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—Como ya le he dicho antes, viví la historia de Sabbatai Zvi desde la distancia. Cuando llegaron a Ámsterdam sus emisarios, los contemplé con una mezcla de incredulidad y repulsión. Me parecían insoportables aquellos judíos de aspecto oriental, atrasados, anclados en tiempos que yo había vivido y a los que no deseaba regresar y empeñados en predicar a un nuevo mesías como ya había conocido a otros, siempre con desastrosos resultados para nuestro pueblo. De todos ellos, sin embargo, creo que fue Sabbatai el más dañino, aunque, todo hay que decirlo, no esperé yo entonces que las consecuencias llegaran a tanto.

—Pero Sabbatai… quiero decir que para finales del Siglo XVII… entiéndame, no quedaba nada de él.

—Ya. Bueno, reconozco que yo tampoco logré ver entonces todas las consecuencias de sus actos. Por supuesto, supe de aquellos que habían apostatado y tuve ocasión de ver a no pocos que quedaron espiritualmente deshechos, pero creí que con aquello, que no era poco, quedaría cerrada la catástrofe. Sin embargo, fue mucho, muchísimo peor. Ah, ¿no me cree? No me cree, ¿verdad? Piense usted un poco, se lo ruego. ¿Qué paso en nuestras comunidades en Europa oriental? Enloquecieron. ¡Enloquecieron!

—¿A qué se refiere?

—Me refiero a los hasidim. Tampoco es que desee culparlos. Primero, habían sufrido a Chmielnicki, luego llegó el farsante de Sabbatai Zvi y, por supuesto, siempre estaban las presiones de los católicos y de los ortodoxos. Bien, todo eso lo entiendo, pero entonces ¿Qué pasó? ¡Pues que se volvieron a los disparates de la Cabala y surgieron los hasidim! Yo sé que muchos los consideran la salvación de nuestro pueblo en Polonia, en Ucrania, en Rusia, pero ¿fue así? Lo dudo mucho. El sabio, que, dicho sea de paso, no había podido impedir que las sinagogas se entregaran a Sabbatai Zvi, ahora se vio sustituido por el tsadik. Cantaban, se zarandeaban, se retorcían en medio de supuestos éxtasis, pero ¿qué era todo aquello? Un simple intento de escapar de la realidad, de una realidad que no podían cambiar y que ocultaban balbuciendo estupideces que nunca han formado parte del judaísmo como, por ejemplo, la creencia en la reencarnación. ¡Qué locura! ¡Judíos polacos profesando una enseñanza propia de los arios que invadieron la India! No me mire así. Lo que estoy diciendo es la pura verdad. En lugar de reconocer que habíamos fracasado estrepitosamente en nuestra identificación del mesías, y me incluyo porque soy judío y no hice nada positivo por impedirlo, nos lanzamos a la especulación, al dislate y a la absorción de creencias extrañas. ¡Qué horror!

—Bueno —intenté calmarlo—. Tampoco hubo hasidim en tantos lugares…

—Ah, ¿no? Hasta que ese asesino llamado Hitler los borró de la faz de la tierra en los años cuarenta, eran mayoría en buena parte de Europa oriental.

—Aceptemos que así fuera. No me parece que resulte exagerado afirmar que cumplieron con la misión de preservar la vida judía en una parte del mundo.

—Si usted identifica vida judía con superstición, con el seguimiento ciego de algunos personajes indescriptibles y con el sincretismo religioso, la respuesta es afirmativa.

Decidí no continuar la discusión. Era obvio que el judío compartía la aversión hacia los hasidim que siente buena parte de la población del Estado de Israel y seguir hablando del tema sólo serviría para encrespar los ánimos.

—En Occidente… —comencé a decir.

