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No me atreví a decir nada tras escuchar las últimas palabras de mi interlocutor. Bastaba verlo para darse cuenta de que estaba sufriendo enormemente.

—Fue un congreso notable —volvió a hablar el judío con la voz empañada por la emoción—. Por supuesto, ahora algunas de las cosas que sucedieron entonces pueden parecer muy pobres… Por ejemplo, se aceptó que la finalidad del movimiento sionista era «la creación de un hogar para el pueblo judío en Palestina asegurado por la ley pública», pero no se insistió en que tuviera que ser un Estado independiente y Herzl dejó claro que las mujeres no podían votar. Pero ¿qué más daba? Rosa Sonnenschein, una delegada de Nueva York, le dijo a Herzl que si lo crucificaban, ella sería su María Magdalena.

—Es un comentario discutible…

—Sin ningún género de dudas —reconoció el judío—. Aquella gente estaba empezando a ver a Herzl como el mesías y no les importaba que asumiera incluso rasgos del Nazareno. ¡Cómo sería la cosa que el rabino jefe de Basilea llegó a proclamar su conversión al sionismo! El mismo Herzl estaba entusiasmado. Me confesó que en Basilea había fundado el Estado judío, aunque no lo decía para evitar que algunos se rieran de él.

—Se equivocó en medio siglo.

—Sí. Eso lo sabemos ahora, pero entonces… verá, Hechler, que había sido decisivo para que pudiera celebrarse aquel congreso, no dejó de trabajar durante los años siguientes. Seguía empeñado en encontrar el Arca del pacto, pero, a la vez, no dejaba de arreglar a Herzl entrevistas con los grandes. Déjeme recordar porque aquello fue un sin parar… Volvió a ver al gran duque, eso es seguro… luego… luego vino el conde Eulenburg. Casi nadie lo conoce ahora, pero por aquel entonces era un personaje extraordinariamente importante. Practicaba la homosexualidad y no lo ocultaba, pero, sobre todo, era amigo íntimo del káiser.

—¿Quiere usted decir que eran amantes?

—Lo ignoro, la verdad —respondió el judío—. Seguramente no, pero, en cualquier caso, el káiser tenía en alta estima a Eulenburg y confiaba plenamente en él. Bueno, a lo que iba. Hechler consiguió que Eulenburg recibiera a Herzl ¡y quedó impresionado! Como lo oye. Quedó… quedó anonadado al escuchar las referencias a las profecías de la Biblia. Quizá como homosexual había decidido que las enseñanzas de las Escrituras no podían ser verdad, aunque no fuera más que porque condenaban su forma de vida, y ahora, de repente, aparecía alguien que demostraba que todo aquello era cierto. Bueno, el caso es que le abrió camino para un encuentro con Von Bülov…

—El ministro de Asuntos Exteriores del káiser —musité recordando mis lecturas sobre la época anterior a la Primera Guerra Mundial.

—Exacto, exacto —dijo el judío seguramente sorprendido porque supiera quién era el alemán al que acababa de referirse—. Aquel encuentro… bueno, no tuvo desperdicio. Bülov dejó claro desde el principio que el káiser no era antisemita, Pero que no soportaba a los judíos «destructivos».

—¿Destructivos? ¿Qué quería decir con «destructivos»? —pregunté.

—Socialistas, obviamente —respondió el judío—. Así, al menos, lo entendió Herzl porque le insistió en que los judíos no eran socialistas de corazón. Bueno, no era del todo falso lo que acababa de decir. Los judíos que creían estaban horrorizados con las ideas socialistas y los que eran socialistas, como Marx, no pocas veces habían derivado hacia el antisemitismo. Fuera como fuese, el caso es que al ministro le encantó escuchar esas palabras y le prometió que transmitiría todo al káiser. Lo prometió y lo hizo. ¡Cómo serían las cosas que el káiser llegó a pedir al sultán que cediera un territorio en Palestina a los judíos!

—Sin éxito.

—Cierto, cierto. Sin éxito, pero lo hizo y al poco tiempo anunció que iba a visitar Tierra Santa y Hechler convenció a Herzl para que emprendiera también ese viaje y se encontrara con el káiser en Jerusalén. Confieso que yo lo emprendí cargado de prevenciones. Temía que, igual que había sucedido con Moisés, Herzl no pudiera pisar aquella tierra prometida milenios atrás al pueblo de Israel. Pero no pasó nada de eso. Viajamos hasta Constantinopla donde subimos a bordo del «Zar Nicolás II», un barco de vapor que hacía la ruta entre la capital turca y Alejandría, con escalas en Esmirna y Atenas. Comprenda usted que no me detenga en todos los detalles del viaje. A Herzl no le interesaba el pasado, sí, no se ría, le importaba una higa y el de Grecia aún le importaba menos. Así llegamos hasta Alejandría donde trasbordamos a un pequeño carguero ruso. Tardamos dos días en llegar a Jaffa. Era miércoles. Sí. Miércoles, 26 de octubre.

