IX

«YA lo sabrás por Betty o por Jack. Se ha malogrado el hijo.

Ocurrió por una imprudencia mía, Kim, y eso nunca me lo perdonaré. Estuve muy enferma debido a ello. Me tuvieron que llevar al hospital, y allí estuve con mi desesperación casi quince días.

Ya sabrás lo ocurrido.

Fue debido a una caída de caballo.

Nos invitó un amigo de Andrews. Ingeniero electrónico, como él, y destinado al mismo departamento oficial.

Andrews me dijo:

—Iré yo solo. Tú no estás para esas cosas.

No podía permitir que se fuese solo. Cada día me consumían más los celos. De modo que el solo pensamiento de saberlo al lado de otra mujer me enloquecía silenciosamente.

Por eso, me negué en redondo.

—Si te ocurre algo…

—¿Por qué tiene que ocurrirme?

Hizo un gesto aquiescente y aquella misma tarde fui a comprar todo el equipo para hacer un buen papel en la cacería.

Ya en el auto, camino de la finca de los Hay, Andrews advirtió:

—No se te ocurra montar a caballo.

—Lo procuraré.

—Es que no puedes hacerlo.

Yo sentí una íntima rebeldía dentro de mí. Comprende, Kim. No deseaba parecer una inútil. Mil mujeres están como yo y hacen su vida normal. El hecho de que Andrews admirara a la mujer decidida (y yo sé que lo hacía) me empequeñecía y me humillaba. ¿Qué era yo, en realidad, para él? Una decepción completa. No solo en nuestra vida íntima, sino en su vida social.

No podía tolerar aquello.

Cuando llegamos y se organizó la cacería, sentí que Andrews decía a Kim Ray:

—Tu mujer es una maravillosa amazona. Y mira a la mujer de Peter… Parece una reina sobre su caballo.

No te puedo explicar lo que sentí, Kim. Yo estaba sentada como una enferma, cerca de la terraza, bajo el porche, con otras dos damas muy mayores. Sentirme joven, exuberante, un buen jinete y permanecer allí, era superior a mis fuerzas.

Hasta me pareció que cuando Andrews se acercaba a mí, me besaba el pelo y me daba unas palmaditas en el hombro, recomendándome: “No te muevas de aquí, cariño”, que me compadecía, como tantas veces lo hacía en nuestra vida matrimonial.

Sentí rabia.

Ese coraje que tú sabes siento dentro y al que no siempre puedo darle vida exterior.

Le vi alejarse y emparejar con la esposa de Ray y otra chica, a la cual no conocía. Medí su arrogancia, jinete en el pura sangre, con la mochila al hombro y la escopeta colgada de la silla.

Medí asimismo la gallardía de sus dos compañeras y sentí unos celos horribles.

Fue así que, nada más desaparecer él, pedí un caballo. Monté en él de un salto y me lancé campo traviesa, ciega de rabia y desesperación.

Sentí el grito de Andrews y el traspiés del potro al tropezar con una piedra. Y después, ya no supe nada hasta que desperté en el sanatorio.

No vi a Andrews.

Vi a Betty llorando; a Jack, serio y grave, y a June, solícita y amable.

Pregunté a gritos por Andrews.

Nadie me contestó. Sé que se miraron unos a otros y que luego guardaron un silencio profundo.

Kim querida. Ya sé que llegas la semana próxima, pero yo no puedo por menos de decirte que he llegado a casa sin mi hijo y que aún no he visto a Andrews desde entonces. Cuando exigí noticias, Betty, que no es nada discreta, me dijo al oído:

—Si él te mandó quedarte sentada, no sé por qué le desobedeciste. ¿Es que no deseabas el hijo que iba a llegar?

La miré espantada.

Loca de ansiedad.

—¿Es que Andrews… piensa eso?

Jack intervino:

—No sé lo que piensa. Sé que ha ido a Nueva York, debido a su trabajo, y no ha vuelto aún.

—¿Sabe que no llegará ese hijo?

—Por supuesto. Estuvo aquí hasta que el médico se lo participó.

Eso es todo, Kim. Estoy ya en casa, sola con los criados, y hace un mes que ocurrió aquello y dos días que he vuelto a casa.

Me parece que esta vez mi matrimonio se desbarata.

La pérdida de mi hijo supone una lenta agonía; pero, más que eso, la ausencia —voluntaria, estoy segura— de Andrews supone una muerte silenciosa y desesperada.

¿Qué va a ser de mí?

Si él no capta las razones que tuve para montar a caballo… ¿qué justificación voy a dar? ¿Poner de manifiesto mi humillación? No podré También tengo orgullo Y siento que ya no me importa nada…».

* * *

Detuvo el auto descapotable ante la casa.

Vio allí a dos metros el vehículo de Andrews.

Un mes y medio sin verlo, y al entrar en casa iba a encontrarse con él.

Atravesó la calle y llegó al ascensor. Penetró en él.

Apretó las dos manos en el pecho.

Estaba más bella que nunca Quizá la madurez de sus ojos, el pliegue sensible de sus labios, la esbeltez de su figura.

Pero ella no se miraba. Nunca, desde hacía mes y medio, se miraba a sí misma. Vivía pendiente del teléfono, del ruido de la puerta, de las noticias que pudiera conseguir aquí y allá de su marido.

Nunca nadie decía nada.

Ni siquiera se atrevía a pedir informes al departamento oficial, donde, estaba segura, iban a darle noticias concretas.

¿Su trabajo?

Nunca estuvo ausente tanto tiempo durante su noviazgo. ¿Por qué buscaba pretextos?

