7
El judío guardó silencio por unos instantes. Procurando no dar apariencia de indiscreción, intenté mirar de frente aquel rostro que se hallaba dirigido hacia la línea del horizonte. Me pareció por un instante que las aletas de la nariz se le dilataban y que el brillo propio de las lágrimas destellaba brevemente en sus ojos. Pero, quizá, se redujo todo a una ilusión. De hecho, respiró ruidosamente y volvió a adquirir su faz aquel tono más marmóreo que pétreo que parecía tan connatural en él.
—Lo normal… no, no lo normal. Lo natural. Sí, lo natural es morir —comenzó a decir—. Morir además en un orden determinado. Primero, fallecen los padres; luego, algunos de los amigos mostrándonos que la muerte nos afecta a todos y, finalmente, morimos nosotros para ser enterrados por nuestros hijos a los que, a su vez, darán sepultura sus vástagos. Pero esa cadena se rompe en ocasiones. Me refiero a que, por razones perversas que se nos escapan, se invierte y entonces se transforma en la causa de un enorme dolor. No puede usted imaginarse la inmensa sensación de absurdo y vacío que nace de tener que enterrar a un hijo y no me refiero a un hijo recién nacido, ésos, pobrecitos, también entran siquiera en parte dentro de lo natural, me refiero a los ya crecidos, a los que deben sucedemos, a los que podrían recitar una oración por nosotros y acompañarnos hasta la tumba para brindarnos el último reposo.
Pronunció la palabra «reposo» e, inmediatamente, como si intentara disipar los efectos de un conjuro, movió los hombros y la cabeza en un gesto extraño.
—Esther era una mujer a la que Dios no privó del don de la fecundidad. A los pocos meses de casarnos, se hallaba embarazada —prosiguió el judío—. Y dio a luz a finales de año. Fue un niño precioso. Fuerte, robusto, con una maraña de rizos húmedos pegados a la cabeza… Se llamaba Shlomo. Y volvió a quedar embarazada al año siguiente. Otro niño. Jacob. Y otra vez más dos años después. Una niña. Sara. Y entonces acabó su fertilidad. ¿Por qué? Lo ignoro. Simplemente, la matriz se le secó y no tuvo… no tuvimos más hijos. Confieso que no me agradó que así sucediera, pero… bueno, el caso es que los años fueron pasando y mis hijos fueron creciendo y Esther envejeció y yo… ah, ¿cómo os lo diría? Yo me fui quedando más o menos como estoy ahora… Por cierto, ¿está usted casado?
—No —respondí de la manera más lacónica posible.
—Entonces se ha perdido usted lo mejor del mundo —dijo el judío—. Sé de sobra que el matrimonio es ahora una institución sometida a fuego cruzado por casi todos, pero, mire, no será tan mala cuando hasta los homosexuales, que siempre se han caracterizado por ser partidarios del amor libre, también quieren casarse en algunos países. Por supuesto, tiene sus servidumbres y sus obligaciones y sus sacrificios, pero… ah, yo fui feliz entonces. Me alegré cada vez que Esther quedaba embarazada y cada vez que los niños rompían a andar y cada vez que decían papá o mamá y cada vez que… Bueno, se trata de cosas vistas una y mil veces, pero creo que hay pocas más hermosas que jugar con un niño o ver cómo crece o escuchar la manera en que, poco a poco, va comprendiendo la realidad y la expresa con sus pocas palabras. La verdad es que, al reflexionar en todo ello, me parece que eso es lo verdaderamente importante y no la manera en que los reyes y emperadores se reparten el mundo o en que un gobierno sustituye a otro…
Guardó silencio por un instante.