—¿Tuvieron problemas con los turcos? —indagué.

—Los turcos nos colocaron a un espía judío. Sí. Como lo oye. Judío. Se llamaba Mendel Kramer y estuvo siguiéndonos a todas partes e informando a la policía turca. No era el primer traidor de nuestra historia y, seguramente, no será el último, pero en esos momentos… bueno, en esos momentos, teníamos otras preocupaciones. Yo mismo me sentí embargado por una pesada tristeza al ver aquella tierra judía que ahora tenía tan poco de judía y tanto de territorio ocupado por los «goyim». Aquella noche Herzl decidió que no nos alojáramos en el único hotel decente de Jaffa. Por cierto, regido por alemanes, y que nos guareciéramos en una modesta pensión. Se trataba de un lugar poco limpio, incómodo, pero, sobre todo, abrasador. Cuando se entraba en cualquiera de sus habitaciones daba la sensación de penetrar en un horno de panadero.

—¿En octubre? —pregunté extrañado.

—Sí. En octubre. ¡En octubre! Tendría que haber visto usted cómo sudaba Herzl. Por supuesto, no renunció a la chaqueta y a la corbata. ¡Qué va! Y durante los días siguientes, bajo un sol abrasador, nos obligó a visitar los enclaves judíos que ya existían en aquella tierra. Herzl y los otros estaban entusiasmados, pero yo…

Mi interlocutor hizo una pausa.

—Mire. Allí no había apenas judíos. ¿Cuántos podíamos ser en toda Jaffa? ¿Un cinco, un diez por ciento de la población? Eso como mucho… Por supuesto nos encontramos con judíos como nosotros en las colonias que se habían establecido con dinero de los Rothschild, pero ¿cuántas aldeas árabes tuvimos que cruzar para llegar hasta allí? Le juro que estuve a punto de romper a llorar docenas de veces. ¿Qué había sucedido con mi tierra, con la tierra en la que yo había nacido, durante todos aquellos siglos? No quedaba el menor rastro de la fecundidad, de la hermosura, de la belleza con que yo la había conocido. Ni la más mínima huella. Sólo había árabes, unos árabes que habían creado una espantosa pobreza y un omnipresente sopor. Sí, sopor, porque aquellos lugares parecían estar sumidos en un sueño de siglos que les impedía no sólo prosperar sino incluso vivir de manera digna. Eso es lo que yo alcanzaba a ver en cada lugar, en cada recodo, en cada esquina. Pero Herzl no vio nada de aquello. El pasado no le importaba y los árabes le resultaban invisibles.

El judío calló por un instante. Su rostro presentaba una apariencia reseca y pálida, como si estuviera hecho de yeso, de un yeso sucio y gastado.

—Era jueves por la tarde cuando regresamos a Jaffa. Herzl estaba exhausto, pero accedió a celebrar una reunión con Hechler. El pastor rebosaba entusiasmo y, sin importarle el estado de agotamiento de Theodor, insistió en que al día siguiente no debía descansar sino dirigirse a Mikvé Israel, una de las colonias sionistas.

—¿Por alguna razón en especial?

—Ya lo creo. El káiser tenía que pasar por allí y Hechler consideró que sería el momento ideal para que Herzl pudiera abordarlo.

—Entiendo.

—A la mañana siguiente, a pesar de que apenas se mantenía en pie, Herzl se dirigió a Mikvé Israel acompañado de Hechler y de mí. Si las miradas pudieran convertirse en puñales, los administradores de los Rothschild hubieran descuartizado aquella mañana a Herzl. Debo serle sincero. Hasta ese momento, habían gastado las generosas subvenciones de los Rothschild a manos llenas sin mucho resultado, pero como nadie de la familia de los banqueros iba a visitar Palestina, aspiraban a seguir viviendo del cuento de manera indefinida. Se habían erigido en una especie de representantes oficiales del sueño sionista en aquella parte del mundo y, por si fuera poco, a la vanidad podían sumar el dinero obtenido con facilidad. Si el káiser pasaba por allí, e iba a hacerlo, sólo ellos debían saludarlo. Y entonces, cuando más felices se sentían en su disfrute combinado del oro y de la soberbia, aparecía Herzl. No. No podían considerarlo bien y, de hecho, procuraron mantenerse a distancia de él cuando se situaron a la vera del camino por el que debía pasar el káiser.

