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—A inicios de 1666, el año en que debía implantar su reino mesiánico, Sabbatai abandonó Esmirna y se dirigió a Constantinopla.
—¿Por qué a Constantinopla? Quiero decir que no acierto a ver qué relación podía existir entre la capital del Imperio otomano y el mesías…
—Ni usted ni nadie —respondió el judío con aspereza—. A decir verdad, creo que nunca ha estado claro. Algunos dicen que las autoridades turcas lo citaron para someterlo a una investigación que permitiera determinar lo que iban a hacer con él; otros prefieren la tesis de que Sabbatai iba simplemente a enfrentarse con el sultán y a ceñirse la corona para que quedara de manifiesto desde el principio la veracidad de sus pretensiones. Cualquiera sabe, pero lo cierto es que marchó hacia Constantinopla y entonces… entonces todo se disparó. Verá. Tan pronto como la nave que lo transportaba llegó al muelle, Sabbatai fue detenido, cargado de cadenas y arrojado a una mazmorra.
—Lo que imagino que tendría un efecto pésimo sobre el entusiasmo de sus seguidores.
—Imagina usted muy mal, amigo mío. Sabbatai se las arregló Para que en la cárcel lo trataran relativamente bien. No vaya a pensar que porque creyeran en él, sino porque supo distribuir los sobornos adecuados en las manos propicias. Esa circunstancia, la de su buen trato, fue interpretada inmediatamente por sus seguidores como una prueba más de que era el mesías.
—Pues hace falta estar ciegos… —pensé en voz alta.
—No voy a negárselo, pero habían entrado en esa dinámica típica de las sectas en la que un acontecimiento o el diametral-mente opuesto es interpretado siempre en clave positiva. Por ejemplo, que se cumple la profecía, el profeta ha sido enviado por Dios; que no se cumple, también ha sido enviado por Dios, que ahora somete a prueba la fe de su pueblo. De manera que no le extrañe que toda aquella gente no sólo no se desanimara sino que además esperara contemplar de manera inmediata una manifestación mesiánica de características extraordinarias.
—Visto así… —dije no muy convencido.
—Por supuesto, visto así, porque de lo contrario hay situaciones imposibles de entender. Mire. Al cabo de un par de meses, los turcos sacaron a Sabbatai de la cárcel de Constantinopla y se lo llevaron a una prisión que tenían en un castillo de Abydos. Se puede usted hacer una idea de cómo estaban los ánimos si tiene en cuenta que los seguidores de Sabbatai decidieron llamar a aquella mazmorra Migdal Oz.
—¿Migdal Oz? —repetí incrédulo—. ¿La Torre de la Fuerza?
—Eso es. La Torre de la Fuerza. Como puede ver, optimismo no les faltaba. Pero es que no era sólo cuestión de los que estaban en el imperio turco. En Asia, en África, en Europa, nuestras comunidades eran presa de un fervor extraordinario, imposible de describir o de comprender. En casi todas las sinagogas se inscribieron las iniciales de Sabbatai e incluso comenzó a recitarse una oración que decía… déjeme pensar… quizá la recuerde… a ver, a ver… «Bendice a nuestro señor y rey… el santo y justo Sabbatai Zvi… el mesías del Dios de Jacob». Sí, así decía. Imagínese hasta dónde llegó todo que en los libros de oración que salían de las imprentas se convirtió en costumbre que apareciera un retrato de Sabbatai al lado de otro del rey David, ah, y eso sí, por añadidura sus fórmulas cabalísticas. Pero claro, cuando comienza la locura, sucede algo parecido a cuando el champán sale de una botella. Por mucho que se desee, resulta imposible devolverlo a su lugar. Sabbatai había anunciado la llegada de su reino mesiánico y entonces apareció otro profeta que también proclamaba la cercanía del mesías, aunque sin que estuviera claro que fuera Sabbatai.
—Me parece delirante.
—Todo lo que usted quiera, pero así fue. Verá, a Sabbatai venían a verlo judíos de todo el mundo y cuando digo de todo el mundo, quiero decir de todo el mundo. En cierta ocasión, hasta se le plantaron delante dos talmudistas de Lvov…
—Perdón —le interrumpí—. ¿Ha dicho usted de Lvov? ¿De… Polonia?