—En Occidente fuimos perdiendo a Dios —me respondió el judío—, y quizá es lógico que así sucediera. No sólo no habíamos contenido aquella locura sino que nos habíamos sumado a ella con entusiasmo. Nosotros, nosotros que habíamos visto cómo los seguidores de la Reforma habían logrado el triunfo de la libertad y habían iniciado la revolución científica; nosotros que habíamos escuchado a los puritanos ingleses anunciar que apoyarían nuestro regreso a la Tierra; nosotros… nosotros no reaccionamos mucho mejor que los pobres desgraciados del Este a los que contemplábamos con desprecio apenas oculto. Sí, sí, mucho decir que antes muertos que permitir que una de nuestras hijas se casara con alguno de aquellos cuervos, pero luego… luego no vaya usted a creer que supimos comportarnos mejor, que fuimos más sabios, que estuvimos a la altura de las circunstancias. Algunos de los nuestros se replegaron sobre nuestras tradiciones empeñados en que los preservarían de un mundo que cambiaba con demasiada rapidez como para que pudieran entenderlo; otros decidieron imitar las mutaciones no siempre felices que se sucedían entre los «goyim» sin percatarse de que si perdíamos nuestro pasado y nuestra visión de la vida no tardaríamos en disolvernos como pueblo y en quedarnos sin identidad como personas.

—¿Y usted?

—Yo decidí que lo mejor que podía hacer era atender mi negocio, mejorar mi competencia profesional, mantenerme alejado de tanto loco como pululaba ocasionalmente por nuestras comunidades. Le confieso que no creí en una Ilustración que negaba a Dios y se burlaba de nosotros incluso antes de que comenzara a hacerlo de la Iglesia católica o del cristianismo en general. Tampoco saludé con aplausos la Revolución francesa. A decir verdad, sospeché que una vez que decapitaran a Luis XVI no tardarían en lograr que rodaran decenas de miles de cabezas y no me equivoqué. Predicaban la libertad, la igualdad, la fraternidad mientras encharcaban con sangre el mapa de Europa y descuartizaban la herencia de siglos. Y además… además yo sabía que, tarde o temprano, vendrían a por nosotros. Estaba seguro. Ignoraba si antes querrían destruir nuestro cuerpo o nuestra alma, pero no abrigaba dudas de que intentarían borrarnos de la faz de la tierra. Así fue y desgraciadamente, uno de los nuestros sería decisivo para conseguir ese objetivo.

—¿A qué se refiere?

—Verá. Debió de ser en torno a 1845. Yo me encontraba en Londres. Desde hacía casi dos siglos, viajaba mucho a aquella ciudad e incluso pasaba en ella temporadas prolongadas por razones de trabajo. No es que los británicos fueran todos puritanos, pero, después de Cromwell, les quedó el suficiente poso como para ir levantando su imperio sobre valores puritanos como el trabajo, el ahorro, la educación o la honradez. Bien, no nos distraigamos. Cuando realizaba esos viajes, aprovechaba generalmente para comprar libros. Había tardado mucho en adquirir semejante afición, pero debo confesarle que desde el Siglo XVII le fui cogiendo gusto. Londres ofrecía, desde luego, muchas posibilidades para adquirir obras interesantes. No era sólo aquello que se publicaba en las islas sino que además llegaban, y se editaban, libros en otros idiomas y no eran caros, ésa es la verdad. El caso es que una mañana andaba yo paseando y viendo librerías cuando di con un tomito que se titulaba «La cuestión judía». El título me pareció sugestivo, el precio me resultó razonable y lo compré. Por supuesto, en Inglaterra siempre ha existido una tradición antisemita, como en otros lugares, pero no es menos cierto que desde la Reforma ha predominado una cierta simpatía hacia nosotros siquiera porque somos los protagonistas indiscutibles de la primera parte de la Biblia cristiana. Pensé yo, por lo tanto, que la obra intentaría ofrecer una salida a la situación por demás difícil que padecían no pocos de mis hermanos en distintas partes del globo. Le adelanto que me equivoqué totalmente.

—¿Se trataba de un escrito antisemita?

—De uno de los más asquerosos e irracionales que he tenido oportunidad de leer nunca. Sostenía que el alma del judío era la codicia; que lo único que nos importaba, que lo que deseábamos por encima de cualquier otra cosa, era el dinero.

—No me parece que fuera muy original —señalé con un dejo de ironía.

—No lo era, desde luego. Esa estupidez se ha repetido durante siglos seguramente porque los «goyim» no tienen el menor interés en el dinero y entre ellos no se dan ni la codicia ni la avaricia.

