14
Will dio un toquecito al móvil y desvió a Hamza al buzón de voz.
Alzó el rostro para que el sol lo bañara, disfrutando de esa ausencia casi absoluta del invierno. Había en el aire un olor acre y espeso, seguro que provocado por el agua de mar, aunque parecía algo más. La vida. Will aspiró unas bocanadas adicionales de ese aire a su alrededor y se apoyó contra la ventanilla del coche alquilado.
Las aguas del golfo de México no eran cristalinas, pero comparadas con cualquiera de las que había alrededor de Nueva York, parecían surgidas de una película de surfistas. Cuando llevaba medio camino sobre el paso elevado que provenía de Fort Myers, se había desviado hacia los islotes próximos al litoral de Florida. Los puentes, de un kilómetro y medio o incluso más, descendían hacia los cayos, que eran poco más que un trozo de arena. Cuando la visión del entorno se volvió demasiado cautivadora para seguir adelante, él mismo escogió uno de esos islotes para detenerse un momento. No tenía la menor idea de cómo la gente podía vivir en un sitio así, sin desatender sus trabajos y obligaciones. Él se había pasado allí el día entero contemplando el océano. Como para probar esto último, un banco de delfines afloró a la superficie del mar para hacer cabriolas a un centenar de metros de la playa, y él agradeció en silencio que eso no hubiera ocurrido cuando iba conduciendo. A buen seguro que se habría ido directo contra el guardarraíl y luego de cabeza a las aguas del Golfo.
Se estiró y se dobló hasta tocar los dedos de los pies, luego se arrodilló en la arena, curvando la cintura hacia delante hasta tocar el suelo con la frente y llegar tan lejos como le era posible con las manos. Al sentir la elongación de la columna suspiró de placer, la exhalación formó un pequeño cráter en la arena. La postura era un vestigio de su flirteo con el yoga. En ese momento deseó haberlo prolongado, pero el yoga no había permanecido en su vida mucho más tiempo que la chica por la que había decidido probarlo.
Se puso de pie. Mejor. Notaba los músculos aún tensos y un dolor entre los omóplatos, y es que el efecto de uno o dos minutos de estiramiento era limitado. Había estado sentado al volante durante cinco horas en las que había cruzado la región central de Florida desde Orlando. No había vuelos directos a Fort Myers, pero es que además le apetecía conducir.
Regresó caminando hasta el coche y metió medio cuerpo por la ventanilla para alcanzar su bolsa de mano en el asiento del pasajero. Se alejó enseguida con su trajinada libreta de tapas resquebrajadas, de la que no se había separado desde que tuviera el sueño del Oráculo.
Algunos de los islotes a lo largo de la calzada elevada disponían de merenderos con barbacoa, y este era uno de ellos. Había varias parrillas no muy grandes a unos pasos de allí, impregnadas de cenizas y sostenidas por oscuros y corroídos soportes de metal enterrados en la arena. Will caminó hasta la más próxima y extrajo el Zippo del bolsillo.
Puso la libreta en el centro de la parrilla y la contempló unos instantes, con la brisa marina ahora pasando las páginas, tan interesada en lo que contenía como el resto del mundo.
El Zippo produjo el clásico ruido del dedo al rozar la piedra, la chispa y, al final, una pequeña llama que Will aproximó a la libreta en cada una de sus esquinas, y así la mantuvo hasta que el papel prendió.
Ardió bien, con las llamas elevándose unos quince centímetros sobre la tapa y el humo negro oscilando con pereza en el aire. En cuestión de minutos, las predicciones quedaron reducidas a una espiral metálica renegrida y un montón de cenizas segmentadas por capas en el fondo de la parrilla. Entonces buscó una varilla cerca y revolvió con ella los restos chamuscados, con la intención de que no quedara nada legible entre ellos. La brisa levantaba copos oscuros de papel quemado y se los llevaba hacia el mar. Nada. No quedaba una sola palabra, salvo en su mente, donde las predicciones resplandecían como nunca.
Will aspiró hondo, el humo y el olor del mar. Supo que era la primera vez que podía llenarse los pulmones, libre y fácilmente, desde que tuvo el sueño del Oráculo.
Regresó al coche, tomó de nuevo la carretera elevada y continuó hacia el oeste por el puente que venía a continuación, hasta su extremo final, un lugar llamado isla Sanibel. Allí pagó un peaje sorprendentemente elevado —supuso que el mantenimiento de puentes sobre el océano no era barato— y condujo al fin hacia tierra firme.