—Lo que pasó en Israel durante las décadas siguientes… —reanudó su relato—. Bueno, los historiadores dirán lo que quieran, pero no tuvo mayor importancia para la gente normal que tan sólo deseaba ganarse la vida y ver crecer a sus hijos en paz. Los romanos eran codiciosos, pero, no hay que engañarse, tampoco eran lo peor. A ellos sólo les importaba que hubiera orden y que los impuestos llegaran a las arcas de manera regular. Por lo demás, les traía sin cuidado lo que pudiéramos creer o hacer. Calles tranquilas y arcas llenas. Sí, ése podría haber sido el lema de la administración romana. El problema es que para que los cofres salieran rebosantes de monedas hacia el tesoro imperial, los nuestros tenían que colaborar y, entregados a esa labor, resultaban peor que los romanos. No crea usted nada de lo que haya podido leer si niega el papel de los nuestros en aquel expolio. Para empezar, la gente del Sanhedrín era corrupta hasta la médula. No todos, claro, pero los que lo eran se bastaban y sobraban para imponer sus intereses y sus planes sobre los demás. ¡Cuánto amor a la familia entre los parientes de los sumos sacerdotes! Lástima que fuera a costa de exprimirnos a los demás como si fuéramos una naranja a la que se arranca el zumo. Y luego estaban los que ejecutaban órdenes como los publícanos que se dedicaban a recaudar impuestos. Sin embargo, créame, cuando puedes comer cada día, cuando puedes jugar un rato con tus hijos, cuando puedes incluso permitirte algo especial en un día de fiesta… ah, amigo mío, entonces casi nadie piensa en lo que puede suceder en el futuro a causa de las acciones de los que nos gobiernan. Y así pasaron los años y llegamos al que, según su cálculo, fue el año 70.
—El de la toma de Jerusalén y la destrucción del Templo —identifiqué la fecha.
—Exactamente —dijo el judío—. Tan sólo cuatro años antes, y le soy totalmente sincero, nadie hubiera podido imaginar un panorama semejante al que entonces se dibujó sobre lo que entonces eran los dominios romanos en Judea, Perea y Galilea. Es cierto que durante las dos últimas décadas que habían seguido a la muerte de Herodes Agripa quizá nos habíamos comportado de manera desagradable para con el ocupante romano. Sin embargo, a pesar de esa innegable circunstancia nadie hubiera podido pensar en el estallido de una guerra. Sí, ya sé. Había atentados de vez en cuando, pero cuando el terror se incrusta en la vida de una nación, la gente acaba mirando hacia otro lado y sólo los afectados sufren de verdad los asesinatos. Los demás intentan no pensar en las víctimas, procuran olvidarse de ellas y no resulta difícil que logren conseguirlo. Yo mismo, y no quiero ocultárselo, seguía practicando mi oficio sin mayor preocupación. Y entonces sucedió lo inesperado o quizá lo que venían anunciando otros porque ellos sí observaban una realidad que iba más allá de comer y beber, de casarse y de darse en casamiento. El gobernador romano, un sujeto llamado Gesio Floro, no contento con lo que ya nos sacaba, decidió robar algo tan sagrado para nosotros como el tesoro del Templo de Jerusalén. Una mañana, los legionarios romanos llegaron hasta las escalinatas del Templo del Dios verdadero y se apoderaron de diecisiete talentos.
—No fue mala cifra para un saqueo… —pensé en voz alta.
—Desde luego —reconoció el judío—. Estaba trabajando en mi taller cuando llegó mi hijo Shlomo. «¡Diecisiete talentos!, decía elevando las manos al cielo. ¡El tesoro del Templo! ¡Esos romanos son tan impíos como Nabucodonosor el babilonio que lo arrasó!». ¡Pobre Shlomo! Me parece que lo estoy viendo ahora mismo. Ni que los talentos se los hubieran quitado a él… Naturalmente, le pregunté si habían dado alguna razón para actuar de esa manera. «¡Dicen que no tienen dinero!», aulló Shlomo. ¡Qué no tienen dinero…! ¡Ellos… que nos chupan la sangre! Y entonces… ah, entonces…
Calló mi acompañante mientras veía cómo en su rostro aparecía una sonrisa extraordinariamente amarga.
