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—Lo que vino después de aquello fue, como ya le he dicho antes, un desierto. Sé que muchos de los míos diferirían de mi juicio y le hablarían de cómo se recopiló, primero, la Mishnah y luego el Talmud y cómo así quedó recogida la ley oral que Moisés recibió en el Sinaí del mismo Dios. Yo no soy tan optimista. En el siglo en el que yo vi mi primera luz, esa ley oral no existía o, más bien, debería decirle que había varias y que muchos judíos no seguían ninguna de ellas. Lo que pasó con la Mishnah, primero, y el Talmud después fue únicamente que un sector de nuestro pueblo impuso sus puntos de vista sobre los demás y los demás, que habíamos contemplado cómo pasaban las generaciones y el Templo seguía en ruinas, lo aceptamos como una tabla de salvación a la que aferramos en medio del caos. Eso es todo. Por cierto, ahora sí le aceptaría otro refresco.
Tardé unos instantes en percatarme de la petición que acababa de formularme el judío.
—Una bebida… —repetí—. Ah, sí, sí… claro.
Estuve a punto de entrar en el pesado juego del regateo al contemplar la manera en que me miraba el árabe del puestecillo. Al final, sin embargo, resistí la tentación. Lo único que me faltaba a esas alturas era ponerme a perder el tiempo con otro habitante de aquella parte del mundo. No pude evitar, no obstante, su mirada molesta ante mi pertinacia.
—Gracias —dijo el judío antes de llevarse la bebida a la boca y concederse unos instantes de placer líquido.
—Como habrá visto, yo no acepto la versión oficial sobre el Talmud. No se trata sólo de que no crea en su inspiración divina o en que Moisés lo recibiera de Dios. De la… inexactitud de ambas afirmaciones, estoy más que seguro. Sin embargo, sí creo que en el Talmud se recogían los retazos de nuestra supervivencia como pueblo. No todo el legado de nuestros padres, pero sí lo que quedaba tras la guerra del Templo y el fracaso estrepitoso de Bar Kojba, ese mesías que fue apoyado calurosamente justamente por alguno de los sabios del Talmud…
Me pareció percibir en las últimas palabras del judío una ironía amarga, pero no quise formular ninguna observación.
—Yo conocí un judaísmo en el que había no sólo fariseos sino saduceos y esenios… e incluso gente que creía en el Nazareno como mesías igual que otros creyeron después en Bar Kojba. El Talmud acabó con todo eso, pero ¿cómo no aferrarse a sus páginas cuando era lo único que nos quedaba? Usted no puede imaginarse lo que fueron los siguientes siglos… Hubo un intento de reconstrucción del Templo totalmente fallido con el emperador Juliano, un personaje desequilibrado que había decidido regresar a la idolatría y perseguir a los discípulos del Nazareno.
—Intento que fracasó…
—Por supuesto, ¿a quién le podía caber en la cabeza que Dios permitiría que un «goy» como aquél, empeñado en rendirse ante las imágenes de piedra y metal, pusiera las piedras del nuevo Templo? Como sucedió con Bar Kojba, mucha de mi gente se sintió frustrada, dolida, azotada, pero, insisto en ello, Juliano no podía ser un personaje elegido por Dios para otorgarnos un lugar de expiación de nuestros pecados.
El judío guardó silencio por unos instantes y me lanzó una mirada amargamente irónica.
—Imagino que ese episodio debe de abonar su tesis de que si el Nazareno era el mesías, no tenemos la menor posibilidad de que el Templo vuelva a alzarse como instrumento de expiación.
No comenté lo que acababa de decir el judío. Aún se percibía en sus rasgos restos del pesar derivado de la historia de María y entrar en una discusión teológica en un momento así no me parecía lo más adecuado.
