6
Jim Franklin, el actual director del FBI —cargo que había conseguido con mucho esfuerzo—, pensaba en el crimen. En cometer uno.
—Señores. Aquí estamos de nuevo —dijo Anthony Leuchten, el jefe de gabinete de la Casa Blanca y objeto de ese hipotético crimen.
Franklin observó la densa masa de grasa, de aspecto muy poco saludable, que rodeaba el cuello de Leuchten, y le costó imaginar que pudiera anudarse cada día el nudo de la corbata; debía de hacerse las camisas a medida. Parecía un sapo. Un sapo de piel rosácea y cabellos blancos como la nieve, y unas gafas redondas que daban a sus ojos un aspecto acuoso y enfermizo.
Sintió deseos de hundir sus dedos en la bola adiposa de su cuello y estrangularlo, sumergiendo los pulgares en la grasa, hasta estar completamente seguro de que nunca más volvería a oír el tono condescendiente y mojigato del jefe de gabinete.
Decidió que sería mejor apartar la mirada de ese hombre para sacudirse ese impulso homicida. Cerca de él había otro individuo, de pie sobre la nieve caída en el jardín sur de la Casa Blanca: un individuo bajo y muy delgado, de aspecto extraño, vestido con el uniforme de general de tres estrellas. Era el teniente general Linus Halvorsson, director de la Agencia de Seguridad Nacional. Franklin no lo conocía muy bien, pese a la colaboración habitual que se suponía que debía haber entre sus respectivos departamentos. La NSA se había ganado la reputación de ser el hogar de acogida de genios matemáticos y descifradores de códigos marginados de la sociedad, o voyeristas que se regodeaban leyendo los correos de todo el país. Y en las pocas ocasiones en que Franklin había tratado directamente con Halvorsson había comprobado que este último podía pertenecer a cualquiera de las dos facciones.
Leuchten sostenía en ese momento una fina rama de medio metro caída de un árbol cercano. La golpeó contra su palma regordeta y después la lanzó tan lejos como pudo por el jardín.
Una perra husky siberiana y lanuda, de pelaje blanquinegro, que hasta entonces descansaba a sus pies, se levantó y corrió a por ella. Leuchten observó inmutable su carrera.
—En verano, este clima es muy caluroso para ella, pero el presidente no tuvo opción. Haber abandonado la mascota en Minnesota le habría causado un daño mayor en las encuestas que tres incidentes diplomáticos seguidos. La gente adora a sus perros —concluyó Leuchten.
—Me lo imagino —dijo Franklin. Linus Halvorsson continuó en silencio.
La perra husky volvió sosteniendo orgullosa la rama entre sus fauces y Leuchten se agachó para recibirla, revolviendo con su mano el denso pelaje del animal.
—Bien hecho, Anuk. Buena perrita.
Leuchten dedicó a los dos hombres una mirada gélida.
—Uno de vosotros me habría llamado en caso de tener un nombre —dijo—. Entiendo, por lo tanto, que aún no habéis encontrado al Oráculo. Y habéis tenido un mes. ¿Qué demonios sucede?
El que habló fue Franklin:
—Tony, escucha, te hemos enviado regularmente informes con nuestros avances. Tú sabes que…
Leuchten alzó su dedo índice en el aire y Franklin apretó la mandíbula.
—Los informes son una mierda, Jim. Joder, Anuk caga eso mismo dos veces al día.
Las manos de Franklin se retorcieron de manera espasmódica dentro de sus bolsillos.
—No nos sobra el tiempo, caballeros —continuó Leuchten—. Es año de elecciones y el hombre que está detrás de vuestros respectivos nombramientos se presenta para su segundo mandato. Y como da la casualidad de que yo soy el responsable de garantizar que obtenga ese segundo mandato, me sorprende que no estéis haciendo algo más para hacerme feliz.
»Las guerras en defensa de las libertades que nuestro país libra actualmente, los temas económicos que inciden en la clase media, el control de las armas, el lío que heredamos en la atención sanitaria, la reforma de las leyes de inmigración, las tensiones entre estados demócratas y republicanos… Todo esto era previsible y no supone ningún obstáculo insalvable.
