EDUCACIÓN PARA LA CIUDADANÍA

AQUELLA tarde, Dani no quedó con sus colegas. Caminaba de punta a punta por su habitación, mirando a la nada. Su mente repetía una y otra vez:

«¿Qué he hecho?… No entiendo qué me pasó. Yo nunca he forzado a nadie, sólo cuando ha sido consentido. Pero… ¡Joder!… Sus gemidos son mejores incluso que su voz. Y su boca… Quiero probarla… ¡No! ¡Mierda! Creo que me pasé, creo que la cagué. Y para colmo, vamos a ver qué hace para vengarse, porque, ¡oh sí! Seguro que se venga. Además de “puto maricón” voy a ser “un puto violador pervertido”. Bueno…, siendo egoísta, dudo que vaya a ir publicándolo por ahí… Demasiado orgulloso de su hombría. Pero… ¡Me cago en la puta!».

Recorría la habitación sin descanso. Los pensamientos iban y venían. Cansado y con dolor de cabeza, se dejó caer sobre la cama. Por la mañana, en clase, ya vería cómo actuar. Y si tenía que bajarse los pantalones y hacer algo que muy pocas veces en su vida se había planteado hacer, lo haría: se disculparía, si es que existía algún tipo de perdón para un acto así.

Pero a lo largo de la mañana del día siguiente descubrió que no sólo el haberse comido la cabeza hasta tal extremo había sido en vano, sino que también, “el machote”, como ya había decidido llamarlo —por no utilizar un apodo tan extenso como “chulo gilipollas engreído”—, había puesto su venganza en marcha. Y el cabrón sabía donde machacar bien a un hombre: en su ego masculino.

—¡¿Qué?!

—Pues eso… Que se cuchichea por los pasillos que “el maricón gitano” la tiene como un alfiler.

Pedro, pegado como siempre a él, le contaba a Dani los nuevos cotilleos de los que se hacía eco el instituto. Lo de “gitano” era por la piel, pelo y ojos tan oscuros de los que era característico Dani. Bueno, por lo menos no habían empezado a llamarle “el micro pene maricón”. «Maldito hijo de puta. ¡Y yo incluso pensando en rebajarme para pedirte perdón!», pensó Dani, apareciendo en su cara un leve indicio de su modo pit-bull.

—¡Bah!, Déjalo. La gente sabe que la mayoría de los rumores son eso, rumores. ¡Oye! Espero que no te importe, pero dos amigos míos van a desayunar con nosotros hoy.

Dani prestaba poca atención a lo que Pedro decía. Nada más sentarse en la mesa de la cafetería, fijó su mirada en la puerta esperando a que “el machote” apareciera para poder hincarle sus buenos dientes de pit-bull.

—¡Hola! ¿Vais a venir a la fiesta de esta noche en casa de Marta? —Aquella voz provenía de una chica que llevaba un tiempo sentada en la mesa, de quien Dani ni se había percatado, tan centrado como estaba en su misión de exterminar al “chulo gilipollas engreído”.

—¡Dani!

—¿Eh? ¿Qué? —Dani miró a su alrededor y vio que dos chicas y un chico le miraban interesados, sentados en la mesa justo enfrente de él.

—Que Marta, una compañera de primero de bachiller, celebra una fiesta en su casa porque sus padres no están. Puede ir quien quiera, Marta es así. Habla con todo el mundo. Vas a venir, ¿verdad? —Pedro lo miraba con ojitos de cordero degollado. Dani no estaba pensando en fiestas, sino en degollar—. ¡Ah! Ellos son Raquel, Sonia y Alberto.

—Hola —dijo Dani, apartando la vista de ellos y fijándola de nuevo en la puerta de la cafetería.

—¿Sabes? Yo dudo mucho que la tengas pequeña viendo el porte que tienes. Y es un pena que seas gay, porque estaría dispuesta a lamerte de arriba abajo aquí mismo.

Aquella frase sí que le hizo volver a poner atención en los nuevos visitantes. —¿Perdona?

