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Leigh empujó su carro por el pasillo del local, mirando los estantes casi vacíos, pugnando por desentenderse de las noticias que estaban emitiendo por el sistema de megafonía del local, que en esos momentos ofrecía un informe actualizado de la crisis global en curso; nada que ella no supiera o deseara oír.

Panner’s Market era la única tienda de comestibles en Feldspar Creek; de hecho, era un pequeño supermercado. Una tienda pequeña para un pueblo pequeño, nunca bien surtida del todo.

Aun así, esto de ahora era apocalíptico. Espacios vacíos donde deberían haber estado las ofertas, sin harina ni azúcar, sin papel higiénico ni café.

Se encontraban cerca de la cabaña. Según Will, estaba a quince minutos en coche, subiendo la montaña desde el pueblo. En la mente de Leigh el lugar se había convertido en algo así como un talismán, un refugio donde por fin podrían instalarse y pensar, idear el siguiente paso.

Mientras el mundo no se hubiera convertido en una gran bola de fuego nuclear claro está.

El festín había sido idea de ella. Una celebración por su llegada a la cabaña y una especie de corte de mangas al Sitio; en definitiva, un baile entre las tumbas.

Supuestamente, Hamza había aprovisionado la casa segura —lo de «segura» era muy relativo en las actuales circunstancias— con latas de comida, agua embotellada y otros productos no perecederos; lo suficiente para sobrevivir un tiempo si era necesario. Sin embargo, los alimentos frescos eran siempre bienvenidos, por eso Leigh había decidido parar en Panner’s Market para comprar leche y huevos, frutas y verduras. Unos cuantos y buenos bistecs, si los había. Habían hablado de hacerlos esa misma noche a la parrilla, quizá hasta descorchar una botella de vino. O tres.

Con todo, ella no parecía la única en Feldspar Creek que había pensado en ello. La modesta sección de carnicería solo disponía de unas pocas bandejas de carne picada y envasada, que ya tenían un color grisáceo. Leigh las cogió igualmente y se dirigió a la caja, donde esperó su turno en una fila de compradores estáticos, silenciosos.

La dependienta —una mujer madura y voluminosa de pelo rojo, con una plaquita donde figuraba su nombre: Claire— despachaba a los clientes con silenciosa eficacia. Parecía un poco fuera de lugar: se había maquillado de forma desigual y llevaba el cabello algo alborotado.

—Hola, ¿qué tal? —dijo cuando Leigh avanzó hasta ella.

—Hola —respondió Leigh, y comenzó a vaciar el carro y depositar los víveres en la cinta transportadora. Claire pasaba los productos por el escáner. Iba deprisa y chasqueaba la lengua impaciente cuando el láser no pitaba al marcar el precio la primera vez.

Leigh abrió su bolso y sacó la cartera para buscar el fajo de billetes dentro; literalmente, era el último dinero en efectivo que les quedaba. Pensó en el hecho de que aquella travesía hacia el oeste con el Oráculo había requerido hasta el último centavo de la suma que Will había traído consigo desde Nueva York. Su mente se perdió en divagaciones. Hacía solo una semana que conocía a Will Dando y, en buena medida, ella misma ya se había convertido en una coincidencia pretérita.

—Tenéis suerte de haberlo logrado —le dijo Claire—. Vamos a cerrar temprano hoy.

—Entiendo —dijo Leigh.

—Es que quiero estar pronto en casa, ¿sabes?

—Desde luego —coincidió Leigh—. Me lo imagino.

Claire interrumpió el escaneo de los productos y pareció relajarse un segundo, sosteniendo una bolsa de plástico que contenía la única lechuga pocha que la sección de verduras del supermercado tenía en oferta. Y miró desolada su propia tienda vacía.

—¿Sabes? He hecho más dinero en esta semana que en toda la temporada baja. Debería gastármelo, ¿no crees? Comprarme algo bonito mientras pueda hacerlo.

Presionó una tecla en la caja registradora.

—Cuarenta y ocho con noventa y siete —dijo.

Leigh asintió y hurgó en su cartera, vagamente consciente de lo que decía el informativo por la megafonía, esas palabras que ahora entraban en su mente a pesar de sus denodados esfuerzos por mantenerlas a raya: «… el presidente Green… cáncer… nueva predicción… el Sitio… el Oráculo… tres a cuatro meses…».

