III
EL auto corría.
Andrews, sentado ante el volante, parecía de nuevo mudo y ausente. Tenía las mandíbulas apretadas y una rara raya en la boca.
Un pitillo se consumía solo en la comisura de aquella boca. Iris, a su lado, muda, se preguntaba qué le pasaría de nuevo. Era un hombre diferente. Antes lo decía todo y, a la sazón, tenía reacciones bruscas y luego silencios interminables.
—Podemos comer en un motel. ¿Quieres pasar la noche por el camino? Yo puedo presentarme mañana a primera hora. Aún disponemos de una noche.
No esperaba oír su voz. Por eso se sobresaltó.
—Prefiero… volver.
—Nunca pasaste una noche en un motel —observó Andrews con raro acento—. Es… diferente. Emocionante incluso.
Lo suponía.
La intimidad en un motel tendría que ser mucha, y ella no la deseaba.
Quisiera poder desearla, anhelarla a ser posible. Pero no la anhelaba ni la deseaba. Únicamente la temía.
—Llegaremos temprano —dijo después, como olvidando su proposición—. Tenemos tiempo de visitar a toda la familia.
¿Qué pretendía?
¿Dilatar la soledad en el piso acogedor?
¿O disipar aquella nube que existía y dar el espectáculo de su desastre matrimonial?
—Iris.
Aquella voz distinta, que no esperaba, produjo en ella un sobresalto. Se volvió a medias y tropezó con la mirada gris.
Breve, pero firme, y hasta brillante, como cuando eran novios y se comprendían, y ella se turbaba tanto ante el apasionado amor de Andrews.
—Sí. Di…
—Estoy pensando.
Aguardó a que explicara sus pensamientos.
El auto corría por la autopista. Hacía frío, e Iris, maquinalmente, levantó el cristal de la ventanilla, cerrándola.
—Tienes frío —dijo él suavemente.
Y sus dedos se deslizaban hacia el regazo, donde ella cruzaba las manos enguantadas.
Fue a lo tonto, como si no se dieran cuenta. Le fue quitando los guantes con una sola mano, mientras con la otra sujetaba el volante.
Hablaba al mismo tiempo, como si no diera importancia a lo que hacía y no se percatara de la forma que la estaba conturbando.
—Estaba pensando en nosotros dos. Ya sé que es una tontería. Desde hace mucho tiempo no dejo de pensar en eso. ¿Tú no piensas en nuestra anómala situación? —no esperó respuesta. Riendo, añadió—: Soy un necio. Lo fui al dudar de ti.
No pudo más.
Sus manos estaban desprovistas de los guantes y cerradas bajo el poder de los dedos cálidos, que oprimían de una forma intensísima.
—¿Es… preciso hablar de eso? —preguntó con un hilo de voz.
—¿No lo es? —la miró brevemente—. ¿No lo es?
—Yo creo…
—Lo es —cortó—. Debe serlo. Debemos mirar al futuro de frente. No escurriendo el hombro y desviando los ojos. Hay algo profundo en todo esto. Yo hice mal, pero tú…, eres una mujer muy humana y tienes que darte cuenta…
—Te disculpo, Andy —dijo quedamente, como si fuera a faltarle el aire para respirar.
—Pero no lo olvidas.
Se mordió los labios.
¿Podía?
Ella quisiera, pero no iba a ser posible.
—Lo…, lo… intento.
Soltó los dedos femeninos y agarrotó la mano en el volante. Tenía las mandíbulas tensas.
Su voz parecía un silbido.
—Tengo que confesarte algo, Iris.
—¿Algo… de los dos?
—De mí —y rotundo—: No puedo.
Iris se estremeció de pies a cabeza.
Quisiera gritar en aquel instante. Pedir auxilio. Que él comprendiera su dolor y no la enjuiciara.
Pero Andrews, roncamente, volvió a decir:
—Lo intento. No pienses que no lo intento. Sé el daño que te hice y me pongo en tu lugar, aunque no es nada fácil. Al fin y al cabo, soy un hombre, y mido las cosas desde una dimensión menos… ensoñadora.
—¿Supones que yo…?
—Estás temblando. No temas. Nunca, contigo, cometeré un atropello. Pero tengo el deber de decirte que no soy capaz, al menos pienso que no lo seré, de serte fiel.
Quedó inclinada hacia adelante.
Tal fue el asombro, la amargura que experimentó.
