se tiró meses y meses observando el sexo de las anguilas para no sacar, al final, nada en limpio. Como no conseguía encontrar un empleo fijo en Viena, y no lo conseguía porque no tenía categoría científica, decidió marcharse a París a estudiar con Charcot. De Charcot hoy en día no habla nadie, pero por aquel entonces era… bueno, la última moda. No le digo más que utilizaba la hipnosis para intentar curar a las histéricas. Por supuesto, no obtenía resultados positivos con nadie. Absolutamente con nadie, pero las sesiones de hipnotismo siempre resultan espectaculares. Total que Freud anduvo perdiendo el tiempo por París durante una temporada y regresó con la idea de que iba a dedicarse a remediar las dolencias de los enfermos mentales.
—Bueno, eso es lo que hizo.
—Bueno, eso es lo que no hizo —me corrigió con firmeza—. No curó a nadie. Ni entonces ni en toda su carrera. No sólo eso. Como el hipnotismo no funcionaba, Freud se dedicó a experimentar con otros remedios hasta que un día dio con la cocaína.
—¿Cómo… cómo ha dicho?
—Me ha oído usted perfectamente. Cocaína. Por aquella época se había descubierto que algunos derivados resultaban útiles para anestesiar y, bueno, quizá no resulte tan raro, hubo quien pensó que podía tener también otras aplicaciones. Naturalmente, una vez que se llevaba a cabo una prueba, se abandonaba porque aquello no conducía a nada. Todos lo hicieron. Menos Freud. Freud se dedicó a administrar cocaína a sus pacientes como el que da un vaso de agua con azúcar. ¡Se ponían eufóricos! Eso decía él y no hay por qué no creerlo. ¡Claro, los drogaba! Llegó un momento en que el propio Freud empezó a consumir la droga convencido de sus virtudes. A lo mejor a él le sirvió de algo, pero lo que es a sus pacientes… Como puede usted imaginarse, en cuanto se corrió la voz de cómo estaba comportándose Freud quedó aún más desacreditado entre sus colegas médicos.
—Lo entiendo —me limité a asentir sin terminar de creer lo que me contaba.
—Y entonces —continuó el judío como si no me hubiera oído—. Freud decidió que había descubierto una nueva forma de terapia que garantizaba la curación de los que padecían una dolencia mental.
—El psicoanálisis.
—Debería haberse llamado el estafaanálisis —dijo el judío—. Según Freud, es posible descubrir las dolencias de una persona siempre que recurramos a instrumentos interpretativos como los sueños o la asociación de palabras. Se supone que el paciente habla y va uniendo conceptos que muestran la naturaleza de su dolencia y abren el camino para el diagnóstico y la cura. Se supone porque, como ya le he dicho, Freud no curó a nadie en toda su vida.
—Le aseguro que nunca lo había escuchado antes de conocerle a usted —reconocí.
—Pues ya lo sabe. A nadie. Bueno. Da igual. El caso es que mientras iba recogiendo información sobre Freud comencé a leer sus libros. No escribía mal, eso lo reconozco, pero decía unas cosas… ¡Qué obsesión con la madre! ¡Qué obsesión!
—Supongo que se refiere usted al complejo de Edipo —me atreví a decir.
—Sí —reconoció el judío—. A esa majadería. A esa misma. Me sumergí en la lectura de todas aquellas vaciedades…
—¿Vaciedades? ¿Freud?
—Vaciedades —insistió el judío mientras asentía con la cabeza de la misma manera que lo hubiera hecho al contemplar la estupidez cometida por un niño—. Una cosa que no pasa de palabrería, por muy bien escrita que esté, y que, por añadidura, no cumple su función, en este caso curar, es una vaciedad. Pero como le iba diciendo, me dediqué a leer aquello y saqué mis conclusiones. Este Freud, me dije, no le va a hacer ningún bien a Gustav. Le soltará que ve a su madre en su mujer, que tiene que liberarse del complejo de Edipo y lo mismo hasta remata el disparate relacionando todo con la muerte de su pobre hija. Pamplinas para liar más al pobre que lo único que necesitaría es un buen divorcio y casarse con una mujer decente.
—Lo ve usted todo muy fácil…
—Mire usted, algunas cosas son fáciles. Por ejemplo, darse cuenta de que Alma era de lo peorcito que te podía caer como esposa. Como amante, como compañera de tertulia, quizá incluso como anfitriona, no le digo a usted que no tuviera su encanto, pero como una mujer para compartir la vida, en lo bueno y en lo malo, en la salud y en la enfermedad y todo eso… vamos, hombre, Alma era una plaga bíblica. Bueno, el caso es que hablé con Gustav al cabo de unas semanas y le convencí para que anulara la cita que tenía con Freud. Yo mismo estaba a su lado mientras escribía una nota en la que le comunicaba que había decidido no acudir.