—Ahora es usted el que ironiza.

—¿Acaso me faltan razones? Llevamos arrastrando esas acusaciones desde hace milenios y, a pesar de su innegable necedad, no han dejado de repetirse. ¿Cuántos judíos son dueños de grandes bancos en su país?

—Ninguno.

—Bien. ¿Y cuántos forman parte de la lista de los, digamos, diez o quince primeros empresarios?

—Ninguno.

—Ninguno. ¿Lo ve? Pues seguro que si eso sucede en España pasará también en otras naciones menos importantes económicamente que, por cierto, son unas cuantas. Imagínese el panorama a mediados del Siglo XIX. En algunas naciones, brillábamos por nuestra ausencia; en otras, no pasábamos de ser pequeñas minorías que, como mucho, poseían un comercio y aquel sujeto salía ahora con que nuestra esencia era la avaricia y la acumulación de dinero. Nosotros éramos el mal del mundo y ¿sabe usted cuál era la solución?

—¿Su desaparición? —me atreví a aventurar.

—Exactamente —asintió el judío con la cabeza—. La solución al problema judío se produciría cuando ya no existiera nuestra milenaria avaricia, nuestra secular identificación con las finanzas porque nuestro «dios secular», como decía el autor de aquel panfleto, era el dinero. Llegado ese momento, ya no seriamos judíos. Desapareceríamos como tales y con nuestra extinción también se podría anunciar que había concluido la cuestión judía. No sólo eso. Arreglada la cuestión judía, tendría lugar la «autoemancipación de nuestra época».

—Suena familiar. Lo que ya resulta más chocante es que todo se escribiera en 1845 y no un siglo más tarde.

—Es cierto, pero ¿quién podía saberlo entonces? Hasta ese momento, habíamos sufrido expulsiones, brutalidades, matanzas… pero que se buscara totalmente nuestra desaparición… fíjese, incluso los católicos más antisemitas estaban convencidos de que algunos de nosotros debíamos sobrevivir hasta el día del Juicio Final como testimonio de nuestra perfidia frente a la predicación eclesial. Aquel sujeto, sin embargo, no nos concedía ni siquiera tan mezquina posibilidad. Debíamos extinguirnos y cuando semejante eventualidad se produjera no sólo se acabaría el problema sino que el mundo habría experimentado una emancipación extraordinaria. Por un tiempo, me olvidé de aquel panfleto que, debo decírselo, me causó una ira difícil de reprimir. Supongo que pensé que era una de esas tonterías que se escriben y que se olvidan. Sin embargo, aproximadamente un año después, volví a oír hablar del autor. Uno de mis clientes, el propietario de unas fábricas se refirió a él, en el curso de una conversación. Lo hizo con aprecio. Como si se tratara de una mente verdaderamente extraordinaria, privilegiada, genial. Le confieso que lo primero que se me pasó por la cabeza fue que el número de los idiotas es mucho mayor de lo que llegamos a sospechar en nuestros peores momentos, pero aquel empresario parecía haber perdido el interés por lo que debíamos abordar y siguió insistiendo en el carácter excepcional del autor del panfleto. No sólo de eso. De la manera más inesperada, me dijo que se encontraba escribiendo ahora un manifiesto que, en su opinión, iba a cambiar la historia de una manera decisiva. No le oculto que se me puso un peso en la boca del estómago al escuchar aquellas palabras. Si aquel sujeto que había anunciado nuestra extinción como un hecho deseable, como una muestra de progreso del género humano, estaba a punto de redactar una obra que podía cambiar la historia, lo que nos esperaba… bueno, ya me entiende.

—Sí. Comprendo que no se sintiera usted muy a gusto.

—El caso es que, armándome de valor, le señalé al empresario que me gustaría conocer a aquel hombre. En un primer momento, el dueño de las fabricas pareció sorprendido por mi propuesta, pero luego, en apenas unos instantes, pareció alegrarse. Incluso me atrevería a decir que su rostro adoptó un aspecto risueño. Me dijo que su conocido, su amigo, a decir verdad, era un hombre que solía sufrir problemas económicos porque no todo el mundo sabía apreciar su genio y que, por lo tanto, de manera ocasional, él solía ayudarlo. Quizá yo mismo…

—¿…Podría ayudarlo también? No puedo creerlo.

