3. Arriesgarse a ir

—Dígame camarada coronel, ¿qué sintió en realidad?

El camarada coronel se ríe incómodo. Tiene cuarenta y tres años y conserva su aspecto delgado y aniñado, aunque lleva consigo una melancolía silenciosa como si fuera su nube de tormenta particular.

—Estaba muy ocupado todo el tiempo, —dice mientras se encoje de hombros en un gesto de autodesprecio—. No tenía tiempo para pensar en mí. Una órbita duraba sólo noventa minutos, ¿qué esperaba? Si de verdad quiere saberlo, Gherman es su hombre. Él tuvo más tiempo.

—Tiempo. —Su interrogador suspira y echa su silla hacia atrás apoyándola sobre dos patas. Es muy vieja, una valiosa Queen Anne auténtica, un regalo a algún que otro zar muchos años antes de la Revolución de Octubre—. Menudo chiste. Noventa minutos, dos días, eso es lo que tuvimos antes de que ellos nos cambiaran las reglas.

—¿«Ellos», camarada presidente? —El coronel parecía desconcertado.

—Quienes sean. —El ligero movimiento de mano del presidente enmarca medio horizonte de la ricamente panelada oficina del Kremlin—. Menudo chiste. Quien quiera que fueran, al menos nos evitaron una buena paliza en Cuba por culpa de la sabandija de Nikita. —Hace una pausa y después juguetea con el vaso de vino que descansa, medio vacío, ante él. El coronel también tiene un vaso, pero el suyo está lleno de mosto, en consideración con sus problemas pasados—. Los «quienes sean» a los que me refiero son, por supuesto, los hermanos socialistas de las estrellas que nos han traído hasta aquí. —Sonríe sin ganas, su rostro se arruga como el morro del tiburón cuando huele sangre en el agua.

—Hermanos socialistas. —El coronel esboza una sonrisa dudosa, se pregunta si se tratará de una broma, y de ser así, si le estará permitido compartirla. Sigue sin estar seguro de por qué el primer ministro lo está entrevistando en su oficina privada—. ¿Sabemos algo de ellos, señor? Es decir, se supone que yo…

—Es igual. —Aleksey hace un ruido con la nariz, restando importancia a las preocupaciones del coronel—. Sí, se le permite saberlo todo en lo referente a este asunto. El problema es que no hay nada que saber, y eso me preocupa a mí, Yuri Alexeyevich. Inferimos intencionalidad, el funcionamiento de un motor de una historia mayor, pero la dialéctica se mantiene muda a este respecto. He consultado a los expertos, les he pedido que lean las entrañas de los pollos, pero ninguno es capaz de hacer otra cosa que repetir como un loro el dogma preevento: «cualquier especie capaz de hacernos lo que ocurrió aquel día ¡sin duda debe haber cultivado el Comunismo auténtico, camarada primer ministro! ¡Mire lo que hizo por nosotros!». (Eso lo dijo Schlovskii, por cierto). Y sí, miro y veo seis ciudades en las que nadie puede vivir, naves que se niegan a mantenerse en el cielo, y un paisaje que Sakharov y ese atajo de listillos intelectuales no saben cómo explicarme. Hay jodidos milagros, maravillas y portentos en el cielo, como una galaxia de la que se supone que formábamos parte y ahora es un millón de años más vieja, y muestra enormes rasgos de construcción en ella. En nuestro mundo racional no hay sitio para milagros y maravillas, y le está provocando úlceras estomacales al camarada secretario general, Yuri, al camarada secretario general, ¿lo sabía?

El coronel se puso derecho en su silla, anticipando la frase final chistosa: es un hecho sabido por todos a lo largo y ancho de la URSS que cuando Brezhnev dice «rana», el primer ministro croa. Y allí está él, en el despacho del primer ministro, observando a ese mismo hombre, Aleksey Kosygin, presidente del Consejo de Ministros, el tercer hombre más poderoso de la Unión Soviética, respirando profundamente.

