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—¿Qué vio? —pregunté mientras percibía cómo una desagradable sensación de malestar se iba apoderando de mí.

El judío sonrió, pero en su gesto no me pareció que hubiera ni un átomo de alegría o diversión.

—A quién vi —me corrigió.

—Está bien. Se trataba de una persona —acepté.

—Sí. Era una persona. El muchacho de cabellos lacios y bigotito al que había contemplado antes de entrar en el café.

—Se refiere al que se…

—Sí. A ese mismo. Al que se prostituía —dijo el judío evitándome el desagrado de formular por entero la pregunta—. Era él. Sin ningún género de dudas. El mismo gesto, a la vez altivo, y temeroso. La misma sensación de fragilidad que ocultaba algo en su interior no tan débil como podía parecer a primera vista. Recorrió con la mirada el café seguramente a la busca de un sitio donde sentarse o quizá de un cliente que le salvara de la lluvia que no llegaba a amainar en el exterior. Le confieso que lo que menos deseaba ver en aquellos momentos era el espectáculo de un hombre joven y con fuerzas suficientes para trabajar entregado a la tarea de vender su cuerpo. Asqueado, bajé la mirada y fingí entregarme a la lectura de Ostara. Pasé las páginas mientras mis ojos se deslizaban distraídos sobre aquellas pilas de inmundicia impresa y entonces escuché una voz que se dirigía a mí y me decía: «La revista que está leyendo es sensacional. Yo no me pierdo un solo número». Levanté la mirada y allí delante de mí, esbozando una sonrisa tímida, se hallaba aquel joven que se ganaba la vida entregándose a otros hombres.

—¿Era lector de Ostara? —pregunté sorprendido.

El judío asintió con la cabeza.

—Así lo dijo y puedo asegurarle que no mentía —me respondió.

—¿Y cómo está tan seguro?

—Me pidió permiso muy educadamente para sentarse a la mesa. En otras circunstancias, se lo hubiera negado rotundamente. Incluso es posible que lo hubiera echado de mi presencia con cajas destempladas. Sin embargo, tras su entusiasta afirmación… bueno, he de reconocerlo. La curiosidad pudo conmigo. ¿Qué podía llevar a aquel muchacho, a aquel tipo de muchacho para ser más exactos, a disfrutar con la lectura de aquella porquería repugnante? ¿Qué encontraba en aquellas páginas que resultara tan de su agrado? Bueno, el caso es que le hice un gesto con la mano invitándole a sentarse.

—Y aceptó, por supuesto.

—Por supuesto. Tomó asiento con cierto temor. Como… como el extraño que entra en casa ajena y no sabe a ciencia cierta cómo comportarse. Entonces le sonreí, sí, le sonreí, aunque aquella sonrisa me doliera igual que si me la hubieran arrancado con una muela, y le pregunté por qué le gustaba tanto la revista.

—¿Y qué le dijo?

—De repente, los ojos se le iluminaron. Ya le he dicho que había algo en ellos que llamaba la atención. No sé…, algo fuerte, vivaz, incluso… sí, incluso poderoso. Pues bien aquello pareció despertarse, concentró la mirada en mí y dijo: «Esa revista dice la verdad».

—¿Le dijo que decía la verdad? —pregunté sorprendido—. No lo puedo creer.

—Se lo aseguro. Lo dijo, y era lógico que así fuera, porque se encontraba totalmente convencido. Pedí un par de cafés y me dispuse a escuchar lo que aquel muchacho dedicado al más bajo de los oficios había encontrado en Ostara. Me consta que los profesores acostumbran a quejarse de la escasa capacidad de asimilación de sus alumnos y de lo mucho que tienen que esforzarse para conseguir que aprendan cuatro cosas. Aquel joven, sin embargo, tenía una capacidad de asimilación extraordinaria. Sí. Esa es la palabra. Extraordinaria. Su memoria era realmente fotográfica. Recordaba a la perfección todas las majaderías que había ido consumiendo en los meses anteriores; lo peor es que además se las creía con la misma firmeza con la que un cristiano cree en la Trinidad o un judío ortodoxo en el origen divino de la Torah. Para él, todo, absolutamente todo, era cierto. El combate sempiterno entre los bellos arios y los miserables judíos; la necesidad de un Estado nacionalista que defendiera a la raza aria de aquella agresión constante y la perentoriedad de las medidas que había que articular para alcanzar aquella meta. ¡Ah!, y por supuesto, el joven estaba convencido de que Alemania, la que había entregado aquella lengua superior al mundo, debía anexionarse todos y cada uno de los lugares donde se hablara el alemán. Austria, los Sudetes, Bohemia… en suma, un sinfín de territorios debían reintegrarse en un gigantesco Reich, un Reich, por otra parte, en el que no podía haber lugar ni para los judíos ni para los infrahumanos de otras razas.

