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—Estamos en guerra, amigos míos —dijo Hosiah Branson—, pero somos afortunados, nuestro ejército tiene la fuerza de mil de millones.

Buscó en el bolsillo interior de su abrigo un pañuelo limpio y muy blanco para secarse la frente. Estaba sudando como mi cerdo.

Branson ocupaba un sillón de cuero en la cabecera de la larga y bruñida mesa de caoba que llenaba buena parte del espacio en la sala del consejo. Había esperado que surgieran algunas tensiones con el ordenamiento de los diferentes asistentes en sus puestos, pero los santos delegados habían ocupado su sitio, indicado en una tarjeta, con mínimos reparos. Eso resultó muy bueno de entrada. Había situado al clérigo suní de Pakistán tan alejado como pudo del sacerdote hindú y del chií iraní, los cuales también debían quedar en extremos opuestos de la mesa, con la ubicación del rabino Laufer complicando las cosas todavía más. Pero quizá él había pensado más de la cuenta la cuestión. Al menos ese día en particular parecía que las diferencias se habían dejado de lado.

Detrás de cada silla había intérpretes y asistentes listos para proveer a sus patrones de cualquier servicio que requirieran. Varios televisores en mesas con ruedecillas se arracimaban junto a la mesa. En las pantallas, los rostros de unos cuantos líderes religiosos más que no habían podido o querido acudir a Dubái observaban al espectador a través de un enlace por videoconferencia.

Los santos delegados miraban expectantes a Branson, a la espera de que prosiguiera.

Hosiah se tomó unos segundos para deleitarse por haber logrado reunir a todos esos hombres, luego se aclaró la garganta y habló de nuevo:

—Amigos míos, gracias por estar hoy aquí. Este es un momento histórico, en el que los líderes de las mayores confesiones del planeta se hallan reunidos en una misma sala. Que yo sepa, un acontecimiento de esta índole no había ocurrido jamás… a menos, claro, que haya tenido lugar y yo no haya sido invitado.

Los intérpretes concluyeron la frase, a lo cual siguieron algunas risitas, pero la mayoría de los rostros en la estancia permanecieron inmutables, con expresiones que iban de lo impertérrito a la hostilidad manifiesta.

Hosiah tragó saliva, ignoró una gota de sudor que recorría su espalda y prosiguió:

—Me honra ver que tantos de vosotros hayáis respondido a mi llamada y pienso que ello habla por sí mismo de la gravedad del tema al que hoy nos enfrentamos. Todos nosotros somos, como he dicho, los guardianes de la fe para miles de millones de personas. Y cuando asoman en el horizonte amenazas a esa fe, es nuestro deber plantarles cara en nombre de nuestra grey, con furia y sin considerar en ningún momento la retirada. Nos enfrentamos a una batalla en ciernes y estoy seguro de que el nombre del adversario os resultará a todos bien conocido: el Oráculo.

La audiencia se revolvió incómoda en sus asientos, incluso antes de escuchar la traducción. «Oráculo» era una palabra que todo el mundo conocía por entonces.

—En mi propio credo, a menudo aludimos a los acólitos como nuestro rebaño, y nosotros somos sus pastores, para filiarlos en un universo amenazante y adverso. Yo amo a mi rebaño y haría cualquier cosa para resguardarlo… pero ese rebaño ha menguado en los últimos tiempos, amigos míos. El Oráculo es un lobo con piel de cordero, que logra apartarlos de las verdades que les proveemos.

Branson hablaba con cautela. Había una sensibilidad general que era preciso mantener. A pesar de su énfasis en la unidad de propósitos, aquello se aproximaba más a una reunión de líderes de varias corporaciones rivales que a otra cosa. De no existir la amenaza del Oráculo, Branson no se haría ilusiones de que alguno de ellos le diera siquiera la hora. Sus bases de sustento y poder estaban sitiadas, eso era todo. Combinar recursos podía dar una solución, aunque ciertamente no un acuerdo perdurable.

Sin embargo, esa no era la clase de cosas que convenía decir ahora de manera irreflexiva.

—Quisiera empezar diciendo que mi posición ha sido, deslíe un principio, la de considerar al Oráculo un enemigo de todos nuestros cultos. No puedo saber cómo recibe su información, pero creo que esta proviene o bien de fuentes científicas de algún tipo, o bien es un fraude al generar los eventos que predice luego de ocurridos. Ningún verdadero profeta actuaría como lo ha hecho él.