«El Oráculo».

El Oráculo.

Sintió que la cabeza le daba vueltas y las náuseas le revolvían las tripas. Con gesto mecánico, buscó unos cuantos billetes y los dejó sobre el mostrador. Después cogió las bolsas de víveres y caminó hacia la salida ignorando a Claire, apenas consciente de que la mujer la estaba llamando con el dinero en la mano. Había pagado de más o de menos, ya no tenía importancia.

Leigh caminó rápido hacia el Nissan, aparcado en un costado del pequeño aparcamiento del supermercado. A través del parabrisas vio a Will con la gorra puesta, la peluca y las gafas de sol; ahora iba siempre disfrazado, a menos que estuviese tras una puerta cerrada. Llevaba la cabeza gacha, y Leigh dedujo que esa posición era porque estaba consultando su móvil. El móvil que acababa de utilizar para joderlos a los dos.

Abrió de un tirón la puerta trasera, arrojó las bolsas de víveres en el asiento y la cerró de golpe. Después tomó una gran bocanada de aire, la retuvo en su interior, la expulsó y solo entonces abrió la puerta del conductor para subir.

—¿Va todo bien? —preguntó el Oráculo.

Estaba equivocaba; no era su móvil, sino la libreta de notas, lo que tenía encima de las piernas. La libreta donde el Oráculo intentaba inferir el plan del Sitio. Tenía el lápiz verde en una mano y había una hoja entera escrita con nuevo texto de ese color. Ella supo lo que eso significaba; él le había explicado su sistema de distintos colores en un momento del trayecto bastante aburrido, justo cuando pasaban por Indiana. Por lo tanto sabía que había algo inusual, sin precedentes, posiblemente indicativo de un avance… Pero, de todos modos, le importó una mierda.

—Que te den, Will —dijo mientras cerraba la puerta y colocaba las manos sobre el volante, ligeramente temblorosas por la tensión.

El Oráculo lo advirtió y cerró la libreta, con el lápiz verde marcando la página que estaba leyendo.

—Lo has oído —dijo.

—Sí, claro —respondió Leigh—. Lo he oído. De todo lo que podías hacer, de todas las predicciones que podías haber subido al Sitio, decidiste malgastar la única que evitaba que el presidente de Estados Unidos nos siguiera los pasos, sin mencionar al pobre Hamza y a la pobre Miko. Y que haga, en el mejor de los casos, que vayamos todos a prisión el resto de nuestras vidas. Claro que lo he oído.

Will exhaló un gran suspiro.

—¿Y bien? —preguntó Leigh.

—Lo he comprendido —dijo—. Ya sé lo que el Sitio se propone, sé lo que significan los números.

A través del parabrisas, Leigh vio un helicóptero que empezaba a descender. Will le había dicho que Feldspar Creek era un sitio de gente rica, un pequeño paraíso en la montaña para californianos con pasta que volaban a Denver o a Grand Junction y de ahí seguían en helicóptero hasta sus propiedades. La del Oráculo era, a buen seguro, una de las muchas cabañas aisladas que disponía de un helipuerto, que solía utilizarse para huir al fin del mundo. Tan solo se preguntó quién viajaría en esa aeronave, si el jefe de algún estudio de grabación, una estrella de cine, un político o… ¿acaso tenía importancia? En absoluto. En esos momentos muy poca.

—¿Que lo has entendido? ¿Y a mí qué? —replicó—. Es demasiado poco y demasiado tarde, ¿te enteras?

—Pero no lo es —dijo Will sin perder la calma—. Es lo fundamental, y la razón por la que subí la predicción sobre el presidente. ¿Puedo explicártelo?

Leigh miró al exterior por la ventanilla, respirando furiosa. Podía telefonear a su padre o llamar a Reimer y conseguir que le enviaran algún dinero. Podía regresar a la ciudad, escribir acerca de lo ocurrido, o bien…

Metió la llave en el contacto y puso el vehículo en marcha.

Abandonó el aparcamiento y condujo el coche por la avenida principal de Feldspar Creek. Un desvío a la derecha los llevaría lejos del pueblo, de vuelta al este y por fin a casa. El Oráculo podía bajarse o seguir con ella, eso era cosa suya.

