28
Jonathan Staffman cogió la mochila donde guardaba su juego de herramientas: procesadores Raspberry Pi personalizados, diseñados para inocular virus maliciosos en un sinfín de sistemas electrónicos de seguridad, varios portátiles cargados con sus algoritmos preferidos para neutralizar claves y un conjunto de pinzas analógicas, solo por si acaso. Con todo ello, bajó de la parte trasera de la furgoneta, sobrecalentada y mal ventilada, y salió al aire frío de esa mañana de abril, aspirando con alivio la esencia —en comparación— refrescante de Bayonne, New Jersey.
Bañada por el sol matinal y en dirección norte estaba la estatua de la Libertad, y un poco más allá el majestuoso Lower Manhattan, que contrastaba con lo que había en las inmediaciones: un recinto de trasteros a orillas del río Hudson con varias hileras a izquierda y derecha de compartimentos de acero de varios tamaños, pintados todos de color naranja, con puertas de persiana azules. El complejo estaba desierto. Esa era la intención, y el motivo fundamental de que hubieran llegado allí tan temprano.
Entonces apareció a su lado el Coach acompañado de dos tipos enormes vestidos con traje negro, de oficio poco claro, que ella ni se molestó en presentar. Staffman pensó en lo raro que era que el Coach participara personalmente en una misión como esta. Los dos caballeros altos debían de ser su dispositivo de seguridad, una conclusión refrendada por su aspecto amenazador.
—¿Adónde? —preguntó ella.
Staffman les indicó un extremo del recinto y el grupo se dirigió a la Unidad 909.
—¿Era esto lo que esperaba encontrar? —preguntó el Coach, indicándole los trasteros a su alrededor.
—Honestamente, no —replicó Staffman a medida que avanzaban junto a la hilera delantera de compartimentos, con los zapatos chapoteando en el lodo—. Pensé que sería quizá una bodega, aunque esto también podría tener sentido. Algunas de estas unidades cuentan con conexión online y la empresa las alquila para todo tipo de actividades, no solo para almacenar: como espacios para oficinas bastante más baratos, por ejemplo, incluso para mantener equipos de impresión en 3D de pequeños objetos, y cosas así. Algunas cuentan con internet y energía propia. No es muy sofisticado, pero sí más económico, e intuyo que quien las alquila no suele hacer preguntas.
Después de girar un par de veces y de un breve paseo por aquel laberinto, llegaron a la Unidad 909, donde esperaba el tercer miembro del dispositivo de seguridad del Coach; sostenía en la mano el rastreador de red que habían usado para identificar la dirección IP del correo electrónico del Oráculo.
De la puerta de persiana colgaban un candado enorme y una cadena.
—¿Hay algo? —preguntó el Coach a su hombre.
—Nada. Todo está silencioso ahí dentro. Y tampoco parece que hayan abierto la cerradura en mucho tiempo.
Ella dio un paso atrás, pensativa.
—Muy bien. El Oráculo no está ahí dentro, eso es evidente. Pero igualmente echaremos una ojeada, a ver lo que queda dentro.
Staffman suspiró aliviado. Los hombres del Coach iban armados —había advertido el arma bajo su abrigo—, pero no tenía la menor intención de estar cerca de un tiroteo, una batalla campal o lo que fuese que tuviera en mente el equipo de seguridad y para lo cual requería ir armado.
Se descolgó la mochila del hombro y comenzó a hurgar en ella buscando una herramienta.
—Yo puedo arreglármelas con esa cerradura —dijo mientras buscaba.
—¿Puedo ayudarlos en algo? —dijo entonces otra voz, proveniente de un punto alejado de la hilera de trasteros.
Staffman se dio la vuelta y se quedó helado cuando vio a un individuo moreno y de baja estatura, vestido con tejanos y una chaqueta no muy gruesa. Debajo llevaba una camiseta de color naranja y azul con el logo visible de la empresa de trasteros.
Enseguida miró a un lado, a la espera de que el Coach ordenara a su equipo de seguridad que neutralizara al individuo de un disparo. De hecho, uno de los agentes ya tenía la mano dentro del abrigo.