—He vivido siglos y… —dijo con un tono impregnado de sarcasmo— bueno, creo que nunca llegaré a acostumbrarme a ciertas reacciones. Apenas acababa de decir aquellas palabras Shlomo cuando Jacob, que trabajaba conmigo en el taller, se puso en pie, echó mano de un cesto que había tirado y salió apresuradamente a la calle. «¡Hermanos!», comenzó a gritar. «¡Hermanos, escuchadme!». Gritó, gritó, gritó y, poco a poco, los tenderos y artesanos de los establecimientos cercanos asomaron la cara. «¡Hermanos!», siguió gritando Jacob. «¡Los romanos no tienen dinero! Nos roban a cualquier hora del día e incluso de la noche pero ni así tienen bastante. Claro, dar de comer a toda la gente que acampan en esta tierra, y a sus gobernadores y a su emperador que debe de zampar por cuatro tiene que resultar muy caro». Seguramente, no le sorprenderá si le digo que en un primer momento, aquella gente sintió un cierto temor al escuchar a mi hijo. Pero, como, a fin de cuentas, el cielo no se les desplomó sobre las cabezas, ni se abrió la tierra ni apareció nadie dando bastonazos, aquellos tenderos timoratos, aquellos artesanos miedosos comenzaron a mostrar lo que había en realidad en el interior de sus corazones. Tendría que haberlo visto. Sí. Hubiera merecido la pena. Fue… ¿cómo le diría? Como… como… Sí, fue como una tormenta de verano. Primero, igual que si se tratara de una llovizna, aparecieron las sonrisas en medio de las hirsutas barbas; luego, a semejanza de un aguacero, comenzaron a reírse a carcajadas. «Es que no les hemos ayudado nada… ¿Cómo no nos van a ver como a unos tacaños?», gritó con tono ceremonioso Shlomo. «¡Hermanos! No está bien la avaricia mezquina con que nos comportamos con los romanos. Pues bien… Se acabó. Tenemos que recoger un donativo importante y hacérselo llegar al gobernador Floro. Yo mismo seré el primero en dar ejemplo. En esta cesta pongo…». Y entonces se llevó la mano a un pedazo de cuero que tenía sujeto a la cintura y, acto seguido, lo arrojó en el cesto y dijo: «Yo entrego gustoso este trozo de piel de cabra para que el emperador se caliente en los días de invierno». Sí, entiendo que se sonría, pero tendría que haber visto a mi hijo. Pronunció aquellas palabras, totalmente disparatadas, lo sé, de manera solemne, como si de verdad estuviera diciendo algo sensato. Y no sólo eso. Después de regalar aquel miserable pedazo de piel, se acercó a un tendero y le preguntó qué iba a dar para remediar la inmensa pobreza del César.
—¿Y qué hizo? —pregunté interesado por el sesgo burlesco que iba adoptando el relato.
—Por un momento, tan sólo por un momento, aquel hombre pareció dudar, pero, de repente, se le iluminó el rostro y dijo: «Yo voy a darle unas cascaras de fruta. Bien repeladas le quitarán el hambre». Fue el primero de entre los que entregaron un donativo. Al pedazo de cuero y a los desperdicios, se sumaron virutas de madera, tripas de cordero, cabezas de pescado… todos aquellos desechos fueron atestando la cesta de mi hijo hasta que éste, aguantándose la risa, pidió a sus vecinos que contuvieran su generosidad. Y entonces…
El judío sonrió, pero en su gesto no me pareció ver el menor atisbo de alegría.
—Mi Esther… mi esposa… la madre de mis hijos se acercó y dijo: «¡Qué yo también quiero dar algo! ¡No me dejéis fuera!». Todos la miraron atónitos preguntándose qué podría añadir a aquel legado de inmundicias mi mujer. «Y además, añadió, esto no va a ocupar mucho espacio». Y, dicho y hecho, volcó en el cesto el contenido de un recipiente que llevaba en las manos. La peste que se extendió por la calle disipó cualquier duda sobre el regalo que la buena de Esther deseaba enviar al César. «Estiércol judío y orina judía, dijo como si fueran necesarias explicaciones, y añadió: Servirán para perfumar su palacio».
—¿Y qué hizo la gente? —pregunté—. Quiero decir… ¿no tuvieron la sensación de que podían estar yendo un poco lejos?
—No —respondió el judío mientras se le ensombrecía el rostro—. A decir verdad, las palabras de mi mujer sólo provocaron aplausos y carcajadas. Aplausos hubo más en los años siguientes, pero creo que aquéllas fueron las últimas carcajadas. ¿Podría darme un cigarrillo?
—Pues… —comencé a responder.
—Ah, sí —dijo agitando las manos como si deseara pedir silencio—. Usted no fuma. Disculpe.
Se levantó y dio unos pasos hacia quien parecía ser un turista. Era alto, sonrosado, obeso. Me pregunté si se trataría de un alemán o de un estadounidense. En cualquier caso, por el movimiento de su cabeza, distinguí que tampoco era fumador o, quizá, no estaba dispuesto a dar un cigarrillo a un desconocido. Tuvo más suerte con la segunda persona. Bajita, morena, mal vestida. Sin duda, procedente de alguna nación de la cuenca del Mediterráneo, pero ¿de dónde? Echó mano a su bolso, sacó una cajetilla y, tras dejarle coger un cigarrillo, se lo encendió con un mechero barato. Mi acompañante exhaló una bocanada de humo, sonrió y dijo unas palabras que no pude escuchar, pero que supuse eran de agradecimiento. Luego regresó hacia donde yo me encontraba.
