IV

NO tenía apetito; por tanto, se cerró en la salita sin comer, y sentada ante la pequeña chimenea encendida, aguardaba con el alma en vilo la llegada de Andrews.

Eran las once de la noche.

Hundida en un sillón, con la vista fija en los leños restallantes, se preguntó si podría soportar aquello.

Aquellas salidas de Andrews, su actitud exigente, sus salidas y su falta de consideración para con ella.

Oyó los ruidos característicos de la cocina, la retirada de Leli, la cháchara de Etel con Carl y, después, el silencio impresionante de la casa, solo interrumpido por el tenue cántico de Etel en la cocina.

Seguramente seguía levantada para servir al señor y a ella. A ella en particular le preguntó varias veces si le servía la comida.

¡Comida!

Se le atravesaría en la garganta si así lo hiciera.

Cerca de la una oyó el llavín en la cerradura, el golpe de la puerta al cerrarse y los pasos firmes, seguros.

Casi en seguida lo vio de pie en el umbral, vestido de gris, correcto, arrogante, con aquella expresión ausente en los ojos.

Era distinto.

Opuesto al hombre que conoció en la estación de ferrocarril y opuesto, asimismo, al novio que la adoraba.

Y pensó allí mismo, sintiendo los ojos de Andrews en los suyos, de quién podría ser el anónimo que tanto perturbó su vida. Solo una persona, que ella conocía, era lo bastante mezquina para hacerlo: Sam…

Sam, que nunca se resignó a perderla. ¿Pero qué importaba ya? No era precisamente el causante de aquel papel lo que importaba en aquel asunto. Ni siquiera lo que decía en él. Sino todo el resultado de aquella infamia.

—Buenas noches.

Su voz tenía un matiz bronco. Avanzaba por la salita con las manos metidas en los bolsillos del pantalón, arremangando un poco la chaqueta.

Así se dejó caer en una butaca, frente a ella, y miró en torno como si no detuviera los ojos en ninguna parte.

—Hace frío en la calle —comentó.

Silencio.

—¿Ya comiste?

—Sí —mintió.

—Es raro que no te hayas retirado —sacó una mano del bolsillo y consultó el reloj—. Es la una.

—Sí —breve e indecisa.

—Yo estuve con unos amigos. Hacía mucho tiempo que no los veía… —sacó un cigarrillo y lo llevó a los labios—. ¿No has salido en todo el día?

—No.

—No vas a pasar la vida en casa. Será muy aburrido.

No contestó.

¿Qué podía decirle?

Su tono no era airado ni sarcástico. Era más bien sereno y apacible, del hombre que no tiene interés por nada relacionado con su mujer y habla por pura cortesía, porque, eso sí, era muy cortés.

Con una cortesía, bien lo veía ella, fría y quizá calculada. Una cortesía que hería más que su ira.

Por eso se puso en pie y por eso decidió retirarse.

Soportar una conversación insulsa, era tanto como renegar de sí misma y de todo cuanto sintió y sentía por él.

Pero Andrews, mudamente, alargó la mano, y cuando ella pasaba a su lado, la agarró por el brazo.

—No quieres hablar.

Así.

Sin preguntar.

«¿Hablar qué? —preguntóse Iris con desesperación, a punto de estallar—. ¿De los dos? ¿De la situación crítica que ambos atravesamos? ¿De la salida de él? ¿De su tertulia con los amigos?».

Y de repente, permaneciendo firme, rígida, sintiendo los dedos de Andrews en su brazo como garfios hirientes, pensó que apenas conocía al hombre que era su marido.

¿Qué conocía de él, en realidad?

Su apasionamiento. Su ansiedad Su ardor temperamental. Pero apenas sí sabía nada del hombre, de sus verdaderos sentimientos, de su carácter, puesto que durante los nueve meses de relaciones solo trataron de su mutuo amor. Desaparecido este, suponiendo que, dada la situación, desapareciese, ¿qué quedaba en los dos? ¿En él, en su carácter, en su temperamento emocional, en su consideración como persona humana?

—No te vayas, Iris —dijo sin suplicar; más bien como una orden—. Si te parece, podemos hablar.

¿Hablar? ¿De qué? ¿De lo mismo?

Sería como hurgar en la herida otra vez.

—Siéntate, Iris —dijo, ajeno a sus pensamientos—. Hazme el favor. Podemos hablar. De nosotros, de lo que pensamos hacer en el futuro.

—¿Es… preciso?

—Indispensable, me parece a mí. Estamos, como el que dice, navegando hacia un puerto desconocido. No sabemos lo que vamos a encontrar en él. Si piratas o tesoros.

—No te entiendo.

—Siéntate.

Se sentó.

Cayó de nuevo hacia el sofá como un fardo.

Vestía una falda estrecha y calzaba zapatos más bien bajos. Una blusa escocesa, por fuera del pantalón y de cuello camisero. El cabello negro lo ataba tras la nuca con una goma.

Resultaba casi infantil su atuendo y su expresión, y su piel, desprovista de cosméticos.

Fina y delicada, miró al frente y sus ojos parpadearon al tropezarse con los leños restallantes, que parecían subir y caían convertidos en cenizas calcinadas.