—¡Raquel! —exclamaron Sonia y Pedro a la vez. El tal Alberto sonrió abiertamente.

—Pues eso, tío. No pienses que todo el mundo cree que tienes un chanquete[5] ahí abajo —terminó diciendo Raquel, mientras acababa su café.

Dani la observaba callado. Vale, aquello lo había descolocado un poco. «¿Pero que ha dicho de lamer?».

—Entonces, ¿vais a venir a la fiesta? —preguntó Sonia.

—¡Siii! —contestó Pedro emocionado—. Y tú también, ¿verdad, Dani? Así conoces a más gente.

Dani, aún perturbado por las palabras de aquella chica y molesto porque el cabrón no había aparecido, hizo un ademán con la mano para dar a entender que asistiría, con la intención de que lo dejaran en paz un rato para pensar. Sí, aquella muchacha podría tener razón. Quizás la gente no se tragaría algo como aquello, aunque bueno, tampoco es que le fuera la vida en ello, sólo que jodía. Ahora que lo pensaba mejor, menuda mierda de venganza se había tomado el chaval. La verdad es que esperaba algo más elaborado por parte del “intocable” e “innombrable”, como muchos le apodaban.

Pero más tarde aquella misma noche, mucho, mucho más tarde, Dani viviría en sus propias carnes el porqué no era buena idea encabronar a aquel chico.

* * *

 

Dani no entendía cómo había llegado a aquello. Con una chaqueta vaquera que le llegaba hasta las rodillas, una camisa blanca pegada, y unos pantalones —que si quisiera echar un polvo lo único que tendría que hacer sería arrancarlos de lo finos que eran—, allí estaba plantando, enfrente de una casa que parecía sacada de la serie Falcon Crest. «¿Pero el instituto no es un basurero donde la mugre de la ciudad deja a sus hijos?». Realmente no entendía qué hacía esa tal Marta estudiando en ese instituto con aquel pedazo de casa.

Y ahí estaba Dani, entrando por aquella puerta junto a Pedro, que por supuesto había tenido que ir a recogerlo porque el niño no quería ir solo. La propiedad era grande de cojones, y para la cantidad de gente que había allí era lo mejor. Como en el instituto, los grupos sociales estaban bastante bien definidos: los chulos en la improvisada barra de bar, los pardillos en el sofá con sus móviles en plan calculadoras, corrillos de chicas tontas, etc. A Dani se le ocurrió que sí que era verdad que esa chica, Marta, hablaba y se llevaba bien con todo el mundo. En fin, a lo mejor le venía bien aquello. Con todo lo acontecido entre el día anterior y esa misma mañana, quizás no era mala idea tener un rato de diversión.

—¡Hola, chicos! —Raquel se dirigía hacia ellos haciéndose paso entre la multitud y dando algún que otro empujón—. ¡Joder! ¡Qué harta estoy de estos mocosos de mierda que no saben beber! Pero seguro que sí que les gusta follar, aunque no tengan ni idea de dónde tienen la polla. —«Jorge, esta chica es perfecta para Jorge», pensó Dani—. ¿Salimos fuera? Están todos allí.

Dani y Pedro la siguieron entre la gente, desde estudiantes de secundaria hasta los de bachiller, y salieron al jardín de la casa. Había unas cuantas mesas y sillas de plástico repartidas alrededor de una piscina. En varias mesas juntas, se arremolinaban unos diez chicos y chicas entre los que se encontraban Sonia y Alberto.

Dani estaba a gusto; hablaban, reían, se metían unos con otros. Empezó a pensar que no había sido mala idea el venir, sobre todo cuando sintió que Alberto le echaba miradas fugaces de vez en cuando.

En la cafetería, aquella misma mañana, no prestó atención al chaval debido al enfado que tenía y no pudo poner en marcha su gay-radar. Pero ahora que lo observaba, el chico no estaba mal: pelo castaño —un poco largo para su gusto—, ojos marrón claro y un cuerpo atlético. Como bien había dicho Edu, llevaba tres meses sin echar un polvo. Bueno, eso si no se contaba lo sucedido el día anterior. Aquello no podía catalogarse como polvo, más bien como rozamiento extremo. Ya ni siquiera lo veía como un abuso, puesto que “el machote”, con su triste intento de venganza y la paliza delante de toda la clase de Gimnasia, había hecho pensar a Dani que hasta se lo merecía.