—No digo esto para presionarte —añadió, como si de súbito cobrara su ser humanidad casi aplastante y ofensiva, por ser tan humana—. Tengo el deber de advertirte. Voy a luchar con todas mis fuerzas, pero no olvides nunca… que no soy un tipo romántico, que mido las cosas desde mi hombría, y eso… es peligroso.
—Tanto me ofende tu decir…
La miró de nuevo.
Su mano, grande y firme, cayó otra vez sobre los dedos temblorosos.
—Perdóname —dijo cierta oculta fiereza—. Quisiera tener tanta paciencia como un santo. Pero da la lamentable casualidad de que no soy santo ni héroe; solo soy un hombre.
¿Contestar?
¿Qué podía decir?
¿Llorar allí su desolación espiritual?
El solo pensamiento de que él la engañara con otra mujer la enloquecía.
Rescató sus manos.
Creyó que Andrews se las buscaría de nuevo, pero ni las buscó ni hizo alusión alguna a lo que acababa de decir. En cambio, murmuró:
—Nos quedaremos aquí a comer. Luego, descansados, seguiremos rumbo a la ciudad. De esa forma, evitaremos llegar temprano y vernos rodeados de familiares.
* * *
«Ya te lo conté todo, querida Kim. Eso ocurrió al regreso a Baltimore.
Creí que durante la comida volvería a tocar el asunto, pero nuevamente me equivoqué con Andrews.
No era un hombre paciente, me di cuenta. Era un egoísta enamorado. Yo me pregunté, comiendo en silencio, mirándolo de vez en cuando, si podría ir por el camino que él deseaba.
Tú dirás: “Puedes”. Pero yo te digo que no voy a poder. ¡Qué más quisiera yo! No me casé para hacer una comedia de mi matrimonio. Me casé para ser feliz, para que él me ayudara a disipar aquella horrible visión. Busqué en el matrimonio un desahogo espiritual. Y me encuentro ahora con que Andrews es un desconocido para mí. No es el novio apasionante que conocí en una estación de ferrocarril. Ni el que luego me llevaba a su piso con cualquier pretexto para besarme. Ni el que buscaba el salón donde estaban expuestos los regalos para estar turbadoramente solo conmigo.
Este hombre, nuevo para mí, exponía sus pensamientos con sinceridad, sin darse cuenta, quizás, del daño que me hacía.
No voy a entrar en detalles. Estoy en mi piso. Son las siete de la tarde y estoy sola. Betty se enteró de nuestro regreso y vino corriendo. Acababa de irse Andrews, y no sabes cuánto me alegré de que no estuviera presente en la primera entrevista. Pero no voy a empezar por ahí. Prefiero referirte primero nuestra salida de aquel parador turístico, donde comimos, y el resto del viaje casi en silencio.
Llegamos a casa a las diez de la noche. Estoy segura que se detuvo tantas veces solo para evitar a la familia, que, de saber nuestra llegada, hubieran pasado a recibirnos.
Nos recibió Carl. Vi dos caras nuevas, a las cuales Carl me presentó como la cocinera y la doncella.
Yo siempre pensé que sería Melania la que vendría a ocuparse de mi casa. Pero no me atreví ni a mencionarlo.
En otra ocasión cualquiera lo hubiese hecho. En aquel instante, me parecía improcedente.
—Esa es la cocinera —me dijo Carl respetuosamente, inclinándose mucho ante mí—. Se llama Leli —la saludé con una sonrisa pálida—. Esta es la doncella, y se llama Etel.
También la saludé sin palabras. Te aseguro, Kim, que en aquel instante no sería capaz de pronunciar ninguna.
Sentía a Andrews, rígido, tras de mí. Oía su respiración acompasada y casi el palpitar de su corazón.
Después, su voz ronca y firme produjo en mí un sobresalto.
—Sírvanos la comida en el saloncito —ordenó, al tiempo de agarrarme por el brazo y, suavemente, llevarme a su lado.
—Al instante, señor —oí la voz un poco atiplada de Carl.
Después, me vi sola con él en el saloncito mencionado.
—Querrás darte un baño —me dijo.
Yo lo estaba deseando. No tanto por el polvo del camino adherido a mis ropas y mi piel, sino por la ansiedad que tenía de verme sola, de sentir el agua helada en mi cuerpo y sentir a la par un descanso, que bien necesitaba más mi espíritu que mi piel.
