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—¿Le parece a usted que es la manera apropiada de hacerlo? —preguntó el presidente.

—Sí, Daniel —replicó Hosiah Branson, deleitándose, como siempre, con el hecho de llamar a su interlocutor por el nombre de pila. Era algo de lo que nunca se cansaba—. Léame de nuevo el fragmento sobre Níger —añadió.

Hubo una pausa y enseguida se oyó por el auricular el tono bajo y sonoro del presidente. Se podía decir lo que fuera sobre el talento de Daniel Green como gobernante, pero nadie podía obviar que era un magnífico orador.

—Nuestro compromiso con la libertad no puede restringirse a nuestras costas. Debemos poner fin a las violaciones de los derechos humanos perpetradas por el movimiento Sojo Gaba y su líder, Idriss Yusuf. Hace mucho tiempo que está reclutando a menores de edad en Níger para sumarlos a su ejército y obligarlos a asesinar a sus compatriotas, en su empeño por hacerse con el control total del país. Níger es una de las naciones más pobres del planeta y ha sufrido durante generaciones la acción de regímenes opresivos que han impedido a su pueblo desarrollarse en paz junto a las demás naciones de la región, a pesar de los abundantes recursos naturales del país y su vibrante cultura. La falta de un gobierno estable ha dificultado hasta la vigilancia policial dentro del país, lo que ha posibilitado el auge de organizaciones terroristas violentas como Sojo Gaba. Puede que Níger nos parezca un país remoto, pero los acontecimientos que allí se desarrollan pueden sin duda terminar afectando a la tranquilidad y la seguridad del propio pueblo norteamericano. La semilla del mal florece en los lugares más recónditos…

—Arraiga —dijo Branson.

—¿Cómo? —repuso Green.

—Las semillas arraigan, no florecen. En cualquier caso, es mejor como metáfora, lo de las raíces arraigando, sumergiéndose…, de modo que haya que arrancarlas. Las flores, en cambio… ¿quién tiene miedo a las florecillas?

—Ajá —convino el presidente.

A esto le siguió un ruidito acompasado en el auricular. Branson supuso que era el presidente corrigiendo su discurso.

—Perfecto —dijo Green—. Creo que ya está. No es que vaya a servir de mucho, con ese bastardo de Yusuf diciéndole a su gente que él es el Oráculo, y su gente dándole crédito. Ha conseguido reunir un ejército privado, la mitad formado por niños. Incluso si acabamos enviando tropas a Níger, la sola idea de los fornidos y pérfidos soldados estadounidenses disparando contra críos de nueve años es… bueno, una auténtica mierda. Mejor sería cederle ya mismo la elección a Wilson.

—Venga, Daniel —dijo Branson en tono enérgico—. Usted sabe que esta es una carrera larga. Queda aún bastante para las elecciones.

—Me doy cuenta de eso, Hosiah —replicó el presidente—. Y puedo prever un centenar de formas en que las cosas podrían ir a peor, no esas que podrían mejorarlas. Tenemos tropas en Afganistán y Siria, y ahora se habla seriamente de intervenir en un tercer país. El Dow Jones ha caído este mes en más de cien puntos al día, y la mayoría de los restantes indicadores económicos no andan mucho mejor. China no consigue poner orden en su propia casa y nosotros estamos tan ligados a ella que cualquier factor negativo que incida en sus mercados provoca una reacción en cadena que alcanza a los nuestros en cuestión de un día… Con franqueza —concluyó—, no consigo entender que alguien quiera de verdad este trabajo.

—Bueno, siempre puede usted renunciar a él —replicó Branson—. Ninguna ley dice que deba postularse a un segundo mandato.

—Ajá —dijo Green—, pero dejaría de tener billetes de avión gratis.

Dicho esto, se aclaró la garganta, un signo que siempre indicaba a Branson el final inminente de la conversación.

—Gracias, Hosiah —dijo Green—. Le agradezco que me dedique su tiempo, ya sabe lo importante que es para mí su punto de vista.

—Por supuesto, Daniel. Estoy a su disposición siempre que me necesite. Pero si no hay nada más, tengo un…

—De hecho, lo hay —lo interrumpió el presidente—. El Oráculo.

La mano de Branson apretó con fuerza el auricular.

—¿Sí? —dijo—. ¿Qué pasa con él?

—Lo he visto, Hosiah. Cada uno de los programas de televisión a los que ha sido invitado, he leído sus editoriales… Está metido de lleno en una guerra sin cuartel contra el Oráculo. Hasta lo ha llamado usted el Anticristo, si mal no recuerdo.