Miró a Alberto sentado en la silla frente a él y sacó sus tácticas de ligue. Después de la mierda de semana, ¿por qué no?, se había ganado un buen revolcón.

—Alberto, ¿verdad? —dijo Dani, ladeando la cabeza con una sonrisa pícara en sus labios. El chico lo miró con ojos como platos—. Es así como te llamas, ¿no? —insistió Dani, acentuando su sonrisa al ver que el muchacho no contestaba. Alberto se mordió los labios y asintió—. Oye, ¿te apetece dar una vuelta? Estoy cansado de toda la semana con eso del cambio de instituto y necesito despejarme un poco. ¿Me acompañas?

Alberto mordió aún más sus labios y, con una pequeña sonrisa, volvió a asentir. Se levantaron y se adentraron en la casa para conseguir más bebidas, charlando improvisadamente en la barra. El chico se veía sosegado. Su voz era tan bajita que a veces Dani tenía que agacharse para poder oír lo que decía, pero era agradable y más lanzado de lo que parecía en un primer momento, ya que Dani casi se atraganta con su copa cuando lo escuchó decir en aquel tono de voz tan suave:

—¿Te apetece terminar la copa arriba? Allí se está más tranquilo.

¡Guau! Aquello sí que le pilló desprevenido, pero no iba a perder una oportunidad cuando se la ponían tan en bandeja de plata. Además, suerte que llevaba aquellos pantalones. No veía el momento de arrancárselos en plan chico gogó. Cogiendo a Alberto de la mano, comenzó a subir las escaleras que llevaban al piso de arriba y a los cuartos, sin ser consciente que una intensa mirada azul seguía todos sus movimientos.

Una vez arriba, Dani no sabía muy bien qué puerta abrir de las seis o siete que había, sin embargo no resultó un problema. Empujó la primera que pilló y entró resuelto en la habitación. Supuso que el chico lo seguía, pues escuchó pasos tras él. Antes de volverse oyó un gemido ahogado, y justo al darse la vuelta, sus ojos se abrieron al completo. Ray, Roberto, “el machote”, el “chulo gilipollas engreído”, se erguía sobre la puerta con su mano en el pomo de la misma. Vestía complemente de negro, con pantalones y camisa que se ceñían con perfección a su cuerpo. Algunos de sus mechones oscuros caían sobre su frente y sus ojos azules se enmarcaban en una cara seria. Dani estaba sin habla; no por no saber qué decir —que también—, sino más bien por no entender qué estaba sucediendo. Alberto, con su rostro blanco, miraba con miedo a Ray. Con aquella voz que se metía en los rincones más pequeños de su ser, Ray ordenó:

—Fuera.

Nadie se movió. Quizás porque el destinatario de ese “fuera” no estaba muy especificado, ya que Ray no apartaba su vista de Dani, y éste estaba seguro que no iba dirigido a él. Mirando, ahora sí, al entumecido Alberto, remarcó cada una de sus palabras:

—Que. Te. Largues.

Alberto comenzó a moverse, pero la mente de Dani hizo clic y volvió a la realidad del momento. «¿Pero qué se cree este gilipollas? ¿Que manda en la vida de la gente? ¿Que me va a estropear el polvo?».

—Tú no te mueves —dijo Dani autoritario, poniendo una mano en el pecho del asustadizo Alberto. Clavó la mirada en Ray, como exponiendo su punto. El otro le dedicó una sonrisa de sobrado que mató a Dani y volvió a mirar al chaval.

—Si no estás fuera de esta habitación en cinco segundos, iré a hacerle una visita a tu hermanita Sara. La pobre ya ha pasado por mucho, ¿no crees? —expuso Ray con una cara enternecedora de teatro cuando mentó a la hermana del chico.