Sanibel era una reserva turística. Al enfilar por el camino que atravesaba la isla, vio algunos indicios de quienes vivían de forma permanente allí —una escuela pequeña y lo que parecía un vecindario suburbano—, pero no eran más que excepciones. La mayor parte del terreno lo ocupaban hoteles de poca altura, restaurantes y marisquerías, y canchas de tenis, y el conjunto lo complementaban pequeños puestos recargados que vendían camisetas y artesanías hechas de conchas.
Y, por encima de todo, los decorados navideños: palmeras envueltas en luces multicolores y grandes vidrieras en las tiendas de comestibles, que aún llevaban pintadas hojas perennes y copos de nieve.
«¿Cuántas vidas habré salvado esta vez? —pensó—. Posiblemente nunca llegue a saberlo. No el número exacto. Pero seguro que un montón». Ya había visto por internet varios artículos que comentaban precisamente eso: ¿cuánta gente podría evitar la muerte, o resultar herida, gracias a los avisos que el Oráculo había subido al Sitio relacionados con futuros desastres? Movió la cabeza y una sonrisa cubrió su rostro.
«¿Miles? Quizá. Es muy probable». El GPS del móvil le ordenaba girar a la derecha —vio una señal con una flecha que apuntaba en dirección a captiva—, su destino final, situado varios kilómetros más adelante.
Su error, empezaba a darse cuenta, había sido esperar que las predicciones le revelaran su significado, pero eso no iba a ocurrir así. Significaban lo que él decidiera que significaran. Supermán no se paraba a esperar a que alguien le dijese qué hacer con sus superpoderes; simplemente los usaba.
Will se miró un segundo en el espejo retrovisor. Sí, claro, Supermán. No sonaba tan mal.
El firme de la calzada cambió al poco de cruzar otro puente, mucho más corto que el del paso elevado que provenía del continente, y que conducía a una segunda isla: Captiva. El camino se estrechó. A su izquierda estaba el mar, de un azul resplandeciente, y una extensa playa de arena blanca. En el flanco opuesto había un manglar exuberante e impenetrable.
Meditó sobre su plan y las predicciones que aún no había revelado. Entre las que había usado para entender las reglas —la predicción relativa al Lucky Córner y otros acontecimientos menos trágicos—, el primer grupo difundido por el Sitio, las que él y Hamza habían vendido y ahora las advertencias, la mayoría ya habían sido utilizadas. Todavía le quedaban algunas, solo un conjunto de rarezas para las que aún no tenía claro qué uso darle, pero ninguna encontraría su encaje en el mundo, a menos que él supiera seguro de qué modo podrían ayudar.
Las fechas de todas ellas irían transcurriendo con el tiempo. Después de eso, él no sabría más de lo que todos sabían. Estaría acabado. El Oráculo dejaría de existir, o más bien, ya no podría existir.
La carretera se alejó de la playa y atajó tierra adentro, discurriendo bajo un dosel de hojas de palma que dificultaba el paso de los rayos del sol y convertía el camino en algo parecido a una gruta verde.
Will fue examinando los buzones que asomaban a un lado y otro en medio de esa especie de jungla. Cada uno llevaba pintado un nombre algo cursi, como BRISAS DEL MAR O EL REPOSO DEL PEZ ESPADA.
A unos tres kilómetros hacia el interior de la isla, dio al fin con la dirección que buscaba. En el buzón decía únicamente: SOLO PLAYERO.
Un sendero de gravilla zigzagueaba brevemente entre los arboles y conducía a una vivienda bastante grande, blanca y con rebordes en azul claro, emplazada a unos seis metros del suelo sobre pilotes de madera. En el garaje junto a la casa había un Lexus blanco; casi todos los coches de por allí eran blancos.
Will aparcó el suyo, bajó y subió la escalinata que conducía a la entrada principal. Llamó al timbre. A través de los coloridos paneles de cristal tallado que tenía la puerta a cada lado vio una silueta moviéndose, y comprendió que se dirigía hacia él.
Will retrocedió unos pasos y se secó las manos en los tejanos. Estaba sudando; deseó haberse vestido más en consonancia con el clima, pero había esperado estúpidamente que Florida no fuese tan calurosa como decían. No en Navidad, al menos.
—John, John, John, John —murmuró para sí mismo.
