26
—A decir verdad, que haya judíos que creen en el Nazareno como mesías no es nada nuevo —dijo con la misma frialdad con la que hubiera podido señalarme la hora—. El mismo era un judío. Lo eran sus discípulos más cercanos. Lo era Pablo. ¡Lo fue su madre! Pero cuando los seguidores del Nazareno se convirtieron de forma mayoritaria en «goyim», cuando prohibieron cumplir con la Torah, cuando comenzaron a acusarnos de todo tipo de males, el número de judíos descendió. Creer en el Nazareno dejó de significar seguir al mesías, fuera o no esa identificación correcta, y se transformó en una manera de negar al pueblo de Israel. Sí, sí, no ponga esa cara. Esa es la triste realidad. En aquellos días de finales del Siglo XIV, en los primeros del Siglo XV, no podía caber duda alguna. Se aceptaba el bautismo para dejar de ser judío y así salvar el cuello. Estoy convencido de que muchos clérigos, por no decir los católicos de a pie, contemplaron todo aquello como un regalo de la Providencia. No se percataban, desde luego, de la amargura que les esperaba simplemente por no haber sabido respetarnos. De todas formas, lo peor estaba por llegar.
—¿Se refiere a la expulsión de 1492?
—No. Creo que ya le he dicho que la expulsión de 1492 equivalió simplemente a cortar un miembro ya medio muerto y arrojarlo lejos. En realidad, el mal se había iniciado más de un siglo antes y se prolongaría yendo cada vez a peor durante las décadas siguientes. Para empezar, estaba el problema de los que se habían bautizado. Aquella pobre gente necesitaba tener seguridad. Ansiaba aferrarse a aquella nueva tabla de salvación en la esperanza de que les permitiría conservar la vida y la hacienda. Quizá no resulte tan extraño que desearan ganarse la condescendencia de los que afirmaban ser sus nuevos hermanos. Creo que eso explica que aquellos nuevos conversos no sólo revelaran datos sobre algunos pasajes del Talmud que injuriaban al Nazareno y a su madre sino que además, ayudados por las nuevas órdenes religiosas que nacían del seno del mismo pueblo, se embarcaran en controversias cuya finalidad era expurgar el Talmud y obligarnos a reconocer nuestro error y a apostatar.
—Es verdad lo que usted dice, pero me reconocerá que el Talmud sí tiene esos pasajes en los que se insulta a Jesús y a su madre.
—¡Ah, el Talmud, el Talmud! El Talmud es una obra de rabinos vencedores. Sí, no me mire así. Como ya le he dicho, nació de aquellos que se salvaron de la destrucción del Templo y pasaron a regir a nuestra nación. Es una visión parcial. En el Talmud no se recogen los puntos de vista de los saduceos, de los esenios o de los judíos que creían en el Nazareno. Ni siquiera aparecen los de todos los fariseos. Si lo sabré yo que viví cuando el Templo aún estaba en pie… pero ¿qué esperaba aquella gente? ¿Entra en cabeza humana que el Talmud iba a hablar bien de Jesús? ¿Qué pretendían? ¿Qué dijera que su madre quedó encinta virginalmente? ¡Oh, vamos! Si ése fuera el caso, aquella gente habría seguido al Nazareno y no a Hillel y a otros rabinos… Sí, las matanzas de 1391 fueron nuestro final. Por un lado, el que desaparecieran en apenas unos días, por muerte o conversión, dos terceras partes de los judíos constituía un acontecimiento verdaderamente extraordinario, terrorífico, de acuerdo, pero inusitado, sin parangón, sin igual. Por otro, aquella gentuza había asistido a conversiones masivas debidas, sin duda, a la violencia, pero que habían venido acompañadas y, desde luego, precedidas por otras que habían nacido de la convicción y que habían estado relacionadas con nuestra propia decadencia. Aquella combinación resultó letal porque no pocos personajes comenzaron a plantearse que, en efecto, nuestra asimilación podía ser una meta relativamente fácil de alcanzar… por primera vez en la historia.