—En eso sigo tan solo mi instinto, Daniel. Creo de verdad en lo que digo. La gente piensa que lo del Oráculo es… como un truco de feria. O una suerte de redentor. Tal como yo lo veo, es poca la gente que entiende los riesgos que supone. Y yo, que he sido bendecido con un púlpito, tengo la obligación de utilizarlo para anunciarlo.

—Eso lo entiendo, Hosiah, pero necesito que se refrene.

El rostro de Branson enrojeció.

Nunca —ni una sola vez en todos esos años en los que había sido su consejero espiritual, desde casi una década antes de que llegara a ocupar su puesto en la Casa Blanca— había intentado el presidente ejercer presión alguna sobre el ministerio de Branson. Jamás le había solicitado ningún favor, ni le había pedido que hiciera campaña en su beneficio, ni siquiera en aquellos estados donde unas pocas palabras del reverendo en su sermón hubieran marcado una diferencia. Esa era una de las razones por las que su relación era tan sólida, o eso sentía él. Ninguno había pedido jamás al otro algo más que su amistad o su consejo.

Hasta ese momento. Cuando el maldito Oráculo volvía a meter las narices en los asuntos de Branson.

—¿Qué me refrene? —dijo al fin—. ¿A qué se refiere?

—Simplemente, que rebaje usted el tono. Seguimos sin saber mucho de ese Oráculo, y si de verdad es capaz de hacer todo eso de lo que parece capaz…

—No lo es —dijo Branson en tono cortante.

El presidente hizo una pausa y prosiguió:

—Preferiría que no me interrumpiera de nuevo —dijo, y su propio tono se enfrió—. Entiendo que tiene usted su propia visión del asunto, reverendo, pero todo el mundo sabe además que usted y yo somos personas cercanas, y si el Oráculo resulta ser… si es lo que parece…, entonces prefiero tenerlo como aliado, punto. Tenemos nuestro plan para establecer contacto con él. Tony Leuchten se está ocupando de ello y no quiero que nada interfiera con su trabajo.

Su voz cambió de nuevo, esta vez sonó más suave.

—Hemos sido amigos durante mucho tiempo, Hosiah. Nada me dolería más que tener que poner fin a nuestro vínculo. Es lo último que querría hacer.

«¿Poner fin… a nuestro vínculo?», pensó Branson.

Consideró las consecuencias que podría provocar la decisión del presidente de no atender más las llamadas del reverendo Hosiah Branson. Green sería el primero en hacerlo, pero la noticia no tardaría en difundirse, primero a la clase política, luego a los empresarios y enseguida al mundo entero. No tardaría mucho en estar acabado. Acabado del todo.

Y el Oráculo habría ganado. No. No podía permitirlo.

—Daniel, haré lo que me pide. Voy a refrenarme… Pero he autorizado ya una pequeña campaña publicitaria con… esto… con una cierta retórica algo intensa contra el Oráculo. Y hemos pagado ya por ella, no hay manera de revertir el cobro. Haré lo que pueda para poner distancia entre el ministerio y la campaña en cuestión.

Al otro lado de la línea solo hubo silencio. Branson tragó saliva una vez y luego prosiguió:

—Y pienso seguir adelante con lo de la emisión en directo del momento en que debería cumplirse la predicción de ese bastardo referida a mi persona. Es mi vida, Daniel, mi vida entera lo que aquí está en juego. Es como si el Oráculo me hubiera retado a un duelo al mediodía. Voy a comerme cada pedazo de ese bistec sin una pizca de pimienta y el mundo entero me verá hacerlo.

Seguía sin haber respuesta al otro lado del auricular. Pasaron cinco segundos. Diez. Hasta que el presidente habló al fin:

—Lo siento, Hosiah, no he escuchado esto último. Uno de mis asistentes estaba diciéndome algo… Ahora debo colgar —dijo.

La línea quedó muerta. Branson apartó lentamente el teléfono de su oreja y colgó. Miró su reflejo en el espejo dividido en tres partes colgado de la pared, justo enfrente de él.

—Ya podéis entrar de nuevo —avisó.

Tres personas entraron en el camerino: su estilista, la maquilladora y el hermano Jonas con su traje y corbata negros, consultando ceñudo su móvil como un jerbo doméstico que hubiera cogido un trocito de basura.