—¿Utilizó el término infrahumanos? —pregunté sorprendido.

—Sí. Sin la menor duda —respondió el judío—. ¿Qué tiene de particular? ¿Se imagina la escena? Aquel chico, cualquiera sabe de dónde venía, cuál era su educación, quiénes eran sus padres, había descubierto un futuro y ¿en qué residía el futuro? En un Estado nacionalista que fuera tragándose trozos de Europa central y eliminando de ellos a los judíos. Y, para remate, aquello no era sólo política. Se trataba más bien de una labor sagrada. Me costó disimular mientras le escuchaba. De buena gana, me hubiera levantado para irme o le hubiera espetado que no sabía hasta qué punto estaba ciego y se limitaba a repetir basura. Pero no lo hice. No lo hice porque deseaba entender. Le miré y le dije: «¿Conoce usted algún caso real de influencia judía, influencia mala, por supuesto, en Austria?». Me miró y apretó los labios.

—Y no le dijo nada, claro está.

—Oh, sí, ya lo creo que me dijo. Sin apartar aquellos ojos claros y ardientes de los míos soltó: «¿Le parece poco lo que están haciendo los judíos con Eulenburg? ¿Acaso no sabe que quien dirige esa infame campaña es un judío que se llama Harden?».

—Lo siento —dije—. Si no me explica…

—¿Está seguro de que no recuerda quién era Eulenburg?

Guardé silencio. Sí, el nombre me resultaba vagamente familiar, pero, en esos momentos, no lograba identificarlo en medio de toda la maraña de personajes a los que desde hacía horas se había ido refiriendo el judío. Durante unos instantes, me sentí como el niño al que el profesor saca al encerado para dar la lección y es objeto de una pregunta que ignora. Tan sólo esperaba que se cansara de aquella tortura y me dijera finalmente la respuesta.

—¿Tan pronto ha olvidado usted a los dignatarios que conoció Herzl? —dijo el judío, sin duda con la intención de brindarme una pista.

—Eh… —comencé a decir con una sensación creciente de incomodidad—. El káiser…

—Sí, el káiser…

—El gran duque de Badén… —continué inseguro.

—El gran duque de Badén… —repitió el judío.

—Y… —entonces sentí como un fogonazo—. Claro. Eulenburg, el amigo homosexual del káiser. ¿A ése se refería?

—A ese mismo —dijo el judío—. Y era verdad lo que decía. Harden era judío, pero, por encima de todo, era un periodista que aborrecía la idea de que Alemania pudiera fagocitar a Austria con el pretexto de la unidad de la lengua y de la cultura germánicas. Imagino, aunque no se lo puedo decir con seguridad, que temía la idea de un gran Reich germánico en el que los judíos y otros que no eran judíos se quedaran sin un lugar para vivir. Fuera como fuese, comenzó a publicar informaciones atacando la homosexualidad de Eulenburg, el favorito del káiser. Sin duda, pensaba que, con esa conducta, quedaría desacreditado ante millones de austríacos. Pero mi joven acompañante no sólo no aceptaba aquellos ataques contra un homosexual poderoso y conocido sino que además los interpretaba como una muestra más de la perversidad innata de los judíos.

—¿O sea que la perversidad judía quedaba de manifiesto en que descubría que Eulenburg era homosexual y en que defendía la independencia de Austria? —pregunté sorprendido—. Resulta más que discutible que eso fuera una muestra de maldad.

