II
OYÓ sus pasos.
Lentos y firmes.
No parecía haber cedido un ápice de su tremenda y anuladora personalidad.
Lo conocía lo suficiente para saber cuánto sentía y cuántas rebeldías no estarían batallando en su ser, pero, aparentemente, resultaba un hombre anulador por su momentánea indiferencia a cuantas inquietudes pudieran invadirla a ella.
Iris se puso rápidamente en pie y escondió la carta.
Después, buscó un cigarrillo y lo encendió en los labios.
Inmediatamente después, oyó los golpes en la puerta.
—Pasa.
Andrews pasó.
Vestía de gris. Firme, seguro de sí mismo, aunque en los grises ojos, que parecían metálicos en aquel instante, se desdibujaba una sombra de íntima rebeldía.
—Son las dos —dijo, entrando y cerrando de nuevo—. Vengo a buscarte para bajar al comedor.
—Estaba… terminando de arreglarme.
Andrews miró en torno. Después, sus ojos cayeron sobre ella. Vestía el mismo modelo gris, pero sin abrigo. Este parecía descansar en el respaldo de una silla.
—Te habrás aburrido mucho aquí sola toda la mañana.
—No.
—¿No te… aburriste?
—Nunca estoy sola.
—Mejor hubiera sido que lo estuvieses, a estar acompañada por negros pensamientos.
—Andrews…
—No —cortó él con amabilidad—. No voy a enjuiciar tus reacciones.
—Yo opino que debiéramos aclarar este asunto.
Lo vio erguirse.
Para caer después, como desplomado, en una butaca.
—¿Aún tiene más aclaración? —preguntó roncamente.
Sintió una profunda pena.
La pena de no poder decirle que sí, y la pena de ver su profundo abatimiento.
Se acercó al respaldo de la butaca que él ocupaba y apoyó la mano en el respaldo.
—Andrews…, no esperaba de ti una tirantez así… Esperaba tu comprensión.
Alzó la cabeza.
Fue como un trallazo su mirada rutilante.
Alargó los dedos y estos cayeron en el brazo femenino. Iris nunca supo lo que hizo. Lo que sí supo fue que se encontró sentada en sus rodillas, recibiendo los besos locos de Andrews…
Sintió horror.
De tal modo y con tanta intensidad, que sus labios se llenaron de las lágrimas que se deslizaban de sus pupilas.
Andrews, que la besaba, la soltó como si quemara, y la joven retrocedió tambaleante hasta apoyar la cabeza en el frío cristal del ventanal.
—Iris —gritó Andrews con acento desgarrado—, nunca pensé… que te produjera esa aversión —y después, como si no comprendiera la actitud femenina, añadió reconcentradamente—: De haberla conocido…, no me hubiese casado.
No contestó.
De hacerlo, tendría que sollozar desesperadamente.
—Iris…
—Perdonan e…
—Tanto…, tanto… horror te produzco.
Estaba a su lado.
Iris no se movió.
Tenía las dos manos sujetando las sienes, y apretaba la frente más y más contra el frío cristal, como si pretendiera partirlo en dos, meter la cabeza por él y morirse allí mismo asfixiada.
—Iris…, perdóname.
Giró sobre sí.
Iris sintió sus pasos.
—No te vayas, Andy.
—Y me llamas Andy, como antes.
—Para mí…, sigues siendo el mismo.
—¿El mismo? ¿Lo crees así?
—Es que es así. Lo que no puedo…, no puedo… —estaba vuelta hacia él. Tenía las dos manos a lo largo de la cintura, apretadas una contra otra—. No puedo, Andy. Perdóname. Ten un poco de paciencia.
Él suavizó su rudo semblante.
—Sí —dijo al rato—, sí. Vamos a comer, Iris. Perdóname tú a mí. Soy hombre…; no puedo comprender ciertas reacciones. Por muy comprensible que sea…, te aseguro que ño soy capaz de asimilar tu modo extraño de ser.