Leuchten apretó de nuevo los labios.
—Sin embargo, ni yo mismo podía anticipar la aparición de un individuo que, según todos los indicios, predice el futuro. A pesar de los temas restantes que afronta el país, al pueblo norteamericano le preocupa el Oráculo. Y el ilustre oponente del presidente, ese montón de mierda encarnada en candidato, se ha referido ya al Sitio en tres de sus discursos. Su postura es muy simple: consiste en llamar la atención sobre el hecho de que no hemos podido localizar o explicar el Oráculo, lo que hace que el presidente, vuestro jefe, parezca débil.
»Estoy seguro de que veis cuál es el problema. Más allá de que no podamos localizar o explicar el Oráculo, tampoco podemos adoptar ninguna postura al respecto. No podemos actuar hasta que sepamos si el Oráculo es solo un timador de Las Vegas o si el Sitio es un elaborado esfuerzo por parte de una potencia extranjera para desestabilizarnos. ¡O Dios sabe qué más! Y eso nos está ocasionando un daño enorme. Este… adivino podría terminar impidiendo al presidente Green ejercer un segundo mandato.
El discurso provocó que el rostro de Leuchten adquiriese la tonalidad del algodón azucarado. Después hizo una pausa, se relajó un instante y se dirigió otra vez a los dos hombres:
—Así pues, espero de vosotros alguna buena noticia.
Halvorsson y Franklin se miraron entre sí. El director de la NSA se encogió de hombros y habló el primero:
—Hemos interceptado ciertas comunicaciones que sugieren que el Oráculo se ha reunido con altos cargos de varias corporaciones multinacionales importantes, y también con algunos ciudadanos de gran fortuna.
—Ya veo… ¿Como cuáles?
—Barry Sternfeld, por nombrar uno. Hay un noventa por ciento de posibilidades de que haya contactado con él. Ngombe Mutumbo es otro, aunque en este caso es menos seguro.
—¿Sternfeld? Contribuyó con varios millones a la primera campaña del presidente, es buen amigo de nuestra administración. Y dice que se reunió con… O sea, ¿que el Oráculo celebra ahora reuniones? ¿Y cómo es que aún desconocemos su identidad, joder? ¿Por qué no podemos fijar nosotros una maldita reunión con él?
Halvorsson se aclaró la garganta.
—Es que todo lo hace clandestinamente, señor. En el corazón de internet, valiéndose de códigos encriptados específicamente diseñados para el cliente, herramientas para ser utilizadas una sola vez y que hagan imposible el rastreo. Nada queda grabado. Somos buenos en nuestra labor, pero no hacemos milagros. Si tuviéramos conocimiento de una reunión por adelantado, quizá podríamos hacer algo, pero por ahora nos enteramos de todo cuando ya ha ocurrido. Con el tiempo, puede que…
Leuchten lo interrumpió, su rostro adquiría una expresión cada vez más lúgubre a medida que pasaban los segundos.
—Más información de mierda, Halvorsson. Empiezo a marearme solo con el olor. ¡Llamad a Sternfeld! Preguntadle cómo logró él contactar con el Oráculo. No puede ser tan difícil, ¿no?
En ese punto intervino Franklin:
—Espera, Tony, para que te hagas una idea. Danos un par de minutos para explicarte la situación antes de soltarnos tus pequeñas sugerencias. No des por sentado que somos un par de idiotas.
El rostro de Leuchten se relajó. Se volvió hacia Franklin con una leve sonrisa dibujada en los labios.
—Daré por sentado que sois un par de idiotas hasta que me demostréis lo contrario, director. En cuanto a mis sugerencias, quizá no os gusten mucho, pero os aseguro que al presidente sí. Y puedo sugerirle, por ejemplo, que al FBI le sentaría bien un cambio de liderazgo. Agitar un poco las aguas, incorporar sangre nueva, desembarazarse de la vieja. Una sugerencia que le puedo hacer personalmente, sin intermediarios. Cabe considerarlo.