* * *

—Vamos a puntualizar nuestra situación, Iris. ¿Te parece bien?

—No creo que haya nada que puntualizar.

—Hay. Por ejemplo, yo no soy hombre tan considerado que espere tu reacción favorable. Ya sé que me juzgarás mal por ser así, tan poco acorde con tu forma de ser. No podré pasarme la vida contemplándote como si fueses un juguete precioso. No hay quien me quite de la cabeza que eres solo una mujer.

Era cruel.

Al menos, ella lo pensaba así.

Andrews, ajeno a sus pensamientos, embebido en los suyos propios, quizá un poco egoístas, añadió, al tiempo de expeler el humo del cigarrillo y quedar sus facciones medio difuminadas por las espesas volutas:

—Quisiera poder ser para ti el hombre tranquilo, considerado, paciente, amante, delicado y lleno de ternura. Ten por seguro que no sabes cuánto hubiese dado por ser así. Creo que ambos nos hemos decepcionado. Yo no soy el hombre que tú suponías, ni tú eres la mujer que yo amaba.

Tensó el busto.

Quedó como envarada en el sofá, con las dos manos apretadas, crispadas en los brazos del sillón que ocupaba.

—Una hoguera se apaga si no se alimenta. ¿No es cierto? Llega a convertirse en cenizas calcinadas, y llueve por ella, y se esparce la ceniza con el agua y, pasado algún tiempo, ni siquiera se sabe que allí hubo una hoguera.

Guardó silencio.

Iris casi no respiraba.

Para ella…, todo era muy distinto.

Para Andrews, por lo visto, si no había entrega, no había amor.

Fumó aprisa, y repantigándose en la butaca, añadió lentamente:

—No sirvo para conquistar de nuevo a mi propia esposa, Iris. Pero tampoco sirvo para forzarte a una situación que no deseas. Pero eso no es lo peor. Lo más grave, creo yo, es que te deseo y te amo, y no soy capaz de permanecer en este piso en espera de que tú desees recibirme en tu vida afectiva o amorosa. ¿Entiendes?

—No —dijo, como si fuese a morirse—. ¿Me estás proponiendo la separación?

Andrews hizo un gesto vago con los hombros.

—No es eso exactamente. De momento, no es eso aún. Hoy he llegado a la una de la noche. No anduve por ahí con otra mujer. Ni me divirtieron los amigos. Hubiese preferido estar aquí contigo, pero debo ser sincero para manifestarte que a tu lado solo puedo estar de una manera: apasionadamente cerca de ti. No siendo así, prefiero la soledad lejos de mi casa. ¿Entiendes?

—No.

La miró cegador.

Por un segundo echó el cuerpo hacia adelante y buscó sus ojos con desesperación.

—Hace días que estamos en esta casa. ¿Has pensado que puedo seguir así toda la vida? Ya sé que te hice daño. Ya sé, ya sé —se agitó, apretando los puños sobre las rodillas—. Claro que lo sé. No soy torpe ni absurdo. Pero estamos casados. Somos marido y mujer, y mientras exista por medio una barrera… —se puso en pie. De repente, Iris lo vio como el hombre de antes, apasionado y ardiente. Se sentó en el brazo del sillón que ella ocupaba, le cruzó un brazo por los hombros y le echó la cabeza hacia atrás, en el respaldo del sillón. Fue allí a buscarla, a mirarla, a hablarle ardientemente—. Sigues siendo para mí la misma que eras cuando te empecé a querer. ¿Te das cuenta, Iris? Sigues teniendo todos los encantos: más, porque ahora eres cosa mía o, al menos, así deseo considerarte.

Ella se estremeció.

Sabía que en aquel momento no podía alejarlo de si.

Sentía los dedos masculinos en sus sienes, tirándole del pelo hacia atrás, resbalando por la nuca, perdiéndose entre sus cabellos, bajando hasta la garganta.

—Andrews…, déjame.

Ya no podía.

Quisiera decirle un montón de cosas. Miles de ellas para convencerla y disipar aquella sensación de horror que estaba impresa en las facciones femeninas, en la crispación de sus labios, en la abertura infinita de sus ojos.

Pero sabía, ¡y eso era lo peor!, que no era hombre de paciencia. Que nunca podría reconquistarla otra vez si dependía de su paciencia. Carecía de generosidad para disipar aquella horrible impresión que ella sentía.

Era un hombre.

Solo eso.

Un hombre para el amor, y para poseerla, egoísta hasta herir. Si él pudiera cambiar…; pero no era posible, y lo sabia.

—Andrews…, déjame ahora. Tengo que pensar… Ya…, ya te he comprendido. Ya sé qué quieres decir…

—¿Lo sabes? —y sus labios iban hacia ella, se aplastaban en los suyos hasta casi devorarla.

Como antes.

Como cuando eran novios y ella se turbaba hasta lo indecible.

Cerró los ojos. Sentía en su cuerpo las manos de Andrews, y en los labios, la locura de sus besos.

Quedó laxa.

Como si fueran a matarla y esperara la muerte en aquel momento…