—Hay que reconocer que tenía cierta verosimilitud…
—Cierta verosimilitud… usted lo ha dicho. Porque la cuestión, sin embargo, no era tan fácil como podían pensar algunos. En primer lugar, tenga usted en cuenta que los judíos que aún seguíamos siéndolo, estábamos más convencidos que nunca. No, no me mire así. ¿Podía ser de otra manera después de sobrevivir a la tormenta? Eso fortaleció nuestra resolución. Además, no pocos de los conversos al catolicismo, una vez que les habían apartado el cuchillo del cuello, lamentaban de todo corazón su debilidad y volvían a sus prácticas, eso sí, en secreto. Así surgió un judaísmo secreto, un criptojudaísmo, del que iba a brotar una enorme amargura y que dejaría de manifiesto hasta qué punto el uso de la fuerza, lejos de solucionar un problema, había terminado por provocar otros peores. Pero, dígame usted llevándose la mano al corazón, el problema de los judíos ocultos ¿era culpa nuestra, de aquellos de mis correligionarios que habían tenido que elegir entre el bautismo y la vida, o lo era más bien de los que no les habían dado otra alternativa?
—Lo que llama la atención es que esperaran que aquello diera buenos resultados…
—Tampoco todos fueron tan ingenuos —respondió el judío—. Verá. Vicente Ferrer, que, como ya le conté, fue uno de los personajes clave en las conversiones masivas, no había sido tan optimista, o tan inocente, como para creerse que todas eran sinceras o iban a perdurar. No. Era mucho más inteligente que eso. Ya sabe. Ves a un primo, a una hermana, a tu madre y te recuerdan que ellos siguen siendo judíos y tú has renegado de todos. Sin un peligro de muerte inminente o sin una convicción muy firme, resulta muy difícil mantenerse en la nueva fe. Temeroso de las consecuencias de episodios así, Vicente Ferrer había defendido que los conversos debían estar separados de sus antiguos correligionarios. Así, dos años después de las matanzas, el rey de Aragón ordenó la separación de judíos y conversos, y prohibió que rezaran o comieran juntos. Y si al menos los conversos hubieran podido tratarse con sus hermanos católicos… Pero tampoco. Los habían sacado a golpes de un lugar y ahora no les permitían entrar del todo en otro. Las ordenanzas de Valladolid de 1412 prohibían, por ejemplo, que tuvieran cargos o que vivieran en el mismo lugar que los católicos. Para remate, ese mismo año, el papa Benedicto XIII, un aragonés cabezón que acabó excomulgado por otro Papa rival, decidió que los judíos tuvieran que discutir en Tortosa con algunos de sus teólogos. No es que la idea fuera original porque ya se habían producido encuentros semejantes en París y Barcelona, pero en esta ocasión la disputa duró casi dos años.
—No está mal para ser una discusión teológica… —pensé en voz alta.
—No, si, efectivamente, se hubiera tratado de eso. Verá, por la parte católica, habló, sobre todo, un judío de Alcañiz que se presentaba como Jerónimo de Santa Fe, pero que, antes de su bautismo, se había llamado Yehoshua ha-Lorqui. Por la judía, había doce rabinos y personalidades judías de Aragón.