Él mismo cogió el abrigo y él mismo fue a ponérselo por los hombros.
Lo hacia con cuidado, con mucha ternura.
—Deja que te vaya comprendiendo, Iris —dijo, sujetándola por los hombros y hablando en su garganta—. Por favor…, no tomes a mal mis reacciones. Son las de un hombre que no se resigna a la soledad teniendo compañía. Una compañía como la tuya. Debí comprender desde un principio. Estuve loco.
—Pero mañana, cuando te acerques a mí y yo… no pueda admitirte, volverás a enloquecer.
Lo sabía.
Como ella lo sabía también.
—Vamos, Iris. Tengo apetito. Mañana regresaremos a casa. ¿Quieres? Quizá allí…
—Sí —admitió sin convicción, caminando junto a él—. Quizá allí…
* * *
No lo esperaba.
Estaba dispuesta para acostarse cuando sintió sus pasos.
Venían del vestíbulo. Primero oyó el zumbido del ascensor. Y después, sus pasos recios avanzar sin vacilación.
Hacía más de una hora que subió del comedor. Debían ser, por lo menos, las doce de la noche.
Ella vestía pijama azul celeste y una bata blanca atada a la cintura. Estaba descalza.
Tenía el cabello sujeto con una goma tras la nuca, formando una cola de caballo, baja, tapando las orejas.
Sin pintura en los labios, sin cosmética en el rostro, con aquella sencillez suya tan juvenil, resultaba encantadora. Como una colegiala ingenua, que se asusta ante un visitante curioso.
—¿Puedo pasar, Iris?
Estuvo a punto de gritar: «No, no».
Pero se encontró diciendo:
—Pasa…
Se abrió la puerta y Andrews, vestido de gris, alto y arrogante, se deslizó dentro, cerrando de nuevo.
—Hace un frío.
Se volvió a ella al hablar. Quedó mudo.
Nunca, jamás, vio a Iris en su intimidad.
Verla así…, producía miles de encontradas sensaciones inexplicables.
«Como una tonta —pensó ella—, me ruborizo hasta la raíz del cabello».
Tanto, que no supo dónde meter las manos ni cómo avanzar por la alcoba, hablando sin cesar, como si pretendiera disipar la emoción que veía en las pupilas de su marido.
—Ya lo creo que hace frío… ¿Has salido? Me da la sensación de que Trenton de noche es triste. ¿O me equivoco? Claro que este hotel seguramente tendrá sala de juego. ¿No te gusta jugar? —calló aturdida. La mirada de Andrews se deslizaba desde su cola de caballo hasta los pies desnudos.
Ya no pudo hablar más.
Quedóse firme, quieta, como si la clavaran en el suelo.
Andrews, tras un silencio que parecía eternizarse, dijo, después, como un absurdo colegial.
—Estás descalza. Vas a pillar frío.
—Te aseguro… que no —enrojeció—. Es mi costumbre.
—La ignoraba —y riendo, como si disipara el apasionamiento que verla así le producía—: ¿Es tu costumbre, dices? ¿Y cuáles más tienes?
—Tantas.
—¿Sí? ¿Como cuáles?
—Me gusta rezar antes de acostarme. Y me lavo los dientes haciendo ruido. Y…
Se echó a reír nerviosamente.
Andrews preguntó, cortando su risa nerviosa:
—¿Puedo sentarme un rato? Yo también tengo costumbres que tú desconoces. Me gusta fumar un cigarrillo antes de acostarme, pero en compañía de otra persona. En casa —añadió riendo— lo hago con mi criado. ¿No conoces a Carl? Tiene patillas blancas y parece un mayordomo de casa grande.
—Le he visto en dos ocasiones —dijo Iris más tranquilizada, al tiempo de sentarse en el borde del lecho y hundir los pies desnudos en la peluda moqueta—. Es un criado reverencioso.
