XII

CERRÓ el ascensor y se volvió hacia ella.

Mil recuerdos guardaba la caja del ascensor para ellos.

En cualquier otro momento, Andrews la hubiera acorralado en una esquina y hubiese buscado sus labios con infinita ansiedad, y se hubiese recreado besándola y apretándola en su cuerpo.

Era fácil recordar el suspiro de Iris en sus labios.

«Basta, Andy, basta».

Ahora, nunca tenía que decírselo.

Nunca le llamaba Andy.

Y él la amaba.

Como el primer día. Más quizá, porque había mil recuerdos íntimos en común. Pero tenía miedo.

Miedo de su frigidez, de su proximidad, que era enervante y luego era nada.

Miedo del pasado que se venía sobre él. No era fácil olvidar lo que había hecho, aunque aparentemente no se recordara. Pero estaba clavado dentro. Sabía que fue él quien destruyó a la mujer. Sabía que, a partir de aquel instante, todo fue de mal en peor. Pero in mente no la culpaba de nada. La compadecía y deseaba, y despertaba en él una pasión enloquecida.

Ni siquiera aquel hijo perdido suponía una barrera.

La suponía su estado afectivo, su falta de ternura exterior.

El ascensor se detuvo.

Fue él quien sacó la llave para abrir.

Antes de hacerlo la miró un segundo. Era mucho más alto. La veía frágil y débil, bonita y exquisita a su lado.

—Estás… decidida, Iris —dijo sin preguntar.

La voz de Iris tenía un matiz vibrante.

—Sí.

Abrió la puerta.

—Pasa.

Oyeron voces.

La de Betty, atiplada. La de Jack, tranquila.

Se miraron ambos.

—Están aquí tus hermanos.

—No quiero que sepan nada.

—Tendrán que saberlo algún día.

Por lo visto, lo admitía.

Estuvo a punto de caer allí mismo.

Tenía la concreta esperanza de que Andrews no admitiese la separación.

Se agarró al marco de la puerta y cruzó el umbral, aparentemente, firme y sin titubeos.

«Ha dejado de quererme» —pensó Andrews con desesperación.

Ella pensó con desaliento:

«Ya no significo nada para él. Tendrá montones de mujeres que lo hagan feliz. Y cuántas veces me comparará con ellas».

En alta voz murmuro, al tiempo de quitarse el abrigo y colgarlo del perchero:

—No he citado a Betty… aquí. No sé por qué invaden mi casa.

Betty ya estaba allí, hablando por los codos.

—Como Mahoma no va a la montaña… Qué descastados. Con lo felices que somos nosotros viéndoos. Pasábamos por aquí Jack y yo, y nos dijimos: «Subimos a ver a los tórtolos».

—Hola, Jack —saludó Andrews amable—. Hola, Betty.

—¿De dónde venís?

Lo dijo Iris.

—De buscar a Andrews al aeropuerto. Llegó hace una hora.

Pasaron todos a la salita.

—Venimos a buscaros para comer con nosotros. Tenemos una gran fiesta. En realidad —hablaba Betty—, os digo la verdad, debiéramos estar ya en casa. Se trata de una cena fría. Una fiesta que durará hasta el amanecer.

—Lo siento… —empezó Andrews.

Pero Iris corto:

—Iremos.

Andrews la miró cegador.

Tenían una conversación a medias. Había que concluirla.

Pero no se atrevió a dejar mal a Iris.

—Qué alegría. Ponte otra ropa, Iris. Y tú, Andrews. Os gustará la fiesta. Todos somos conocidos. Estará Kim también. Ha llegado hoy. ¿No lo sabías?

Mintió con aplomo.

¡Cuántas cosas estaba aprendiendo aquellos días!

—No, por supuesto.

—Idos a vestir —cortó Jack—. Debiéramos estar ya en casa.

—Pues podéis marcharos —opinó Andrews—. Nosotros iremos luego.

—Oh, eso está muy bien —gritó, tirando de su marido, Betty—. Vamos, vamos, querido. Os esperamos dentro de una hora escasa.

—De acuerdo.

Se fueron. Quedaron solos.

Andrews se acercó al bar y extrajo dos copas y una botella.

—Te serviré algo —y bajo, con acento indefinible—: Estás pálida.

—No tomo nada ahora, Andrews —dijo sin energía—. Iré a vestirme.

Él quedó con la copa y la botella en la mano.

—Tenemos una conversación a medias. ¿No quieres continuarla?

¿Tanta prisa tenía?

¿Es que no se daba cuenta de que cada palabra pronunciada era una gota de sangre salida de su cuerpo?

Ya estaba en el umbral, agarrotando los dedos en el marco.

Por un segundo tuvo miedo de estallar en sollozos. Pero luego, haciendo uso de su poderosa voluntad, dijo serenamente:

—Tenemos tiempo. Mañana…, cuando hayamos regresado de la fiesta. No estaría bien desdeñar la invitación de Betty y Jack.

—Yo estoy dispuesto a desdeñarla. Antes somos nosotros que ellos. No me gustan las comedias.

—Por una vez…, te ruego que vayas a vestirte. No sabes cuánto sentiría… poner en evidencia mi felicidad contigo.

—Una separación la pondría definitivamente.

—También sería definitiva esa separación. Puestas las cosas en lo peor…, tanto se me daría lo que ellos pensasen.

—Está bien. A nuestro regreso, o cuando nos levantemos mañana…, la continuaremos.

—Sí.

Desapareció.

* * *

Vestía traje de noche.