—Parece un poco desequilibrado…
—Sí, lo parece, pero, en la práctica, no lo fue tanto. Entiéndame. Yo no niego la sinceridad de Yeho… de Jerónimo. Había dedicado unas dos décadas a estudiar comparativamente ambas religiones y había llegado a la conclusión de que el cristianismo era la verdad. ¿Cómo logró conciliar, por ejemplo, el precepto de no rendir culto a las imágenes con las que abarrotaban las iglesias? Lo ignoro. ¿Cómo logró conciliar el mandato de rendir culto sólo a Dios con las prácticas entusiastas de culto a María y a infinidad de santos? Lo ignoro. ¿Cómo logró conciliar las promesas formuladas por el único Dios a Israel con aquella sañuda persecución que habíamos sufrido a manos del clero y de los fieles? Lo ignoro. Pero, a pesar de todo, concedamos que creía en lo que decía y que estaba convencido de que el Talmud contenía errores y que le parecía que había algo de bueno en sacar a sus antiguos correligionarios de la religión de sus padres… sí, concedamos todo eso y mucho más. Pues bien, con todo eso, los rabinos no podían ganar la disputa. No, no porque no tuvieran razón, que en eso no entro, sino, simplemente, porque no se lo hubieran consentido. A decir verdad, demasiado buen papel hicieron los pobres… Imagínese cuando llegaron a los textos del Talmud en que se denigra al Nazareno… ¿qué juez iba a admitir siquiera por vía de hipótesis que María era una adúltera y que Jesús era un bastardo? ¿O cómo iban a entender que ésa era una opinión no necesariamente vinculante? Al final, ni Jerónimo de Santa Fe fue vencido ni los rabinos resultaron derrotados, pero el resultado para nosotros fue muy malo. Nos obligaron a expurgar los pasajes del Talmud donde se hablaba mal del Nazareno y de su madre, y, sobre todo… me duele decirlo, pero…
—Pero ¿qué? —pregunté, sorprendido por la inseguridad que parecía haberse apoderado del judío.
—Pues… bueno, Jerónimo se había pasado dos décadas estudiando las dos religiones y le sobraban argumentos para creer que el Nazareno era el mesías. El resultado fue que no pocos de mis correligionarios se sintieron persuadidos al escucharlo y solicitaron recibir el bautismo…
—¿Cree usted que lo hicieron forzados?
El judío movió la cabeza en sentido negativo, pero no despegó los labios.
—Yo no estaba entonces en España —dijo al fin—. Me libré de aquellas disputas, de la oleada de obras escritas para vapulearnos, de las nuevas medidas para hacer la vida imposible no sólo a mis correligionarios sino también a los conversos, de las acusaciones terribles como la de que nuestros rabinos sacrificaban niños cristianos para utilizar la sangre en ritos repugnantes…
Eran dramas terribles que sólo servían para allanar el camino hacia el destierro de 1492. Cuando tuvo lugar hacía ya tiempo que habían dejado de expulsarnos de otras naciones y mis hermanos de España creían que no podría producirse otro drama semejante, pero, si se observa con cierta perspectiva, no se puede negar que aquello se venía anunciando y cualquiera con sentido común se percataba de que iba a suceder más tarde o más temprano. El pueblo lo pedía y el clero, especialmente el más relacionado con el pueblo, lo respaldaba. Fernando e Isabel, los reyes, sólo aceptaron el veredicto popular sin discutirlo. Claro que gracias a Dios, hacía mucho que yo me encontraba lejos.
—Comprendo que no estuviera en España.
—Por supuesto. ¿A usted le parecería razonable quedarse en aquellas tierras después de lo que había pasado en 1391?
—Millares de judíos lo hicieron…
—Sí. Es verdad, pero se equivocaron. Se equivocaron muy gravemente. Creían que todo pasaría, que allí acabarían sus días ellos y sus hijos, que volverían los años dorados de Sefarad… ¡Pobres! Yo, yo sabía que los años, buenos o malos, nunca regresan. Simplemente pasan. Y eso fue lo que sucedió. Consciente de que lo más sensato era poner tierra por medio, lo hice. Llegué a Francia con relativa facilidad. A fin de cuentas, ni llevaba divisa de judío ni iba ataviado como un judío ni tenía aspecto de judío o, por lo menos, de lo que la gente pensaba que era la apariencia de un judío. Una vez allí, pude moverme con más sosiego. No me puse en contacto con nuestras comunidades. En realidad, si el salvajismo había pasado de Andalucía a Castilla y de Castilla a Aragón, ¿qué me aseguraba que no sucedería lo mismo con los Pirineos? Creo recordar que el campo tenía un hermoso aspecto en esa época, pero no podría asegurarlo. Viajaba deprisa, muy deprisa, como para poder detenerme a ver el paisaje.
—Y al final, ¿dónde se quedó? ¿En Francia?
