21

Will sentía el ritmo bajo sus dedos, metido de lleno, las notas negras en sincronía precisa con la batería. No tenía que pensar en nada, solo ejecutar esa línea por debajo de los solos instrumentales, esperando a hacer su propio cierre del tema. Miró a Jorge Cabrera, que llevaba ya cinco minutos con los ojos cerrados y los brazos extendidos hacia el teclado tocando su solo, a base de variaciones sobre «Psycho Killer» de los Talking Heads.

Luego desvió la mirada al público y las distintas siluetas que apenas se distinguían bajo los focos dirigidos hacia su rostro. Alcanzó a ver a Hamza y a Miko en una mesita a la izquierda y les dedicó una sonrisa absolutamente sincera.

En las semanas transcurridas desde lo de Uruguay, ambos habían estado presionándolo —obligándolo, más bien— a que se distrajera de ese empeño interminable de entender lo que el Sitio buscaba hacerle al mundo. Ahora trabajaban los tres juntos en ello, analizando los resúmenes de noticias, elaborando cuadros de datos… aunque todo pareciera inútil.

El plan maestro del Sitio era, claro está, muy vasto, un esfuerzo global densamente coordinado, en perpetuo movimiento. Evolucionando siempre hacia algo más. Y el equipo que intentaba entender esa evolución, quizá incluso pararla, incluía a un músico frustrado, una maestra de escuela primaria y un exbanquero de inversiones.

Era como pretender jugar una partida de ajedrez en un cuarto a oscuras, donde uno debía discernir las jugadas del oponente solo por el olfato. Y ese estaba además resfriado. Y su oponente era Dios.

Inútil.

Aun así, trabajaron de lleno en el asunto, estudiando a conciencia el tablero, intentando ganar una partida que no entendían y que muy probablemente nunca llegarían a entender del todo.

Hamza y Milco se tenían el uno al otro. Podían compartir esa carga de saber que las predicciones del Oráculo habían provocado casi con total certeza el levantamiento de la facción Sojo Gaba en Níger y la iniciativa consiguiente de los norteamericanos de bombardear la región, pulverizando lenta pero inexorablemente la nación en el empeño de destruir a su líder, al tiempo que esa decisión brindaba al presidente Green la oportunidad de basar en ella su campaña para la reelección. O la lenta, infinita, espiral descendente de la economía global. O cualquiera de las demás cosas que el Sitio le estaba haciendo al mundo. Podían compartir esa carga mutuamente.

Will, en cambio, estaba solo. Sus dos amigos lo sabían y eso les preocupaba, posiblemente con razón después de cómo lo habían visto en Uruguay.

Por este motivo, le habían sugerido con toda gentileza, y después con firmeza, y luego con insistencia, que encontrara una manera de relajar las tensiones que le provocaba el asunto del Oráculo. Eso lo empujó a telefonear a Jorge Cabrera y a pedirle que le permitiera acompañarlo en una de sus noches de jazz los domingos.

Tenían lugar siempre en el mismo club, el Broken Elbow, y en el Village. Por allí pasaban los músicos neoyorquinos de élite, todo el que no estuviera de gira o actuara en otra parte, solo para ponerse al día, intercambiar chismes y tocar un rato. Técnicamente hablando, cualquiera podía participar si lo solicitaba —era una sesión a micrófono abierto—, pero cuando subías al escenario, era por tu cuenta y riesgo. Jorge mencionaba un tema y la banda lo tocaba, eso era todo. Nada de ensayos ni de conversaciones previas. Si no podías sostenerlo hasta el final, nadie te iba a hacer sentir como una mierda, pero quedabas excluido del club de los tíos guais, sin grandes esperanzas de volver a entrar más adelante.

En esos momentos estaban tocando, entre otras celebridades, dos músicos de la banda que actuaba los sábados por la noche y un guitarrista que había dejado su huella en varias grabaciones de estudio, de las que habían surgido al menos tres de los mejores temas del año anterior en las listas de éxitos. Y, además, Will Dando en el bajo, manteniendo el tipo. Muy concentrado.

Se sentía ligero. Ya no era el Oráculo, solo un músico compartiendo el escenario con algunos de los mejores intérpretes de Nueva York y aportando su grano de arena.

