22
—Mucha gente piensa que el gran drama que los judíos sufrimos en Sefarad fue la expulsión del año 1492, la que decretaron Isabel y Fernando. Debo decirle que se equivocan.
—No sé si le comprendo. ¿Pretende usted decirme que no fue una tragedia terrible para ustedes?
—No. —El judío sacudió la cabeza—. Eso resulta innegable, pero la calamidad empezó poco más de cien años antes, en las cercanías del asesinato de José Pichón. Los años finales del Siglo XIV constituyeron una etapa de especial dificultad para nosotros. Sé que se puede alegar que la revuelta historia de las Coronas de Castilla, Aragón y Navarra no constituía un contexto propicio para la paz y el sosiego. Pero no se deje engañar. A ese factor se unieron otros mucho más importantes. Por un lado, las disposiciones papales dirigidas contra nosotros se endurecieron extraordinariamente. Durante el siglo anterior, monarcas de la talla de los castellanos Fernando III el Santo o Alfonso X el Sabio no hicieron el menor caso a los pontífices, pero ahora, por primera vez en la historia española, los reyes aceptaron que lleváramos divisas distintivas, una medida que, como ya le he indicado, era de origen islámico y la Iglesia católica había tardado siglos en adoptar. Luego vino la proliferación de leyendas contra nosotros. Se nos culpaba lo mismo de la propagación de la peste que del envenenamiento de fuentes y pozos. Siglos después dirían eso mismo de los frailes, pero en aquel entonces los chivos expiatorios éramos nosotros. Pero lo que nos colocó en la situación peor que pudiéramos imaginar fue la entrada del pueblo llano en el terreno de las decisiones políticas. Sí, no me mire así. Ya sé que no había convocatorias electorales ni campañas para captar el voto, pero aquella gente de a pie comenzó a pesar mucho. El pueblo llano, ese pueblo que ahora tanto gustan de adular y halagar los políticos, especialmente en época de elecciones, se convirtió en el sujeto activo de no pocos acontecimientos. No se me ocurriría decir que algunos de ellos no fueran buenas personas, pero otros… bueno, fue ese pueblo el que exigió la promulgación de no pocas medidas contra nosotros, convencido de que éramos los culpables de sus desdichas.
—Habla usted del pueblo… no sé… como si los regímenes de la época fueran democracias modernas… Me temo que el rey, la aristocracia, incluso la Iglesia católica tenían mucho más poder que ese pueblo al que usted ve de manera tan negativa.
—No niego que el rey y la Iglesia católica podían haber actuado embridando a aquellas masas de palurdos convencidos de que todo les iría bien simplemente rompiéndonos la cabeza. De acuerdo, pero, mire, no pocas veces los monarcas decidieron que era más conveniente plegarse a las presiones populares capeando posibles revueltas o incluso, como en el caso de Enrique II, aprovechando la demagogia dirigida contra nosotros. Por supuesto, no se me oculta que se trataba de un cálculo frío y desprovisto de decencia, pero estoy convencido de que hubieran actuado de otra manera de no ser conscientes de que el pueblo nos odiaba.
—¿Y la Iglesia católica? Quiero decir… no todos los clérigos podían aspirar a hacerse con un puesto de recaudadores…
—No. Es cierto. No todos actuaron por ambición. A decir verdad, no me cabe la menor duda de que no faltaron los prelados y los clérigos que creyeron, de manera sincera, defender los intereses del pueblo, ¡otra vez el pueblo!, y a la vez, obedecer las normas dictadas por el Papa. Le ruego que intente imaginar lo que esto significaba. El pueblo, ¡el pueblo!, convencido de que su vida miserable acabaría si nos borraban del mapa; los pontífices, los supuestos sucesores de un pescador judío llamado Pedro, apretándonos las tuercas; los clérigos dispuestos a obedecer militarmente a los papas y los reyes… ¡ah, los reyes!, decididos a canalizar los bajos instintos del pueblo, a granjearse el apoyo del clero y a someterse a los pontífices en lugar de a resistirlos. Y nosotros… ¿qué hacíamos nosotros? Pues no pocos abandonar al pueblo de sus padres convencidos de que era un ente ya más muerto que vivo. Quizá si nosotros hubiéramos mantenido la dignidad, quizá si los reyes hubieran sido más fuertes, quizá si el pueblo nos hubiera contemplado como a personas dignas de respeto… puede ser, puede ser… ¡bah! ¡Qué más da! Aquello era un montón de paja seca colocada bajo el sol ardiente del verano y sólo faltaba que alguien se acercara con lumbre en la mano para que todo ardiera. Ese incendiario llegó.