La puerta se abrió y en el umbral apareció una mujer que probablemente rondara los sesenta años, pero parecía tener el ánimo y el dinero suficientes para cuidar de sí misma. Parecía solo el eco envejecido de una mujer aún joven; era mayor, pero no una anciana. Llevaba el pelo corto, casi todo blanco, pero su rostro tenía un aspecto más juvenil de lo que indicaban sus canas, algo así como Steve Martin en versión femenina. Estaba peinada con un estilo que Will asociaba a las mamis de las urbanizaciones. De hecho, ese era su aspecto: la imagen de una mami adinerada.
—John Bianco —dijo ella.
—Qué hay, Cathy —dijo él—. ¿Cómo estás?
—Sorprendida de verte por aquí —respondió Cathy—. Había entendido que teníamos un trato y que sería más seguro si restringíamos el contacto solo online.
—Te alegrarás de que haya venido.
Cathy esbozó una sonrisa.
—Desde luego, John. Me alegro de verte.
Cathy retrocedió un paso y lo invitó a pasar.
El vestíbulo se abría a un salón espacioso con enormes ventanales que iban del suelo al techo y ofrecían una panorámica espectacular de la playa y el golfo de México de fondo.
Había unos ventiladores de techo a unos seis metros del suelo que giraban perezosamente. Todo el conjunto estaba decorado con buen gusto y tenía aspecto de caro.
Cathy le indicó un sofá en el centro de la estancia.
—¿Quieres algo de beber?
Will negó con la cabeza. Ya había bebido antes en compañía de Cathy Jenkins, pero esta vez prefería mantener la mente despejada. Al volver al hotel, podría beber a su aire si estaba de humor, y con seguridad lo estaría. Tenía una celebración pendiente.
—Bueno, yo beberé algo —dijo ella—. Es ya mediodía, ¿no?
Will la vio encaminarse a un pequeño mueble bar situado en un rincón, donde escogió un vaso grande entre todos los que había, y hielo, como unos tres cubitos, de la mininevera. El resto fue todo vodka.
Will seguía atento a sus gestos. Ella extrajo un frasco de zumo de arándanos y se lo enseñó desde allí.
—Para darle color —dijo, y añadió poco más de una cucharadita al vaso.
Después lo mezcló todo con una cuchara alargada y dio un sorbo al combinado.
—Bien, justo lo que necesitaba —concluyó mirando a Will—. ¿Seguro que no quieres nada?
—Estoy bien, gracias.
Cathy avanzó por el salón y fue a sentarse en uno de los sillones, donde cruzó con gracia las piernas, acomodando sus pantalones de lino color crema. Cogió un posavasos de un cesto que había encima de la mesa de centro para depositar encima su copa.
Después, una vez estuvo todo bien dispuesto, miró a Will y alzó una ceja perfectamente depilada.
—¿Entonces? —dijo.
—¿Becky va a venir?
—Está al caer. Llamó poco antes de que llegaras. Había bastante tráfico en el paso elevado, a la altura de Fort Myers.
—En ese caso, esperémosla. Estoy seguro de que querrá oír esto.
Cathy dio otro sorbo a su copa.
Las Damas de Florida. Dos mujeres a las que había «conocido» online y en la Red Oscura después de que se lo sugiriese un amigo teclista que había buceado bastante en ese terreno buscando fármacos exóticos.
No era tan difícil: había que bajarse un software determinado, un buscador que convertía en anónima cualquier búsqueda en internet y, al mismo tiempo, permitía conectarse a sitios que permanecían ocultos para los buscadores más habituales entre los usuarios. Tor era uno de ellos, I2P era otro, y surgían nuevos sitios todo el tiempo, prometiendo un mejor acceso a los rincones ocultos de la red y mayor seguridad cuando uno accedía a ellos.
Las direcciones de esos sitios no eran los habituales URL; solo un batiburrillo de letras y números, casi como un código. Si uno no sabía exactamente dónde necesitaba acceder, nunca llegaría hasta ahí. El amigo teclista de Will le había pasado unos cuantos enlaces que conducían a lugares supuestamente frecuentados por «consultores en seguridad»; en realidad, delincuentes. La clase de individuos que rastreaban en Amazon y Expedia, así como otros grandes sitios de venta online, números de tarjetas de crédito que luego podían revender en lotes de mil. O bien que buscaban detectar fallos de seguridad en las páginas web de instituciones o grandes empresas, con la esperanza de vender lo que sabían al mejor postor, que a menudo eran estas mismas. O bien que se postulaban para proyectos especiales: ataques dirigidos a sitios o redes que sus clientes deseaban dejar inutilizados.