El tema estaba a punto de concluir, resonando con el rugido de breves acordes de la guitarra, el tronar de la batería y la estridencia del saxo, todo eso con lo que solían terminar esas improvisaciones, antes de culminar con un gran signo de puntuación al cierre. Los cuatro hombres y una mujer en el escenario comenzaron a despojarse de sus instrumentos, dejándolos en los atriles e intercambiando saludos y bromas internas y valoraciones entusiastas, aunque sutiles, de las habilidades de cada uno.

Will se volvió hacia Jorge.

—¿Te parece bien si toco un tema más durante el descanso? Es un tema nuevo que he estado componiendo, quiero ver si funciona con el público.

Jorge vaciló: eso se salía del protocolo habitual, no eran sesiones para presentar temas nuevos, sino versiones diferentes e improvisadas de temas conocidos y, además, se daba por sentado que no había un artista principal de la velada. Más aún, en el caso de que hubiera que destacar a alguien, seguro que Will Dando no era el primero de la lista.

Pero el anfitrión terminó encogiéndose de hombros y le dio una palmadita en la espalda.

—Claro, colega —le dijo—. Tú diviértete. Me alegra que hayas venido esta noche, se te echaba de menos. No es lo mismo cuando no estás. Hablaremos después. Además… tengo algunos trabajitos en mente en los que me gustaría incluirte.

Le indicó con un gesto el micrófono en el centro del escenario.

—Todo tuyo.

Will fue hasta allí cargado de unos cuantos pedales para crear efectos que tomó de su amplificador y los dispuso frente al pequeño estrado junto al micrófono. Los probó con el pie un par de veces —uno de bucles, otro de fuertes distorsiones y otro de coros— e hizo la prueba de sonido mientras el resto de la banda abandonaba el escenario y se dirigía a la barra.

La estridencia de una distorsión compleja resonó en todo el club, diluyéndose en ecos provocados con el pedal. Will vio que los espectadores en primera fila se inclinaban de manera instintiva hacia atrás, como si los hubiera golpeado un viento ártico.

—Este tema es nuevo —anunció—. Y va de cómo creo yo que están las cosas en este momento.

Comenzó a tocar gruesos acordes con efectos que afloraban del amplificador, intensos, granulosos y bajos, con un pequeño gancho melódico que surgía de los trastes cada pocos compases.

Cantó, casi recitando la letra, con voz profunda y engolada:

No se lo he contado a mi familia,

Ellos no saben lo que yo sé.

Doce personas muertas y alguna más, alguna más.

No sabéis lo que yo sé.

El tema prosiguió con la voz de Will subiendo hasta convertirse en un lamento y el estribillo reducido a una reiteración de las palabras «lo que yo sé, lo que yo sé» una y otra y otra vez. Concluyó con los ojos cerrados y las últimas notas diluyéndose en el silencio reinante en el club.

Hubo aplausos aislados, apenas distinguibles entre las conversaciones de fondo. La clientela aprovechaba el descanso de la banda para charlar. A Will no le sorprendió. ¿Un bajista solo, al que nadie conocía, tocando un tema que nunca habían escuchado? Poco menos que un entretenimiento. Tenía suerte de que no lo hubieran abucheado.

Inútil.

Comenzó a tocar de nuevo: un ritmo breve y repetitivo, solo un acorde, muy agradable al oído.

—¿Y qué me decís de cómo está el mundo estos días, eh? —dijo dirigiéndose al público—. Pongo mucha atención a las noticias últimamente, más de lo que solía hacerlo. Una mierda todo, ¿no? ¿Cuánto cuesta ahora el litro de gasolina? ¿Cuatro pavos…?

Hizo una floritura con el bajo y volvió al acorde de tres notas.

—Venga —dijo—, dejadme que os dé lo que queréis:

La extinción del martín pescador escarlata.

Una riña que estalla en el Senado de Taiwán,

por ciertas antiguallas devueltas a la China continental.

Doce personas mueren durante un atraco

en el Lucky Comer de Nueva York, Nueva York.

Un avión se estrella en el desierto de Níger,

a cuarenta y tres kilómetros de Tabelot.

Catorce niños nacen en el Hospital de Northside

en Houston, Texas. Seis son niños, ocho niñas.

Will notó que entre el público iban surgiendo las pantallitas de los móviles: la gente revisaba los contenidos del Sitio. A su izquierda pudo ver una silueta, a alguien de pie cuyo lenguaje corporal sugería extrema tensión. Hamza, casi seguro que era él.

No le importó. Abrió los labios para cantar la siguiente predicción, relacionada con el vuelo de Malaysia Airlines, pero el amplificador del bajo se cortó. El patrón vigoroso de efectos que venía tocando se transformó al instante en una suerte de famélico esqueleto de la versión anterior.