—Continué hasta llegar a los Países Bajos. Sé de sobra los inconvenientes que tienen esas tierras. Están situadas por debajo del nivel del mar, hace frío, llueve, la luz es variable… sí, todo eso es más que cierto pero… bueno, cuando yo llegué, los pintores estaban descubriendo todo y cuando digo todo, quiero decir todo. El óleo, la luz, la perspectiva… créame si le afirmo que lo que luego llevaron a cabo los italianos… bueno, no era mucho en comparación con lo que ejecutaban ya entonces los flamencos.
—No habla usted en serio… —señalé incrédulo.
—Por supuesto que sí. Claro que sí —protestó el judío—. ¡Ah! Tendría usted que haber conocido todo aquello… ¡Qué gente! Los Van Eyck… El Bosco, que fue un gran amigo mío…
—¿El Bosco fue un amigo suyo?
—Por supuesto que lo fue —respondió el judío asintiendo con la cabeza—. De hecho, yo aparezco en uno de sus cuadros y… bueno, no nos distraigamos… Llegué a los Países Bajos. Me establecí allí. Viví la revuelta contra los españoles. Celebré el triunfo de los rebeldes porque sabía que los protestantes nos concederían libertad de religión a todos, sin excluir ni a católicos ni a judíos. Y lo hicieron. Vaya si lo hicieron. ¡Ah! ¡Aquellos reformados…! Eran… ¿cómo le diría yo? Bueno, creo que se parecían mucho a algunos de los estadounidenses actuales. Desconfiaban del poder, creían en la iniciativa privada y el espíritu de empresa, eran celosos de sus libertades, trabajaban con la convicción de que su labor tenía una impronta sagrada y, sobre todo, rezumaban fe. Creían todas y cada una de las palabras contenidas en la Biblia. Precisamente por eso nos trataban bien a los judíos y nos permitían incluso disfrutar de un régimen especial. Sabían, ¿lo entiende bien?, sabían que las Escrituras estaban repletas de anuncios de bendición dirigidos a nosotros. A los judíos. Bueno, imagino que no le costará entender por qué me sentía mejor, muchísimo mejor en aquella Holanda reformada, que en la España que había asesinado en masa a los judíos en 1391 para expulsarnos un siglo después.
—No. Supongo que no —acepté.
—Fui feliz —continuó—. Fui muy feliz en aquella época. Cuatro papas fulminando condenas entre sí. Algunos judíos encontraron aquello divertido. A fin de cuentas, resultaba casi una confirmación de que los seguidores del Nazareno eran unos bárbaros sumidos en el desconcierto y en la superstición. Pero yo no lo veía así. Temía que si aquel proceso de descomposición proseguía, al final, como casi siempre, lo acabaríamos pagando nosotros. ¿Se imagina usted lo que habría pasado si de pronto dos papas a la vez nos hubieran pedido ayuda? ¿Qué hubiéramos podido hacer? Ayudáramos al que ayudáramos, el otro se habría sentido mal dispuesto hacia nosotros… No. A mí aquella crisis de la Iglesia católica ni me divirtió ni me gustó. Y se trató sólo del principio. Muy pronto en Bohemia se desató la rebelión de un grupo que pretendía seguir las enseñanzas del Nazareno y que abogaba por separarse de una Iglesia a la que consideraba apartada de la Verdad. Antes de que acabara el Siglo XV a los griegos, los rusos, los búlgaros y tantos otros que se negaban a reconocer la supremacía del obispo de Roma se sumaron los checos. Al poco estalló la Reforma. Como usted se imaginará, aquella disputa entre cristianos a nosotros los judíos nos pillaba muy a trasmano, pero al cabo de unos años, pocos, nos dimos cuenta de que no nos daba lo mismo vivir en un sitio que en otro. En la mayoría de las naciones católicas, o habíamos sufrido la expulsión o nos miraban con suspicacia pensando que podíamos ser agentes enemigos, pero en aquellas donde triunfó la Reforma… no, no es que fuéramos iguales, pero aquellos hombres se habían puesto a leer la Biblia y habían descubierto, fíjese usted, que éramos protagonistas de buena parte de las Escrituras. Sí. Sé que parece una ridiculez, pero así era. De repente, se encontraron con que David y Moisés y Salomón eran de los nuestros y hasta descubrieron esa promesa de Dios a Abraham en la que anuncia que bendecirá a los que bendigan a los judíos y maldecirá a los que los maldigan. Sí, así era. Habían descubierto lo que sabe cualquiera que se moleste en leer las primeras páginas de la Biblia.
