XV

FRENÓ el auto ante la oficina y vio a Andrews salir presuroso.

Miró a un lado y a otro de la carretera y atravesó esta a paso elástico.

Vestía de azul marino, camisa blanca y una corbata muy discreta. Avanzaba la primavera y todo parecía lucir maravillosamente en aquella mañana de mediados de mayo.

—Buenos días —saludó Andrews, deslizándose dentro del auto.

—No has descansado —murmuró Iris quedamente—. Estarás rendido.

—Un poco —y lanzando sobre ella una larga mirada—: ¿Qué te parece si condujeras tú?

—¿Hasta Trenton? —se aturdió ella.

—No —rió Andrews, con una risa como cuando eran novios—. Hasta dónde sea. No es preciso llegar hoy a Trenton. En realidad, podemos, tranquilamente, ir por la costa y pasar la noche en Atlantic City.

—Yo creí… —temblaron un poco los labios femeninos —que tenías mucha prisa.

—Disponiendo de unas horas para nosotros solos, por supuesto que tengo prisa —y como si pretendiera que ella no pensara en ambos ni en el problema que tenían planteado, añadió—: Es un viaje bonito, corto, y si se hace sin prisa, resulta encantador en este día primaveral. ¿Qué ibas a hacer en casa sola? Vegetar. Ir a ver a Betty y oír pacientemente sus chácharas atropelladas. O charlar con Kim en el hotel, o invitarla a tu casa.

Se inclinó hacia ella, que permanecía silenciosa.

—¿No te agrada más viajar junto a mí?

—Sí —titubeó—. Claro que sí —con una energía sacada de no sé dónde—. Me gusta viajar por carretera un día así.

Un silencio.

Después…

—Iris.

La forma de pronunciar su nombre produjo en la joven un sobresalto.

¿Iba a hablar de ambos?

¿Del problema que seguía latente?

Que no lo hiciera.

Prefería que le hablara de mil cosas diferentes, sin sentido alguno. Del trabajo, de sí mismo, del tiempo, de la carretera de Atlantic City, o de Trenton, o de Nueva Jersey.

Lo miró brevemente, encontrando sus ojos fijos en ella.

—Tienes sueño —apuntó Iris un tanto aturdida, como pretendiendo eludir el tema íntimo.

¿Lo observó Andrews o lo intuyó tan solo?

Caló el sombrero hasta los ojos, sonrió tibiamente y recostó la cabeza hacia atrás, deslizándola hacia el costado de Iris.

—Sí, tienes razón Voy a dormir. Así… ¿Me lo permites? Me gusta sentirte cerca cuando duermo…

—Duerme —susurró Iris aturdidísima—, duerme. Te llamaré a la hora de comer. Podemos hacerlo en Atlantic City.

—De acuerdo.

No durmió.

¡Como si pudiera hacerlo, sintiéndola tan cerca!

Tenia los ojos tapados con el sombrero, pero de vez en cuando, cuando ella creía que dormía, le oía decir:

—Soy Feliz viajando contigo.

—Calla, Andrews.

—¿No te gusta que te lo diga?

—Si durmieras…

No durmió; pero, al fin, calló la boca.

Iris conducía, sintiendo en sí un montón de emociones entremezcladas. Cuando, mucho tiempo después, divisó la ciudad de Atlantic City, pensó no decirle nada.

Prefería viajar, rodar por la carretera dentro del auto, que sentir la proximidad de Andrews fuera de él.

Pero Andrews quitó el sombrero de los ojos y lanzó una alegre exclamación, diciendo:

—Diablo, con el apetito que yo tengo… ¿No paramos aquí, Iris?

Ella se aturdió y puso dirección al centro de la ciudad.

—Creí que… dormías.

Comieron en un céntrico restaurante, y, a las cuatro, ambos salieron del local agarrados del brazo.

—¿Quieres quedarte aquí? Podemos buscar un hotel.

No quería.

Deseaba dilatar aquel instante de proximidad, de intimidad, cuanto le fuera posible. Era inútil pensar que aquel día seria como tantos otros habidos en su matrimonio. Andrews no la había invitado a acompañarle a Trenton solo para charlar del tiempo.

—Prefiero continuar viaje.

Andrews la asió fuertemente del brazo.

—Por el camino, en dirección a Trenton, hay varios moteles esparcidos a todo lo largo de la carretera. ¿Nunca pasaste una noche en un motel?

—No —dijo con un hilo de voz.

Andrews parecía despreocupado y sencillísimo. Nadie, al verle, diría que estaba firmemente dispuesto a ganar la confianza, el amor, la pasión y la intensidad de su mujer, y, por supuesto, la felicidad personal.

Riendo, le quitó las llaves de la mano y dijo:

—Conduciré yo, ¿quieres? Donde hay un hombre, no debe fatigarse una mujer.