—Luego vino el final del Imperio romano —continuó—. No pocos de los nuestros se regocijaron pensando que se cumplía el juicio de Dios sobre aquellos «goyim» que habían arrasado el Templo. Bueno, seguramente fue así, pero no por ello mejoró nuestra situación. Los seguidores del Nazareno… ésos sí se encontraron en mejores circunstancias. Dejaron de ser perseguidos. Incluso la gente se volvió hacia ellos buscándolos como el refugio al que podrían acogerse para conseguir un futuro civilizado, pero nosotros… si me apura un poco me atrevería a decir que nuestra situación empeoró. Era como si los «goyim» que se habían inclinado durante milenios ante imágenes humanas, rindiéndoles culto, ofreciéndoles honra y gloria, ahora hubieran visto la luz y se enardecieran contra nosotros pensando que nos negábamos a verla. Tengo la sensación de que se decían: «Nosotros fuimos idólatras y ahora seguimos al mesías que os fue prometido. ¿Cómo es posible que vosotros os resistáis a aceptarlo cuando os estaba destinado desde hacía siglos?». Y así nuestra vida se fue amargando como el acíbar en todo el territorio del antiguo imperio romano de Occidente. Claro que lo peor estaba por llegar.
—¿A qué se refiere?
—Me refiero al islam, amigo mío. Me refiero al islam. Yo aún vivía en Asia Menor cuando llegaron los ejércitos de los seguidores de Mahoma. ¡Mahoma! ¿Ha leído usted el Corán?
—Sí —respondí—. Varias veces.
—¿Varias veces? Caramba. ¿Se interesa usted por la religión o por la política?
—Por ambas —contesté lacónicamente, nada deseoso de darle explicaciones.
—Mejor. Entonces iré al grano. Mahoma empezó predicando la existencia de un solo dios, o quizá ni siquiera eso. Sea como fuere, nos cortejó durante un tiempo seguramente pensando que lo aceptaríamos como a un profeta. Por supuesto, no lo hicimos. Mahoma no tenía ni idea de la Torah. Confundía los personajes. ¡Creía que la María hermana de Moisés era la madre de Jesús! Y se liaba entre Gedeón y Saúl… Como usted puede imaginarse, los judíos que vivían en Arabia no tardaron en burlarse de él y considerarlo un impostor ignorante. Pagaron ese comportamiento con la vida. Es terrible reconocerlo, pero mientras Arabia fue gobernada por idólatras, mis hermanos no tuvieron problemas. Cuando Mahoma se convirtió en el amo, todos tuvieron que escoger entre la conversión al islam o la muerte. Ni que decir tiene que murieron por millares. No le oculto que durante años pensamos que aquello no pasaba de ser un episodio local de persecución. Terrible, sanguinario, despiadado, pero local. Incluso cuando Mahoma murió, respiramos con alivio pensando que todo había terminado, que con él iba a desaparecer la persecución desencadenada sobre nuestro pueblo. Huelga decir que nos equivocamos. Lo que sucedió después… bueno, ¿a qué podría compararlo? Fue como un incendio que se extendiera pisándonos los talones y que nos obligara a huir a toda velocidad para salvar la vida a menos que deseáramos vernos consumidos entre sus llamas. Durante los años siguientes, mi vida fue una continua zozobra. Apenas lograba asentarme en un lugar, cuando los ejércitos del islam llegaban aniquilando todo a su paso. De Asia Menor salté a Egipto; después de Egipto vino el norte de África; tras el norte de África llegó España. ¡Ah, España!
El judío terminó de beber el refresco y dejó el recipiente en el suelo. Lo hizo más con un gesto de agotamiento que con cuidado, como si acabara de recorrer en apenas unos segundos el itinerario al que acababa de hacer referencia.
—Llegar a España, nuestra Sefarad, fue como salir del fuego para caer en las brasas —continuó el judío—. Llevaba años huyendo de una gente que sólo aceptaba la disyuntiva de morir o convertirse, y fui a parar a una nación en la que la monarquía goda llevaba siglos añadiendo una ley antijudía a otra. Los monarcas godos habían decidido que lo mejor que podía suceder en la católica España es que desapareciéramos o que nos convirtiéramos. Imagínese hasta qué punto resultaba desesperada la situación que muchos de los míos soñaban con la llegada de los guerreros de Mahoma. ¡Creían que así encontrarían la libertad!