—A su lado fumo yo el último cigarro y hablo por los codos. Tengo esa mala costumbre.
—No es una mala costumbre.
—Tengo otras —dijo, como mofándose de la situación, pero sin darse cuenta él mismo de que era así—. Tiro los zapatos sin mirar dónde caen. Hacen un ruido tremendo. Dejo la ropa arrugada por las esquinas y ando siempre buscando mis zapatillas y mi batín, porque nunca sé dónde los dejo.
—Son… cosas naturales.
Hablaban por hablar.
¿Qué pretendían disipar? La impresión que ambos, por distintas causas, sentían en lo más obtuso de su ser.
De repente, él preguntó:
—¿A qué hora quieres salir mañana?
—A la que tú digas.
—Yo siempre estoy a tu disposición.
—Eres muy amable.
No lo era.
Estaba excitadísima, y, sin embargo, por ella, por lo mucho que la quería y por lo mucho que sabía que sentía, aparentaba una despreocupación que no podía sentir ante su propia esposa.
—Lo peor —dijo, expeliendo una acre bocanada— es que te dejaré un olor infernal en tu alcoba —y como al descuido—. Si quieres cambiar con la mía…
—No…, gracias. Me gusta…, me gusta —le temblaba un poco la voz—, me gusta el olor del tabaco.
No contestó.
Andrews expelió de nuevo otra bocanada, dejando sus facciones casi difuminadas entre las espirales que ascendían.
—En casa, allá en Baltimore, tendrás que estar sola bastantes días…
—Ya.
—Voy a sentir tener que dejarte, Iris. Una semana, dos… Los que pertenecemos a un departamento oficial, nunca somos muy dueños de nuestra persona.
—Lo sé.
—June, mi cuñada, podrá hacerte mucha compañía.
—No… será preciso. Siempre tendré qué hacer.
—Te gusta mucho el hogar, ¿verdad?
—Sí.
Miró en torno.
—Oh —exclamó de súbito—, es tarde. Te estoy quitando de dormir —y luego, con naturalidad—: ¿Por qué no te acuestas?
Estaba loco.
O era un despreocupado, y ella sabía… que no lo era.
—Luego lo haré —dijo con un hilo de voz.
Andrews caminaba ya por la alcoba buscando un cenicero. Tenía una mano metida en el fondo del bolsillo del pantalón, arremangando algo la chaqueta. La otra aplastaba el cigarrillo en el cenicero que, al fin, encontró.
Nada más aplastarlo se volvió en redondo y, riendo, exclamó:
—Ya te dejo, Iris. Buenas… noches.
—Bue…, buenas…
Lo tenía ante ella. Con naturalidad, como si no hiciera nada, sacó una mano del bolsillo y la puso en el cabello femenino.
—Brilla más —dijo sonriendo.
No contestó.
No podía.
Le daba no sé qué mirarlo a los ojos, verse en ellos, y más le daba aún retirar la mano que, como al descuido, resbalaba por su pelo hasta el hombro.
Quedó como encogida.
Era más peligroso así.
Si se enfureciera…
Pero no. ¿Qué pensaba? ¿Qué pretendía?
No retiró los dedos.
Hizo presión en el hombro femenino y luego se inclinó mucho hacia ella, casi hasta meter la cabeza bajo la suya.
—Que descanses, Iris —susurró.
—Gra…, gracias.
—Estás… temblando.
—Te aseguro…
Fue así.
A lo simple, como si no dijera o hiciera nada, como buscó con su boca los labios femeninos.
Hubo como un temblor en Iris. Después, él —apenas un segundo besándola— la soltó y giró con fuerza hacia la puerta de comunicación.
Pensó que iba a darle otra vez las buenas noches, pero avanzó con rapidez y se perdió en su alcoba, cerrando con seco golpe.
Iris se tiró hacia atrás.
Llevó los dedos a los labios y se quedó inmóvil, rígida, con una rara palpitación en las sienes.