—Ahora se ha convertido en una moda, en realidad, en una obligación, el hablar mal del tabaco —me dijo mientras tomaba asiento—. Hubo una época en que, aunque le cueste creerlo, se consideraba que era una sustancia cargada de virtudes medicinales…
—Sí, lo sé.
—A saber lo que dirán dentro de una generación sobre el tabaco. Resulta curioso el observar cómo cambia la forma de ver las cosas que tienen los hombres… De cualquiera manera, a mí no me va a matar. Disculpe. ¿Por dónde iba?
—Por el donativo…
—Ah, sí, claro, por el donativo —dijo el judío—. Seguramente no le sorprenderá saber que el gobernador romano Gesio Floro distó mucho de encontrar divertida la ocurrencia que había tenido mi hijo y que con tanto entusiasmo habían secundado los tenderos, los artesanos y mi propia esposa. Lejos de considerarla una muestra característica de nuestro peculiar sentido del humor, la interpreto como una ofensa que afectaba directamente al honor del Cesar.
—Tampoco resulta tan extraño —le dije—. Se habían burlado ustedes de una manera un tanto… grosera.
—Sí. Quizá tenga usted razón. No todo el mundo sabe entender nuestro sentido del humor. Bueno, lo cierto es que, de manera inmediata, dio orden a sus tropas de encaminarse a Jerusalén y el día 16 del mes de Artemisión entraron en la Ciudad Santa. ¿Hará falta que le diga que no fue una llegada pacífica? En apenas unas horas, ya había docenas de judíos a los que habían detenido, azotado e incluso crucificado tan sólo para satisfacer el orgullo herido de Floro. Aquella misma noche, la ciudad quedó sumida en un silencio propio de los cementerios. Bueno, el símil no es del todo exacto. Se podía escuchar con toda claridad los gemidos de los que agonizaban clavados en la cruz. Aquella noche debimos de dormir muy pocos. No sabíamos si se producirían más detenciones; no sabíamos si todo había terminado; no sabíamos, y eso era lo peor, si íbamos a ser las próximas víctimas.
Chupó una vez más el cigarrillo y, suave y lentamente, expulsó el humo por la nariz. Fumaba de una manera especial. No podía decirse que disfrutara del tabaco. Más bien parecía que necesitara consumirlo de la misma manera que si se tratara de un fármaco, como un alérgico necesita un antihistamínico o un diabético, la insulina. De repente, entornó los ojos, como si pretendiera divisar algo situado muy a lo lejos, y continuó su historia.
—La mañana del día 17 del mes de Artemisión, docenas de sacerdotes recorrieron las calles de Jerusalén llamando a la sensatez y a la cordura. Para mantener la paz, apelaron a la necesidad de librar la Ciudad Santa de las profanaciones que irremediablemente le ocasionarían los romanos si tenían que reprimir una revuelta. Recordaron el carácter sagrado del Templo, el único de todo el orbe donde se rendía culto al Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, e insistieron en la necesidad de librar a las viudas y a los huérfanos de una matanza que sería horrible. Antes de que llegara el mediodía, todos nosotros habíamos adoptado el firme compromiso de evitar la violencia y de intentar una vez más mantener la paz con Roma. La cosa llegó hasta tal punto que por millares salimos a las calles para aclamar a las cohortes romanas que regresaban de Cesárea. No lo hacíamos por afecto o, al menos, por admiración, como usted puede suponer, sino movidos por un deseo desesperado de mantener la paz, de que no se multiplicaran las crucifixiones, de que el yugo de Roma no se convirtiera en una carga aún más pesada. Al principio, todo iba bien. Les arrojábamos flores y los vitoreábamos. Insisto. No sentíamos entusiasmo, pero ansiábamos congraciarnos con nuestros amos.
Dio una nueva chupada al cigarrillo que ya había quedado reducido a poco más de un anillo de ceniza sobre el filtro.
—Eran los soldados extranjeros los que no deseaban otorgarnos la más mínima muestra de cercanía. A los gritos de afecto, a las flores, a los vítores, respondieron con unos rostros que parecían tallados en piedra. A lo mejor, alguno nos sonrió, pero yo, y créame si le digo que mi memoria es muy buena, sólo recuerdo muecas de desprecio. Y a pesar de todo, es posible que la actitud de los legionarios no hubiera tenido mayores consecuencias de no suceder algo que…
Aprovechó la última calada y dejó caer al suelo el pitillo. Luego lo pisó con la punta del pie y se quedó observándolo un instante, como si esperara no haberlo extinguido del todo.