Leuchten miró a Franklin por encima de sus gafas redondas, con la frialdad de sus ojos azules.
—Pero, por favor, continuad. Decidme lo que está ocurriendo.
Franklin miró a Halvorsson en busca de apoyo, pero el general prefirió desviar la vista hacia un árbol cercano.
Franklin inspiró una profunda y desalentadora bocanada de aire invernal y la retuvo en sus pulmones. Al espirar, volvió a mirar a Leuchten.
—Bien —dijo—, la cuestión es esta. Mi gente ha oído hablar de esas reuniones del Oráculo que el director Halvorsson describe, pero no hemos podido conseguir ningún detalle de ellas. O sea que, o bien los clientes del Oráculo están demasiado asustados para hablar, o bien este les da algo tan valioso que nuestras amenazas no logran compensarlo. Estoy seguro de que Linus ha debido de toparse con dificultades similares.
Miró a Halvorsson. El hombre asintió con lentitud, una sola vez, pero no dijo una palabra. Ahora Franklin sintió ganas de golpearlo a él también. Esta reunión debía terminar pronto o él mismo acabaría siendo citado por un tribunal acusado de agresión múltiple.
Confiaba que los drones de la NSA de Halvorsson dedujeran algo espectacular, pero no parecía el caso. Con el tiempo, cada vez era más evidente que él personalmente tendría que hacer algo. Algo que, en realidad, no quería hacer.
—Creemos que el Oráculo está vendiendo predicciones —prosiguió Franklin.
—Ajá —dijo Leuchten—. Temía que eso ocurriera. Es lo que yo haría si tuviera acceso al futuro. ¿Y qué está vendiendo? En términos más específicos, quiero decir.
Franklin hizo rechinar los dientes.
—Una vez más, no estamos muy seguros. Como ha mencionado el director Halvorsson, las reuniones se desarrollan en redes absolutamente seguras, y nuestras fuentes no son gente que haya participado directamente en esas conversaciones con el Oráculo. Todo lo conseguimos de segunda mano: de rumores que circulan en los baños de caballeros, asesores de la gerencia que han oído parte de una charla, esa clase de cosas. No hemos conseguido acercarnos a nadie que haya recibido directamente la información. Pagan un montón de dinero por esa información, y no está en su ánimo compartirla.
Anuk fue hacia ellos, haciendo saltar en cada zancada la fina nieve caída, y se restregó contra las piernas del jefe de gabinete. Leuchten se agachó y tironeó de la cadena que le estrangulaba el cuello; el animal lanzó un quejido y cayó de lado, mirándolo con expresión de dolor.
—Maldita sea, llevaos a este animal dentro —ordenó haciendo una seña a uno de los hombres del Servicio Secreto que estaba a unos pasos de allí. El hombre le habló en voz baja al micrófono de la solapa y luego se acercó para llevarse a Anuk.
Leuchten puso los brazos en jarra.
—Me niego a aceptarlo —dijo—. Este tío está armándose una base de poder, aliándose con individuos y corporaciones que se encuentran entre las más poderosas del mundo. ¿Por qué? ¿Tenéis algún dato revelador? ¿Lo que sea?
—Sí, hay algo —dijo Halvorsson.
Franklin lo miró sorprendido.
—Hemos conseguido establecer relaciones cruzadas entre ciertos pagos sustanciales hechos por individuos y organizaciones que sabemos que han estado en contacto con el Oráculo. Pagos efectuados, todos ellos, a las islas Caimán, cada uno a una cuenta distinta.
Leuchten apretó como siempre los labios.
—¿Cuánto?
—Los pagos varían, pero nunca bajan de los diez millones de dólares —continuó Halvorsson—. Los más elevados alcanzan los centenares de millones. Son poco más de dos mil millones en total.
—De acuerdo. ¿Y en qué se los está gastando? —espetó Leuchten—. Se puede comprar un montón de AK-47 con dos mil millones de dólares, organizar campos de entrenamiento para los terroristas en todo Oriente Medio. Casi podría fabricarse una bomba nuclear. Repito: ¿en qué se los está gastando?