—¿Y qué propone usted? —dijo con franqueza el clérigo suní en un inglés con fuerte acento árabe, tras indicar con señas a su intérprete que no requería de sus servicios—. Sabemos que el Oráculo es un problema, de otro modo no estaríamos aquí. ¿Qué solución ofrece usted?

Branson sonrió para ocultar la irritación suscitada por la interrupción.

—Desde luego —dijo—. Vayamos directos al meollo de la cuestión, como decimos en América. Aunque no será de hueso de cerdo, lo prometo.

Silencio; aunque varias sillas más allá, el Alto Reverendo Michael Beckwith, prelado de la Iglesia Episcopal y representante en esa reunión de los anglicanos de todo el mundo, unos ciento sesenta y cinco millones de fieles, sonrió con la vista puesta en su café. Branson se sintió fugazmente alentado al comprobar que alguien en la estancia tenía sentido del humor.

—Yo sugiero dos vías de acción, caballeros. ¿La primera? Creo que deberíamos hablar todos más claramente en público contra el Oráculo. A nuestros fieles, a la prensa. Tendríamos que dejarles claro que no hay nada en común entre nuestros respectivos credos y ese… ese charlatán de feria. Algunos de vosotros ya habéis tomado medidas en este sentido, pero yo humildemente recomiendo una línea de acción unificada de partido, si queréis ponerlo en esos términos.

—¿Y en qué nos beneficiará eso? —Quien habló esta vez fue uno de los sacerdotes hindúes, llamado Bhatt.

—Hará que la gente piense en lo que es el Oráculo y de dónde viene. Hará germinar la semilla de la duda en sus mentes. Si todos los líderes religiosos del mundo dicen lo mismo… que el Oráculo es el mal, que no debemos confiar en él… puede que no consigamos detener sus planes, cualesquiera que sean, pero yo creo que se podrá…

—Pero aún no sabemos si es el mal —dijo en voz baja Karmapa Chamdo.

Todos se volvieron hacia el hombre que acababa de hablar, el décimo octavo Lama del Sombrero Negro, a la cabeza de la tercera mayor secta budista del mundo, con autoridad para representar al propio Dalái Lama. Vestía una túnica de color granate y azafrán, al parecer bastante más apropiada para el calor insidioso del desierto que el traje y corbata de Branson.

—El Oráculo no forma parte de nuestra experiencia presente —continuó Chamdo—, pero ¿acaso todos nuestros sistemas de creencias no incluyen, como si fueran uno solo, el concepto de profetas? ¿Cómo podemos condenar a un hombre cuando aparece entre nosotros dando muestras de las mismas habilidades divinas que describen nuestros textos sagrados?

—Primero ofreció sus predicciones en sitios web relacionados con Estados Unidos, y en inglés —dijo el clérigo suní—. No es nuestro Profeta.

—Y se dice que pide dinero, que vende sus predicciones —complementó Bhatt, como si esto saldara la cuestión—. Tollos lo hemos oído. ¿De qué le sirve el dinero a un ser divino?

—Quizá para lo mismo que a nuestras iglesias —insistió Chamdo—. Si nosotros pedimos a nuestros fieles que hagan donativos, ¿por qué tendría que estarle prohibido a él hacerlo? Y quisiera señalar que el Oráculo nunca ha declarado que sea de origen divino. Está aquí, junto a nosotros, en el mundo material —prosiguió el budista—. Es parte del orden natural de las cosas, parte de la gran rueda en la que giramos todos.

¿No sería mejor dar con la forma de adaptarnos a su presencia en lugar de combatirlo?

El sentimiento general dentro de la sala se iba volviendo rápidamente contra el Lama, como advirtió Hosiah complacido. Apuntes disimulados de los demás hombres santos revelaban un fuerte sentir colectivo que sugería una pregunta: «¿De qué lado estás tú?».

Karmapa Chamdo pareció notar esto último y se calló, asintiendo en dirección a Hosiah con su rostro bañado de absoluta paz, que al parecer era su única expresión.

—Su Santidad ha formulado cuestiones excelentes —dijo Branson—, pero yo doy por sentado que muchos de nuestros fieles no están preparados para las sutiles distinciones filosóficas que podamos debatir hoy aquí. Revestir al Oráculo con las ropas del mal cuando hablemos de él ante nuestras respectivas congregaciones es un concepto muy simple, que la grey entenderá fácilmente. Aun así, todos vosotros podéis actuar como consideréis preferible, por supuesto.