La maquilladora tomó una gasa de su bandeja, que descansaba en la mesilla delante de Branson, y comenzó a empolvarle la frente sin decir nada. Antes de eso, la llamada del presidente los había pillado con el trabajo a medias, y el propio Branson había ordenado al personal que saliera.

—Escucha, Jonas —dijo a su asistente—, he decidido proseguir con la campaña publicitaria de la que hablamos. Sigue tú adelante y realiza el pago inicial a la agencia. Y diles que empiecen de inmediato.

La campaña contaba con una gran cobertura en la prensa: internet, radios, prensa escrita y hasta la televisión, con algunos anuncios cuidadosamente escogidos, todo diseñado para sembrar dudas respecto a los orígenes, intenciones y debilidades del Oráculo. La agencia publicitaria se había concentrado en una única idea clave durante su presentación: quería alentar a la congregación a transformarse en «Detectives de Cristo», que cada uno investigara entre sus amigos y vecinos en busca de indicios: el Oráculo podía ser cualquiera de ellos.

Su asistente no se había movido y seguía escrutando con gesto pesaroso su móvil.

—Jonas, ¿has oído lo que acabo de decirte? —dijo Branson.

—Sí, reverendo —respondió el muchacho con voz trémula—. Pero antes tiene que ver usted esto.

Le pasó el teléfono.

La pantalla mostraba el Sitio; esas líneas conocidas de texto negro con las veintitantas predicciones que Branson había leído ya tantas veces y que le resultaban, por lo mismo, casi tan familiares como las Sagradas Escrituras. Debajo debía de constar la dirección electrónica del Oráculo con su frase habitual y enervante «esto no es todo lo que sé», pero en esta ocasión la frase había sido desplazada al final de la página y, bajo las antiguas predicciones, habían aparecido nuevas frases: veintitrés de ellas, numeradas en secuencia, como el primer grupo de predicciones. El formato era idéntico: una fecha futura y enseguida unas pocas palabras describiendo un acontecimiento que debía ocurrir en esa fecha. Pero estas nuevas no eran del todo similares a las anteriores.

Cada una venía en texto rojo, una tonalidad que destacaba crudamente contra el blanco homogéneo del fondo. Como la sangre en un campo nevado.

Branson devoró con la vista las veintitrés nuevas predicciones, leyéndolas una primera vez en diagonal para ver si su nombre estaba incluido en alguna, y luego una segunda vez con alivio. Y una tercera mucho más lentamente, ahondando en el significado.

—Salid —dijo—. Todos excepto Jonas.

La estilista y la maquilladora dejaron su instrumental y salieron de nuevo sin decir palabra.

—Puede que no sea tan malo como parece —dijo Jonas, aunque su voz sonaba ligeramente desesperada—. Podemos incrementar los fondos para nuestros programas de largo alcance. Nuestro culto y sus filiales ayudan a gente en todo el mundo, solo tenemos que explicar eso…

—Basta, Jonas —lo cortó Branson—. O se va él o nos vamos nosotros. Es así de simple.

—¿Y eso cambia en algo las cosas respecto a la reunión en Dubái? —quiso saber el secretario.

Branson reflexionó unos segundos.

—Así es —concluyó—. Adelántala. Tanto como se pueda y sigamos contando con todos allí.

Se levantó y devolvió el móvil a Jonas. Se quitó el pañuelo de papel del cuello y se enderezó la corbata de un azul brillante. Luego se estudió unos segundos en el espejo.

«Fuerte —pensó—. Se te ve muy fuerte. Quién diría que acaban de darte una patada en los huevos». Salió a grandes zancadas del camerino y se dirigió al escenario, oyendo la música voluptuosa y los exhortos voceados por los laicos que calentaban a la congregación para él, las ovaciones de la multitud reunida. Y aceleró el paso, deseoso de estar ya allí y sentir la energía de su gente nutriéndolo, para recargar las pilas con una pizca de ese amor al buen Jesús.

Caminó por el pasillo lateral hasta el borde del escenario y cogió el micrófono, recibiendo la sonrisa alentadora que le dedicó una colaboradora joven y atractiva. Después irrumpió ante la multitud, sintiendo el rugido que afloró al verlo. Un ruido magnífico, eso era un hecho.

Su visión del auditorio no era completa debido a los focos que brillaban por encima de él; de hecho, solo veía con claridad las primeras filas de la platea.

Y en esas mismas filas, al menos una de cada tres personas estaba mirando el móvil que tenía en sus manos, claramente extasiada. Desde donde estaba podía ver la pantalla blanca cruzada por varias líneas rojas.