—Lo que dice usted es muy triste…

—Sí. Sin duda lo es —reconoció el judío—, pero no debería sorprender a nadie. Muchos «goyim» no lo creen, no pueden creerlo, pero, a lo largo de nuestra historia, no pocas veces hemos puesto por delante del sentimiento fraternal que debía unirnos el interés y, sobre todo, la vanidad. Aquél fue un ejemplo de la verdad de lo que le digo, aunque, para serle sincero, muy menor.

El judío guardó silencio y comenzó a acariciarse con fuerza la mejilla izquierda. Daba casi la impresión de que deseara desprenderse de la barba mediante el expediente de frotarla con energía. Así estuvo cerca de un minuto y entonces se detuvo, y frunció el ceño de esa manera que ya se me había hecho familiar.

—Debía de ser en torno a las nueve de la mañana. Primero apareció una comitiva de caballería turca y entonces la gente comenzó a lanzar vítores y el coro de estudiantes de la colonia sionista rompió a cantar en alemán… Lo pienso ahora y todo me parece absurdo, irreal, incluso surrealista, pero entonces… ah, entonces resultó muy distinto. De repente, surgió el káiser montado en un caballo blanco. Miraba a un lado y a otro, con gesto mayestático, con una satisfacción apenas reprimida, y de repente sucedió. Sí. Sucedió. Miró a lo lejos y vio a Herzl. Dejó que el corcel llegara a la altura de Theodor y tiró bruscamente de las riendas. El animal no esperaba aquella orden y, por un instante, alzó sus cuartos delanteros como si estuviera a punto de encabritarse. Pero no lo hizo. No lo hizo y por todo el lugar pareció expandirse una sensación de poder, de ese poder tan peculiar que sólo se desprende de los reyes. En ese instante, el káiser, altivamente montado en aquella hermosa montura, se inclinó, tendió la mano a Herzl y le dijo: «¿Cómo está?».

—¿Cómo está?

—Sí. Eso fue lo que le dijo. «¿Cómo está?». Y Herzl le respondió: «Gracias, Majestad. Ando echando un vistazo por el país. ¿Cómo le está resultando el viaje a Su Majestad?». El káiser parpadeó y le dijo: «Con mucho calor, pero le veo futuro a esta tierra». «Es una tierra necesitada de cuidados», apuntó Herzl y Guillermo le dijo: «Necesita agua». «Sí, Majestad. Una irrigación a gran escala», señaló Theodor y el káiser volvió a repetir: «Le veo futuro a esta tierra». Aún se intercambiaron algunas frases más, mientras los administradores de los Rothschild los miraban y se miraban presa de la mayor de las incredulidades. ¡Majaderos! Llevaban años desperdiciando el dinero ajeno, presentándose como los verdaderos sionistas, despilfarrando el tiempo y ahora aparecía aquel judío y se enfrascaba en una conversación en alemán con el mismísimo káiser.

—Tengo la sensación de haber visto una fotografía de ese encuentro —apunté un tanto violento por las palabras últimas que había escuchado al judío.

—Sé a lo que se refiere, pero se trata de una falsificación —me dijo tajante.

—¿Una falsificación? —pregunté incrédulo.

—Sí. El que tomó las fotos se llamaba Wolffsohn y estaba tan nervioso por lo que tenía ante sus ojos que le temblaba la mano mientras lanzaba las instantáneas. Sacó dos. En la primera, se veía el pie izquierdo de Herzl y la silueta del káiser; en la segunda, absolutamente nada.

—¿Habla usted en serio?

—Por supuesto —respondió el judío—. De aquel encuentro no quedó ningún testimonio gráfico que pudiera aprovecharse. Al final, hubo que llevar a cabo un montaje en un laboratorio para poderlo enseñar. Bueno, no tiene tanta importancia. El encuentro se produjo. ¡Vaya si se produjo! ¡Y menudo impacto causó! La gente de la colonia Rothschild quedó abrumada y nosotros… nosotros regresamos a Jaffa con la intención de encaminarnos inmediatamente a Jerusalén. Nos dimos toda la prisa que pudimos, pero cuando subimos al tren era ya viernes por la tarde.

