Törökul

En la densidad de la noche, las luces de Uth irradiaban su reflejo sobre la quietud del mar de Aral, provocando una suerte de espejo que centelleaba inconstante en las aguas.

En una colina con vistas a la ciudad, alrededor de una fogata, seis hombres sentados con las piernas cruzadas compartían pinchos o shashliks, pasándose unos a otros pedazos de cordero asado al fuego, haciendo circular pellejos de kumi, los primeros de la estación primaveral, cuando las yeguas tenían abundante leche para los potros.

Un conjunto de luces brillaba allí en Uth, en un punto más elevado que el resto. Era una cruz bizantina en el mismo centro de la cúpula que coronaba lo que en otro tiempo fue una mezquita, edificada cinco siglos antes. Durante más de dos décadas había estado allí la cruz. Una ofensa que desde entonces centelleaba en toda la llanura.

Uno de los individuos, y el líder del grupo, se volvió a mirar la ciudad y la mezquita profanada, y luego otra vez a sus hombres, pero no dijo nada. No había, de hecho, nada que decir.

Otro arrojó el pincho de carne al suelo, observando con expresión adusta a su jefe. El líder le sostuvo la mirada un momento y después se estiró a recoger del suelo la brocheta, le quitó buena parte de la tierra adherida y le dio un mordisco, luego bebió un trago largo de su pellejo para digerir el bocado.

El líder se quedó pensativo, considerando el poder que ahora tenía en sus manos: los hombres que podía sumar a su causa con solo una palabra y, más importante aún, con la Espada de Dios escondida en su quebrada. Considerando lo que implicaba reunir a su ejército, y lo que implicaría si perdía. El momento oportuno. Como en tantas otras cosas, todo dependía del momento oportuno.

Sin aviso previo, la cruz sobre la mezquita de Uth parpadeó y se apagó junto a las demás luces de la ciudad. De no ser por las fogatas que aún ardían aquí y allá, entre los edificios, no hubiera sido descabellado pensar que la ciudad había sido borrada de la faz de la Tierra.

El jefe y su banda se pusieron en pie. Los apagones no eran algo inusual en Uth, pero solo una parte de la ciudad era la que se oscurecía cada vez. Esto de ahora sugería un fallo más duradero. Y quizá una oportunidad.

La ciudad reflejada a orillas del mar había desaparecido, tragada por el agua ahora negra.

El jefe observó un instante la ciudad a oscuras, luego alzó la vista al cielo y lanzó un grito de guerra dirigido a los astros.