A su izquierda vio una cascada, como una cinta plateada que descendía ondulando por la ladera de la montaña que los esperaba al final de la carretera. Al impactar contra un saliente, o quizá un promontorio, la cascada se bifurcaba en dos arroyuelos paralelos.

Izquierda o derecha. Leigh pensó en las buenas y las malas decisiones y en lo difícil que era diferenciarlas.

Escogió la montaña y giró a la izquierda.

Will suspiró nuevamente.

—Pensé en Hamza y en Miko, por supuesto —dijo—. Están a salvo, fuera del país, y sabemos por la radio, entre otras cosas, que Hamza ha contratado a guardaespaldas para que los protejan las veinticuatro horas. Por lo demás, esto no se trata de ellos sino de mí, soy yo quien debía hacer algo, Leigh. No podía quedarme de brazos cruzados y permitir que el Sitio… lo arrasara todo.

—Pero ¿por qué tuviste que hacer exactamente esto? —dijo ella—. ¿Cómo es que difundir la predicción del cáncer del presidente podría influir de algún modo en lo que ocurre en Kandustán?

—Tú has leído las mismas columnas de opinión y editoriales que yo. Estados Unidos no intervendrá en Kandustán porque Green no desea que otra acción militar se sume precisamente en el año electoral a lo de Níger y otros sitios. Pero si ahora supiera que va a perder de todos modos la reelección y dejara de preocuparse por cómo lo ven a él los electores, quedaría liberado para hacer algo más que enviar sobre el terreno a ese imbécil de Leuchten.

Leigh abrió la boca para replicar, pero Will se lo impidió.

—¿Y sabes qué? Me jodía bastante que Green volviera a ganar las elecciones. Fue él quien ordenó al Coach que nos buscara, y eso fue la causa de los apagones. Él es la razón de que Branson me delatara. Que se joda.

Will miró por el parabrisas hacia delante. Leigh vio el cartel que señalaba la dirección de Laird Lane, el largo camino de tierra que conducía al tramo final y hasta la cabaña, y giró para tomarlo. Llevaban varios kilómetros sin ver una sola vivienda; parecía que la casa segura estaba tan aislada como prometía, menudo consuelo.

—¿Por qué no te limitaste a dejar que siguiéramos aquí juntos los dos? —dijo Leigh, elevando el tono de voz—. Aun cuando haya una guerra, podríamos haber resistido aquí, hubiéramos estado a salvo… ¿Eso no te importa? ¿No represento ningún factor en tu decisión?

Ella misma se dio cuenta de que estaba gritando. Se dio cuenta de que acababa de decir «juntos» y «los dos». Se dio cuenta de lo asustada que estaba por ella, por todos.

—¿No te parece un poquito egoísta hacer algo así sin haberlo discutido antes conmigo?

—¿Egoísta? Leigh, esa es precisamente la cuestión. Esto es algo que hago por todos excepto por mí mismo.

—¿Ignorando a la única persona que ha estado a tu lado en toda esta mierda?

—Leigh, escucha, por supuesto que pensé en nosotros. Ya te lo he dicho: sé lo que significan los números y tengo un plan, y…

—¡Para ya, tío! Que dispongas de las predicciones no te convierte en Batman o quien sea. El Oráculo es una ficción, Will. Tú eres solo un crío.

Laird Lane concluía en un claro, y allí, por fin, estaba la cabaña. Aunque pequeña, era perfecta, de madera y rodeada de grava; también disponía de un porche delantero con mecedoras. Tenía todo lo que Will había prometido.

Solo que junto a ella, posado en tierra, había un helicóptero negro; era el mismo que Leigh había visto en Panner’s Market.

—¿Qué demonios…? —dijo Will, y a continuación sonó un estruendo fortísimo.

Cuatro sonidos consecutivos, seguidos del ruido de las cuatro ruedas perdiendo aire. Leigh se aferró al volante.

Varios hombres de negro armados con fusiles salieron de entre los árboles por todos los flancos y corrieron hacia el coche cuando este hizo un viraje y se detuvo.

Todos apuntaban con sus armas directamente a Leigh y a Will. Uno de ellos —de porte imponente y expresión granítica— se aproximó al coche por el lado del conductor y dio unos golpecitos al cristal con el cañón de su fusil, un tac-tac metálico que a Leigh le pareció sin duda el peor sonido que había oído nunca.

—Fuera del coche —ordenó el hombre.