—O sea sabbath…

—Víspera de sabbath —me corrigió el judío—. Por una razón u otra, el viaje se retrasó una hora mientras nosotros sudábamos y sudábamos, hacinados como sardinas en lata, en un compartimiento asfixiante lleno de cestas, paquetes y equipajes. La verdad es que no es fácil poder describirle la peste que se desprendía de todos aquellos hedores, de aquella mezcla nada sutil de fetideces varias, pero créame si le digo que era insoportable. De repente, Theodor empezó a ahogarse. Bueno, a fin de cuentas, era un judío centroeuropeo y no un habitante de aquellas tierras como había sido mi caso siglos atrás. Fui yo el que me di cuenta de que podía desmayarse de un momento a otro. Me abrí paso como pude en medio de aquel caos y lo sujeté antes de que se cayera de frente. Ardía. Sí, sí, ardía. Era como si la temperatura sofocante que nos rodeaba se hubiera introducido en su cuerpo hasta alcanzar la masa de la sangre. Pero ¿qué se podía hacer allí dentro? Para colmo, de repente, Wolffsohn, uno de los que venía en el grupo, advirtió que se estaba haciendo de noche.

—Es decir que comenzaba el sabbath —observé.

—Así es. Y, claro, Wolffsohn empezó a sentir escrúpulos de conciencia. ¿Debía abandonar el tren y así respetar la Torah o debía quedarse para llegar a Jerusalén y así pecar?

—¿Se quedó?

—No. Pecó. Pecó, pero decidió resarcirse. Llegamos a Jerusalén cuando ya era muy de noche y entonces Wolffsohn comenzó a insistir en que no nos alojáramos en ningún lugar que estuviera a más distancia de la estación de la que es lícito caminar en día de sabbath. Debía de parecerle que su pecado era algo menor si al menos respetaba una parte del día sagrado.

—Resulta un poco discutible.

—Resulta muy discutible. Sobre todo si se tiene en cuenta que Herzl tenía que realizar un esfuerzo sobrehumano para no desplomarse, pero a Wolffsohn le importaba una higa. No tuvimos que caminar mucho, debió ser más o menos media hora, antes de llegar a un hotel que se llamaba… déjeme recordar… sí, Kaminitz, se llamaba Kaminitz. Como le digo, no fue mucho tiempo, pero daba pena ver al pobre Theodor apoyado en el bastón y trepando sin aliento por aquellas calles empinadas, sin luz ni pavimento. Para colmo, cuando llegamos al hotel estaba lleno de soldados turcos y alemanes… en fin, creo que nunca se me van a olvidar los escrúpulos de conciencia de Wolffsohn que, dicho sea de paso, se podía haber quedado perfectamente en Jaffa. Aquella noche la recuerdo como una sucesión agobiante de horas que me pasé dando friegas de alcanfor a Theodor para conseguir que le bajara la fiebre.

—¿Y lo consiguió?

—Bueno, a la mañana siguiente, Herzl estaba mucho mejor pero consideró que lo más prudente sería quedarse durante todo el día en la habitación para recuperarse un poco. Se pasó buena parte de la jornada pegado a la ventana, contemplando las calles de Jerusalén e incluso llegó a ver al káiser haciendo su entrada en la ciudad. ¡Menudo espectáculo el que dio Guillermito! Se había empeñado en penetrar en Jerusalén montado en su caballo blanco y con ese yelmo típico de los alemanes que va rematado por un pincho. No sé si usted…

—Sí. Los he visto más de una vez.

—Sí, es cierto. Son muy conocidos. Bien, el caso es que como exhibición no estaba mal —prosiguió el judío—, pero presentaba un problema y es que ninguna de las siete puertas de la muralla de Solimán tenía la altura suficiente como para que pudiera pasar el káiser a caballo y con el dichoso yelmo. Al final, terminaron por abrirle una entrada cerca de la puerta de Jaffa y todos tan contentos.

—Supongo que Herzl sentiría el no haber podido encontrarse con el káiser —comenté.

—Todo depende de cómo se mire. Los sionistas querían que lo saludara al entrar en Jerusalén, pero los judíos que no compartían el ideal del sionismo habían insistido en que Herzl se mantuviera alejado y más en un día como el sabbath. Como no se sentía todavía del todo bien y además pensaba encontrarse con él en otro momento no le dio mucho pesar el ceder en aquella cuestión. Además, cuando por la tarde acabó el sabbath, nos pudimos trasladar a otro lugar mejor lo que le animó mucho. Era la casa de un personaje que se llamaba Jonás Marx, en la calle Mantilla, a unos pasos de la puerta de Jaffa. Se trataba de un hombre muy hospitalario y nos permitió ocupar todo el segundo piso. Durante las horas siguientes, recuerdo que comenzó a llegar un montón de gente y que Theo intentó atenderlos de la mejor manera a la vez que esperaba que desaparecieran de una vez para poder dar su primer paseo por la ciudad.