El judío sonrió aunque, esta vez, no me pareció descubrir en su sonrisa ni el menor indicio de sarcasmo.
—Aquella gente no creía en autoridades humanas sino en la autoridad divina de la Biblia —prosiguió—. Fíjese. Cuando Lutero, un Lutero a punto de morirse, propuso que se nos expulsara siguiendo el ejemplo de Isabel y Fernando en España, nadie le hizo el menor caso empezando por su príncipe y siguiendo por sus discípulos. No nos expulsaron. De ningún sitio.
Los ojos del judío brillaban de una manera extraordinariamente viva, como si en lo más profundo de las cuencas se hubiera encendido una luz que se filtraba a través de las pupilas.
—Habían vuelto a leer la Biblia y eso… bueno, eso produjo un cambio radical. En Holanda, donde había triunfado una forma de protestantismo que creía que la soberanía de Dios se expresaba fundamentalmente mediante una elección realizada según sus designios, decidieron que resultaría una bendición para la nación, por cierto, recientemente independizada de España, el acogernos. Aquélla fue una época maravillosa de libertad. Ahora puede parecer que no tiene mayor relevancia, pero entonces… ah, que en un mismo lugar pudieran convivir católicos, protestantes de todo tipo, judíos… era sinceramente increíble. ¡Constituía un verdadero milagro! No puedo describirle lo que fue aquella Holanda, pero sí puedo decirle que yo, personalmente, no recordaba haber disfrutado de una libertad semejante en mi vida. Ni siquiera cuando existía el Templo y Jerusalén no había sido arrasada por los romanos.
—Me llama la atención lo que usted dice —le comenté sorprendido ante aquel retrato idílico de la Holanda calvinista.
—Creo que no exagero en absoluto —dijo el judío—. Pero el ser humano, y nosotros los judíos no somos una excepción, tiende a no estar a gusto con lo que posee. Ambiciona más. Sueña con más. Ansia más. Algunos comenzaron a pensar que cabía mejorar nuestra suerte si nos trasladábamos de aquella Holanda calvinista a la Inglaterra de los puritanos.
—Pero los puritanos eran también calvinistas… —me atreví a comentar.
—Pues por eso mismo —me dijo el judío mientras me miraba con cierta suficiencia—. Holanda, de repente, se nos había quedado pequeña. Cierto, cierto, en ningún sitio estábamos mejor, pero Inglaterra… ah, Inglaterra ya comenzaba a apoderarse de los mares. De allí nos habían expulsado antes que de España. ¿Se imagina usted lo que podía ser para nosotros conseguir que nos dejaran entrar de nuevo en aquella isla? Durante años, no pensamos en otra cosa y, de repente, uno de los nuestros que se llamaba Menasseh ben Israel escribió un libro donde suplicaba que se permitiera a los judíos asentarse en Inglaterra. A la nueva potencia puritana, podíamos aportarle laboriosidad, conocimiento especializado, talento para el comercio… vamos, si casi parecía que iban a salir más beneficiados los ingleses que nosotros. Por un tiempo pudo parecer que nuestras esperanzas eran vanas, que nos habíamos excedido en nuestros sueños, que una cosa eran los calvinistas holandeses y otra los que ahora gobernaban en Inglaterra, por cierto, tras decapitar al rey. Y entonces, no sé si lo va a creer, pero en el momento menos esperado, Menasseh recibió una carta invitándole a visitar Inglaterra, y ¿a qué no sabe usted quién la firmaba?
—No —reconocí un tanto perdido en medio de aquel relato vertiginoso en el que la vida de los judíos se entrecruzaba con la de los puritanos.
—El mismísimo Cromwell —respondió el judío con satisfacción.
—¿Oliver Cromwell? —pregunté escéptico.
—Exactamente. El lord protector. El parlamentario que había derrotado a los ejércitos regios de Carlos I y después, al saber que planeaba traicionar a sus súbditos aliándose con las potencias extranjeras, había logrado que el Parlamento lo condenara a muerte.