—Prefiero hacerlo antes de comer.
—No voy a salir —dijo amablemente—. Por tanto, me pondré cómodo después de un baño.
Me miró. Su mirada afable, pero en el fondo rebelde y furiosa, producía en mí, como siempre desde el momento que me vi sola con él en el hotel de Trenton, casi un escalofrío.
—Dispones de una alcoba para ti sola, si es que no quieres compartir la mía.
Era así.
Ahora ya iba dándome cuenta. Se presentaba como un hombre distinto. Apasionado en sus mismos silencios. Humano hasta parecer cruel.
¿Qué podía decir yo?
No dije nada.
Debía tener los ojos muy abiertos e inexpresivos, porque él añadió con bronco acento:
—Disponemos de una alcoba para los huéspedes. Si es que lo deseas, puedo ocuparla yo.
No quería.
Prefería ocuparla yo y que él siguiese en la suya de siempre.
—No te molestes —dije todo lo serena que pude, pero te aseguro, Kim, que estaba destrozada y, sobre todo, turbadísima—. Prefiero hacerla mía de momento.
Dio la vuelta bruscamente y se fue sin responder.
Debió arrepentirse inmediatamente, porque se volvió desde el umbral.
—Sal al pasillo y busca la puerta del fondo. Allí está la alcoba de los huéspedes.
No quería que se fuese así.
Prefería justificar mi actitud.
Pero él, presintiéndolo, pienso yo, salló inmediatamente, como si desdeñara mi justificación.
Busqué la alcoba de los huéspedes. Era espaciosa y bonita. Le faltaban algunos detalles, pero preferí hacerlo con calma a precipitarme en darle un sello personal. Claro que en aquel momento dejé de pensar en los detalles que faltaban para deshacer mi equipaje.
La doncella llamó a la puerta, preguntándome si la necesitaba para algo.
Ya sabes cómo soy, Kim querida. Prefiero hacer yo mis cosas a dejarlas en manos ajenas. Abrí la puerta, pero la despedí con una frase amable.
Me dediqué durante más de veinte minutos a poner todo en su sitio. Metí la ropa en los armarios. Recogí las maletas, y después, casi sudando debido al esfuerzo, tomé una bata de felpa y me cerré en el baño.
Pensaba ponerme después un vestido sencillo para cenar junto a Andrews en la salita. Nunca me sentí tan turbada ni tan empequeñecida ante la personalidad de Andrews, pero como hombre…, como marido…, ¡me asustaba tanto!
Seguramente me estás censurando, pero yo te aseguro que no exagero las cosas. Todo estaba dentro de mí como una llaga. Cuanto hacía para disiparla, cuanto fracasaba. Seguramente estuve en el baño más de lo debido, porque cuando salí, envuelta en la felpa, descalza, el cabello suelto aún y húmeda, pegándoseme la bata al cuerpo desnudo, sentí dos golpes en la puerta.
—¿Quién… es?
¡Kim querida! ¡Me sentí tan intimidada! La voz de Andrews tenía un matiz firme, seguro de sí mismo.
—Soy yo.
¿Qué hacer?
Busqué dónde esconderme.
No pude.
Apreté la bata contra el cuerpo y dije con un hilo de voz:
—Pa… pasa.
Era como un titubeo. O como un balbuceo infantil.
Pasó sin mirarme y cerró tras de sí antes de volverse.
Vestía un pantalón gris y una camisa blanca, arremangada hasta el codo, sin corbata. Calzaba chinelas de piel marrón.
No sé cómo pude ver todo eso, porque él, al mirarme, se detuvo en seco. Sentía sus ojos deslizarse por todo mi cuerpo, y como una herida en cada parte de aquel debido al brillo especial de sus ojos.
Fue un segundo, porque luego emitió una risita, comentando:
—¿Vas así… a comer?
—No —dije casi con ira—, no… Voy… a vestirme.
Se acercó a mí.
¡Me dio más vergüenza que nunca sus besos!
Mañana te seguiré escribiendo. Ahora siento el llavín dar vueltas en la cerradura. Son las nueve de la noche. Llevo dos horas sentada en esta salita, con el cuaderno sobre las rodillas, departiendo contigo. Adiós, Kim. Compadéceme un poco y no me censures nada».