Introdujo la llave en la cerradura y entró.

Vio su abrigo de entretiempo colgado en el perchero y el flexible azul oscuro. Y llegó a sus narices el olor característico de su tabaco y su loción.

La doncella se lo dijo cuando ella colgaba su abrigo de ante azul marino.

—Ha llegado el señor.

—Ah.

Solo eso.

Avanzó como un autómata, linda, esbelta, sobre los altos tacones.

Lo vio sentado al fondo de la salita, con la prensa del día ante los ojos.

Pero al sentir la puerta, retiró el periódico y se puso en pie.

—Buenas tardes, Iris —su voz carecía de matices.

—Ya has… vuelto.

—Sí.

—¿Por… mucho tiempo?

Como si jamás entre ambos existiese una ternura o una intimidad. Ella la sentía como nunca, pero Andrews parecía ausente y ajeno a todo.

A su ausencia de mes y medio, a lo ocurrido en la cacería y a la angustia, lógica sin duda, que ella tenia que experimentar.

—No sé cuánto —se sentó de nuevo en el sofá, sin un beso, sin una caricia, como si entre ellos no hubiera miles y miles de cosas que decirse. Agrias, unas; reprobadoras, otras; amorosas, las más.

¿O es que Andrews la culpaba de algo?

Hasta aquel instante no cayó en la cuenta de que era así. De súbito experimento en sí, dentro, como un grito agónico, la inquietud de que él pensara que no deseaba aquel hijo.

Adelantó unos pasos.

Creyó que Andrews iba a decir algo, porque abrió la boca, la cerró de nuevo y se enfrascó en la lectura.

No se quedó allí.

De hacerlo, estallaría en sollozos, y la humillación de que él la viera llorar era superior a todo.

Salió y se cerró en su alcoba. Pensó muy fugazmente, porque ya lo iba conociendo, que pasaría por su alcoba. La que ambos compartían. La que sabía de tantas cosas íntimas, placenteras y amargas a la vez.

Se sentó ante el tocador como un autómata, y de súbito no pudo resistir la tentación de hablar. Hablar con lágrimas o sin ellas, pero arrancar de la mente masculina la verdad de cuanto sentía y le reprochaba.

Recostó la figura en el umbral, pero no se quedó inmóvil. Avanzó y cerró.

—Andrews…

—Sí.

Una expresión ausente aparecía en sus ojos al apartarse el periódico.

—Hace… mucho tiempo que te fuiste.

—Así es.

¿Había interrogante en sus ojos? Ni eso.

Una inmovilidad absoluta.

Ella, que creyó conocerlo tanto, y de súbito se daba cuenta de que no lo conocía nada.

—¿No tenemos nada que decirnos, Andrews?

La humillaba tener que abordarlo ella; por eso su voz tenía como un tono sibilante. Jamás creyó que en el rostro de su marido se plasmara tal indiferencia.

—¿Decirnos?

—Sí.

—No lo creo —y con vaguedad—: ¿Acaso tú…?

—¿Yo?

—Sí. Eso te pregunto. ¿Tienes tú algo que decir?

Se mordió los labios.

—Andrews —arrancó de súbito con decisión—, ¿de qué me culpas?

Andrews soltó el periódico.

Cayó al suelo. Hizo ruido al pisarlo.

—¿Es preciso que hablemos de eso?

—Creo que sí —le temblaba la voz—. Creo que sí, porque… yo… no me culpo de nada.

—Ah.

—¿Tienes algo que objetar respecto a mi modo de pensar?

—¿Importaría mucho?

—¿A ti…, no?

Fue lo más doloroso. Oírle decir aquello con tanta firmeza.

—A mí, no. No me interesa en absoluto cuanto tú tengas que decir.

Era cruel.

Despiadado.

—Entonces… —aún pudo balbucir.

—Ya sé que tengo mucha culpa de cosas que han ocurrido, pero no de todo. Mi amor por ti me disculpa. Mi temperamento emocional, mi pasión por todas las cosas que amo.

—Me culpas de algo que yo no puedo remediar.

—No —cortó—. Así…, ya te soportaba.

Lo dijo y se mordió los labios, como si no quisiera ofenderla, y al hacerlo, se sintió menguado.

Pero luego dio dos vueltas por la estancia.

La voz de Iris tenía una rara entonación ahogada, bronca.

—Me soportabas, Andrews —susurró—. Soportar tan solo… Sentiste piedad. Piedad, que es lo que condeno, sobre todo y ante todo, entre un hombre y una mujer a quienes une, o debe unir, un lazo amoroso.

—Perdona. Fue… un decir.

—Un decir que queda clavado dentro. Y nuestro hijo…

Fue como si estallara un impacto.

Alzó la mano. Algo se estremeció en ella, como una ira contenida o una rabia difícil de aplacar.

—Te prohíbo… que toques ese tema.

Y sin que ella pudiera responder, salió de la salita, y momentos después, ella oyó el ruido de la puerta de la calle al cerrarse.

Se dejó caer en el borde de un sillón. Esperó allí con las manos tensas, apretándose las sienes.

Empezaron a correr las horas.

Carl preguntó desde fuera si deseaba comer.

—No —su voz sonaba hueca—. No…

Y, paso a paso, se fue al cuarto de los huéspedes. Creyó que iría a reclamarla.

No fue así.

Transcurrió un mes. Lo veía por la mañana y por la tarde. Se iba de viaje y volvía correcto. Cortés, más amable a veces, pero… tan lejos de ella que, humillada, herida en lo más vivo, tomó una determinación…