—Pues créalo porque, efectivamente, eso fue lo que me dijo.

—¿Y llegó a conocerlo?

El judío asintió con la cabeza.

—Sí. Fue un par de semanas después. Una vez más, me había olvidado de aquel sujeto distraído con mi trabajo cotidiano, pero, una mañana, recogí una nota del dueño de las fábricas. Me invitaba a cenar con el autor del libro sobre la cuestión judía. Dudé entre aceptar o rechazar la invitación. Tenga en cuenta que no me parecía tentadora la idea de estropear una comida hablando con un antisemita, pero… bueno, al final, le dije que sí.

—¡Qué estómago! —pensé en voz alta.

—Cuando un par de tardes después llegué al restaurante, ya estaba esperándome el empresario. Me saludó con cordialidad y comenzamos a hablar de cosas intrascendentes. Llevaríamos charlando dos o tres minutos, cuando, de repente, el propietario de las fábricas se puso en pie de un salto y dijo: «Ahí está, ahí está». Lo hizo con un entusiasmo. ¿Cómo le diría yo? Igual que esas jovencitas que adoran a los ídolos del rock y se desmayan o chillan o saltan a su paso. Por supuesto, mi conocido no llegó a tanto, pero el brillo de sus ojos dejaba de manifiesto que su adoración no era menor. El recién llegado resultaba, desde luego, imponente. No es que fuera muy alto, eso no, pero parecía macizo, enorme, inmenso, casi como si en lugar de tórax tuviera un barril de cerveza. Contribuía a esa impresión un cabello largo, que le llegaba hasta los hombros y que daba a su enorme testuz el aspecto de una pirámide truncada, y, sobre todo, una barba muy poblada que se desplegaba en abanico cubriéndole buena parte del pecho. Por un momento, recorrió la sala con los ojos, pero nada más ver a mi acompañante, se dirigió a grandes zancadas hasta nuestra mesa. Por cierto, ¿cómo soporta usted el mal olor?

—Perdón… —dije un tanto desconcertado.

—El mal olor —insistió el judío—. Cuando una persona huele mal y se sienta a su lado, por ejemplo, en el autobús o en un restaurante, ¿cómo se lo toma?

—Pues la verdad es que me desagrada —reconocí—. Sí, me da mucho asco. No comprendo por qué algunas personas no cuidan más de su higiene personal.

—A mí me sucede lo mismo —indicó mi acompañante—. A decir verdad, los judíos siempre nos hemos tomado muy en serio la limpieza. Por razones religiosas, si usted quiere, pero nos ha parecido una cuestión muy importante. Esto tiene sus ventajas, pero también algunos inconvenientes. Por ejemplo, se es más sensible a los malos olores, te molestan más. Pues bien aquel sujeto apestaba. La ropa… bueno, llevaba una ropa arrugada como… como si hubiera dormido encima de ella… y despedía un hedor… Estoy convencido de que sus axilas no habían visto el agua desde hacía semanas, quizá meses, y las manos… ¡Qué manos más asquerosas! Llevaba las uñas con unas rayas de suciedad que… bueno, le ahorraré detalles… El caso es que el empresario nos presentó, intercambiamos saludos, se sentó, pedimos los platos… Si le digo que aquella comida fue una sucesión de olores repugnantes procedentes del escritor supongo que no le sorprenderá. Se inclinaba para coger el pan y hasta la nariz me llegaba una vaharada de debajo de su brazo; se abría la levita para rascarse la panza, sí, como lo oye, rascarse la panza, y emergía una fetidez procedente de no quiero pensar qué lugar de su cuerpo; se pasaba la mano por la entrepierna y emergía cargada de… bueno, dejemos las descripciones. El caso es que con todo lo asqueroso que resultó aquello no fue lo peor de la comida.