—¿Y no fue así?
—No diga estupideces, por favor —replicó airado el judío—. No existe ninguna posibilidad de vivir libremente bajo un régimen islámico y no tiene usted más que mirar las naciones de alrededor para darse cuenta de ello. La monarquía española podría haber contenido a los musulmanes al otro lado del estrecho de Gibraltar con enorme facilidad. Los podría haber derrotado como luego haría Carlos Martel en Poitiers, pero… pero los políticos españoles ya tenían bastante con luchar entre ellos. Un sector de la nobleza decidió hacerse con el poder y para conseguirlo llamó en su ayuda a los musulmanes. Estaban convencidos de que, una vez realizado su trabajo, una vez hubieran dado muerte a unos centenares o a unos miles de españoles, esos musulmanes volverían a cruzar el estrecho y les dejarían a ellos disfrutar tranquilamente del gobierno de España. Por supuesto, no fue así. Una vez que entraron en la Península, los musulmanes decidieron quedarse, pero aquellos invasores eran… bueno, no deseo que me malinterprete, pero no pasaban de ser unos guerreros que, en su mayoría, procedían del norte de África. ¿Cómo iba esa gente a regir España? Para el saqueo, el pillaje o la muerte, no tenían rival, pero ¿cómo mantener en pie todo el edificio de aquella monarquía que era la más avanzada de Occidente?
—Utilizando a los judíos —aventuré.
—Exactamente —me respondió—. La mayoría de aquellos bárbaros no sabía leer, escribir, ni casi contar. Nosotros sí. No le oculto que muchos de los míos vieron en aquello como un acto de justicia cósmica. Los godos los habían maltratado durante siglos y ahora se veían sometidos a una gestión cotidiana bajo su control. No se percataron de que, de esa manera, sólo íbamos acumulando el odio. Para los godos, éramos meros colaboracionistas.
—Tampoco había muchas alternativas —pensé en voz alta.
—Quizá. Quizá sea así, pero todo aquello nos colocó en una situación extremadamente delicada. Para los musulmanes, sólo éramos colaboradores prescindibles. Servíamos hasta que lograran educar a los suyos en la administración de un Estado moderno. Luego…
—Luego su situación no sería mejor que la de los cristianos —concluí su frase.
—Así fue —reconoció, apesadumbrado, el judío— y así lo dije una y otra vez, pero nadie quiso hacerme caso al principio. No se les puede reprochar del todo. De acuerdo. Bien, la culpa era de los reyes godos. Todo lo que usted quiera. Pero aquel error nos costó ríos de sangre y lágrimas en los tiempos siguientes. Usted… usted no puede imaginarse lo que fueron los siglos de dominio islámico en España. Piense en los peores tiranos de las naciones árabes de la actualidad. Al-Asad, Sadam Husein, Hasan II, incluso el ayatollah Jomeini han sido niños de pecho en comparación con aquellos invasores. Para conseguir el poder, luchaban entre ellos aun con mayor ferocidad que la que habían puesto de manifiesto los godos durante siglos. Por debajo de todos los musulmanes, estaban los pobres españoles convertidos al islam a los que contemplaban como advenedizos y seres inferiores, pero no hermanos. Los musulmanes norteafricanos y los musulmanes sirios querían que los musulmanes árabes les permitieran ascender en la escala social. Por supuesto, no lo conseguían, pero en el intento la sangre corría a raudales. Ni siquiera los musulmanes árabes se toleraban entre sí. Continuamente se estaban matando, un partido contra otro, una familia contra otra, para mantener las riendas del poder en sus manos. Y en medio de todas aquellas matanzas y golpes de estado y alzamientos, ya puede imaginarse que los que pagábamos los platos rotos éramos los judíos. Por cierto, para identificarnos con facilidad, los musulmanes nos obligaron a llevar una señal distintiva, nos prohibieron ir a caballo y limitaron nuestras ocupaciones.
—Me suena familiar —pensé en voz alta.