—Sí —respondió molesto el judío—. ¿Dónde está Lvov? ¿Conoce usted alguna ciudad de ese nombre que no esté en Polonia? Bueno, el caso es que visitaron a Sabbatai en Abydos y le comunicaron una importante noticia. Resultaba que un profeta llamado Nehemias ha-Cohen andaba anunciando la llegada del mesías, si bien no lo identificaba de entrada con Sabbatai.
—Sí que era una complicación, sí —reconocí casi divertido.
—Por supuesto que lo era y, ni corto ni perezoso, Sabbatai ordenó que el tal Nehemias compareciera ante su presencia.
—¡Qué audacia!
—A saber… quizá tan sólo esperaba que aquel sujeto molesto que vivía en Polonia se negara a presentarse en el imperio turco. Si ése fue el caso no tardó en quedar desilusionado, porque en el otoño de 1666, el tal Nehemias llegó a Abydos.
—¿Y…?
—Discutieron largo y tendido. Sin resultado alguno. Nehemias no quedó en absoluto convencido por Sabbatai y por lo que se refiere a éste cuesta creer que pudiera dar su brazo a torcer frente a un sujeto procedente de Polonia. Al final, se separaron sin haber llegado a un acuerdo. Pero, claro, esa circunstancia no era buena publicidad para el movimiento y algunos de los seguidores de Sabbatai llegaron a la conclusión de que llevarían a cabo una buena obra si asesinaban a Nehemias y disipaban cualquier duda sobre su mesianidad.
—¡Dios mío!
—Sí, hay que reconocer que los ánimos andaban un tanto caldeados a aquellas alturas. El año avanzaba, Sabbatai seguía en prisión, algunas personas comenzaban a formularse preguntas y ahora aparecía aquel polaco empeñado en que el mesías iba a ser otro. No pretendo, ni mucho menos, justificarlo, pero no es tan extraño que algunos de los seguidores de Sabbatai pretendieran cortar el problema… de raíz.
—¿Qué pasó con Nehemias?
—No estoy muy seguro de que fuera trigo limpio, pero, desde luego, tampoco era un estúpido. Seguramente, olfateó el peligro porque el caso es que huyó a Constantinopla y allí se convirtió al islam.
—¿Cómo… cómo dice?
—Lo que acaba de oír. Ignoro si era un desequilibrado, un hombre débil o un malvado. De lo que no me cabe la menor duda es de que odiaba a Sabbatai. De hecho, aprovechó su conversión para difundir informaciones en el sentido de que Sabbatai estaba tramando una conspiración contra el sultán.
—Menudo sujeto…
—Despreciable, pero eficaz. Cuando Mehmet IV, es decir, el sultán, se enteró de todo, ordenó que Sabbatai fuera sacado de Abydos y trasladado a Adrianópolis. Es posible que antes hubiera pensado que era sólo un loco con el que no resultaba adecuado ensañarse, pero, claro, una cosa es un loco y otra muy diferente un conspirador. A través de su médico, que, por cierto, era un judío convertido al islam, el sultán hizo saber a Sabbatai que lo mejor sería que olvidara todas sus pretensiones y abrazar a la fe predicada por Mahoma. ¡Ah!, dentro de esa tolerancia tan propia de los musulmanes, también se le informó de que la alternativa sería la muerte.
—¿Y qué hizo Sabbatai?
—¿De verdad no lo imagina?
—¿Se… se con…?
El judío asintió con la cabeza mientras una nube de tristeza se le posaba sobre los ojos.
—Sí, se convirtió al islam. Se despojó de su indumentaria judía y se colocó en la cabeza el turbante de los turcos.
—Me parece increíble… —musité.
—Pues nada más cierto. Claro que también hay que decir que no fue el único. Tanto Sara como muchos de sus seguidores hicieron lo mismo y abrazaron el islam. La pobre mujer no debió de pasarlo bien porque, para disipar cualquier duda sobre la sinceridad de su conversión, se ordenó a Sabbatai que tomara una segunda esposa y obedeció sin oponer la menor resistencia.
