V

«QUERIDA Kim:

Nunca escribí tanto en mi vida. Ni cuando hacíamos los ejercicios al final del Bachillerato y nos afanábamos por conseguir el diploma de fin de curso. ¿Te acuerdas? No podría contarle estas cosas a Betty. No me comprendería. Estoy segura de que si a ella le ocurre lo que me ocurrió a mí, le habría perdonado a Jack inmediatamente. La envidio. Como te envidio a ti, que sabes ser feliz.

¿Cuántos días hace que no te escribo?

Más de veinte.

Tengo poco que contar, o tengo mucho. No sé cómo tú lo juzgarás. He recibido tus dos cartas, dándome ánimos y consejos. No pienses que me pillaron de sorpresa tus consejos. En realidad, son los que me doy yo a mí misma todos los días sin ningún resultado.

Ya te referí en mi carta anterior (la que escribí hace veinte días) lo que me ocurrió aquella noche en la salita.

No sé cómo fue.

Fue, eso sí, como si marcara un punto crucial en mi vida. En mi vida matrimonial, se entiende. No me hirieron los besos de Andrews, Kim, te lo aseguro. Estás equivocada al pensarlo así.

Lo que me ocurrió fue que me dejaron inerte, asombrada de mí misma. Laxa en mi temperamento, que se metió en el puño, sojuzgado y dolido. Cerré los ojos y pensé que tanto se me daba una cosa que otra. Así fue que me quedé a su lado, y desde entonces… soy para Andrews la mujer corriente y moliente que tienen la mayoría de los hombres.

Dejé mi alcoba de los huéspedes y compartí la suya.

Sé que empieza a odiarme por mí…, ¿cómo te diré, Kim?, por mi simplicidad amorosa, por mi falta de entusiasmo, por mi frigidez, por este dejarme ir como si me llevara una corriente.

Le veo taciturno, sin reproches, pero… lleno de ellos. Queriendo decírmelos todos a borbotones, hiriéndome y maltratándome.

Es distinto este hombre al que yo amaba.

¿Tengo la culpa de pensar así? ¿O la tiene Andrews, por su actitud desconsiderada?

Yo creo que me adora, pero es hombre tan material que su adoración por mí se convierte en algo demasiado positivo e hiriente.

En este instante estoy sola. No tengo a quien contarle nada. Por eso te escribo. Mi vida se reduce a unas cuantas cosas sin sentido común. Al menos así lo pienso yo. Andrews está de viaje.

Se ha ido ayer.

¿Sabes lo que eso supone para mí?

Una liberación. Si esto me lo dicen hace dos meses, me hubiese vuelto loca de desesperación. Hoy, al contrario, verlo salir de casa con su maletín supone para mi una sosegada tranquilidad, un desahogo.

Y le quiero. ¿Comprendes eso?

Enloquecería si a Andrews le ocurriera algo. Pero… ¿no es esto muy complejo? Yo quiero a Andrews con el alma. Pese a todo: a su modo de ser, casi arrollador; a su ardor, casi inhumano; a la pasión que yo le inspiro, sigue siendo para mí el único hombre. Ya sé que no se puede vivir del espíritu. Ya sé que no es posible, con un hombre tan material como Andrews, esperar una compensación puramente espiritual.

Se ha ido a Delaware por asuntos de su empleo oficial. Quizá tarde una semana en volver. Quizá venga pasado mañana.

Yo, injusta me parece que soy, desearía que no regresase en un mes. La vida matrimonial con Andrews es como un suplicio insoportable. No debiera ser así. Si le amo, debiera sentirme complacida al verle, al sentirle a mi lado. Kim, no te rías de mí, ni vuelvas a decirme que soy demasiado espiritual y sensible. Quisiera verte en mi lugar y observar cómo, por mucho que lo pretendas, no puedes hacer, feliz a tu marido.

—Te dejo, Kim. Es como un desahogo. Si puedes venir por aquí, por favor, no dejes de hacerlo.

Un abrazo…».

* * *

Subió al descapotable azul y se lanzó calle abajo.

Tenía las manos, enguantadas, agarrotadas en el volante. Hacía frío, pero no llovía. Un frío seco, que parecía penetrar y cortar los huesos.

Apretó el botón de la calefacción y aguardó a que el auto se calentara un poco. Después, puso dirección a la casa de June.