Staffman abrió la boca, desesperado por decir algo que evitara otra muerte, otra más que vendría a sumarse a la cuenta ya demasiado abultada que tenía en su haber por culpa de los apagones. Notó la mano del Coach asiéndole fuerte su antebrazo. Al mirarla, vio que la abuela bondadosa acababa de reaparecer en su rostro, apoyándose en una sonrisa tranquilizadora y fraternal.
El miedo a una lucha —si se la podía calificar de ese modo— se desvaneció. Staffman se relajó, resignado a lo que fuera a ocurrir. El Coach ya lo había dicho cuando todo eso empezó: el doctor Jonathan Staffman no era ningún héroe.
El agente del Coach sacó algo del bolsillo interior de su abrigo; no era una pistola, sino una delgada cartera de cuero que abrió para enseñársela al guardia del recinto.
—FBI, caballero —dijo—. Estamos aquí como parte de una investigación en curso.
Le tendió la placa y el guardia la examinó brevemente antes de devolvérsela. Staffman se preguntó si el tipo sería de verdad agente del FBI. Conociendo al Coach, era perfectamente posible.
—Muy bien —dijo el guardia—. Pero tendrían que haberlo hablado antes conmigo. ¿En qué puedo ayudarlos?
El agente del FBI —falso o real— giró sobre sus talones y le indicó la Unidad 909.
—Necesitamos entrar ahí ahora mismo —dijo—. ¿Tiene usted la llave?
—Desde luego… Pero no pueden entrar sin una orden judicial. Estas cosas nos las tomamos muy en serio por aquí.
Staffman supuso que aquello a buen seguro se debía a que la empresa incluía entre sus operaciones en el complejo algunos asuntos ilegales, pero a él eso no le importaba lo más mínimo. De hecho, sintió respeto por la integridad del hombre.
—¡Por supuesto que sí! —dijo el Coach, abriendo por primera vez la boca. Tenía el móvil en la mano y ya estaba tecleando un número—. ¿Tienen un número de fax por aquí?
El guardia recitó rápidamente diez números que el Coach memorizó nada más oírlos. Entonces se alejó unos pasos, habló un instante y en voz baja por el móvil y enseguida volvió al grupo.
—Debería recibir la orden dentro de unos cinco minutos —dijo.
Pero no tardó más de tres minutos. El guardia revisó los documentos, asintió, sacó la llave del candado y se la pasó, pidiéndoles únicamente que se la devolvieran cuando hubieran acabado.
El candado se abrió con facilidad y uno de los hombres del Coach levantó la persiana metálica del trastero. Los cuatro hombres y la mujer se arracimaron alrededor de la puerta corredera, ansiosos por descubrir qué era aquello que había estado tan oculto al amparo de fuertes medidas de seguridad y que había costado tantas vidas encontrar.
Papeles. Un sinfín de folios blancos impresos cubría todo el suelo. Estaban amontonados de forma caótica, con varios centímetros de espesor, y se alzaban hasta cubrir la parte de atrás del trastero hasta llegar a una altura de varios metros. Miles de hojas. Decenas de miles.
Staffman se agachó a recoger una de las hojas. En ella había texto bien impreso. Reconoció el formato habitual de un correo electrónico, con el remitente en la parte superior y la dirección electrónica del destinatario a continuación, la fecha y hora en que había sido enviado y a continuación el asunto, que en este caso eran solo dos palabras: «Por favor».
Siguió leyendo el contenido, advirtiendo con el rabillo del ojo que el Coach y sus agentes también habían recogido una cada uno.
¿PODRÍA USTED INDICARME QUIÉNES SERÁN LOS GANADORES DE LA PRÓXIMA SUPER BOWL, O DE CUALQUIER OTRO EVENTO DEPORTIVO? NO ES QUE SEA CODICIOSO, ME BASTA CON PODER MANTENER A MI FAMILIA. LOS ÚLTIMOS AÑOS HAN SIDO MUY DUROS Y…
Staffman obvió el resto, un relato previsible de mala suerte, enfermedades y congojas, y una súplica desesperada de simpatía que había terminado ignorada en un trastero de New Jersey.
Levantó la vista del papel y se dio cuenta de lo que realmente almacenaba el trastero.