—Pasaban orgullosos y altivos los romanos cuando, inesperadamente, de entre los que los observaban surgió un grito contra Floro. Es más que dudoso que los legionarios lo entendieran porque había sido pronunciado en arameo, pero uno de ellos se detuvo, salió de la formación en la que iba encuadrado y, tras dirigirnos una mirada de desprecio, se alzó la vestimenta que le tapaba el trasero y, acto seguido, soltó una ruidosa ventosidad sin dejar de observarnos burlonamente. La verdad es que esa grosería en otro contexto quizá habría carecido de consecuencias, pero aquel día desencadenó un vendaval. Antes de que los compañeros del legionario se pudieran percatar de lo que había sucedido, la gente se lanzó sobre ellos gritando. En apenas unos instantes, los habitantes de Jerusalén no sólo habíamos acabado con buena parte de los legionarios sino que además nos habíamos apoderado del monte del Templo y habíamos cortado las comunicaciones con la fortaleza Antonia. ¡Ah, la fortaleza Antonia! Era el baluarte que Roma utilizaba para reprimir cualquier conato de sublevación en Jerusalén y ahora quedó totalmente aislada, impotente, incapaz de poder reaccionar.
Inesperadamente, el judío se volvió hacia mí y en el fondo de sus ojos me pareció percibir un cierto brillo, como si se encendiera nuevamente un rescoldo semiextinto.
—Lo que sucedió en las horas siguientes —dijo— habría resultado increíble incluso para aquellos de nosotros que éramos más optimistas. Gesio Floro, el orgulloso romano, cedió al pánico y procedió a retirarse de Jerusalén aunque, eso sí, insistiendo en que las autoridades judías debían hacer lo posible por restaurar el orden. No me cabe duda de que, seguramente, así lo habrían hecho de no ser porque buena parte de nuestro pueblo se había arrojado ya en brazos de la revolución. Por todas partes se podían escuchar los gritos que anunciaban que había sonado la hora de la liberación y se degollaba sin miramientos a cualquier legionario y a no pocos «goyim» que tuvieron la desgracia de caer en nuestras manos.
—¿Tan entusiasmados estaban? —indagué un tanto incrédulo.
—Verá —respondió con tono de cansancio—. En todas las revoluciones sucede más o menos lo mismo. Una pequeña minoría empuja a las masas recurriendo a pulsiones tan poco sanas como la envidia o el resentimiento. ¡Oh, sí, sí, sé de sobra que se hace referencia a la justicia y a la igualdad, e incluso a la fraternidad o a la imaginación, pero en pocos corazones alienta algo más del «quítate tú que me pongo yo»! Los más jóvenes en su mayoría se suman al desastre sin pensar en lo que podrá suceder y esperando alcanzar metas que si sólo se pararan a reflexionar un instante verían como algo totalmente imposible. En cuanto a los que forman la mayoría de la población… bueno, se dejan llevar. Así de sencillo. Los acontecimientos los arrastran y no hacen nada por evitarlos. Por supuesto, siempre hay alguien que ve venir la conclusión, que suele ser trágica, pero se calla por miedo y más cuando los disidentes empiezan a ser degollados. Ésa es la triste realidad.
Guardó silencio por un instante, apartó su mirada de mí y prosiguió.
—Yo… bueno, yo no sé exactamente qué sentía entonces. Supongo que me parecía que era joven de nuevo, que volvía a tener entusiasmo, que me había quitado treinta años de encima. ¡Qué estupidez! Sólo un majadero puede pensar que se puede quitar de encima treinta años por el simple hecho de participar en una algarada de gente que vocifera.
—¿Y sus hijos?