—¿Lo consiguió?

El judío no me respondió. De repente, el rostro se le había ensombrecido. Incluso me pareció que en sus párpados fruncidos se posaba un tic que, por dos, quizá tres veces, le sacudió el rostro de manera apenas perceptible. Me pregunté qué era lo que podía estar provocando aquella reacción en mi locuaz acompañante, pero no me atreví a romper su silencio. A decir verdad, era admirable, sorprendente, casi diríase que prodigiosa la manera en que, desde hacía horas, llevaba enhebrando un relato con otro.

—Dispénseme —dijo al fin rompiendo el silencio—. Tengo un mal recuerdo de aquellas horas. Ya entenderá usted que no me complaciera la idea de volver a pasear por una Jerusalén que me traía tantos recuerdos amargos, pero ¿cómo hubiera podido evitarlo? Theodor insistía y yo… bueno, yo quise engañarme diciendo que al cabo de tantos siglos nada podría ya causarme sensación alguna. Las calles, no pretendo ocultárselo, estaban sucias, muy sucias, extraordinariamente sucias, y olían mal.

—Eso sigue pasando a día de hoy en algunas zonas de Jerusalén —le dije.

—Sí, por desgracia es así, pero ahora existe el contraste. En algunas calles casi no se puede caminar por el olor a orines y a excrementos de animales y en otras da gusto detenerse y sentarse y contemplar a los que pasan. Por aquel entonces, la segunda alternativa era prácticamente inexistente. Recuerdo que aquel día llevábamos un buen rato paseando cuando Herzl se inclinó sobre mi oído y me dijo: «El amigable soñador que vino de Nazaret, el único ser humano que ha pasado por aquí en todo este tiempo, contribuyó únicamente a intensificar el odio». Sentí un agobiante peso en la boca del estómago al escuchar a Herzl, un incrédulo, un descreído, un judío no practicante referirse al Nazareno y además en aquellos términos casi amistosos. No, casi amistosos, no. Completamente laudatorios. ¡El único ser humano que ha pasado por aquí en todo este tiempo! ¡Él! ¿Y los demás? ¿Qué éramos a sus ojos? ¿Seres sin civilizar? ¿Animales? Contuve lo mejor que pude mi malestar y procuré no decir una sola palabra en la confianza de que Herzl se apartaría de mi lado Pero no lo hizo. Siguió hablando y hablando y hablando. Me comentó que si alguna vez nos establecíamos en Jerusalén, lo primero que haría sería limpiar la ciudad.

—Parece sensato… —me permití opinar.

—Sí, claro, la limpieza y la sensatez siempre van unidas, pero Theodor no se refería a la higiene. Lo que él quería era sacar de la ciudad todo aquello que no tuviera un toque de sagrado. Deseaba levantar las casas de los obreros a las afueras y transferir los bazares a cualquier otro lugar y una vez que hubiera logrado todo eso, se entregaría a levantar una ciudad nueva y cómoda que rodeara, como si de un abrigo se tratara, los santos lugares.

Estuve a punto de decir que seguramente Herzl no se sentiría muy satisfecho con la Jerusalén de nuestros días, pero me contuve. ¿Qué más daba a fin de cuentas?

—Por dos veces nos acercamos aquel día al Muro de las Lamentaciones, pero a Herzl no le dijo nada aquel pedazo erosionado del antiguo Templo. No le dijo absolutamente nada y yo, sin embargo, a duras penas logré contener las lágrimas porque sabía lo que había sido en la época anterior a su destrucción y porque me constaba lo que nunca había vuelto a ser en dos milenios. Por la tarde, subimos a la torre de David que, como usted sabe, no tiene nada que ver con el rey David sino que fue levantada por Herodes. En aquella época, los turcos la utilizaban como cárcel. Recuerdo que Theodor comentó que si el sultán lo encerraba sería un detalle por su parte el hacerlo en ese lugar. Como puede usted imaginarse, el chiste no nos hizo ninguna gracia.

—Sí, lo comprendo.