—Son las preguntas —dijo—. Las preguntas formuladas al Sitio.
El Coach alzó la vista de su propia hoja y asintió.
—Deben de serlo —dijo—. Pero no pueden ser todas. Está claro que aquí hay muchísimas, pero debe de haber recibido millones. Miles de millones.
Staffman deambuló con dificultad, sorteando e incluso resbalando encima de los sueños de otras personas mientras se abría paso hasta una esquina. Antes de haber cubierto la mitad del camino, desató una reacción en cadena que hizo que el montón más alto de hojas que había en el rincón se desplomara, revelando lo que ya sabía: una impresora industrial pesada, de las que se utilizan en servicios de oficina y centros de impresión, pensada para funcionar sin descanso, el día entero, procesando grandes volúmenes de trabajo.
Al acercarse, Staffman vio una lucecita titilando en el panel de la máquina que indicaba que la bandeja de papel estaba vacía y el nivel de tinta era bajo; era una segunda unidad que había almacenado, al parecer, varios miles de hojas adicionales, diseñada para seguir trabajando en forma independiente durante días, incluso semanas, sin necesidad de ser reabastecida.
—¿Qué tenemos aquí delante? —preguntó el Coach a su espalda.
Staffman hizo una mueca de decepción. Todo el camino recorrido, todo lo que había hecho y debería cargar en su conciencia el resto de su vida… para llegar a esto, un callejón sin salida.
—Aquí es donde llegaban las preguntas que la gente enviaba al Sitio, a esta impresora, que debe de tener conexión a internet, y así quedaban impresas. La máquina seguía haciéndolo hasta que se quedaba sin papel.
—Eso lo entiendo, doctor Staffman. Lo que me gustaría saber es por qué hacía esto el Oráculo.
Staffman se agachó a inspeccionar la impresora.
—No lo sé, Coach. Puede que la dirección de correo electrónico fuera alguna especie de truco. O… no lo sé. No tiene el menor sentido.
El Coach soltó un gruñido de evidente desaprobación y Staffman la oyó hablar bajito con sus hombres.
Se concentró, pensando detenidamente en el sistema, en entender por qué el Oráculo lo habría montado así.
Después se desplazó con la misma dificultad hasta situarse detrás de la impresora, apartando montones de preguntas para llegar hasta los puertos de entrada… Allí lo vio.
Estiró la mano y sacó de la parte trasera un lápiz de memoria introducido en una de las conexiones USB. Lo levantó en alto. Y sonrió.
Uno de los agentes del Coach volvió acompañado del guardia del recinto. Staffman salió del trastero sosteniendo con cuidado en la mano el dispositivo de memoria, acunándolo entre sus dedos como si fuera un huevo de petirrojo, apenas consciente de lo que el guardia le estaba explicando al Coach.
—Lo siento —logró oír que decía—, este inquilino pagó en efectivo y por adelantado un año entero. Solemos anotar los nombres y datos de contacto, pero le seré honesto…, no verificamos nada en caso de transacciones en efectivo. Lo hacemos solo si pagan con tarjeta de crédito. Puedo proporcionarles lo poco que tengo, pero yo no me haría demasiadas ilusiones de que les sirva de algo.
—¿Hay cámaras de seguridad? —preguntó el Coach.
—Solo conservamos las grabaciones durante dos semanas —respondió el guardia—. Y le puedo garantizar que nadie ha estado en esta unidad desde hace muchísimo tiempo.
—Bueno, eso no nos sirve de mucho —concluyó el Coach en tono sombrío—. De nada en absoluto.
Staffman se desconectó del resto de la conversación. Ahora estaba sentado en el suelo frío junto a la entrada del trastero, con uno de sus portátiles abierto encima de las piernas, indagando en el lápiz USB, que ni siquiera estaba encriptado.
«Probablemente no pudieron hacerlo —pensó—. Es una impresora demasiado sencilla para encriptar nada». El dispositivo contenía unas pocas líneas muy básicas como clave: macros y otras instrucciones que indicaban a la impresora cómo manejar el buffer de impresión, su memoria de corto plazo.