Blanco, descotado, sin mangas. Cayendo en línea recta. Poniendo de manifiesto la esbeltez de su figura. Más esbelta cuanto más delgada era su figura, y desde hacía algún tiempo perdió kilos de peso.

Un hilo de perlas en torno al cuello. Dos perlas en las orejas, y la sortija de pedida en el dedo medio de la mano izquierda. En la derecha, la alianza de brillantes, muy fina.

Peinaba el cabello en un moño tras la nuca. Una pincelada en los ojos, haciéndolos más rasgados; un rouge pálido en los labios, y nada más.

Estaba de un atractivo emocional intensísimo. Sobre todo, porque había sensibilidad en sus labios y una hondura indefinible en sus ojos.

Sintió sus pasos cuando recogía la capa recamada, regalo suyo cuando se casaron.

—¿Puedo pasar, Iris?

No.

No quería que entrara en su intimidad. Desde que ocupó la habitación de los huéspedes, a raíz de su regreso del sanatorio, Andrews jamás traspasó aquel umbral ni pareció dispuesto a ello.

—Ya voy —contestó con un hilo de voz.

¿Qué le ocurría?

¿Volvía a ser la muchacha turbada de los primeros días de noviazgo? Lo era. Notaba en sí una turbación extremada y una sensibilidad que iba a delatarla si no la dominaba.

—¿No puedo pasar?

Ya estaba allí.

Vestía traje de etiqueta, camisa blanca, calzaba zapatos que brillaban intensamente. Arrogante, alto, firme, con aquella personalidad tan pronunciada, con aquella expresión más bien hermética…

Ella siempre supo lo que pensó Andrews. Lo supo hasta el momento que se casó con él…

Aquella súbita intimidad casual produjo un sin fin de encontradas sensaciones en la muchacha.

Es más: lanzó una mirada al espejo con ese fin que sienten las mujeres al final de su toilette, y no pueden ver su imagen.

Vio, en cambio, los ojos quietos, herméticos, de Andrews, fijos, inmóviles, en ella.

—Ya estoy —susurró nerviosamente—. Creo que…, que…

Nunca supo lo que iba a decir.

Apretó los labios, giró ante el espejo y quedó de frente a su marido.

—Es tarde. Nos…, nos… hemos retrasado…

—Estás muy bella —apuntó Andrews con raro acento, al tiempo de abrir la puerta.

Dolía aquel piropo convencional, pero… ¿cuánto tiempo hacía que ni siquiera le decía eso?

Cruzó el umbral. Al hacerlo, quedó un segundo tensa, pegada al costado de su marido. Como este era más alto, hubo de bajar la cabeza. Un segundo, una mirada indefinible, un movimiento de los labios, que no cuajó en sonrisa ni en palabra.

Después, ambos a la vez, salieron y se dirigieron a la puerta.

Silenciosos, se perdieron en el ascensor.

Nunca supo cómo fue.

¿El recuerdo de otras veces?

¿La belleza de ella, indescriptible? ¿El parpadeo sensibilísimo de sus ojos?… ¿El rojo de sus labios, plegados en una mueca?

No era fácil de definir.

Podía ser el instante, el reducido espacio, la luz azulosa que pendía del techo. Como quien no hace nada, él se acercó. La pegó contra la pared y su cuerpo y, así como estaba, inclinó su alta talla y buscó sus labios abiertos.

No se cerraron.

Por primera vez, no hubo miedo, ni susto, ni retraimiento.

Abiertos quedaron y abiertos besaron, correspondiendo a una súbita locura, casi impropia, del hombre.

¿Mucho tiempo?

Las manos, quietas, caídas a lo largo del cuerpo. Los labios, en los labios, agitándose. Y después, el ascensor deteniéndose.

¿Explicaciones?

No las hubo.

Se desprendió de su boca y, roja como la grana, palpitante, emocionada hasta lo infinito, dio la vuelta sobre sí misma y salió.

Lo hizo tras ella.

Mudo y absorto, delicado al tomarla del brazo, al caminar con ella hacia la calle, al abrir el auto.

Se deslizó hacia dentro.

Todo se agitaba en su ser. Desde los labios, locamente besados, hasta las manos, que cruzaban la capa recamada en el pecho.

Andrews entró en el auto y se sentó ante el volante.

Pensó que iba a decir algo.

Algo de aquello…, distinto. Era la primera vez que ambos se besaban después de casarse, y sentía la misma emoción de cuando eran novios. Un goce oculto, íntimo, que a la mujer, por pudor, le costaba admitir. Que él, por consideración a su turbación, no mencionaba.

El auto empezó a rodar.

—Será una fiesta como todas las de Betty —comentó él, como si momentos antes no sintiera un placer infinito junto a ella—. Aparatosa…, bullanguera… No me gustan, Iris.

No contestó en seguida.

Tenía miedo de que su voz delatara la profunda emoción que sentía.

—De todos modos —murmuró al rato, haciendo un ímprobo esfuerzo—, hay que ir.

—¿Vas… satisfecha?

—Voy —brevemente.

Ya no habló más.

Se diría que ambos temían mirarse y que ambos, a la vez, temían evocar aquel instante.

Cuando el auto se detuvo, oyó su voz. Una voz ronca y rara. Y lo que dijo la dejó helada.

—No bailes con hombres…

Se volvió.

Casi precipitadamente.

No hubo preguntas ni continuación a la súplica. Oprimió, friolera, la capa contra el pecho y traspasó el umbral seguida de la muda y arrogante figura de su marido.