—¿A quién se refiere? —indagué desconcertado.
—Me refiero a un personaje que fue canónigo de Santa María, arcediano de Écija y provisor del arzobispado de Sevilla. Se llamaba Ferrán Martínez. Verá. Don Ferrán no había ocultado nunca su parcialidad en contra de nosotros los judíos. De hecho, en su calidad de provisor había actuado como juez delegado del arzobispo en distintos pleitos donde tenía por costumbre fallar en contra nuestra. No digo yo que en alguna situación no tuviera razones para ello, pero es que no era ése el caso. Veía entrar a un judío en la sala del tribunal y el rostro se le retorcía en un gesto de asco, como… como si estuviera oliendo excrementos.
—¿Llegó usted a conocerlo o se lo contaron? —pregunte movido por lo gráfico de su descripción.
—Lo vi personalmente en dos ocasiones. Gracias a Dios, no tuvo nada que ver con asuntos míos. No. Se trató de gente relativamente… cercana. La primera vez fue el caso de un pobre hombre llamado Isaac Toledano. Era tío de uno de mis clientes, anciano cargado de años y de achaques que necesitaba cobrar deuda desesperadamente. A decir verdad, si no lo conseguía lo más seguro es que acabaran por embargar sus posesiones. Por eso había pedido a su sobrino que le ayudara en este trance. Sabía que tenía la razón, pero temía quedarse sin ánimo ni fuerzas ante un tribunal. Mi cliente comenzó a narrarme todo de pasada pero, poco a poco, la angustia fue apoderándose de él. Vino a confesarme que se temía lo peor. Sí, su tío poseía un documento de reconocimiento de deuda, pero… Bueno, el caso es que tanto se lamentó, tanto se quejó, tanto me imploró que acabé aceptando la idea de desplazarme a Sevilla para acompañarle.
El judío respiró hondo y, a continuación, se frotó los ojos con gesto cansado.
—Decidí realizar algunas averiguaciones antes de partir y las cosas de las que me enteré no se puede decir que me tranquilizaran. Todavía en vida de Enrique II, el bastardo, la judería de Sevilla se había visto obligada a quejarse ante el rey por las injusticias cometidas por el tal Ferrán. Como ya le he contado, Enrique no se caracterizó nunca por apreciarnos, pero las acusaciones se correspondían de tal manera con la triste realidad que durante el verano de 1377, el rey dictó un albalá en virtud del cual privaba a don Ferrán de la capacidad para conocer los pleitos de los judíos.
—No termino de entender —dije yo—. Si el rey le privó de la autoridad para juzgar causas en las que estaban implicados judíos, ¿cómo…?
—¿…iba a juzgar aquella causa? —concluyó mi pregunta el judío—. Buena observación. La decisión de Enrique debería haber solucionado el problema, pero don Ferrán no estaba dispuesto a darse por vencido. Se abocó a las causas relacionadas con los judíos con total tranquilidad de conciencia y además siguió comportándose con nosotros de la manera más parcial. Cómo sería su conducta que, cuatro años después, la judería de Sevilla tuvo que elevar sus quejas nuevamente ante el monarca.