—Pero si estás rendido.

—Ya se me pasó. El sueño plácido que pasé en el auto despejó mi mente. Anda, sube —y bajísimo, inclinado hacia ella—: Iris, ¿sabes? Me da la sensación de que nos conocimos la semana pasada. Y de que nos casamos hoy, y de que…

—Calla, anda.

—¿No quieres que hable de ti y de mí?

—Prefiero… —se aturdió—, prefiero…

Andrews rió.

La sujetó por un hombro, ya dentro del vehículo. Se inclinó mucho hacia ella y así, como estaba, un poco retorcido, buscó la boca femenina con la suya abierta.

Un beso largo, que hizo palpitar todo el ser de Iris. Esta quedó con los ojos semicerrados, junto a él.

No podía apartarse.

A veces, la sujetaba contra sí y pasaba los dedos una y otra vez por las sienes femeninas, resbalando aquellos hasta la garganta.

—Iris…

—Calla.

—Pero hay que decir… lo que se siente.

—Cállatelo —pidió ahogándose—. Cállatelo, Andy.

—¿Tú lo sabes, aunque me calle?

Lo empujó blandamente, con más ternura que temor, y asintió con un breve movimiento de cabeza.

El auto empezó a correr. Andrews murmuró quedamente:

—Pon tu cabeza en mi hombro. Me gusta sentir la emoción de que eres algo mío…, de que estás a mi lado, de que vamos a ser felices los dos…

* * *

Merendaron en Nueva Jersey.

Se diría que él pretendía hacer el viaje eterno y que trataba, sin decirlo, por todos los medios, de dilatar la llegada a Trenton.

Al anochecer, después de una charla interminable, que nada tenía que ver con los sentimientos de ambos, emprendieron el camino hacia Trenton.

Secretamente, ella no quería llegar.

Trenton guardaba crueles recuerdos.

La muda expresión de Andrews, aquel silencio acusador de ella, aquella noche infernal, los dos días que siguieron y el regreso rebelde por su parte, mudo y hosco por parte de Andrews.

—Mira —dijo él de pronto—. Esas lucecitas rojas pertenecen a moteles esparcidos a todo lo largo de la carretera.

Hizo una pregunta absurda.

Sabía que no debía hacerla, pero… ¿qué podía decir para evitar aquella intimidad, aquella emoción, que la agitaba, mezcla de temor y ansiedad?

—¿Y para qué sirven?

Andrews volvió la cabeza rápidamente. A través de la oscuridad, sus ojos tuvieron como un destello burlón.

—Es el descanso para los automovilistas. Como un refugio para el que va por la carretera a altas horas, cansado y somnoliento, y busca una tregua. Un sitio donde descansar. Para los que prefieren la soledad reducida a la carretera interminable.

—Ah.

Aquella exclamación parecía infantil, pero Andrews sabía que era como un desahogo a inquietudes múltiples anidadas en su ser.

Soltó una mano del volante y la pasó en torno a los hombros femeninos.

—¿Quieres… pasar ahí la noche?

Se estremeció de pies a cabeza.

—¿Hoy? ¿A… hora?

—Sí, ¿por qué no? Mira cómo relucen en la noche las lucecitas rojas. Son departamentos únicos, todos iguales. Una alcoba, un baño, un hall diminuto. No puedes comer en ellos, a menos que formes ahí tu hogar por unos días y te prepares para ello. Son como refugios.

Salía de la carretera y se metía en la ancha explanada.

—Pero… ¿adónde vas, Andrews?

—No sé. No me has contestado. ¿Quieres… entrar? Si prefieres seguir… Pero antes me gustaría que lo vieras.

—Andrews…

—Sí —dijo él rápidamente—. Ya sé. Vengo preparando esto desde que salimos de Baltimore. ¿Puedes censurarme por ello?

Todo era directo.

Era, pues, inútil escapar a la realidad que planteaba Andrews.

¿Y si de nuevo sentía aquel horror? ¿Y si de nuevo le decepcionaba?

Andrews, ajeno a sus pensamientos, descendía del auto, murmurando:

—Merendamos en Nueva Jersey. No creo que tengas apetito.

No tenían nada.

Él, como si no se percatara, pero percatándose, la asió del brazo y suavemente tiró de ella.

—Anda —dijo cuando Iris estuvo en tierra.

—Andy…

—Te lo aseguro yo, Iris. Han pasado muchas cosas desde aquel día… Nos amamos, nos necesitamos.

—Es que yo…

—Lo sé.

—Andy… —suplicó a media voz, angustiada—. Si yo pudiera cambiar…

—Vas a cambiar. Te lo digo yo.

Y con ternura la cerraba en su cuerpo y avanzaba hacia el muchacho cargado de llaves, que, a su vez, les salía al encuentro.