Hubo asentimientos a lo largo de la mesa. No de todos, pero sí de la mayoría de los asistentes.

—¿Ha mencionado usted un segundo elemento dentro de su plan, reverendo? —preguntó Beckwith.

—Sí, claro; gracias, obispo. Esto puede que sea más del agrado de Karmapa Chamdo. Creo que buena parte de los motivos por los que el Oráculo resulta tan fascinante para el mundo es que su verdadera naturaleza sigue siendo un misterio. Si pudiéramos descubrir su identidad, mostrarle al mundo que solo es un hombre más, que sus predicciones tienen alguna explicación secular, entonces nuestros problemas habrían terminado. Esto me lleva de vuelta al primer punto. Nuestras congregaciones, tomadas en su conjunto, conforman el mayor ejército del mundo: miles de millones de personas repartidas por todos los países del planeta. Debemos convertirnos todos en generales. Debemos decir a nuestras fuerzas que el Oráculo es un enemigo de Dios y disponerlas a que emprendan su cacería. Yo mismo he activado ya esta búsqueda en mi propio rebaño.

—Sus Detectives de Cristo —dijo el rabino Laufer en tono divertido—. Parece sacado de una película.

—Sí, ya lo sé —corroboró Branson, obligándose a esbozar una leve sonrisa—. No es muy sofisticado, pero quizá funcione. Todos vosotros podéis sugerir la idea a vuestra propia gente del mejor modo que creáis, pero es importante que unamos nuestros empeños. Yo puedo hacer por mi cuenta solo eso. Buena parte de mi influencia se focaliza en Estados Unidos. Esa es la razón por la que he querido convocaros a todos hoy aquí.

—¿Esa es la razón? —preguntó el rabino—. ¿No será, quizá, que está usted preocupado por cierta predicción del Oráculo relacionada con un bistec, y que está buscando desacreditarlo antes de que él le haga a usted quedar como un tonto durante la emisión en directo que ha anunciado?

Branson se volvió hacia Laufer, ya sin impostar ninguna sonrisa.

—Estoy en el ojo del huracán, no voy a pretender que no sea así. Pero es usted un estúpido si piensa que el Oráculo va a contentarse conmigo. Me ha alcanzado y me ha dado una estocada en el corazón. Es un mensaje dirigido a mí, claro que sí… —en este punto abarcó con un gesto a toda la mesa y a la totalidad de los santos delegados allí reunidos—, pero también a vosotros. Quiere abatirme a mí primero para que ninguno de vosotros ose luego desafiarlo. Es tan nocivo como un dictador o un gobierno opresor, o un pogromo que busca destruir a los hombres que están al servicio de Dios en los muchos y largos siglos que llevamos haciendo nuestra labor.

Branson señaló al rabino Laufer.

—¿Qué pasará si lanza una predicción de que los judíos van a intentar quedarse con el sistema financiero mundial?

Luego hizo una inclinación de cabeza hacia los enviados suní y chií.

—¿O relativa a otro ataque a gran escala de los musulmanes dentro de Estados Unidos?

Hubo gestos malhumorados alrededor de la mesa.

—Ninguno de vosotros ha sido objeto, de hecho, de las presuntas habilidades del Oráculo. Yo sí, y os diré que ninguno de nosotros se había enfrentado nunca a algo de esta naturaleza. Con solo diez palabras podría convertir cualquiera de nuestros credos en adversarios de todo el mundo.

Branson se giró en su sillón.

—La humanidad nos necesita. Necesita de nuestra ayuda directa y de buenos consejos, también de nuestro ejemplo. Nuestros credos son la argamasa del mundo. Debemos actuar. El Oráculo ha de tener un vecino, un hermano, un amigo. Una de esas personas se halla entre nuestros fieles o estos la conocen. Vamos a encontrar al Oráculo. Y, una vez quede al descubierto quién está detrás, vamos a exponerlo justo como lo que es: sencillamente, un hombre.

—¿Y qué haremos cuando lo tengamos? —preguntó el iraní.

—Lo que debamos hacer —replicó Branson.

—¿Y si no es un fraude? ¿Y si es, en efecto, un mensajero de Dios? Entonces ¿qué? —intervino Karmapa Chamdo.

Hosiah entrelazó las manos y le clavó la mirada.

—En ese caso, amigo mío, sospecho que estaremos todos jodidos.