—Así que no llegaron a verse…
—Espere. Espere. No se apresure. Ni que tuviera complejo de Edipo —comentó sardónico el judío.
—¿Qué tiene que ver el complejo de Edipo con todo esto? —pregunté confuso.
—Amigo mío, si conociera usted a Freud sabría que el complejo de Edipo lo explica todo. Desde las neurosis hasta la caída de la bolsa pasando por la victoria electoral de Nixon —me respondió con sarcasmo—. Pero ponerme a hablar de todo esto nos entretendría demasiado. A lo que íbamos. Pasaron unos días. Yo me seguí ocupando de mis cosas y, de vez en cuando, me veía con Gustav. No puede decirse que estuviera bien, pero, hombre, tampoco se encontraba peor. De hecho, procuraba hacerse a la idea de que era un cornudo y de que lo más sensato era encontrar una salida. Así transcurrían las cosas, cuando, de repente, una mañana se me presenta y me dice que ha decidido ir a ver a Freud. «Pero ¿cómo?», le dije. «Si es un charlatán… Si no te va a aclarar nada». «Sí, me reconoció, pero Alma insiste. Piensa que podría ayudarme a salir adelante». Ganas me dieron de decirle que para salir adelante lo único que tenía que hacer era librarse de esa desgracia que tenía por esposa, pero me callé. Gustav, como otros hombres y otras mujeres que he conocido, se empeñaba en encontrar algo bueno precisamente en el cónyuge que le estaba deshaciendo la vida. «No, me dijo. Tengo que intentarlo. Total, no me va a costar tanto». Charlamos durante casi dos horas. Procuré ser paciente y no irritarle y tampoco perder los nervios. Dio resultado. Salió por la puerta decidido a no ver a Freud.
—Luego no lo vio…
—Por favor, le ruego que no se impaciente —me dijo incómodo el judío—. Pasaron dos o tres semanas. No creo que fuera mucho más. Yo seguía encontrándome con Gustav con regularidad. Hablábamos de la ópera de Viena, de las piezas que dirigía, de algún gentil especialmente estúpido que deseaba utilizar el hecho de que él había nacido católico y Gustav no para cargar contra él e intentar quitarle el puesto. En fin, lo de siempre Y un día, cuando ya estábamos para despedirnos, me dice: «¿Sabes? Creo que voy a ver a ese Freud». Me quedé de piedra. Desde luego, había que reconocer que Alma aparte de amargarle la existencia, tenía un poder de persuasión verdaderamente impresionante. En eso pensaba cuando me dijo: «Y voy a tener que ir a visitarlo fuera de Viena. Bueno, fuera de Austria». Me quedé de una pieza. Pero ¿qué era eso de que iba a visitarlo fuera de Austria? «Pues sí, me dijo. Resulta que el doctor Freud está de vacaciones en Holanda, en Leyden. Se ha mostrado dispuesto a recibirme, pero, claro está, me ha recordado que ya le he dado plantón en varias ocasiones y ha insistido en que sería mejor para mí ir a verlo a Leyden». Aquello me irritó. ¿Cómo que mejor para Gustav? ¡Mejor para el sinvergüenza de Freud! ¡Gustav iba a tener que coger un tren y marcharse al extranjero y quién sabía cuántas cosas más para dar con él…! Debo decirle que en aquel momento, temí lo peor. Ahora sólo faltaba que se entrevistara con aquel charlatán, que lo enredara y que luego lo tuviera so-metido a un tratamiento eterno, sí, porque yo ya me había enterado de que Freud podía tenerte años entretenido aunque no sirviera de nada. ¡Y todo porque Alma había decidido que el daño que causaba a su marido acostándose con Gropius era un problema de Gustav! ¡Menuda desfachatez!
—Bueno. Usted ya había hecho todo lo que podía.
—No, amigo mío. No había hecho todo lo que podía. Aún faltaba lo más importante. Lo había evitado durante los meses anteriores, pero ahora no me quedaba otra salida. Le miré y le dije: «Gustav, creo que puedo decirte con exactitud lo que va a contarte ese Freud. Casi me atrevería a decirte que soy capaz de adivinar sus propias frases una por una».
—¿Y qué hizo?
—Pues el pobre se quedó mirándome con esa cara de despistado que se le ponía cuando pensaba. Me da la impresión de que no terminaba de creerse lo que le había dicho. Pero no me amilané. No. Ni un pelo. Le dije: «Mira, Gustav, no estoy bromeando. Debes ir a ese viaje. Debes ir porque si no te vas a quedar con la duda para siempre y además Alma no te va a dejar vivir. Márchate, pero yo mismo voy a acompañarte y ya te iré contando por el camino lo que te va a decir Freud». Y así, un par de días después partimos rumbo a Holanda.