* * *
«No era Andrews. Era Carl. Esperé inútilmente que entrara en la salita, y entonces salí. Me encontré con Carl, que sonreía suavemente, mostrándome un paquete.
—Fui de compras —me dijo.
Regresé a la salita, y sigo contándote lo que ocurrió ayer.
Yo deseaba que saliera, que no me perturbara con su mirada ni con su proximidad, pero no era posible. Me puso una mano en el hombro como si no hiciera nada, y aquella mano resbaló por la espalda hasta mi cintura.
Sentí la sensación de que iba a morirme. En otro momento cualquiera aquello me hubiese conturbado, pero a la vez complacido. En aquel momento, experimenté como una sacudida de desesperación.
Era eso. La desesperación de que Andrews fuese mi marido; yo le amase tanto, y no pudiese estar a su lado tal como él quería y yo hubiese deseado.
Pero si bien todo mi ser le repudiaba, mi ser físico, entendámonos, apreté los labios y no me aparté.
El temor a que él buscara otra mujer. La pena que me daba de mí misma y del propio Andrews, y que quizás, subconscientemente, iba olvidando. No sé. Lo que sí sé es que me apreté así, como estaba, contra su costado. Le miré. Él rió y buscó mis labios. Kim…, ¿estoy loca? ¿Seré una histérica absurda?
Supongo yo que todas las histéricas son absurdas. Lo cierto es que quedé rígida en sus brazos, y que sus labios en los míos me producen dolor en vez de goce. Y que, después, él me soltó y me miró con desesperación.
—Eres como una piedra —dijo—. Nunca pensé… Nunca.
Iba a justificarme.
Tenía un nudo en la garganta y unas ganas locas de llorar a gritos. Quisiera poder decir que no era una piedra, que espiritualmente no lo era, que quizá físicamente lo fuese, aún dominada por aquel recuerdo.
Pero no dije nada.
Fui retrocediendo hasta pegar la espalda a la pared, y como una niña turbada y tonta, me quedé así, muda, inmóvil.
Él me miró de una forma rara, y después, súbitamente, giró y se dirigió a la puerta. Cuando, ya vestida, me reuní con él, me miró apenas. Comimos en silencio. No oí el sonido de su voz durante la comida, y al despedirnos, una hora después, dijo únicamente:
—Buenas noches.
Quise retenerle.
Pedirle paciencia para mí. Suplicar perdón por cuanto le hacía sufrir, olvidando incluso mi sufrimiento. ¿No era cruel su actitud? Yo no sentía repulsa por nada. Era algo que vivía en mi, que me producía terror. Por mucho que le quisiera, y le quería, y le quiero, y le querré siempre, no soy capaz, de momento, de admitirlo en mi vida íntima.
No le vi al día siguiente. Se fue a la oficina y no regresó a comer. Etel, la doncella, me dijo que el señor llamó, advirtiendo que no regresaría hasta la noche. Esta noche. Ya son las nueve y media.
También te contaba al principio la visita de Betty. ¡Pobre Betty! Decía que iba a enviarme a Melania, que yo no sabía nada de un hogar… Discutimos mucho por lo de Melania. Yo sabía que a Andrews no le agradaba tener a Melania en su casa, pero no podía decírselo a Betty.
Después, menos mal, empezó a hablarme de conejos disecados. Dijo que le entusiasmaban. Me imagino el sótano de nuestra casa lleno de conejos disecados. Yo le dije que no me agradaban en absoluto y que prefería que coleccionara discos de ídolos. Betty se echó a reír. Es tan buena, pero tan superficial, que no fue capaz de notar mi tristeza, allí, bailando en el fondo de mis ojos.
Ya no tengo nada más que contarte por el momento, Kim. Nunca te escribí tanto. Son cerca de las diez y Andrews marchó de casa a las siete de la mañana. Antes, cuando éramos novios, siempre tenía tiempo para verme. A la hora de comer, a las seis de la tarde.
¿Dónde está metido?
¿Con otra mujer?
Me estremece solo el pensarlo. Soy celosa. Me siento sola y llena de amargura. Quisiera ser diferente, quisiera olvidar, ser para Andrews lo que él pretende que sea…, pero no puedo.
Te dejo, Kim. Escríbeme tú; dime cosas. De ti, de tu matrimonio, de lo que te parece cuanto te refiero…
Un abrazo, Kim. Muy fuerte, muy fuerte. Y reza algo por mí».