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EMPEZABA la primavera.
El descapotable azul pastel de Iris corría por la autopista, camino de la ciudad, desde el aeropuerto.
Kim iba a su lado. Miraba a su amiga con expresión intensa, como si pretendiera escudriñar cuanto Iris no decía.
Esta conducía con mano segura. Había en sus ojos una decidida resolución, y en el pliegue de la boca, la energía de una mujer firme y segura de sí misma.
—No he venido a pasear, Iris —dijo Kim de repente, rompiendo el embarazoso silencio que reinaba en el auto desde el momento de dejar la autopista del aeropuerto—. He venido solo a ayudarte, a orientarte, si me es posible. No creo que tú necesites mi ayuda. Puede que Betty, de saber lo que ocurre, lo pensase. Y puede, también, que Andrews lo esté pensando; pero yo, que te conozco mejor que ellos, sé que este asunto, sea como sea, lo vas a arreglar tú sola. No obstante, quise verte. Hace más de un mes que no me escribes y hace más de quince días que yo te prometí venir. Aquí estoy.
—No creo que puedas ayudarme en nada —dijo Iris con una voz distinta a la que conocía Andrews—. Pero has hecho bien en venir. Entre callarme todo cuanto siento y pienso hacer a compartir con alguien mis inquietudes, es obvio que prefiero esto último.
—¿Cómo van las cosas?
Iris apretó las manos en el volante.
Vestía un traje de chaqueta gris claro. Falda-pantalón, chaqueta holgada, bajo ella, una blusa verde oscuro. Calzaba botas negras, y a su lado, allí mismo, en el auto, el bolso, haciendo juego con las botas, reposaba tranquilamente.
Estaba bellísima.
Nadie, al verla, le calcularía más de veinte años. Tan solo tenía dos más, y en la hondura de sus ojos color turquesa parecía plasmarse una íntima madurez. Quizá por eso resultaba aún más atractiva. El cabello negro, corto, peinado con sencillez, y la crispación de sus labios, daban a su semblante una profunda emoción íntima.
—Mal. De mal en peor —apuntó brevemente—. Hace dos meses justos que Andrews y yo apenas nos vemos.
—¿Desde…?
—Si. Desde que se malogró mi hijo.
—Supones que… te culpa de ello.
—Quizá tenga razón —exclamó Iris secamente—. Tal vez he tenido yo la culpa, pero todo fue debido a mi necesidad de demostrar que yo sabia montar a caballo tan bien como la mujer de Ray y la esposa de Peter. Y de tantas mujeres jóvenes como acudían aquella tarde a la cacería.
—Quieres decir que desde entonces Andrews y tú…
Iris la miró un segundo.
En sus labios parecía temblar una amargura incontenible.
—Estoy en la habitación de los huéspedes, y jamás me reclamó. Es cortés, amable, educado… Pero no es amoroso ni atento con mi desesperación, que, por lo visto, ni siquiera intuye.
—Eso es atroz. Lo vuestro, que era tan bonito… Yo quiero mucho a mi marido y estoy segura de que él me corresponde. Pero lo vuestro era… emocional, profundo, intensísimo.
—Ya no es nada de eso. Voy a decírselo.
—¿Cómo?
—Decirle que puede pedir el divorcio cuando guste.
—Iris…, te destrozará si acepta.
—¿No estoy destrozada? —y con desesperación, a punto de estallar en sollozos—: No sabes lo que es vivir con un hombre, amarle y saber que no puedes hacerle feliz. No sabes lo que es imaginar que otras mujeres, miles de ellas, la más pobre, la más humilde, la más encumbrada, la más inútil, puede ser eficaz para el amor.
—Eso lo supones tú.
—Eso es así, y tú lo sabes.
Kim se volvió en el asiento e inclinóse hacia la tensa conductora.
—Pero tú no has tenido la culpa, Iris. ¿Es que Andrews no se da cuenta?
—Andrews es como todos los hombres. Egoísta, tranquilo, indiferente cuando le conviene. No se da cuenta de que yo era feliz, de que le hubiese hecho feliz a él. De que lo nuestro tenía que ser hermoso, precisamente por lo mucho que nos amábamos. Pero aquello… Fue… tú no puedes imaginarte nunca lo que cambió en mí. Como si mi vida se desgarrara a dentelladas. Como si hasta entonces fuese la mujer más feliz del mundo y, de súbito, me quitaran la felicidad a puñetazos.
—Pero eso te lo hizo él. Esa tiene que purgarlo él. Andrews debiera darse cuenta.
—No se la da, porque ahora me ignora por ese hecho. Me ignora porque piensa que destruí adrede a mi hijo.
—¿Qué hace Andrews ahora?
—No lo sé. No salimos juntos jamás desde que ocurrió lo del bebé. Sale y entra cuando quiere. Regresa tarde; a veces, se va al amanecer; se marcha de viaje con frecuencia y está cinco, siete u ocho días por allá. No sé ni cuándo se va a marchar ni cuándo piensa regresar.
—Y tú…
—Yo siempre en casa o saliendo en auto. Procurando siempre que Betty no se entere del desastre de mi vida. Debido al trabajo de Andrews, es fácil disimular.
—Dices que has tomado una determinación.
—Sí —rotunda—. Voy a decirle a Andrews que puede pedir el divorcio.
—¿Supones que aceptará?
—Supongo que aún puede rehacer su vida, y tiene derecho a ello.
—Estás loca. ¿Y tú?