«Vaya», pensó. Se volvió hacia un lateral del escenario, donde vio a Jorge Cabrera de pie junto al técnico de sonido en su cabina. Era difícil interpretar el rostro de Jorge —los focos dirigidos al rostro de Will aún le cegaban—, pero no era uno sonriente.

Will se descolgó el bajo, lo apoyó contra su amplificador («Como si Jorge fuera a dejarte tocar de nuevo después de esta aventurita», pensó para sí mismo) y bajó del escenario, pasó por delante de Hamza y Miko, pasó por delante de Jorge y otros músicos, y fue a sentarse en el extremo más alejado de la barra.

Allí pidió una cerveza y un trago corto y, mientras le servían este último, pudo escuchar la voz de Jorge en el micrófono pidiendo disculpas por el numerito y prometiendo que la banda estaría de vuelta en breve.

Will se bebió el trago y pidió otro por señas, pensando ya en beberse la cerveza, incluso antes de que se la hubieran puesto delante.

Una mano le tocó suavemente el brazo y lo hizo encogerse.

—Will —dijo Miko.

Él se volvió para mirarla.

—Hamza quería sacarte del escenario a hostias —le dijo—. Yo no le dejé. Me pareció que solo serviría para llamar aún más la atención sobre lo que estabas haciendo. Esa segunda predicción, sobre la pelea en Taiwán…, fue la que le diste a Hamza para convencerlo de que las predicciones eran reales, ¿no?

—Así es —respondió Will.

—Me acuerdo de ese día. Llegó a casa temprano desde Gorman Brothers, algo inhabitual en él durante esos días. La mayoría de las veces lo veía solo antes de la medianoche. Me dijo que iba a renunciar y no parecía nada preocupado. Y que tenía algo espectacular en ciernes, un proyecto.

Clavó sus ojos en Will.

—Ese algo eras tú. Resultó que la cosa espectacular eras tú, Will Dando.

—Me imagino.

Miko se quedó en silencio.

Will la observó preguntándose en qué estaría pensando. Visto en retrospectiva, había sido una tontería mostrarse tan renuente a que Hamza la metiera en el asunto; ella ya se había sumergido de cabeza en él y tenía un instinto para hacer conexiones que ni él ni Hamza veían.

Más que eso, pensó; Miko era generosa en un sentido que no lo era Hamza. Considerada. Dispuesta a echar una mano.

Will dio un trago a su segunda copa.

Miko era maravillosa.

—¿Qué te ha parecido la primera canción? —le preguntó.

—Madura, Will —dijo ella en tono suave.

Él la miró sorprendido, incluso un poco herido.

—No eres tan especial como crees, ni la única persona que puede ver el futuro.

Miko estiró el brazo y alejó la jarra de cerveza medio llena de sus manos.

—Soy profesora. Veo el futuro de esos niños cada día de mierda que paso con ellos, yo y cualquier otro profesor… Y luego está esto.

Se tocó la abultada barriga.

—El futuro no te pertenece solo a ti. Todos tenemos nuestra parte —añadió, y entornó los ojos—. Sé cómo lidiar con los niños, así que hasta ahora he sido buena y sensible, porque no quiero verte de nuevo haciéndote el valiente delante de un camión o saltando de un tejado porque estés convencido de que puedes volar… Pero esa mierda de ahí —le indicó el escenario— está absolutamente fuera de lugar, Will. No tienes derecho a explotar, porque nos vas a arrastrar a mí y a Hamza contigo, y quién sabe a cuánta gente más, cuando eso suceda.

Will se quedó ceñudo.

—¿Niños, eh? —dijo.

—Exactamente —dijo Miko—. Te estás comportando como un crío de cuarto curso. Ni siquiera eso, de segundo como mucho.

—Tú sabes lo que está provocando el Sitio —dijo Will, escuchando él mismo su tono a la defensiva, y detestándolo—. Está arruinando el mundo, y ni siquiera sé qué hacer, ni tampoco entender lo que está ocurriendo. Solo que está ocurriendo por mi culpa.

—¿Y por eso has decidido cantar las predicciones a micrófono abierto esta noche? —dijo Miko, apuntando de nuevo al escenario.

—Esta no es una velada a micrófono abierto —contestó Will, algo ofendido—. Es más bien «solo para invitados». De hecho, es una gran oportunidad poder tocar con estos tíos.