Franklin y Halvorsson lo miraron fijamente. El silencio duró unos segundos. Leuchten se cruzó de brazos y les dio la espalda.
—Muy bien, eso es todo —dijo—. Tengo otros asuntos de los que ocuparme. Encontrad al Oráculo. Háganlo, caballeros, o déjenme sus sugerencias respecto a quién podría reemplazaros.
Halvorsson hizo una inclinación de cabeza y regresó por el jardín sur. Franklin pareció dudar.
—Tony, si pudieras concederme un minuto más —dijo.
Leuchten lo miró sorprendido. Halvorsson ya estaba a algunos metros de distancia y vaciló: claramente, no tenía intención de marcharse si la conversación aún no había concluido, pero era demasiado tarde para darse la vuelta y conservar al mismo tiempo su dignidad.
—Tienes dos, Jim —replicó el jefe de gabinete.
—Demos un paseo —sugirió Franklin, indicándole el extremo del jardín sur, alejado del lugar donde se encontraba Halvorsson.
Caminaron repasando el sendero que Anuk había abierto en la nieve, haciendo un surco circular.
—¿De qué se trata? —preguntó Leuchten.
Franklin respiró hondo. En ese instante hubiera preferido hablar con el presidente y no con aquel batracio que solía bloquear su acceso a él.
Leuchten lo observaba con indisimulada curiosidad, incluso con avidez.
—Puede que haya otra forma de encontrar al Oráculo —dijo Franklin, midiendo sus palabras.
Leuchten enarcó una ceja.
—¿Ah, sí? ¿Y no podemos discutirla con el director Halvorsson?
Franklin negó con la cabeza.
—Es un enfoque nada habitual, Tony. Y me parece que tú mismo, al enterarte, querrás que poca gente, la menos posible, tenga conocimiento de esta charla.
—Ya veo. Entonces ¿estás seguro de que debemos mantenerla?
—Desde luego —dijo Franklin en tono taxativo—. La verdad, no creo que encontremos demasiado pronto a este tío, demuestra una gran inteligencia al usar la tecnología. Todo su sistema, el Oráculo en sí, está diseñado para impedir que interfiramos o pirateemos absolutamente nada. No somos la NSA, pero mi gente del área tecnológica es buenísima y me ha asegurado que no disponemos de la tecnología para sortear la seguridad del Sitio en un período razonable de tiempo. Podríamos tardar años. Estamos trabajando en ello, pero hasta ahora no sabemos ni siquiera de dónde procede su dirección de correo electrónico.
»En estos momentos, mi equipo podría llegar hasta él siguiendo únicamente la línea habitual de investigación, pero él tendría que cometer un error para lograr sorprenderlo, y ahora que tiene dinero ese escenario también ha cambiado. El dinero ayuda mucho, a veces; deja rastros. Pero a la vez permite contratar a gente que ayude a cubrir esos rastros. Sea lo que sea, la labor detectivesca tarda su tiempo. Tú has dejado claro que no disponemos de ese tiempo, y coincido contigo.
Leuchten exhaló una gran bocanada de aire.
—Jim, explícame por qué estoy todavía aquí fuera escuchándote. Me refiero a que, si quisiera que se me congelaran los huevos, me bastaría con follarme a tu esposa, ¿no?
Franklin respondió al comentario con una sonrisa, a todas luces forzada.
—Voy a ello, Tony —dijo, e hizo otra pausa, obligándose a mantener la calma—. Conozco a alguien que podría encontrar al Oráculo. Tal vez.
Leuchten frunció el ceño.
—¿Por sí solo?
—No exactamente. Acostumbra a recurrir a un equipo de especialistas.
Franklin dudó unos segundos, pensando en el nido de ratas que su próxima frase destaparía, intentando decidir si el Oráculo lo valía.
Lo pensó un poco más… y finalmente le habló a Leuchten del Coach.