CAPÍTULO PRIMERO

«QUERIDÍSIMA Kim:

Prometí escribirte, y aunque imagino que no esperarás carta mía tan pronto, aquí me tienes contándote algunas cosas de mi triste vida.

Nos separamos ayer en casa de Betty. Digo la casa de Betty porque… no me pertenece en absoluto. No creas que esto me duele. Yo tengo mi propia casa, en la cual, feliz o desgraciada, seré la dueña.

No sé por qué te digo esto.

Quizá para evadirme de confidencias más íntimas, a las cuales, quiera o no, tendré que llegar antes de firmar esta misiva.

Estoy aún en el hotel de Trenton. Fue un viaje corto y sin emociones. Uno de esos viajes que se hacen alguna vez que no te ilusionan en absoluto. Todo esto tú lo sabías, ¿no es cierto? Cuando nos despedimos intuiste ya lo que yo sentía, lo que pensaba, cómo iba a reaccionar.

He descansado en una alcoba cómoda, confortable. Al menos, me tendí en la cama y sentí todas las horas del reloj. Sentía también los pasos de Andrews cruzar la alcoba contigua de parte a parte, una y otra vez, hasta el amanecer. ¡Fue horrible! Como una agonía.

Quisiera tener valor y descorrer esa puerta, y precipitarme junto a Andrews, y decirle un montón de cosas.

Cosas que me salieran de dentro. Que fueran el vivo exponente de mis sentimientos. Pero… si no tengo sentimientos para Andrews por mucho que yo quiera buscarlos en mí misma, ¿cómo voy a dar el salto, que sería tanto como tirarme desde un precipicio a las abismales profundidades de una cañada envenenada?

Debo ser sincera conmigo misma. Y más aún con Andrews. No quisiera sentir como siento. Quisiera ser libre de todas esas pesadillas y correr a su lado y decirle al oído que olvide.

Pero no es posible.

Estoy sola en el hotel.

Son las siete de la tarde. Veo llover. Las calles de Trenton tienen como una negrura desusada. Están húmedas y las casas se juntan amenazantes. Claro que esto es absurdo. Lo sé. Solo me lo parece a mí.

Me levanté muy tarde.

Sentí a Andrews en la salita que parte nuestra suite particular. Solo tenemos dos días, pues pasado mañana finaliza el permiso de Andrews y volveremos a casa. Es decir, iremos a nuestro piso. ¿No es absurdo? Hace solo quince días yo era la mujer más feliz del mundo. Me ilusionaba aquel piso puesto con tanto amor. Aún recuerdo, estremeciéndome, las veces que fui a él y Andrews me acorraló en las esquinas para besarme.

¡Los besos de Andrews!

Te aseguro, querida Kim, que pasarán miles de años, tendré nietos o no los tendré, sentiré la vejez en mis hombros, veré mi pelo blanco en la cabeza y múltiples arrugas en mi rostro, y no habré podido olvidar los besos apasionantes de Andrews. Pero no los necesito. Te juro que ahora… me dan horror; no sé si por el recuerdo que impera aún en mí. Es esto muy paradójico, ¿verdad, Kim? Tú no lo concibes. Yo tampoco, pero lo vivo.

Como te decía, sentí los pasos de Andrews por la salita que parte nuestras dos alcobas. Debía ser muy tarde.

Después, lo sentí, como entre sueños, dejar la salita y cruzar el pasillo hacia el ascensor.

Se iba.

No me tiré del lecho.

No sentí deseos de verlo en aquel instante, pese a lo mucho que le amo. Empezaron a transcurrir las horas monótonas, terriblemente solitarias para mi, y a las once me tiré de la cama, me di un buen baño, me vestí y quedé sentada junto al balcón, contemplando casi sin ver el ir y venir de la gente en la ancha calle.

Presentí el frío porque la gente caminaba presurosa, tapada hasta las orejas.

Sentí el timbre del teléfono y solo tuve que alargar la mano para asir el auricular.

—Dígame —pregunté.

—Buenos días.

Era él.

No estaba en su cuarto. Sin duda, continuaba abajo, en el vestíbulo o en el salón de fumar.

No supe qué decir. Ni siquiera tuve voz para responder a su saludo mañanero.

Tenía la voz bronca y baja. Presentí, y es lógico que lo presintiera su tremendo sufrimiento interior.

—¿No bajas? —me preguntó—. Estoy esperando por ti para desayunar.

¡Tanto como yo había soñado con mi luna de miel! ¡Tanto como tú me contaste cuando te casaste con tu marido! ¿Recuerdas? Para mí, aquellas horas fueron de una tristeza insoportable.

—Sí —dije tras un silencio que me estaba costando una agonía—. Bajo en seguida.

—Te espero.

Y colgó.

Me puse en pie y fui como un autómata hasta el tocador.