Will había intentado establecer diálogos con esa gente, pero no le había resultado fácil. La mayoría parecían tener su base de operaciones en Europa del Este y eso implicaba lidiar con la barrera idiomática, a lo cual había que añadir la inexistencia del factor confianza.
Con todo, al final dio con una opción administrada por un sujeto que se ocultaba bajo el alias «GrandDame», que hablaba (escribía) un excelente inglés y parecía dispuesto a encontrarse con él.
Hubo algunas negociaciones, con Will en el papel de John blanco, uno de los varios empleados que supuestamente trabajaban para el Oráculo, el misterioso individuo que podía prever el futuro. Eso solo habría bastado para que las cosas luí hieran acabado ahí —el escepticismo de GrandDame era tan palpable frente a la pantalla del ordenador, que a Will le parecía estar delante de un horno con la puerta abierta—, pero conseguir que las Damas creyeran lo del Oráculo había funcionado del mismo modo que con Hamza. Will les dio una predicción que debía ocurrir en los siguientes días y sencillamente dejó que se cumpliera.
Primero vino la incredulidad, luego el trauma previsible, la negación, la aceptación final y varios tira y afloja hasta llegar por fin a un acuerdo: Cathy y su socia, Becky Shubman, la otra Dama de Florida, diseñarían un protocolo que permitiera al Oráculo lograr cuatro objetivos específicos. Eran los siguientes: dar a conocer predicciones ante el mundo, sumar nuevas predicciones de vez en cuando, recibir correos electrónicos y lograr que todo ello se disipara sin dejar rastros en ningún punto de la ruta, con un nivel absoluto y desde luego impenetrable de seguridad, que no debía requerir de actualizaciones diarias ni de un mantenimiento constante por parte de las propias Damas de Florida, del Oráculo o de quien fuera.
Tres semanas después, le presentaron los resultados. El sistema que habían diseñado no pivotaba en ocultar un servidor en una suerte de almacén de datos bajo múltiples capas fuertemente encriptada, ni en fijar el Sitio en alguna jurisdicción favorable a la privacidad en algún punto del mundo, ni en cualquiera de los demás métodos para preservar la información. Todo eso podía ser pirateado con tiempo suficiente y dedicación. No servía.
En lugar de ello, habían enviado a Will a un cibercafé y le habían dicho que se descargara un buscador Tor. A través de él, había abierto una cuenta apócrifa para usarla una sola vez en un servicio gratuito de correo electrónico, la que había empleado para abrir la correspondiente cuenta falsa en Twitter. Esta última se utilizó para subir el primer grupo de predicciones a un clon de pastebin que las Damas habían encriptado, como un tablón de anuncios anónimo que cualquiera podía ver al conectarse a internet, pero que solo podía actualizarse si uno disponía de la clave de encriptado.
La clave para este pastebin en particular cambiaba cada diez segundos y solo podía recuperarse usando un algoritmo desarrollado sobre una frase clave que el propio Will había escogido y que era el verso inicial en la segunda estrofa del tema «Little Wing» de Jimi Hendrix. Esas dieciséis palabras sirvieron de ladrillos para construir la clave de encriptado, formada por unos cien caracteres de largo y que mutaba constantemente, y que a esas alturas estaba tan alejada de la frase-código original que no era posible revertir el proceso.
Básicamente, todo había salido como le habían prometido y el nombre del Oráculo siguió siendo el secreto mejor guardado del mundo.
A cambio de todo ello, las Damas recibieron en pago una enorme suma de dinero, pero, más importante que eso, el Oráculo les prometió una predicción adicional una vez que todo estuviera dicho y hecho. Una predicción que les salvaría la vida a ambas.
Will aún se sentía un poco mal por esto último. No había tal predicción. No sabía nada en particular sobre el futuro de las dos, pero debía ofrecerles algo que inspirara absoluta lealtad de su parte, algo que nadie más pudiera brindarles. Otros podrían sobornarlas con miles de millones para que entregaran al Sitio, pero solo el Oráculo podía ofrecerles el futuro.
Cuando todo estuviera concluido, cuando él supiera que no iba a necesitarlas de nuevo, tenía planeado decirles que evitaran Albuquerque en tales y tales fechas, sin abundar mucho más. Ellas se mantendrían alejadas de Nuevo México y con vida, y el Oráculo conservaría su récord de infalibilidad.