—Pues la verdad…

—Sí, créame. El empresario y el autor se conocían desde hacía tiempo, pero, a decir verdad, habían vuelto a reunirse durante la primavera de 1845. A esas alturas, el escritor había dado con una teoría que explicaba todo y que, según el empresario, era un «descubrimiento» que «iba a revolucionar la ciencia de la historia». Fíjese bien. No se trataba de filosofía sino de ciencia. Le confieso que aquello me sonó un tanto inverosímil, pero el propietario de las fábricas lo expresaba todo con el entusiasmo propio de un convencido predicador. Tan convencido estaba que iba a ayudar a aquel filósofo científico en la tarea de redactar la obra que alteraría la historia. Y en ese momento, hizo una seña al fétido invitado y éste echó mano de un cartapacio que llevaba consigo. Con aquellas manos sucias capaces de provocar arcadas en cualquiera, extrajo unos papeles que manchó de grasa y leyó: «Un fantasma recorre Europa. Todas las potencias de la vieja Europa se han coligado en una Santa Alianza para acorralarlo: el Papa y el zar, Metternich y Guizot, los radicales franceses y los policías alemanes. De aquí se desprende una enseñanza doble: Primero. Que ese fantasma es reconocido como una fuerza por todas las potencias de Europa; y Segundo. Que ha llegado la hora de que quienes lo siguen manifiesten a la faz de todo el mundo su forma de ver, sus objetivos y sus tendencias».

—Pero eso… —intenté decir, pero el judío levantó la mano imponiendo silencio.

—Tuve la sensación de que aquel inicio lo habían repasado una y otra vez porque mientras aquel cerdo lo leía, mi cliente lo había repetido en voz baja como si se tratara de una oración. Y entonces, despidiendo una nueva tufarada, aquel hombre de la poblada barba me miró y me dijo: «La historia de toda sociedad hasta el día de hoy no ha sido sino la historia de las luchas de clases. Libres y esclavos, patricios y plebeyos, nobles y siervos, maestros y aprendices, en resumen: opresores y oprimidos en lucha constante, han mantenido una guerra que no se ha interrumpido, manifiesta en algunas ocasiones, disimulada en otras; una guerra que siempre concluye mediante una transformación revolucionaria de la sociedad o mediante la aniquilación de las dos clases antagónicas». Reconozco que al llegar a ese punto, temí que hiciera referencia a nosotros y, en armonía con el panfleto que yo había leído unos meses atrás, me anunciara que para lograr la emancipación de la sociedad los judíos debíamos desaparecer.

—Pero no se lo dijo…

—No. No lo hizo. Me miró con unos ojos que parecía que iban a desprender fuego y soltó, entre una nueva vaharada de sus axilas: «La sociedad burguesa moderna, erigida sobre las ruinas de la sociedad feudal, no ha derogado los antagonismos de clases. Sólo ha sustituido a las antiguas con nuevas, creando nuevas condiciones de opresión, nuevas formas de lucha. Donde ha conquistado el poder… ha deshecho sin consideración todos los lazos y ha establecido una explotación abierta, directa, brutal y descarada. Todo lo que resultaba sólido y estable es aniquilado. La burguesía ha sometido el campo a la ciudad… Ha hacinado a la población, centralizado los medios de producción y concentrado la propiedad en un reducido número de manos». Confieso que cuando llegó a ese punto de su exposición, pensé que ahora arremetería contra nosotros. De un momento a otro, pensé yo, iba a decir que las escasas manos que se aprovechaban de todo eran judías. Pero no, precisamente en ese momento, dio un quiebro a su perorata y me espetó: «Ah, pero la burguesía ha forjado las armas que deben ocasionar su muerte e incluso ha creado los hombres que esgrimirán esas armas: los obreros modernos, los proletarios… la situación de esa gente sólo puede empeorar en el futuro en manos de la burguesía capitalista». ¿Se da usted cuenta? ¡En manos de la burguesía capitalista! ¡Y todo eso lo decía delante de mi cliente que era propietario de varias fábricas aparte de un admirador ciego! Durante una buena media hora, aquel sujeto maloliente anduvo contándome cómo la gente cada vez viviría peor en Inglaterra, en Francia, en Alemania y de esa manera, el ejército de proletarios se incrementaría con miembros de todas las clases sociales. Pero esa situación tendría una salida. El proletariado acabaría armándose y alzándose en armas contra la burguesía. Cuanto peor lo pasaran los proletarios, más solidarios serían entre ellos. No hace falta que le diga que he visto los suficientes desastres a lo largo de mi vida como para saber que las grandes desgracias no crean, precisamente, vínculos de mayor solidaridad sino todo lo contrario, pero, en fin… seguí escuchándolo con paciencia. Hasta ese momento, los proletarios de los que hablaba parecían actuar de manera espontánea, instintiva, casi natural, pero entonces volvió a introducir un nuevo elemento. Se refirió a los socialistas.