La máquina estaba configurada para recibir documentos vía correo electrónico. Normalmente, ese material era almacenado en un disco duro incorporado que permitía varias y múltiples opciones a quienes manejaban la impresora. Era posible acumular en lista de espera muchos documentos, y si se producía un error, recuperarlos para volverlos a imprimir. La clave incluida en el dispositivo de memoria instaba a la impresora a que obviara completamente el sistema. Todos los correos entrantes eran enviados directamente al buffer de la impresora, donde eran retenidos el tiempo suficiente para imprimirlos y luego eliminarlos.
Él mismo ya había supuesto algo así cuando entró por primera vez en la dirección de correo electrónico del Oráculo. Esperaba encontrar un sistema de almacenamiento gigantesco, capaz de guardar terabytes de datos y todos esos correos almacenados en una gran base. En cambio, se había topado con algo más bien reducido: por debajo de los cien megabytes. Eso quería decir, con toda probabilidad, que los correos se descargaban en algún otro sitio; sin embargo, el rastreo de la red los había conducido hasta allí. Por tanto, o bien los correos estaban siendo borrados, lo cual no tenía sentido, o bien estaban siendo derivados a un formato físico… Es decir, que los estaban imprimiendo.
Staffman no sabía por qué motivo el Oráculo había escogido hacer las cosas de ese modo; supuso que él mismo o su gente habían querido eliminar los correos impresos con regularidad, pero era evidente que ese plan había fallado de algún modo.
Nada de esto era muy útil ni lo ayudaría a localizar al Oráculo.
Levantó la vista del portátil y miró fijamente al Coach, que estaba dando instrucciones a sus hombres. La mujer hizo una pausa y se fijó en él. Su mirada era gélida como la de un tiburón y sostuvo la de Staffman por unos instantes, provocándole un escalofrío en la médula espinal. Enseguida se volvió para seguir charlando con su equipo.
Staffman sabía cómo actuaba el Coach. Si uno hacía lo que ella pedía, sería recompensado y viviría el resto de su vida con todas las comodidades. Si le fallaba, y eso en caso de que le permitiera seguir viviendo, usaría todas sus influencias, al parecer infinitas, para arruinarle la vida. Así, la siguiente vez que acudiera a alguien y le pidiera ayuda, estaría tan desesperado que haría cualquier cosa por ella, sin rechistar.
Staffman volvió a concentrarse en su ordenador y rastreó en la clave del dispositivo USB algo que pudiera servirle —cualquier pista por mínima que fuese—, pero no había nada. Eran solo dos líneas de programación increíblemente simples.
Pero no… Había algo más: unas pocas líneas como texto de cabecera, lo que muchos programadores insertan en sus claves como una especie de firma, igual que los correos pueden llevar una firma genérica al final del texto relevante. Staffman no la había detectado al principio; era tan habitual que lo había pasado por alto, empeñado en buscar lo sustancial del programa, las líneas que significaran algo de verdad.
Ahora examinó la firma con más detenimiento y vio que se trataba de una sola frase. Una frase ciertamente original:
POR NATURALEZA, LAS MUJERES NO SON AJEDRECISTAS EXCEPCIONALES, PORQUE NO SON GRANDES LUCHADORAS.
Staffman puso los ojos como platos.
Conocía esa cita, era de Gari Kaspárov. También recordaba a la mujer que había puesto esa frase en un cartelito encima de su escritorio, unos veinte años atrás, cuando ambos trabajaban en PARC. Además del cartelito, siempre la insertaba en sus códigos. Creía estar convencida de que así decía algo importante. Pues muy bien: buena o mala luchadora, acababa de perder la partida.
—Coach —dijo alzando la vista, extremadamente aliviado—, conozco a la mujer que está buscando. Puedo decirle todo acerca de ella… O bien es ella misma el Oráculo, o bien lo conoce.
—Estupendo —dijo el Coach sonriendo, de nuevo con la dulzura dibujada en su rostro—. Estoy segura de que podremos seguirle el rastro sin problemas. Buen trabajo, doctor Staffman.
Se volvió hacia sus hombres y les dedicó una mirada significativa.
—Parece que el equipo técnico ha concluido su labor. Ha llegado el turno del equipo de campo.