De pronto se abrió la puerta de entrada de la casa y por ella entró en tromba Becky Shubman, dejando a su espalda la estela del aire tórrido y húmedo de esa región. Cerró la puerta de golpe y cruzó todo el salón hasta quedarse directamente trente a Will. Becky tenía la costumbre de caminar siempre como si un vendaval soplara en dirección contraria.
—¡Johnny B! —dijo tendiéndole la mano—. ¿Sigues guardando para mí esa ciudad al norte de aquí?
Will le estrechó la mano y de pronto se vio tironeado fuera del sillón para recibir un gran abrazo de oso de Becky. Lo tuvo así unos segundos hasta que lo dejó libre y entonces se dejó caer en el sofá junto a Cathy, echando un vistazo al cóctel a medio consumir que sostenía en su mano.
—Veo que no habéis perdido el tiempo.
—¿Quieres tomar algo? —preguntó Cathy.
—Ya lo creo, hazme un batido de frutas —dijo Becky.
Cathy se levantó y fue a la cocina con el vodka en la mano.
—¿Cuánto tiempo vas a quedarte, Johnny? —le preguntó Becky.
—Posiblemente una sola noche. Debo volver pronto.
—Qué pena. Tengo una hija que estoy segura que te encantaría.
—Ya me lo habías mencionado —dijo Will—. Varias veces.
Becky lanzó un bufido. Desde la cocina les llegaba el ruido de una licuadora. Cruzó las piernas por los tobillos y se acomodó otro poco entre los cojines.
—Debo decirte que me gustó bastante más el último grupo de predicciones que tu chico subió al Sitio. Esos anuncios. Ayudarán a un montón de gente y salvarán muchas vidas, no tengo dudas. Me ha hecho sentir orgullosa de ser parte de la organización.
—Yo también me siento orgulloso, sí —dijo Will.
No sabía mucho de los orígenes de las Damas de Florida. Al parecer se habían unido cuando sus respectivos cónyuges fallecieron con pocos meses de diferencia. Se habían conocido en el contexto de un grupo de voluntarias en el museo de Fort Myers, y no mucho después se habían convertido en socias de un negocio autónomo de seguridad informática. El papel exacto de Becky en el acuerdo al que habían llegado no estaba demasiado claro para Will; Cathy, en cambio, era el genio tecnológico. Había sido en los años ochenta una de las únicas ingenieras que formaban parte del laboratorio de Xerox PARC y había trabajado para crear la columna vertebral de la infraestructura informática mundial, los cimientos de la actual internet. Becky, por su parte, era la clásica viuda de Long Island que había sido esposa y madre la mayor parte de su vida adulta y se había trasladado a Florida una vez que sus hijos se hubieron graduado en la universidad.
Cathy volvió de la cocina con un vaso largo lleno de una mezcla rosada, se lo pasó a Becky y se sentó muy cerca de ella. Will las observó alternativamente. Becky Shubman tenía el aspecto de una Shirley Hemphill blanca, y Cathy Jenkins le recordaba vagamente a Jackie O.
Las dos mujeres no pegaban mucho juntas. Eran como una vieja y destartalada camioneta Chevy junto a un Ferrari de estilo clásico. Pero de algún modo la mezcla funcionaba. Cathy no tomaba ninguna decisión, por pequeña que fuese, sin consultarla antes con la inigualable señora Shubman.
—Muy bien, John —dijo Cathy—. Aquí nos tienes. ¿Por qué estás tú aquí?
Will rebuscó en sus bolsillos y extrajo un par de tarjetas, las dos grabadas con una larga secuencia de números, y se las pasó por encima de la mesa de centro, a cada una la suya. Las escudriñaron brevemente y luego miraron a Will; estaban algo confundidas.
—¿Y esto qué es? —preguntó Becky.
—Sendas cuentas numeradas en el Banco Nacional de South t layman. Una para cada una, a vuestro nombre. Con cinco millones de dólares de saldo cada una.
Como respuesta, las dos mujeres se quedaron mirando a Will con los ojos muy abiertos.
—¿Y para qué? —dijo Becky—. Ya nos has pagado.
Will asintió.
—El Oráculo lee los informes de seguridad que nos enviáis. Sabemos la clase de gente que intenta acceder al Sitio, los gobiernos, las grandes corporaciones. Y no lo han conseguido. Estamos aún a salvo. Eso quiere decir que habéis hecho una labor increíble, os habéis ganado esto. Feliz Navidad.