—Sí, ya veo, pero un cambio así…
—Bueno, había conservado la vida, el sultán le dio un cargo público con un buen salario, conservó a la esposa y ganó otra más…
—Pero había afirmado que era el mesías…
—Sí, lo había afirmado, pero ahora había dejado de hacerlo. Incluso, en los años siguientes, en más de una ocasión, como piadoso musulmán que era ahora, se dedicó a burlarse de la fe de sus padres.
—Me parece espantoso… sinceramente… Incluso creo que fue peor que lo que sucedió con Bar Giora o con Bar Kojba.
—Quizá… quizá tenga usted razón.
Guardé silencio unos instantes abrumado por la historia de los millares, quizá incluso decenas o centenares de miles de judíos que habían seguido a un mesías casado con una ramera y dispuesto a cambiar la Torah y que, al fin y a la postre, se había convertido al islam.
—¿Qué pasó con sus seguidores? —pregunté al fin.
—¿Sus seguidores? Me temo que aquello fue una suma interminable de desastres individuales. Por supuesto, algunos cayeron en la desilusión más absoluta y nunca se repusieron. No fueron pocos los que dejaron de creer en el judaísmo como una religión sana y viva, y, como siempre que sucede eso, menudearon las apostasías. Por millares, abrazaron el islam o el cristianismo, convencidos de que lo que habían creído y practicado durante toda su vida anterior era algo endeble, estúpido, incoherente, lo suficientemente poco digno como para no poderlos librar del estigma del fraude que habían sufrido. Otros se empeñaron en seguir creyendo en Sabbatai…
—No puedo…
—Sí, sí, créalo. Supongo que habían dado demasiado de sí mismos como para aceptar ahora que se habían comportado como estúpidos. Insistieron en que Sabbatai era el mesías y se empeñaron en explicar que su conversión al islam formaba parte de su descenso hasta el pecado más horrible para así poder redimir a Israel. Sé que parece un disparate y además lo es, pero puedo asegurarle que en la Cabala hallaron argumentos suficientes para apoyarlo.
—¿Qué fue de Sabbatai?
—Imagino que no debe de ser fácil pasar de mesías a nada de una manera tan rápida —respondió el judío, pero en sus palabras no había un ápice de ironía—. Como ya le he dicho, en más de una ocasión insistió en que el islam era superior al judaísmo y esa circunstancia impulsó a los turcos a permitirle que predicara en las sinagogas. Esperaban, y quizá él mismo se lo había prometido, que Sabbatai arrastrara a más judíos a la fe de Mahoma, pero no fue eso lo que sucedió…
—¿A qué se refiere?
—Verá. Tengo la sensación de que Sabbatai no podía estar sin gente a su alrededor que lo venerara, siquiera como un gran maestro. Al cabo de no mucho tiempo, volvió a enseñar la Cabala y esta vez no se limitó a los judíos sino que también tuvo discípulos musulmanes. Antes de que pudieran darse cuenta las autoridades, había formado un grupo de turcos y judíos que lo veneraban como a su guía espiritual. Seguramente, hoy en día habría creado su secta de la nueva era, hubiera dado seminarios de cabala y autoayuda y habría terminado sus días con mucho dinero y algo de prestigio, pero, a finales del Siglo XVII…
—Entiendo.
—Al final, los turcos se cansaron de él. No convertía a ninguno de sus antiguos correligionarios al islam y además enseñaba cosas demasiado raras. Le quitaron el sueldo oficial que recibía y le ordenaron que abandonara Adrianópolis con destino a Constantinopla. Y entonces… bueno, no sé, quizá entonces se produjo un milagro.
—¿A qué se refiere?
—Pues verá, se cuenta que un día, en una aldea cerca de Constantinopla lo descubrieron recitando salmos. Lo hacía en una tienda, acompañado de otros judíos.
—¿Cree usted que regresó al judaísmo?
El judío se encogió de hombros.
—¿Quién puede saberlo? Lo cierto es que el gran visir consideró que lo más prudente era desterrarlo de Constantinopla y ordenó que lo deportaran a Dulcigno, un lugarcito de Montenegro que ahora se llama Ulcini. Allí, cuando su recuerdo aún levantaba resentimiento y esperanza, sí, esperanza por difícil que resulte creerlo, Sabbatai Zvi acabó sus días en soledad.