—¿Y Cromwell tenía interés en hablar con los judíos holandeses?
—Cromwell… Ah, Cromwell era un personaje muy especial —me dijo el judío como si lo tuviera ante sus ojos en ese mismo momento—. Sé que lo han criticado mucho y que los irlandeses lo aborrecen, pero… pero créame, hombres como ése nacen uno cada dos o tres siglos y es muy difícil no ver en ellos la mano de Dios.
—No era judío… —me atreví a decir.
—No lo era. Es cierto, pero conocía las Escrituras mejor que la mayoría de los judíos que he visto a lo largo de mi más que dilatada vida. Además sus ideas no podían ser más claras. Estaba a favor de la libertad religiosa; es más, consideraba que era el primer derecho que los gobiernos debían respetar, pero no tenía la menor intención de consentir que ninguna Iglesia fuera oficial ni tampoco que intentara acabar con la libertad de otros. De ahí derivaba su oposición al catolicismo. Por supuesto, aborrecía muchos de sus dogmas, especialmente los que no se encontraban en las Escrituras cristianas, pero, por encima de todo, lo que no podía soportar era que se tratara de una potencia política dispuesta a controlar el mundo y a levantar las hogueras de la Inquisición para imponerse. Cromwell ansiaba ayudar a los protestantes de Italia, de Francia, de Holanda, a todos los que buscaran defender su libertad de conciencia, pero, a la vez, soñaba con extender ese apoyo a otros que desearan simplemente adorar a Dios conforme a sus convicciones personales como era nuestro caso.
—Creo que entiendo.
—Mire, los puritanos tienen ahora muy mala prensa. La misma palabra se ha convertido en una especie de insulto que parece definir a gente de mentalidad estrecha y corazón fanático. Pero eso no pasa de ser una caricatura injusta e interesada. Los puritanos, a decir verdad, se parecían mucho a nosotros. Deseaban obedecer la ley de Dios con todo el corazón, con toda el alma y con toda la mente. Incluso respetaban el sabbath aunque lo guardaran, como buenos cristianos, el día primero de la semana, el domingo. Eran trabajadores, austeros, ahorrativos. Su palabra valía su peso en oro y no le temían a nadie salvo a Dios y, por supuesto, no se arrodillaban ante una imagen de madera o de metal.
—¡Dios santo! Parece usted un converso… —dije en tono jocoso.
—Bien sabe usted que no lo soy, pero no puedo cerrar los ojos ante aquella gente que, por primera vez, en muchos siglos no consideraba que éramos réprobos a los que había que perseguir. Bueno, no deseo desviarme. Menasseh mantenía una relación de amistad conmigo. En Holanda había comenzado a surgir una fructífera industria del diamante y esa circunstancia me había permitido desde hacía algún tiempo mantener relaciones con los ingleses. El caso es que me pidió que lo acompañara y accedí.
—¿Así? ¿Sin más?
—No creo que fuera necesario más —respondió el judío con un tono que parecía dejar de manifiesto que mi pregunta parecía sorprenderle—. Como le he dicho, conocía algo a los ingleses; me lo pidió como un favor y acepté. Bueno, sí, y además me había indicado que, en caso de que nos permitieran regresar a Inglaterra, yo sería de los primeros que podría establecerme en la isla.
—No era mal plan. Lo reconozco.
—No. No lo era. Pero créame si le digo que me movía más la curiosidad que otra circunstancia. En fin, a lo que iba, el cruce del Canal resultó verdaderamente terrible. Yo había navegado en otras ocasiones, pero no recuerdo un viaje tan espantoso. Las olas se levantaban y parecían dispuestas a tragarnos; la espuma nos llenaba la cara impidiéndonos respirar; la nave cabeceaba y daba la sensación de que se hundiría en el abismo en cualquier momento. La verdad es que tengo la sensación de que la boca se me seca y me sabe a sal tan sólo de recordar todo aquello. Y eso sin tener en cuenta que no dejé de vomitar. Hubiera deseado entregarme a la oración, como otros que venían con nosotros, pero no, ¡qué va!, la bilis que salía en unas madejas que iban de aquí hasta allí no me dejaba articular una sola frase. Desde luego parece mentira lo que puede acumular la vesícula… En fin, no deseo perderme en detalles. Cuando ya no podía creer que en mi interior quedara el menor líquido, la niebla comenzó a disiparse y vimos la costa.