—¿Mis hijos? Bueno, a Sara le preocupaba que su marido, sus hijos, el resto de su familia sufriera algún daño. Era un tanto timorata. Como Esther, su madre. Sí, no se ría. Ya sé que estuvo muy gallarda con la ofrenda que entregamos a los romanos, pero, la pobre pasaba mucho miedo. Y no crea que lo digo como algo en su contra. Aquel temor, aquella inseguridad, aquella sensación de desprotección me provocaban una ternura que no sabría explicarle. De repente, sentía un deseo casi incontenible de abrazarlas, de estrecharlas contra mí, de besarlas y, sobre todo, de protegerlas. Protegerlas… ¡Ja! Ojalá pudiéramos proteger de verdad a nuestros seres queridos y no estuviéramos situados con ellos en la corriente que acaba por sumergirnos a todos. Por lo que se refiere a Jacob y Shlomo… Le parecerá una locura, pero para ellos, los acontecimientos que vivía Jerusalén fueron el equivalente al cumplimiento de un sueño. No eran viejos y su vida, la que habían tenido que labrarse con sudor y lágrimas, había transcurrido a través de una sucesión de gobernadores romanos que, comenzando con Poncio Pilato y concluyendo con Gesio Floro, habían resultado cada vez peores. Ahora, por primera vez en toda su existencia, tenían la sensación de que el pueblo de Israel era señor de su destino, de que no debía inclinarse ante nadie, de que era libre. Poco se les puede reprochar que llegaran a esas conclusiones cuando en cada esquina se clamaba por la liberación definitiva de Israel y en los cultos religiosos se afirmaba sin rebozo alguno que la venida del mesías estaba cercana, tan cercana como la próxima cosecha, una cosecha que no se compartiría con Roma por primera vez en muchos años. ¡El mesías!
Guardó silencio y se llevó las manos al pecho palpándose como si estuviera persiguiendo una inexistente cajetilla de tabaco.
—¿Qué marca fuma? —pregunté.
—Cualquiera… —respondió sin dejar de mover las manos sobre el torso—. Camel…
Me puse en pie y me acerqué a un árabe que molestaba a los turistas intentando venderles una colección abigarrada de artículos que iba de carretes de película a postales pasando por diversas marcas de tabaco. Tenía Camel. Evitando el engorroso regateo, le compré dos cajetillas. Guardé una en uno de los bolsillos del chaleco y sujeté la otra con la mano izquierda. Desanduve entonces la distancia que me separaba del judío y volví a sentarme a su lado.
—Tome —le dije mientras le tendía el paquete de cigarrillos.
Abrió una esquina del paquete y extrajo un pitillo. Se lo llevó a la boca y lo sujetó entre los labios.
—¡Ah! Perdón… —dije mientras me llevaba las manos al chaleco y sacaba de uno de sus bolsillos un encendedor. Yo no fumo, pero siempre llevo uno encima por si acaso tengo que ofrecer fuego a una dama.
Encendió el cigarrillo y expulsó el humo con delectación. Luego hizo gesto de devolverme los cigarrillos.
—No —me opuse—. Los he comprado para usted.
—Pero… —protestó levemente.
—Se lo ruego —insistí—. Quédese con ellos.
—«Toda raba» (muchas gracias.) —dijo.
Dio un par de caladas más al cigarrillo. Era obvio que disfrutaba de aquel vicio, pero lo hacía de una manera extraña, como si fuera un preso al que tenían racionado el tabaco o un enfermo al que se administraba un medicamento.
—El mesías… —prosiguió—. Durante mucho tiempo, no había pensado en el Nazareno. Entiéndame. Sabía que contaba con seguidores en Jerusalén y en otras partes de Judea, gentes humildes y piadosas que insistían en que se había levantado de entre los muertos y en que volvería un día como juez, pero la verdad es que aquello había dejado de interesarme tiempo atrás. Para ser sincero, en mi corazón el recuerdo de aquel encuentro a la puerta de mi taller se había ido convirtiendo en algo desvaído, informe, deshilachado, y ahora, de la manera más inesperada, había quien insistía en que el mesías podía estar a la vuelta de la esquina. A decir verdad, quien estaba a la vuelta de la esquina era el imperio… Me encantan estos cigarrillos.
Calló por un instante y se puso a mirar el pitillo como si se tratara de un recipiente minúsculo y prodigioso que contuviera un líquido mágico. No cabía la menor duda de que el tabaco ejercía sobre mi acompañante un efecto casi taumatúrgico.