El rey Juan nos escuchó, y a inicios de 1382 le exigió a don Ferrán el cumplimiento del albalá. Por si todo lo anterior fuera poco, también le ordenó que los pleitos de judíos pasaran directamente a ser conocidos por el arzobispo, a la vez que insistía en que nos hallábamos bajo la protección regia. Fue, una vez más, inútil y, al año siguiente, de nuevo la judería tuvo que presentar sus protestas ante el monarca. Por cierto, fue precisamente por esa época, sobre poco más o menos, cuando yo acompañé a mi cliente a visitar a su tío.
—¿Y cómo resultó todo?
—Verdaderamente bochornoso —respondió el judío al tiempo que movía la cabeza a uno y otro lado como si estuviera negando algo—. Como ya le he dicho antes, cuando nos vio entrar en la sala nos miró con el mismo asco con que habría contemplado un pedazo de carroña. Escuchó primero al tío de mi cliente exponer cómo le debían dinero y cómo contaba con un documento que atestiguaba el reconocimiento de deuda. Luego ofreció la palabra al demandado.
—Todo eso parece razonable.
—Déjeme concluir —me reconvino el judío—. El demandado debería haber aceptado que, efectivamente, tenía una deuda con el anciano y luego se podría haber llegado a un acuerdo; de ello era partidario mi cliente, para que la saldara de una manera razonable. Bueno, pues nada de eso sucedió. Se plantó ante el arcediano como si fuera un caballero, ataviado de punta en blanco, y dijo que aquella firma no era suya. Vamos, que el documento era falso.
—Qué descaro…
—Y tanto. Ya puede imaginarse la cara que se le puso al pobre viejo. Abrió los ojos como platos, abrió los labios como un pez y abrió hasta el manto que llevaba como si así pudiera facilitar al juez el que escudriñara su corazón. Entonces don Ferran le miró y le dijo: «Judío, ¿qué dices de la acusación de falsedad que este hombre pronuncia en tu contra?».
—No puedo creerlo.
—Pues créalo. Aquel infeliz se había convertido en apenas unos instantes de deudor en presunto malhechor. Bueno, el caso es que le miró y le dijo: «Mi señor, al pie del documento están las firmas de los testigos».
—¿Y qué dijo el juez?
—Se quedó mirándolo y le espetó: «¿Son judíos los testigos?». El anciano comenzó a temblar al escuchar aquellas palabras y yo temí en ese momento por su salud, tanto que me acerqué a él y lo sujeté del brazo, temeroso de que se desvaneciera. Pero el hombre me apartó la mano, llenó el pecho de aire como si así pudiera darse fuerzas y le respondió con una voz que pretendía ser digna: «Uno es judío y el otro es cristiano». Al escucharlo, pensé que el hombre había actuado con perspicacia, pero reprimí mi esperanza de que todo concluyera como es debido. Por su parte, el arcediano torció el gesto y le dijo: «No puedo aceptar el testimonio del judío y más si es contra un cristiano».
—¿Fue capaz de decirle eso?
El judío levantó la mano imponiéndome silencio.
—Esta vez el anciano sí estuvo a punto de desplomarse, pero volvió a respirar hondo y sacando fuerzas de flaqueza dijo con un hilo de voz: «Pero hay un cristiano…». Pero hay un cristiano… ¿Se da usted cuenta? Se aferraba a esa circunstancia como a un clavo ardiendo porque sabía que de ella dependía su ruina o su supervivencia. Pero el arcediano no se dejó impresionar. Adoptó, por el contrario, un tono de dignidad, sí, de dignidad, y le dijo: «Judío, ¿acaso no has aprendido de tu ley que no puede condenarse a un hombre con un solo testigo?».