—Supongo que sería un consuelo…
—No sé qué decirle. Creo que el único alivio habría sido el de morirme y reposar, pero aquello resultaba impensable. Bien, sigamos. La Inglaterra que vimos entonces era como una mezcla de cuartel e iglesia. Había soldados del Parlamento por todas partes. Se trataba de hombres vestidos de negro o de castaño, austeros, como espartanos o como monjes, que continuamente cantaban sobrios y conmovedores himnos religiosos y que nunca rondaban por las tabernas o los burdeles. Los llamaban el Ejército santo y debo decirle que, si alguna vez existió una tropa que mereciera ese apelativo fue la de Cromwell. Aquella gente no robaba, no juraba, no mentía, no buscaba prostitutas. El mismo Cromwell… usted tendría que haberlo visto. Nos recibió vestido casi, casi como un mendigo. Entiéndame. Iba muy limpio y aseado, sin suciedad alguna, bien rasurado, pero… pero sus vestimentas eran impecablemente negras, casi como si se tratara de un sacerdote e insisto en lo de sacerdote porque cualquier obispo o cardenal, incluso el más modesto, hubiera parecido un potentado comparado con él. Nos dio la bienvenida de una manera muy cortés y nos preguntó en qué podía servirnos. Menasseh comenzó a hablarle de nuestro deseo de poder regresar a Inglaterra. Le señaló muy hábilmente que de esa manera el faro del protestantismo se distinguiría claramente de la negrura del catolicismo, es decir, de España, de donde habíamos sido expulsados siglo y medio atrás. El argumento puede parecer un tanto pueril, pero teniendo en cuenta el orgullo puritano de Cromwell y la manera en que temía una contraofensiva católica tenía su lógica. Cromwell nos escuchó con atención y me atrevería a decir que con enorme respeto. Esto ahora parece lo más normal, pero entonces… entonces ya podíamos dar gracias los judíos de que alguien se dignara no bajarnos de la acera de un empujón o no nos diera un codazo o una patada en el mercado por el mero gusto de divertirse. Bueno, el caso es que llevaba ya un buen rato escuchándonos, cuando, de repente, Cromwell nos dice: «¿Están ustedes seguros de que Inglaterra es el destino al que deben aspirar?». Le confieso que sentí un escalofrío, y seguro que no fui el único, cuando escuché aquellas palabras. ¿Nos había estado escuchando para respondernos ahora que no? ¿Iba a decirnos que debíamos encaminarnos hacia otro país? Me formulaba todas estas preguntas cuando Cromwell, como si hubiera adivinado nuestros pensamientos, añadió: «Por supuesto, pienso hacer todo lo que esté en mi mano para que el Parlamento revoque la expulsión y puedan ustedes regresar a Inglaterra, pero si me lo permiten, creo que debo señalarles que su tierra es la de Israel».
—¿Cromwell dijo eso? —pregunté sorprendido.
—Lo que acaba usted de oír —respondió el judío al tiempo que asentía con la cabeza—. Decir ahora que nuestra tierra es la de Israel… bueno, salvo algunos fanáticos no lo negaría nadie, pero entonces… ¡Es que ni nosotros lo pensábamos! Hacía siglos que nos conformábamos con que nos dejaran vivir en paz en tierra de los que no eran judíos. Y entonces, va ese «goy», ese inglés, ese puritano y dispara que nuestro destino es Israel. ¿Qué era lo que pretendía con esas palabras? La verdad es que no tuvimos tiempo para preguntárselo. Cromwell se acercó a un atril que tenía en su despacho y comenzó a pasar las páginas de un libro que reposaba sobre él.
—¿Qué libro?