—Y con razón —reconoció el judío—. Los nacionalsocialistas de Hitler pudieron inventar la estrella amarilla, pero no la idea de colocarnos en la ropa una marca que permitiera identificarnos a primera vista. Eso se lo debemos a los seguidores de Mahoma.
—No olvide a los mozárabes —le dije—. Me refiero a los cristianos que quedaron en territorio dominado por el islam.
—Sí —aceptó el judío—. Tiene usted razón. Durante varios siglos, su suerte resultó aún peor que la nuestra. Los musulmanes convirtieron sus iglesias en mezquitas, quemaron sus libros sagrados, les impidieron utilizar su lengua forzándolos a hablar en árabe… En algunas ocasiones, nos unimos a ellos, e incluso a algunos de los musulmanes españoles, los más despreciados, para lograr un resquicio de libertad. Mínimo quizá, pero que nos permitiera respirar. Nunca sacamos nada en limpio. Nunca. Absolutamente nunca. En fin, no deseo aburrirle. Además no quiero que piense que le cuento todo esto porque desde su fundación Israel está cercado por naciones islámicas.
—¿Vivió usted en el califato?
—No —respondió el judío—. Huí de al-Ándalus antes de que, a inicios del Siglo X, tuviera lugar la proclamación del califato. Fue una de las cosas más sensatas que he llevado a cabo en mi vida. Abderramán era un enfermo mental. Imagínese. Ese sujeto era hijo de una vascona y había nacido pelirrojo y con ojos azules. Esa circunstancia lo acomplejaba terriblemente y, por eso, se empeñaba en teñirse la barba y el pelo de negro. Aquel loco era un ciclotímico que, para intentar compensar sus desequilibrios, tenía que lanzar continuamente campañas militares contra los territorios del norte donde vivían los cristianos. Sí, amplió la mezquita. Sí, construyó un palacio en Medina Azahara que, por lo visto, era extraordinario. Sí, gastó a manos llenas en objetos de una belleza extraordinaria. Todo eso es cierto, pero ¿cuántos fueron degollados para aliviar sus complejos? ¿Cuántos fueron reducidos a esclavitud para poder mantener sus lujos absurdos y disparatados? ¿Cuántos vieron aniquilada su existencia para que él pudiera clamar a los cuatro vientos que era un califa superior al que vivía en Bagdad?
Clavó los ojos en los míos buscando unas respuestas que yo no podía darle. Así permaneció un instante y luego, con voz desgarrada, prosiguió su relato.
—Claro que lo que vino después fue peor. O eran incompetentes que permitían que al-Ándalus se convirtiera en un lugar invivible o eran perpetradores del terror sistemático como fue el caso de Almanzor, que durante décadas no dejó de destruir, matar y arrasar para no dejar nada tras de sí.
—¿Dónde se estableció usted? —pregunté un tanto cansado de aquella diatriba contra el islam español.
—En Castilla —respondió el judío—. Acabé echando raíces en Castilla. Allí había un régimen de libertad. Justo el que no existía en Navarra ni tampoco en terrenos de la Corona de Aragón como era el reino de Aragón o los condados de lo que más tarde sería Cataluña. Se trataba del que no había conocido ni la monarquía goda ni el reino de León. Allí me quedé y allí viví durante un tiempo con relativa paz.
—¿Qué quiere decir con eso de… relativa paz?
—Quiero decir que había ocasiones en que nos dejaban ir a la sinagoga, trabajar, educar a nuestros hijos, respirar. No siempre, por supuesto, pero sí más que en otros lugares. Algunos, que teníamos experiencia de dramas anteriores, sabíamos que podía ser peor y pensábamos que era cuestión de adaptarse convenientemente a los tiempos y los lugares. Otros se dedicaron a pensar en un futuro mejor y se empeñaron en reconocer a un mesías tras otro, o se dedicaron a escribir disparates que entretuvieran y distrajeran la mente de los nuestros.
—¿A qué se refiere? —pregunté un tanto perdido.
—Me refiero a ese fraude extraordinario, incomparable, colosal que todavía conocemos con el nombre de Cábala.