—O sea que el arcediano aplicaba la ley judía…
—El arcediano era capaz de aplicar la ley del mismísimo Diablo para hacernos daño —me respondió—. El caso es que el pobre hombre no supo qué responder. ¿Qué le vas a decir a un Juez que te lanza a la cara que no puedes cobrar un crédito que te resulta indispensable y que además, para adoptar esa decisión, pretende apoyarse en tus propias normas? Recuerdo que mi cliente me echó la típica mirada del que no puede creer lo que está sucediendo, pero a esas alturas yo estaba más que seguro de que su familiar no tenía nada que hacer. ¡Desdichado! Dio un par de pasos, estiró las manos como si fuera un pedigüeño a la puerta de una iglesia y le dijo: «Pero, mi señor, me deben ese dinero…». ¡Cómo si no lo supiera el juez! ¡Vamos! ¡No tenía la menor duda! Yo estaba por tirar de la manga al hombre y sacarlo de allí cuanto antes, cuando la cara del arcediano pareció rasgarse con una sonrisa pegajosa. ¡Sonrisa pegajosa! La de veces que habré escuchado esa expresión. Pues bien, puedo decirle que si ha existido alguna vez un ejemplo de esa clase de mueca fue en aquellos momentos en el rostro de don Ferrán. Era un personaje repugnante, de ojillos pequeños y barba negra y recortada en la que la boca sólo hacía acto de presencia cuando hablaba. Parecía como si los labios hubieran quedado engullidos por el pelo. Pero ahora se descorrieron y dijo: «Judío, no tienes prueba alguna sobre la que basarte para que acepte tus pretensiones. Sin embargo…». Se detuvo en aquel «sin embargo» como si deseara dotar de solemnidad a las palabras que iba a pronunciar, como si pretendiera subrayarlas, como si hubiera lanzado un clarinazo que indicara su trascendencia. «Sin embargo, volvió a repetir, estaría dispuesto a creerte si prestas juramento». El anciano dio una sacudida al escucharlo. Fue como si le hubieran inyectado esperanza, pero yo, sí, lo reconozco, sentí una punzada de temor, de un temor que hacía mucho tiempo que no experimentaba. ¿Qué preparaba el arcediano? Me lo preguntaba cuando aquel hombrecillo aplastado por el peso de los años y de las contrariedades dijo: «Mi señor, estoy dispuesto a prestar juramento». La sonrisa del arcediano se hizo ahora mayor. Parecía como una raja roja que atravesara la cabeza de un gorila. «Bien, judío, bien. Así me gusta», dijo y entonces extendiendo la mano ordenó: «Jura por el crucifijo». Sé que cuesta creerlo, pero puedo asegurarle que la sangre del anciano desapareció de su rostro como si le hubieran seccionado la garganta y llevara horas perdiendo la vida por la herida.
Usted comprenderá seguramente la disyuntiva que el arcediano había colocado ante aquel hombre. Al final de sus días, cuando más se necesita el sosiego espiritual justo antes de cruzar el umbral de la muerte, aquel malvado le decía: «Elige». ¡Sí, elige! Elige entre el dinero que te permitirá arrastrar sin apreturas tus últimos días o entre la fe en el único Dios verdadero que prohíbe rendir culto a una imagen. Ambas cosas no puedes tenerlas.
—¿Qué eligió? —pregunté conmovido.
—Lo que multitud de judíos en ocasiones como ésa. Decidió perder el dinero antes que perpetrar un acto de idolatría. Salió de la sala arrastrando los pies apenas sostenido por su sobrino y por mí. Aquella misma noche murió. Estoy convencido de que el corazón terminó de partírsele mientras estaba durmiendo.
—Me parece bochornoso —musité con una insoportable sensación de vergüenza ajena.
—La segunda vez que vi al arcediano fue mucho peor —dijo el judío.
—¿Peor? Cuesta imaginárselo.
—Obviamente, la imaginación no es su fuerte —respondió el judío en un tono que me pareció desagradablemente despectivo—. Sí. Hay cosas mucho peores que perder el dinero, incluso que perder la vida. Ese fue el caso de Sara…
La frase se quebró como si unas manos invisibles la hubieran quebrado en el aire y el pedazo que faltaba hubiera caído en un lugar que no podía ver ni escuchar. Dirigí la mirada hacia el rostro del judío y vi que se habían llenado de lágrimas, de unas lágrimas grandes, redondas, brillantes que sólo a duras penas se mantenían dentro del límite que le marcaban los párpados.