—¿Está usted seguro de que habló de socialistas?

—Sin la menor duda —respondió el judío—. Ahora resulta atrasado, antiguo, casi me atrevería a decir que rancio, pero a mediados del Siglo XIX, el socialismo era una moda. Como todas las modas, todo hay que decirlo, presentaba una enorme variedad de colores y estilos, pero se había extendido enormemente. La cuestión era saber qué tipo de socialismo propugnaba aquel hombre y yo mucho me temía que, de un momento a otro, se refiriera a que su socialismo necesitaba llevarse por delante a los judíos. De manera retórica y tras echarse al coleto el enésimo vaso de vino, volvió a clavarme la mirada y me espeto.

—«¿En qué se diferencian los socialistas de los demás partidos obreros?». Lo ignoraba yo, pero, de todas formas, creo que de haber intentado responderle no me lo hubiera permitido, entregado como estaba a la tarea de adoctrinarme. De manera inmediata, sin dejarme abrir la boca, dijo: «Los socialistas sólo se distinguen de los demás partidos obreros en dos puntos: En las distintas luchas nacionales de los proletarios que anteponen y defienden los intereses independientes de la nacionalidad y comunes a todo el proletariado y en las distintas fases de la lucha entre proletarios y burgueses que representan siempre y en todas partes los intereses de todo el movimiento».

—Como consigna política no está mal —me atreví a decir—, pero no parece especialmente concreta.

—No lo parece porque no lo es —dijo el judío a la vez que se encogía de hombros—. También fue eso lo que pensé entonces, pero a esas alturas ya había llegado a la conclusión de que mi interlocutor ni siquiera pretendía convencerme. A decir verdad, estaba entregado a la mucho más gratificante tarea de escucharse a sí mismo. Parecía que miraba a lo lejos, a un futuro que ni el empresario ni yo podíamos otear, mientras decía: «En la práctica, los socialistas son la fracción más resuelta de los partidos obreros de todos los países, la fracción que arrastra a las demás. Y ¿por qué? Porque cuentan con la ventaja sobre el resto del proletariado de tener un concepto claro de las condiciones, el desarrollo y las metas generales del movimiento proletario. El propósito inmediato de los socialistas es la constitución de los proletarios en clases, la destrucción de la supremacía burguesa y la conquista del poder público por el proletariado». Le confieso que, al escuchar aquello, estaba más que harto del sujeto. Olía mal, tenía unos modales intolerables en la mesa y no paraba de trasegar vino, aparte de, por supuesto, espolvorear sobre nosotros su discurso con la misma satisfacción con que lo habría hecho un dios con los miserables mortales. Durante una hora más, aquel personaje se dedicó a informarme de la manera en que los socialistas iban a destruir la familia, la patria, la propiedad privada y la cultura. Para lograrlo, recurrirían a mecanismos como la subida de impuestos, la expropiación, el control del crédito o el dominio de la educación por el Estado.

—No le veo muy entusiasmado con el programa de…

—¿Entusiasmado? Pero… pero ¿cómo iba a estarlo? Tenía usted que haberlo escuchado. A aquel sujeto le interesaban tanto los proletarios como a mí los geranios cordobeses. Lo único que ansiaba era mandar, mandar, mandar y quería hacerlo sobre un mundo nuevo en el que todos los que ahora tenían algo hubieran desaparecido de forma sangrienta de la faz de la tierra para dejarle lugar a él. Y entonces, convertido en tirano omnipotente podría someter a todos a una dictadura a la que denominaba del proletariado, pero que, en realidad, era la de su partido socialista y, en última instancia, la suya. Aquello no era sino un despotismo destructor y carente de frenos morales apenas oculto tras una palabrería cursi sobre la lucha de clases, la opresión o la burguesía. En aquel mismo momento, supe que si sus planes se convertían en realidad podrían costar la vida a millones de seres humanos porque las dimensiones gigantescas del océano de sangre no le importaban a aquel socialista una higa. Por supuesto, le pregunté cuándo sucedería todo aquello.