—¿Qué libro iba a ser? ¡La Biblia, por supuesto! Bueno, el caso es que buscó por unos instantes y comenzó a leer. Fue la primera de una serie de citas. Tendría usted que haber visto cómo conocía aquel hombre a los profetas. ¡Increíble! Comenzó leyendo la Torah y luego pasó a Josué y a los Salmos y a Isaías y a Ezequiel. Y entonces, aquel «goy», aquel «goy», un incircunciso nos dijo a nosotros, hijos de Israel, que no debíamos olvidar que nuestra patria estaría en la tierra que Dios había prometido a Abraham, a Isaac y a Jacob, y que había entregado a Moisés y a Josué.
—Reconozco que resulta un poco desconcertante…
—Lo fue. ¿Se da cuenta? Nosotros pedíamos un sitio al sol. Nada más. Sólo que nos dejaran vivir en un pedazo de tierra, aunque no fuera nuestro y Cromwell nos señaló cuál era nuestro destino. No le oculto que hubo un momento en que nos sentimos abrumados. ¿Hablaba en serio o se burlaba de nosotros? ¿Deseaba ayudarnos o sólo librarse de unos judíos molestos como nosotros? Y entonces, una vez más, como si hubiera vuelto a leer en nuestro corazón, dijo: «Inglaterra se sentiría muy orgullosa de ser la nación que, como antaño Ciro, ayude al pueblo judío a regresar a su tierra». Todo eso… todo eso más de un cuarto de milenio antes de la Declaración Balfour, de la declaración británica que abrió el camino a la fundación de Israel, de este Estado. Y falta… falta…
—¿El qué?
—Bueno, Cromwell se manifestaba con tanta vehemencia, con tanta convicción, con tanta elocuencia que en un momento determinado no pude contenerme y le dije: «Milord Protector, disculpad mi atrevimiento, pero desearía saber a qué debemos atribuir vuestro interés por nosotros los judíos». Y entonces aquel hombre me miró y dijo: «A dos razones. La primera es que la Palabra de Dios señala que Dios bendecirá a aquellos que bendigan a los descendientes de Abraham». Yo conocía aquel argumento, lo había escuchado a los reformados de Holanda, pero nunca, al menos hasta donde recordaba, lo había asociado nadie con ayudarnos en el empeño de regresar a nuestro solar patrio. Y entonces Cromwell añadió: «La segunda, y más importante, es que antes de que Jesús, mi Señor y Salvador, regrese a este mundo, los judíos tendrán que volver a su tierra». ¿Eso le dijo?
—Como lo oye. Y entonces… bueno, entonces yo sentí como un fogonazo de luz, uno de esos fogonazos de luz que sólo tenemos una o dos veces en la vida y que, sin esperarlo proporcionan sentido a las situaciones más horribles y dolorosas que hayamos podido vivir. De repente, me di cuenta de que llevábamos siglos, muchos siglos, huyendo de nuestra tierra, cuando nuestro destino era volver a establecernos en ella. Y también contemplé algo que hasta entonces no había podido ver, tal que si un velo tupido hubiera estado colocado hasta entonces sobre los ojos de mi espíritu. Ese regreso constituía una doble liberación para mí: primero, porque implicaría establecernos de nuevo en Israel, pero también, por añadidura, porque tendría lugar antes de que llegara el Nazareno y me liberara del destino que llevaba arrastrando hacía más de milenio y medio. Aquel día yo salí de la presencia de Cromwell con el corazón ardiéndome. Créame si le digo que fue uno de los momentos más importantes de mi vida. Mientras nos dirigíamos hacia nuestro alojamiento, me parecía que todo cobraba sentido, que en la destrucción del Templo había existido alguna causa, aunque yo no la entendiera; que era lógico que hubieran fracasado «mesías» como Bar Giora o Bar Kojba; que Juliano nunca había tenido la menor posibilidad de levantar el santuario; que… que incluso el Nazareno podía tener un papel importante en todo aquel proceso que se había extendido durante siglos, aunque para mí sólo fuera el que me había ordenado seguir vagando a la espera de su regreso. Todo eso lo sentí entonces, con nitidez, con transparencia, con claridad, pero… pero, al poco tiempo, todo se torció.