—En fin, como le iba diciendo, yo me había sentido muy mal al escuchar la referencia al Nazareno. Me revolví lo indecible las dos veces que visitamos lo único del Templo que quedaba en pie pero, fíjese, a pesar de todo, a medida que pasaba el tiempo, me iba sobreponiendo. Me decía que pronto acabaría el paseo, que podría regresar a mi habitación y que con el descanso se me pasaría todo. Casi me sentía ya tranquilo cuando a Theodor se le ocurrió que fuéramos a ver la Vía Dolorosa.

Pronunció el judío las últimas palabras de manera casi imperceptible. Como si le hubiera faltado fuerza o aliento para decir el final de la frase de manera adecuada. Aun así, yo había captado a la perfección lo que había dicho y comprendía —o creía comprender— su malestar.

—Imagínese mi desagrado, mi malestar, mi angustia, sí, angustia, cuando escuché aquellas palabras. Yo, sí, yo llevaba vagando más de diecinueve siglos a causa de algo que había sucedido precisamente allí. En ocasiones, lograba olvidarlo, esconderlo, ya que no enterrarlo, en algún lugar de mi corazón y ahora Theodor decidía, con esa típica imprudencia que pone de manifiesto el incrédulo a referirse a cuestiones espirituales, acercarse a un lugar como aquél. Varios de los que formaban el grupo se apresuraron a protestar. Insistían en que no era apropiado que un personaje como Herzl se adentrara por una calle tan cargada de contenido religioso, de un contenido religioso por más señas ajeno al judaísmo. Sé, sí lo sé, que ese argumento carece totalmente de base porque el Nazareno era más judío no sólo que Herzl sino que cualquiera de ellos, pero me sumé al intento de disuadirlo apelando más al impacto que esa conducta podría causar en los judíos no ganados para la causa del sionismo que a razonamientos religiosos. Theodor se mostró inasequible a nuestras palabras y emprendió la subida de la calle.

El judío calló. Vi que se mordía el labio superior como si deseara cerrarse la boca, pero se trató de un gesto que apenas duró unos segundos.

—No deseo entrar en detalles del sufrimiento que se fue despertando en mi interior a medida que pasábamos por aquellas piedras. Por supuesto, todo estaba muy cambiado. Lo sé. Lo sé de sobra. Lo sé mejor que cualquier otro, pero… pero me pareció ver a las multitudes que se agolpaban para contemplar al reo de crucifixión, y a los soldados romanos y al propio Jesús suplicando con el rostro deshecho por los golpes y con el gesto distorsionado por la mezcla de sangre y salivazos. Bajé la cabeza como si así pudiera hurtar a mis ojos de todo lo que procedía no del exterior sino de lo más profundo de mi corazón y apenas había dado unos pasos cuando escuché un murmullo de protesta. Levanté la mirada y vi cómo uno de nuestros acompañantes sujetaba vigorosamente a Theodor de la manga.

—¿Lo sujetaba de la manga?

—Sí. Yo tampoco lo comprendía al principio, pero entonces escuché que uno de ellos decía: «Herr Herzl, no puede usted entrar ahí. ¡Es la iglesia del Santo Sepulcro!». Miré y me percaté de que, efectivamente, nos hallábamos a unos pasos tan sólo del templo. ¡Herzl, en su absoluta inconsciencia, estaba a punto de penetrar en aquel lugar bajo el que, supuestamente, se había depositado siglos atrás el cadáver del Nazareno y de donde se había levantado al tercer día! Sentí que las piernas me flaqueaban y busqué apoyo en uno de los lados de la calle. Le confieso que me encontraba tan abrumado que no me sentí con fuerzas para intervenir, pero contemplé con verdadero alivio que, al final, lograban disuadir a Herzl para que no llevara a cabo sus intenciones. Al cabo de unos instantes, continuaron caminando y yo me uní a ellos. Hubiera preferido seguir en silencio hasta llegar a casa de Marx, pero Theodor se las arregló para separarse de los otros y colocarse de nuevo a mi altura. Era obvio que se sentía contrariado. «No me han dejado entrar en esa iglesia, me dijo. Es la del Santo Sepulcro. Por lo visto, los rabinos de por acá excomulgan a los que entran ahí o en la mezquita de Omar. Me han dicho que eso es lo que le sucedió a Moses Montefiore. ¡Cuánta superstición y fanatismo por todas partes!».

—¿Eso le dijo?

El judío asintió con la cabeza.

—Sí. Eso mismo fue lo que me dijo: «¡Cuánta superstición y fanatismo por todas partes!» y luego añadió: «pero a mí todos esos fanáticos no me dan miedo».