—El imperio se comportó de una manera más práctica que nosotros —continuó tras dar una nueva calada—. El mesías le traía sin cuidado y trató, por supuesto, de responder a nuestro desafío. Sin embargo, por extraordinario que pueda parecer, no logró, al principio, articular una respuesta contundente. El gobernador de Siria, Cestio Galo, marchó finalmente contra Jerusalén con un ejército formado por la XII Legión, otros dos mil infantes procedentes de diferentes unidades, seis cohortes y cuatro alas de caballería. La superioridad técnica de los romanos era tan acentuada que no les costó apenas esfuerzo aplastar a un contingente nuestro que salió a su encuentro en Gabaón y llegar hasta las inmediaciones del monte del Templo de Jerusalén. Galo podría haberlo tomado con facilidad, pero decidió que no merecía la pena acometer un esfuerzo así en condiciones no del todo seguras y dio orden de retirarse. Difícilmente podía haber tomado una decisión más errónea. Envalentonados por la decisión de Galo, nuestros jefes optaron por perseguir a los legionarios. De esa manera, lo que había sido un mero repliegue se convirtió para ellos en un verdadero desastre o, al menos, eso pensaron algunos. Porque muertos hubo. Sin ir más lejos, Shlomo cayó precisamente en una de las incursiones contra las fuerzas de Cestio Galo. Sin embargo, a todos nos parecía por aquel entonces que eran los «dolores de parto» previos a la llegada del mesías. Está bien eso de los dolores de parto, sí, sobre todo, cuando quien da a luz es otra persona. El problema es si eres tú el que pare y además el resultado de los dolores es la muerte. Cuando supimos lo que había sucedido con mi hijo… bueno, no le sorprenderá saber que el golpe fue devastador. Sin embargo, no se puede vivir sumido en el pesar. Hay que encontrar algo con lo que vendar un corazón que se ha visto desgarrado. En aquel entonces, nosotros intentamos consolarnos pensando que el final de aquel mundo estaba ya muy cerca y que, cuando llegara el día de la resurrección, nuestro hijo sería de los primeros en alzarse de entre los muertos. Créame que no exagero si le digo que todo parecía entonces cargado de hermosura y que en el aire flotaba la alegría de creer que nos encontrábamos a punto de asistir al nacimiento de un cosmos nuevo y mejor.
El judío se detuvo como si reviviera de verdad una época que había estado cargada por el sabor cálido y embriagador de la dicha esperanzada. Por un momento, pensé que, abstraído en sus reflexiones, permanecería callado. Me equivoqué. De repente, arqueó las cejas y continuó su relato.
—Así fueron pasando los días y llegó la primavera del año siguiente y entonces, cuando las flores blancas de los almendros llenaban los campos de Israel de color y esperanza, la máquina de guerra romana se movilizó con todas sus fuerzas. A su frente se hallaba el general Vespasiano. Desde luego, era un personaje muy diferente de Cestio Galo. Más en días que en semanas, toda Galilea fue dominada por aquellas tropas que estaban sedientas de venganza. Cuando llegó el verano, y llegó con extraordinaria rapidez, Vespasiano pudo encaminarse hacia Jerusalén con la seguridad de tomarla con facilidad. Para aquel entonces, la Ciudad Santa se había convertido en un auténtico hervidero. Los jóvenes eran, como suele resultar normal en estos casos, el sector más entusiasta de la población y lo mismo quemaban los registros de la propiedad, una propiedad que ellos no tenían, que arrancaban la vida de aquellos que expresaban la más mínima duda en la victoria final. Tendría usted que haber visto la profunda euforia con que prendían fuego a la casa de un rico o se ponían a lanzar gritos afirmando que el triunfo estaba cerca. Creían de todo corazón hallarse en la recta final de la historia y esa fe henchía sus pulmones con una fuerza mayor que la del viento más impetuoso. Claro que, como en todas las guerras, el ejército enemigo también opinaba y los romanos distaban mucho de aceptar ese punto de vista. No sé si tiene usted alguna idea de cómo combatían…
Estuve tentado de contestarle afirmativamente, pero me contuve al suponer que podría causarle cierta frustración.
—¿Cómo combatían? —pregunté abriendo la puerta a que continuara el relato como deseaba.