—Yo soy judía, pero lo aceptaré igual —dijo Becky, mirando la tarjeta en su mano.
Cathy se puso de pie, dejando la suya en la mesa de centro, y fue hasta el mueble bar, donde comenzó a preparar otro cóctel.
—¿Con aceituna o sin ella, John? —preguntó desde allí.
Will suspiró resignado.
—Sin aceituna —dijo.
Segundos después, Cathy volvió con un vodka martini lleno hasta arriba y una corteza de limón en el fondo que se agitaba al ritmo de sus pasos. Se lo pasó a Will.
—Brindemos —dijo Cathy, alzando su copa.
Entrechocaron los vasos y Will probó su cóctel. Estaba helado y suave, y a la vez increíblemente fuerte. El primer sorbo descendió bastante bien por la garganta; los martinis tendían a ser cada vez más placenteros a medida que los ingería.
—No me quejo, Johnny, pero ¿es esta la única razón por la que has venido hasta aquí? Quiero decir que podrías habérnoslo dicho por teléfono.
Will bebió otro sorbo. Delicioso.
—¿Cuántas veces en la vida tiene uno oportunidad de regalarle a alguien cinco millones de pavos? —se dijo—. Es uno de esos gestos que hay que hacer en persona. Quería veros la cara, vuestra expresión al recibirlos.
Dejó su copa en la mesa.
—Pero sí, hay algo más. Todo este asunto del Oráculo y el Sitio —inspiró hondo, sintiéndose más ligero con solo pronunciar esas palabras—, está casi concluido. Quería discutir personalmente con vosotras lo de la logística. ¿Habrá algún problema en cerrar el Sitio cuando llegue el momento de hacerlo?
Becky y Cathy intercambiaron miradas.
—No —dijo Cathy—. Es muy simple. Podéis sacarlo de la red en cualquier momento que queráis, y tenéis los códigos para ejecutar el programa de eliminación que escribí para vosotros. Una vez ejecutados, el sistema de correo electrónico deja de funcionar automáticamente, y ese es el único punto duro de contacto. Aun cuando ese correo fuera rastreado, no habría forma de que llegaran hasta vosotros, a menos que por azar estuvierais allí físicamente cuando los malos lo encontraran.
—Poco probable —dijo Will—. El Oráculo ya no lo necesita. Así pues… ¿no habrá rastro? ¿Nada de nada?
—Nada, tal como lo pedisteis. No hay forma de que pueda ser rastreado hasta tu gente, suponiendo que el Oráculo se haya ceñido a las reglas. Todo ha sido anónimo, a través de puntos de acceso escogidos al azar y eso, ¿verdad?
—Absolutamente —confirmó Will.
—Entonces, John —dijo Becky—, a diferencia de Cathy en su época universitaria, parece que sois impenetrables.
Miró sonriendo a su socia, que se encogió de hombros y se llevó el vaso a los labios.
—Sí, ya —dijo Cathy.
Becky se volvió hacia Will, pero esta vez ya no sonreía tanto.
—¿Y puedo preguntar por qué planeáis cerrarlo? ¿Va el Oráculo a…? ¿Va a pasar algo?
Will se quedó mirando a las Damas de Florida, la pregunta de Becky las había dejado algo tensas. Con todo lo que el Oráculo había hecho por ellas, seguía causándoles algo de pavor.
—Nada, no va a pasar nada —respondió—. Solo que ha llegado el momento de cerrarlo.
—Y cuando eso suceda, ¿tendremos nuestra predicción? ¿La que el Oráculo nos prometió?
—Por supuesto. En el momento en que el Sitio salga de la circulación será vuestra.
Las Damas se relajaron, confiadas en que todo iba bien. Will se bebió hasta la última gota del martini y se levantó.
—¿Solo uno, Johnny? Venga, quédate un poco más —lo invitó Becky.
—Gracias, pero debo regresar. Mi vuelo sale mañana temprano. Me apetece caminar un poco por la playa para aclararme las ideas antes de volver a Fort Myers.
Dicho esto, abandonó la casa, después de darle un escueto abrazo a Becky Shubman y de que Cathy lo escoltara hasta la puerta, dirigiéndole una fugaz inclinación de cabeza.
Se detuvo un segundo en el camino que iba desde la casa hasta su coche y volvió a inspirar hondo, olfateando —casi degustando— el aroma denso y saturado del mar y la vegetación a su alrededor. El aroma de la vida.