—¿Y le respondió?

—Ya lo creo —dijo el judío—. Me dijo que estaba a punto de estallar; que en unos meses, los proletarios de toda Europa se alzarían en armas contra sus opresores; que la victoria resultaría innegable en Inglaterra y Alemania y de ahí se extendería al resto del mundo… Se lo voy a decir con claridad: tenía la misma fe ciega y sectaria que había tenido ocasión de contemplar en los seguidores de Bar Giora y de Bar Kojba y de Sabbatai Zvi. Si quiere que le sea sincero, no sé cómo pude soportar todo aquello. Al final, después de que el empresario pagara la cuenta, salimos a la calle. Hacía frío, mucho frío, pero acogí aquella gelidez nocturna como una especie de ducha que me librara de la peste que desprendía aquel profeta del socialismo. No recuerdo bien el pretexto que di, pero el caso es que me despedí de los dos personajes, emprendí el camino de regreso a casa y entonces, cuando había caminado, no sé, seis, ocho pasos, escuché un ruido de cristales.

—¿Un ruido de cristales?

—Sí. Eso he dicho. El mismo que se oye cuando se rompe una botella o un frasco. Me volví y… bueno, no se lo va a creer. Aquel sujeto, el socialista, estaba preparándose para lanzar una piedra contra una farola. La hizo añicos en un instante y entonces me percaté de que era la segunda que había destrozado aquel gamberro fétido. Debió de cargarse media docena antes de que el empresario, que intentaba interponerse entre él y sus blancos, lo convenciera para largarse de allí antes de que apareciera la policía. El angelito se reía a carcajadas cuando desaparecieron totalmente de mi vista.

—Bueno —dije sin mucha convicción—. Al menos, había dejado de tomarla con los judíos.

—No estoy tan seguro. Me da más bien la sensación de que simplemente había descubierto un objetivo mucho mayor sobre el que lanzar sus profecías de muerte y destrucción. A fin de cuentas, ¿a él qué más le daba? Su amigo, el dueño de las fabricas le aseguraba un buen pasar y hasta le permitía emborracharse a su costa y destruir el mobiliario urbano para divertirse.

—¿Volvió a saber de ellos?

—Ocasionalmente. La revolución estalló en 1848, pero, en contra de lo que ellos pensaban, no condujo al triunfo del socialismo, si acaso a un cierto avance del liberalismo y gracias. Por supuesto, mi cliente siguió ganando dinero con sus fábricas y su patrocinado continuó viviendo de él. Me llegaron a decir que, en un momento determinado, aquel teórico del socialismo dejó encinta a una criada…

—¡Qué comportamiento más burgués! —exclamé fingiendo horrorizarme.

—Y si sólo hubiera sido eso… El caso es que, tras dejarla embarazada, consiguió que mi antiguo cliente inscribiera al hijo como suyo.

—Siempre se puede pensar que le encontraba un padre mejor…

—Sin duda, pero no creo que lo hiciera por eso. Simplemente, no tenía la menor intención de cargar con sus responsabilidades y consideró que aquella pobre… proletaria no merecía destino mejor. Mi conocido, el empresario, le echó una mano. Eso es todo.

—Por cierto —dije reparando en algo que había pasado por alto hasta ese momento—. ¿Resultaría muy indiscreto si le preguntara el nombre de aquel empresario entregado a financiar la llegada del socialismo?

—No, por supuesto —dijo el judío sonriendo—. Se llamaba Engels.

—¿Engels? ¿Friedrich Engels?

El judío asintió con la cabeza apenas capaz de reprimir un rictus divertido que se balanceaba en sus labios.

—Entonces… —balbucí— entonces el escritor… el intelectual era…

—Sí —reconoció reprimiendo a duras penas la risa—. Era Karl Marx.