—A diferencia de nosotros, los romanos luchaban siguiendo un orden extraordinariamente preciso. Cada legión contaba con una cifra de combatientes situada entre los cuatro mil quinientos y los seis mil, pero su éxito espectacular no derivaba tanto de su número como de su técnica de combate. Siempre iniciaba la batalla recurriendo a los velites, unos soldados de infantería ligera, cuyo principal cometido consistía en cubrir el avance de la infantería pesada. Esta se hallaba formada en tres líneas, en general de seis hombres de fondo la primera y de tan sólo tres, la tercera. La primera línea recibía el nombre de hastati ya que originalmente iba armada con la lanza denominada hasta; la segunda era conocida como príncipes porque inicialmente habían sido los primeros en combatir y la tercera se denominaba triarii. Las dos primeras líneas iban armadas con una espada y uno o dos pila, una lanza corta que podía lanzarse hasta una distancia de poco menos de cien pasos y que podía desclavarse con facilidad de los objetivos alcanzados permitiendo su reutilización. Una vez entablada la lucha, tanto los hastati como los príncipes habían sido entrenados para retirarse tras combatir durante un tiempo siendo relevados inmediatamente por los triarii. Esta forma de luchar tenía consecuencias directas sobre la capacidad militar del enemigo. El recambio continuado de las líneas romanas servía para agotar a los adversarios que no contaban con una estructura similar. Cuando se llegaba a ese punto del combate, se procedía a realizar una carga de los hastati que lanzaban una o dos nubes de pila para quebrar la resistencia de un enemigo ya muy cansado. En la lucha a espada que venía a continuación, las líneas de la legión seguían turnándose para desgastar a un adversario que no pocas veces se hallaba a punto de caer exhausto.
No pronuncié una sola palabra, pero reconozco que me sentí abrumado por la manera tan librescamente prolija en que aquel hombre conocía la táctica de las legiones romanas. ¿Dónde habría estudiado todo aquello? ¿Por qué tenía un judío tanto interés por Roma? ¿Se trataba quizá de un profesor de historia clásica? Por supuesto, me resultaba imposible saberlo, pero no cabía duda de que su exposición había resultado impecable aunque un tanto exagerada y fuera de lugar.
—Tuve ocasión de contemplar aquella extraordinaria mole militar. Incluso combatí contra ella.
—Perdón —le interrumpí—. ¿Cómo dice? ¿Qué combatió? Pero por aquel entonces debería andar usted por los setenta años sobre poco más o menos…
—Sobre poco más o menos, pero ya presentaba el estado que tengo ahora y ¿verdad que no parezco tan viejo?
No, no lo parecía y, por otro lado, si estaba dispuesto a creer el inverosímil disparate de que tenía dos milenios de vida, ¿por qué no iba a creer que con setenta había luchado contra los romanos?
—Pues sí, como le decía, combatí en un contingente que salió de Jerusalén. No deseo entrar en detalles sobre aquello. Puedo decirle, sin embargo, que de la misma manera que las olas se estrellan contra el litoral, nuestras unidades chocaban con las diferentes líneas de combate romanas y se deshacían. Sin embargo, a diferencia de lo que sucede con la costa que permanece inmóvil, en un momento dado los romanos avanzaron contra nosotros, que ya estábamos agotados, y nos pulverizaron. Los que no estábamos heridos o tuvimos la fortuna de no caer prisioneros, nos desbandamos. Mientras huía apresuradamente hacia Jerusalén con los escasos restos supervivientes, mi corazón sólo abrigaba una seguridad: la de que sólo una intervención directa de Dios podría conseguir que nos alzáramos con la victoria. Y entonces…
Hizo una pausa y apuró el cigarrillo. Por un instante, lo sujetó entre el corazón y el pulgar, y luego lo dejó caer al suelo y lo aplastó con la punta del pie derecho.
—No puede usted ni imaginarse la situación en la que se encontraba entonces Jerusalén —continuó—. Cuando llegué, la ciudad se hallaba repleta de refugiados procedentes de todas las tierras. A esas alturas estaban convencidos de que sólo tenían dos alternativas: o entregarse a merced de los romanos o refugiarse tras los muros de Jerusalén a la espera de que todo terminara de la mejor manera. Entre aquella masa de gente atemorizada, sucia y hambrienta se encontraba lo que quedaba de mi familia. Esther no entendía nada de lo que sucedía a su alrededor y ya había contemplado los suficientes horrores como para no sentir el entusiasmo de la guerra. No sólo eso. Deseaba que todo concluyera para poder conservar a los dos hijos que aún le quedaban con vida. No era poco porque entre nosotros, entre los judíos, entre el pueblo de Israel, las disensiones no resultaban escasas. A decir verdad, seguramente, no podía ser de otra manera. ¡A cuántos de nuestros hermanos no habían robado o incluso asesinado los que también eran nuestros hermanos! Porque, para ser sinceros, todo se reducía a decidir quién mandaba y para qué. Ahora les gusta decir que todos nos alzamos ansiosos de libertad contra Roma. No los crea. Yo estuve allí y sé lo que sucedió. Cuando llegó el verano y con él las legiones se situaron ante las murallas de Jerusalén, llevábamos ya meses matándonos entre nosotros… ¿Me da fuego?