—Yuri Alexeyevich, lo he traído hoy aquí porque quiero que colabore en el bienestar del estómago de Leonid Illich. Usted es aviador y un héroe de Unión Soviética, y lo que es más importante, es lo suficientemente listo como para realizar el trabajo y lo suficientemente joven como para completarlo, no como los viejos que abarrotan Stavka. (Y va a llevar más de una vida catalogarlo, acuérdese de lo que le digo). También es, disculpe mi franqueza, tan útil como una quinta rueda en su puesto actual: hemos de enfrentarnos a la realidad, y lo cierto es que ninguno de los pájaros de Korolev volverá a volar jamás, ni siquiera con el impulsor de bomba atómica ése en el que han estado trabajando. —Kosygin suspira y se estira en su asiento—. Sencillamente no hay razón para mantener el Centro de Formación de Cosmonautas. Se ha redactado un borrador de decreto y se aprobará la semana que viene: se va a poner fin al programa de cohetes tripulados y el cuerpo de cosmonautas será reasignado a otras tareas.

El coronel se sobresaltó.

—¿Es eso absolutamente necesario, camarada presidente?

Kosygin vacía su vaso de vino, y decide pasar por alto la crítica implícita.

—No tenemos recursos para malgastarlos. Pero, Yuri Alexeyevich, toda esa formación no está perdida. —Esboza una sonrisa de lobo—. Tengo nuevos mundos para que los explores, y una nave nueva para que lo hagas.

—Una nave nueva. —El coronel asiente y repite aturdido—. ¿Una nave?

—Bueno, no es un puñetero caballo, —dice Kosygin. Desliza una fotografía brillante a lo ancho de su papel secante hacia el coronel—. Los tiempos han avanzado. —El coronel parpadea confuso mientras trata de encontrarle sentido a la cosa que aparece en el centro de la fotografía. El primer ministro observa su rostro, divertido para sus adentros: la primera reacción de todo el mundo ante la cosa de la fotografía es la misma, confusión.

—No estoy seguro de entenderlo, señor…

—Es bastante sencillo: está entrenado para explorar nuevos mundos. Sin usar los cohetes no se puede. Los cohetes jamás entrarán en órbita. He logrado que a los astrónomos les de un ataque de nervios intentando explicarme el por qué, pero todos coinciden en el punto clave: los cohetes no nos sirven para esto. Hay algo que no va bien con la gravedad, dicen que incluso aplasta las estrellas que caen. —El presidente golpea con un dedo carnoso la fotografía—. Pero usted lo puede hacer con esto. Nosotros lo hemos inventado y no los condenados americanos. Se llama Ekranoplano, y ustedes, los chicos de los cohetes, van a dejar de ser cosmonautas varados y van a aprender a hacerlo volar. ¿Qué piensa, coronel Gagarin?

El coronel silba sin melodía entre dientes: por fin ha entendido la proporción. Parece un barco volador con alas recortadas y motores de reacción pegados a ambos lados de la cabina del piloto, pero ningún barco ha escapado jamás con un refuerzo de MiG-21 en la parte de atrás.

—¡Es más grande que un crucero! ¿Funciona con energía nuclear?

—Por supuesto. —La sonrisa del presidente se desvanece—. Cuesta tanto como esos cohetes para la Luna de Sergei, coronel. Intente que no se le caiga.

Gagarin levanta la vista, sorpresa y temor visibles en su rostro.

—Señor, me siento honrado, pero…

—No lo esté. —Lo interrumpe el presidente—. Iba a ser ascendido de todos modos. La posición que viene con él le proporcionará tantos honores como esa primera órbita. Una segunda oportunidad en el espacio, si lo prefiere. Pero no puede fallar: el coste es impensable. No es su pellejo el que pagará las consecuencias, es toda nuestra nación racionalista. —Kosygin se inclina hacia delante con vehemencia—. Ahí fuera, en algún lugar, hay seres tan avanzados que pelaron la Tierra como si fuera una uva y la emplataron en este disco, o peor, nos copiaron hasta el nivel atómico y nos duplicaron como una de esas máquinas Xerox americanas. Sin embargo, no somos sólo nosotros. Sabe que existen otros continentes y océanos. Creemos que algunos también deben estar habitados, es lo único que tiene sentido. Su misión es llevar el Sergei Korolev, la primera nave de su clase, en un viaje histórico de cinco años de duración. Se aventurará donde ningún otro hombre de la Unión Soviética ha llegado jamás, explorará nuevos mundos y buscará nuevas gentes, y establecerá relaciones fraternales socialistas con ellos. Sin embargo, su principal objetivo es descubrir quién construyó esta ratonera gigante de mundo, y por qué nos trajeron a aquí, e informarnos antes de que los americanos se enteren.