Iris miró a su amiga con apacible amargura.
—Yo no cuento. Como comprenderás, no puedo hacer feliz a un hombre, dado cómo pienso y siento. Me esfuerzo en pensar y sentir de otra manera. Hice inauditos esfuerzos por ser feliz y hacerle feliz a él. Cada vez que Andrews se acerca a mí, recuerdo el anónimo y cuanto en él decía y lo que ocurrió después. No es posible —pasó los dedos por la frente—. Te aseguro que no es posible mantener una vida dichosa pensando así, sintiendo este horror.
—Y Andrews no se siente culpable de nada… Supongo que será tan egoísta que creerá firmemente en su irresponsabilidad.
—Lo ignoro. Mira, ya hemos llegado al horror. ¡Cuánto mejor sería que vinieras a hospedarte a mi casa!
—No estaría bien. Y puesto que soy tu amiga, y no de Betty, tampoco estaría bien que me llevaras a su casa. Déjame en el hotel. Podemos hablarnos por teléfono estos días y vernos a la hora que quieras. Me parece que, dada la situación, es mejor que estés sola.
—¿Qué harías en mi lugar? —preguntó Iris casi como un reto.
—Hablarle a Andrews —dijo rotunda— inmediatamente.
—No me humillaré nunca.
—Bien; sin humillarte.
—Lo haré, Kim. Hoy mismo, si es que regresa, porque está en Boston desde la semana pasada. Supongo que llegará hoy. Es domingo, y casi siempre llega en el avión de las nueve quince.
* * *
No lo esperó en casa.
Prefirió abordar el asunto en plena calle. En el auto. El volante, para ella, tenía una fuerza extremada; como si sentirlo entre sus manos le infundiera un indescriptible valor.
No estaba segura de su regreso, pero…, por si regresaba en el avión de las nueve quince, a las nueve menos veinte se vistió elegantemente y decidió ir al aeropuerto en su auto descapotable.
Bonita, con aquella distinción suya tan innata, jovencísima y gentil, elegantemente vestida, se dirigió al aeropuerto y aguardó en el auto la llegada del avión.
Fumó varios cigarrillos y atisbó cuanto ocurría en las cercanías del aeropuerto. Presenció la llegada de varios aviones, procedentes de distintos puntos del continente. Y cuando vio descender el avión procedente de Boston, saltó al suelo, cerró la portezuela del auto de un seco golpe y se acercó a la valla.
No había mucha gente a aquella hora. Sus dedos enguantados se apretaron en la valla, y miró con ansiedad la pasarela del avión cuando este tomó tierra firme.
Descendió una anciana, seguida de una señorita de compañía que sostenía en sus brazos un perro pequinés. Un caballero entrado en años. Un grupo de estudiantes; al menos, eso parecían por su aspecto un tanto desaliñado. Luego supo que se trataba de un grupo perteneciente a una orquesta. Después, descendió Andrews. Alto y firme, arrogante, vestido de oscuro, con un portafolios en la mano. El flexible en la otra, sin mirar a parte alguna.
No la vio.
Ella le siguió con los ojos. Observó que atravesaba la pista y se dirigía a la parada de taxis.
Se hallaba a corta distancia, y pudo oír la voz clara y vibrante de Iris.
—Andrews…
Se detuvo en seco, pero no volvió en seguida la cabeza.
Cuando lo hizo, Iris se hallaba con los dedos asidos a la portezuela del auto descapotable. Él dudó un segundo. Después, avanzó hacia ella.
—¿Qué haces aquí? —preguntó cortés, pero sin emoción ni interés.
—He venido a buscarte —replicó Iris en el mismo tono—. Pensé que regresarías hoy, y he venido…
Titubeó. Miró el auto, la miró a ella sin expresión definida. Después, se alzó de hombros.
—Está bien. Eres… muy amable.
—¿Subes?
—Por supuesto.
—Si lo deseas…, conduzco yo.
—Claro.
Entró ella primero y empuñó el volante, recogiendo su abrigo de ante azul azafata. Andrews entró por la otra portezuela. Puso el portafolios y el abrigo en las rodillas y encendió un cigarrillo.
—¿Quieres? —preguntó amable.
—No fumo conduciendo.
El auto dio la vuelta a una glorieta, dejó atrás la autopista y se lanzó a la carretera general.
Un silencio.
No parecía Andrews dispuesto a romperlo. Iris no se dio cuenta hasta aquel instante de que unos hilos de plata brillaban en los aladares de la cabeza de su marido. Tenía también dos profundos surcos en la frente, y unas rayas en torno a la comisura de la boca.
¿Envejecía Andrews?
Envejecía.
Hacía dos meses que apenas sí se veían; de modo que verlo en aquel instante le produjo una rara e intensa emoción. Claro que no supo ni quiso definirla, y mucho menos manifestarla.
—Has sido muy amable viniendo —dijo él, como deseoso de romper el embarazoso silencio.
—No he venido a buscarte solo por complacerte o evitarte un viaje a la ciudad en auto alquilado, Andrews. He venido para hablar contigo.
Tenía una seguridad desusada su voz. Ni emoción ni temblor. Distinta a la voz algo titubeante de Iris Murhy.
Se volvió un poco.
Tenía el pitillo apretado entre los labios, y hubo de quitarlo para decir de modo raro:
—¿Hablar conmigo… tú?
—Sí.
—Bien —fumó de nuevo, expeliendo el humo hasta dejar sus facciones difuminadas entre las espesas volutas—. Te escucho.