—Por supuesto que resulta más que discutible —protestó el judío—. Por supuesto. ¡Sólo faltaba que la prensa no pudiera señalar la realidad de los personajes influyentes y que además tuviera que plegarse a los deseos de los poderosos! ¡Y da lo mismo si lo hace un judío o un gentil! Pero aquel muchacho…

—Aquel muchacho reinterpretaba todo de acuerdo con las claves que le había proporcionado Ostara —concluí.

—¡Bingo!

—Y quizá —proseguí—, en aquel judío que decía la verdad sobre un político homosexual y corrupto le pareció ver una amenaza… no, peor, una condena tajante contra la forma de vida que tenía él y contra las ideas en las que creía.

El judío movió la cabeza en señal de asentimiento.

—Comprendo que se sintiera usted mal —le dije—. Yo no soy judío y se me está revolviendo el estómago. Sé que sobre estas cuestiones cada uno tiene sus propias ideas, pero, a medida que pasan los años, se me hace más difícil soportar la cerrazón mental, el sectarismo, el empecinamiento en mezclar vida privada y visión del mundo de tal manera que no se pueda razonar sobre nada porque eso implica un juicio sobre la manera en que se vive cotidianamente.

—Aquel muchacho… —prosiguió el judío—. Bueno… me dio miedo… Sí, ya sé que he vivido lo suficiente como para no dejarme intimidar con facilidad, pero algo en él me helaba la sangre. Había incorporado todo aquello en la masa de la sangre y ya no era capaz de abordar ningún hecho sin pasarlo por el tamiz de las patrañas odiosas que publicaba Ostara. Si veía a un judío comportarse mal, por ejemplo, mintiendo o robando, su interpretación era que se comportaba de acuerdo con la naturaleza común de los judíos; pero si ese mismo judío hubiera dado una limosna o acogido a un pobre, habría visto en ello una señal de hipocresía retorcida, la propia de un judío que desea engañar a alguien que no lo es. Y para colmo, lo que aquel joven llamaba la prensa judía atacaba a alguien que compartía con él rasgos tan importantes como el nacionalismo o la homosexualidad…

—¿Qué pasó al final?

—¿Al final? —repitió el judío—. ¿Qué es el final? ¿Cuándo y dónde se produce de manera que podamos identificarlo? Charlamos un rato más. Bueno, más bien habría que decir que él cantó las loas del Estado nacionalista y siguió vomitando porquería sobre los judíos y yo seguí escuchándolo. De repente echó un vistazo por la ventana del café y descubrió que había escampado. Incluso se podía percibir algún rayo de sol. Suspiró hondo y me dijo que tenía que marcharse.

—Imagino que a buscar a algún hombre con el que irse a la cama —pensé en voz alta.

—Es lo más probable —aceptó el judío—. Bueno, el caso es que se puso en pie y me tendió la mano. Reconozco que titubeé antes de estrechársela, pero, al final, lo hice. Entonces me apretó la diestra con fuerza, con… con afecto y me regaló una sonrisa rezumante de amabilidad.

—¡Caramba!

—Sí… creo… creo que aquel joven tenía un punto de… de encantador. Sí, por difícil que pueda ser creerlo, ésa sería la palabra más adecuada. Bueno, como le decía, me estrechó la mano, se dio la vuelta y se dirigió hacia la puerta. Debía de haber caminado, no sé, cinco o seis pasos cuando, de la manera más inesperada, se detuvo súbitamente, giró sobre sí mismo y volvió a encaminarse hacia mí. Ahora, en su rostro, se reflejaba un tono de azoramiento. Era como si se le hubiera pasado algo importante y deseara remediarlo. Llegó hasta mi mesa, inclinó la cabeza en señal de disculpa y, de nuevo con aquel tono tímido, me dijo: «Disculpe. Lo he olvidado. Lo siento de verdad, pero se me había pasado darle mi nombre». Ya puede usted imaginarse que aquellas palabras me sorprendieron. ¿Para qué deseaba yo saber cómo se llamaba aquel prostituto antisemita y trastornado? ¿Qué más me daba? No le dije una sola palabra. Entonces me sonrió tímidamente y dijo: «Me llamo Adolf Hitler».