Vestía un modelo de mañana de fina lana gris perla y un abrigo reversible de cuadros escoceses por dentro y un gris oscuro por fuera. Calzaba altos zapatos, y mis cabellos negros, tan lacios, caían como al descuido. Te aseguro, Kim, que mis ojos brillaban de una forma muy rara.

Como de no haber dormido, como de haber dormido demasiado. Tenía una raya en la boca, formada por mis labios apretados. Me sentía débil, absurdamente sola, estando, como estaba, tan acompañada por la persona que siempre llenó todos los huecos de mi vida».

* * *

«Dejé en suspenso la carta para ir a desayunar con Andrews.

Estoy de regreso en mi alcoba y continúo con la carta. Tal vez pase mucho tiempo antes de que te escriba otra. Tú sabes que, una vez en mi piso de Baltimore, tendré montones de cosas que hacer, aunque disponga de un servicio completo Siempre me gustó el hogar, los detalles, cuidar yo de todo con ternura. Me ocurría igual en casa de mi hermana. No era mi hogar, y, sin embargo, cuántas veces tengo sentida esa ternura que se siente cuando se arregla o se perfecciona algo de uno.

Tal vez, repito, no vuelva a escribirte en mucho tiempo, pero ahora, estos dos días, no sé qué hacer. No considero una descortesía mi sinceridad. No una falta de cariño hacia ti. Nunca tuve confidentes. Ni mi hermana lo fue. Tú, sí. En ti confié siempre, como tú confiaste en mí. Todos piensan que ni a mi madre le contaría yo mis cosas más intimas. Quizás tengan razón. Pero a ti… Hemos crecido juntas. ¿Te acuerdas?

Las dos teníamos algo así como ocho años cuando nos llevaron al pensionado. Juntas al anochecer, sentadas ambas en aquel rincón del bus del colegio, volvíamos a casa en calidad de mediopensionistas. ¡Cuántas cosas nos decíamos durante aquellos cortos viajes a nuestros hogares! ¿Te acuerdas de aquella vez que nos separaron? Lloramos ambas, y entonces, de mala gana, la encargada del bus nos volvió a juntar, y como dos tontas, seguimos llorando Recuerdo que miss Pleyton nos llamó sensibleras.

Soy tonta.

Me remonto a recordar tiempos pasados, cuando tanto tengo que contar en el presente.

Bajé.

Al salir del ascensor, lo vi inmediatamente.

Tan alto, tan firme, tan hombre… Me impresionó, Kim. Pensé que era mi marido, y que yo le quería y que hubiese deseado estar a solas con él, correr a su lado, colgarme de su cuello y sentir en mi boca su boca apasionada.

Pero no hice nada de eso.

Ya sabía bien que no podía hacerlo. Que una fuerza intima dentro de mi otro yo impedía buscar un acercamiento que me horrorizaría.

¡Si yo pudiera cambiar! ¡Si yo pudiera olvidar!

Te juro que, en aquellos instantes, media vida hubiese dado porque Andrews fuese para mí lo que fue desde que lo conocí hasta que dudó de mi honestidad.

—Buenos días —saludó Andrews, ajeno a mis pensamientos, acercándose a mí, pero sin tocarme.

—Buenos —respondí.

—Vamos a desayunar.

No me tomó del brazo.

Caminamos juntos. Sé que nos miraban.

A él, las mujeres; a mí, los hombres.

Entramos en el comedor. Ya no había más que una pareja al fondo de local, haciendo manitas y mirándose a los ojos como dos tórtolos.

¡Me dio una rabia!

¿Envidia?

Nunca fui envidiosa, y de súbito… sentí cómo miles de espinas se me clavaban en la carne.

Avancé y me senté todo lo más lejos posible de aquella pareja. Andrews debió pensar como yo, o sentir igual, porque se acomodó a espaldas de ellos.

No te voy a referir los detalles que no tienen importancia, querida Kim. Solo te diré que nuestra conversación fue trivial, bien ajena a nosotros mismos y el drama o la tragedia que vivíamos. Acordamos regresar a Baltimore desde Trenton y organizar nuestra vida en la ciudad cuanto antes.

Ni en un solo instante me preguntó si estaba dispuesta a ser su mujer con todos los deberes inherentes al matrimonio. Ni siquiera detuvo su ojos en mí dos segundos seguidos. Pero fue amable, cortés, cariñoso, atentísimo, y cuando me preguntó si deseaba salir a dar un paseo por la ciudad, puse la excusa del frío.

—Yo voy a ir —me dijo cuando nos pusimos en pie—. Iré a buscarte para bajar a comer.

—Bueno —dije yo a lo simple.

Me besó la mano como si fuese un caballero legendario y se fue. Yo estoy aquí…, escribiéndote a ti…».