No iba allí desde que se casó, y, cosa extraña, de repente sentía la imperiosa necesidad de que alguien le hablase de Andrews.

¿No era absurdo?

Lo era, y, sin embargo, no podía remediarlo.

Aparcó el auto en la esquina, y a pie, se dirigió a casa de su cuñada viuda. Quizá ella supiese cosas de Andrews mejor que ella misma. En realidad…, ¿qué sabía ella? Que era apasionado, ardiente, que no medía sus propios sentimientos por los de los demás, sino por sí mismo y la fuerza de su temperamento emocional. Que ella no lo hacía feliz, enteramente feliz, era obvio. Que un día cualquiera Andrews dejaría de guardar silencio y se lo diría. Que la casa donde ambos vivían, a veces, parecía hundirse, cayendo sobre sus hombros y aplastándola. Que ella le tenía terror al amor de Andrews y que, al mismo tiempo, no quería perderlo.

Pulsó el timbre.

June misma le abrió.

—¡Oh! —exclamó el verla—. Qué alegría verte por aquí, querida. Pasa, pasa.

Lo hizo.

Se quitó allí mismo el abrigo de ante marrón. Quedó enfundada en un modelo beige muy claro.

—Estás guapísima —dijo June sincera—. Un poco frágil —y de súbito, con picardía—: ¿No esperas algo?

—¿Algo?

—Bueno, lo que espera una mujer cuando se casa.

Se asustó.

¿Un hijo?

No, claro que no.

Al menos…, no lo pensó en ningún momento.

Ella era una mujer insensible para el amor. No era posible que así…

—Pasa. No me mires de ese modo tan raro, como si dijera una barbaridad.

Era una barbaridad.

Un desatino.

Pero pasó y se dejó caer pesadamente en una butaca.

—Ya sé que Andrews está ausente. Ha ido a Delaware y, de allí, a Boston.

¿Por qué lo sabía ella?

¿Por qué ella, su esposa, lo creía aún en la ciudad de Delaware y, en cambio, June…?

¿Por qué?

—¿Qué tomas? —preguntó June, ajena a sus pensamientos—. Andrews no debiera dejarte en Baltimore. Yo, en su lugar, te llevaría. Se lo dije cuando vino a despedirme.

¿Había ido a despedirse?

Si apenas se despidió de ella. Si la llamó desde el club, diciendo tan solo: «Me voy de viaje. Hazme el equipaje».

Se lo hizo.

Cuando pasó a buscarlo, dos horas después, apenas sí la besó ligeramente en la frente.

Y, en cambio, con June…

La miró en aquel instante.

Bella, joven, atractiva…, muy personal. ¿Qué locos pensamientos pasaban por su mente?

Para colmo de males, June, inocente, añadió:

—Me ha llamado ayer. Ya sabes lo que se preocupa por su sobrino. Me dijo que se iba a Delaware y a Boston en avión oficial. Que seguramente no volvería en dos semanas.

No pudo hablar.

Ni preguntar tantas cosas que llevaba en la punta de la lengua.

Lo único que deseó fue salir de allí, echar a correr, subir a su descapotable y volver a casa, tirarse de bruces en la cama y sollozar.

Ella no lo hacía feliz, es cierto. Pero…, pero… lo amaba, y le consumían los celos solo pensar que otra mujer pudiera darle lo que ella no sabía darle.

¿No sabía?

No. No podía.

Tenía como un fantasma dentro de sí, como incrustado entre los dos, y cumplía sus deberes de esposa como un autómata…

No era suficiente para Andrews. La clase de hombre que era Andrews.

Se puso en pie.

—¿Cómo? —exclamó June asombrada—. ¿Ya te vas?

—Es que me olvidé de algo que tenía que hacer. Unas compras perentorias, y me van a cerrar las tiendas.

—Oh… Yo que pensaba invitarte a merendar.

—Otro día —se excusó.

Pero no pensaba volver.

¿Era absurda? Su subconsciente así se lo indicó, pero ella sacudió la cabeza como desechando la voz interior que le advertía que su amor, incomprensible por Andrews, la hacía ciega y tonta.

—Te prometo —dijo sin convicción— que volveré otro día.

Cuando se vio en la calle, respiró fuerte.

Le dolían las sienes y los dedos, al cerrarse violentamente dentro de los guantes.