—Pues espero que lo hayas disfrutado porque no me parece que vayan a invitarte de nuevo en breve —le dijo Miko con franqueza.

Will suspiró, echando un vistazo a su jarra de cerveza medio llena, ahora fuera de su alcance.

—¿Sabes que he hablado con un cura? —dijo—. Fui a confesarme, por primera vez desde la secundaria. En realidad no tenía nada que confesar, pero quería hablar con un experto o algo así, alguien que sepa de profetas. Fui cuidadoso con mis preguntas, claro está, no quería que terminara sumando dos más dos.

—¿Y qué te dijo? —preguntó ella.

—Me dijo que los profetas suelen morir asesinados. A la gente no le gusta lo que Dios tenga para decirles, así que suelen eliminar al mensajero. También puede ocurrir que el profeta decida apartarse de la sociedad porque tenga miedo de morir asesinado. O porque simplemente enloquezca por la presión ejercida. Si eres un profeta, tus opciones son que tu cabeza le sea servida en una bandeja a algún rey o que te conviertas en un ermitaño el resto de tu vida. A veces las dos.

—No sabía que fueras religioso —dijo Miko—. ¿De verdad crees que las predicciones del Oráculo las ha enviado Dios?

Will se giró hacia ella.

—Realmente, no. Pero esa es la cuestión, que no lo sé. Quiero decir que soy un profeta si pienso en cualquier definición que se me ocurra. Y cuando escucho a la gente hablar del Oráculo en todo el mundo, pienso que la decapitación es más que posible, ¿no lo crees?

—Exacto. ¿Esa es la razón por la que casi te has puesto en evidencia ante todo el jodido bar?

—No, eso ha sido porque… todo esto pesa demasiado. Imagino que… solo intentaba liberarme de la carga. Hemos decidido que nuestro trabajo será deducir qué está haciendo el Sitio y quizá hasta detenerlo, solo que no veo cómo podemos hacerlo. No es que tú y Hamza no seáis personas inteligentes de verdad. Lo sois, mucho más que yo… Pero todo esto ocurre en otro nivel. La imagen final es demasiado vasta para que podamos verla nosotros.

—¿Y no crees que ese tema de… cómo se llamaba… el asunto del Aberdeen… podría ayudarnos? A mí me parece muy prometedor.

Will asintió.

—Seguro, podría ser. Tal vez. Pero aun cuando nos ayude a entender las cosas, cuesta creer que una sola pieza vaya a resolver todo el rompecabezas.

—Entonces ¿qué quieres? ¿Darte por vencido?

Will aspiró profundamente.

—No —dijo—. Es solo que no creo que debamos hacer todo esto solos. Quiero buscar ayuda.

Miko se quedó intrigada.

—¿Podrías explicarte?

Will sacó su móvil y lo encendió.

—¿Recuerdas todos esos correos que Hamza y yo recibimos al principio? ¿Los que utilizamos para encontrar clientes a los que vender las predicciones?

—Sí, claro —dijo ella—. Hamza me lo explicó… ¿Qué pasa con ellos?

—Que los he estado revisando en mi tiempo libre, contestando uno o dos al día. Respuestas vagas y tranquilizadoras, nada más. No quiero que los que han escrito sientan que los ignoramos, quiero hacer algo por ellos, ¿me entiendes?

La boca de Miko alzó una de sus comisuras.

—Eres un buen tío, Will Dando.

—A veces.

Will le enseñó su móvil con una foto desplegada de una hoja de papel.

—En uno de esos correos encontré algo que me dio una idea. Y le hice una foto, que he estado mirando todo el día, solo pensando en si debo o no hacerlo.

Miko cogió el móvil y agrandó la imagen. Luego miró a Will, con los ojos muy abiertos.

—Guau. ¿No querrás decir…?

—Exactamente. Podría ser una forma de resolver el enigma del Sitio recibiendo aportaciones en internet. Tendríamos que cubrirnos las espaldas de algún modo, pero eso puede arreglarse.

Miko miró de nuevo el móvil de Will, negando en señal de incredulidad.

—¿Sabes?, esto al mismo tiempo podría ser útil para tu otro problema, humanizando al Oráculo ante el mundo. Hacer menos probable que tu cabeza termine en una bandeja. Pero Dios mío, Will… —echó una ojeada al escenario, donde podía verse a Hamza con los brazos cruzados, observándolos en silencio—, Hamza se va a poner hecho una furia.