En el rostro del muchacho se reflejó un temor que pocas veces había visto Dani. Alberto, zafándose de la mano que lo retenía, salió corriendo de la de habitación. Seguidamente, Ray cerró la puerta con el tacón de su zapato. El cuerpo de Dani ardió completamente. Con su modo pit-bull activado, dijo entre dientes:

—¿Pero quién cojones te crees qu…?

¡Crash! En los pocos segundos que tardó Dani en abrir los ojos, ya se encontraba bocabajo en el colchón de la cama de la habitación. La fuerza del puñetazo había hecho que cayera sobre ella. Mientras se recuperaba del golpe, notó que el colchón se hundía con el peso de Ray, y escuchó el ruido de un cinturón siendo desabrochado. Pero no le dio tiempo ni a volver su cara cuando Ray ya había cogido sus muñecas, envuelto el cinturón en ellas y enganchado el mismo a los barrotes de la cabecera de la cama. Sintiendo cómo su cuerpo era aplastado bajo el de Ray, escuchó la voz ronca en su oído:

—Te gusta atar, ¿verdad? Te gusta hacer lo que quieras sin que te molesten, ¿eh? —Mientras decía esto, Ray aseguraba el agarre del cinturón. Dani todavía seguía turbado por el puñetazo e intentando asimilar todo lo que estaba pasando—. ¿Sabes? —Dani estuchó otro ruido inequívoco: una cremallera bajándose—. Yo no pretendo hacer que te corras. —Un forcejo: susurro de un pantalón deslizándose—. Yo… —otros pantalones, los suyos, pero éstos desgarrados, arrancados—, sí que voy a follarte.

Mientras Dani abría sus ojos al máximo y se calaban muy dentro de su ser aquellas últimas palabras, Ray ya había escupido sobre dos de sus dedos. Con su otra mano, abrió las nalgas del culo de Dani, y sin más dilación, los introdujo sin cuidado alguno. Dani cerró los ojos y abrió la boca, pero en un primer momento nada salió. Su garganta no articulaba ningún sonido. Sentía cómo aquellos dedos se deslizaban con resistencia, y la que él mismo ponía era destruida por la fuerza de Ray.

Finalmente entraron. Notó los nudillos pegados justo a su entrada, y en ese momento su garganta decidió hablar; más que hablar, gritar. Gritó por lo que estaba sucediendo. Gritó porque hacía más de un año que no había deseado explorar su parte versátil, y dolía. Gritó porque, a pesar del dolor, a pesar de que todo ocurría en contra de su voluntad, aquello…, aquello le gustaba. La polla de Dani empezó a crecer entre un amasijo de pantalones rotos y colcha revuelta. Sus muñecas quemaban debido al fuerte agarre del cinturón. De repente, los dedos abandonaron su interior. Ray le separó las piernas y el colchón volvió a hundirse junto con su cuerpo mientras sentía la punta del miembro bordeando su entrada.

Luces. Luces de colores fue lo único que Dani creyó ver cuando la polla de Ray se introdujo en él hasta la mitad. Comenzó a gritar, pero una mano fuerte le tapó la boca impidiéndoselo.

—¡Joder! —comenzó Ray. Gruñó con su garganta antes de continuar—: ¿Qué pasa, Dani? ¿Eres de los que dan? —Tirando de la mano que cubría la boca de Dani, levantó la cabeza de éste hasta dejar el oído cerca de sus labios—. Me va a costar la vida entrar ahí. —Y con esas últimas palabras, se introdujo de lleno en la cavidad de que lo estrujaba.

Pequeñas lágrimas comenzaron a caer por las mejillas de Dani. No supo por qué, pero Ray se quedó quieto. Dudaba mucho que lo estuviera haciendo para que se acostumbrara a él. Sentía la respiración entrecortada de Ray derramarse sobre su oreja. Aún no entendía como un tío, que demostraba a diestro y siniestro su animadversión por los gais, estuviera follándose a uno. ¿A tanto llegaba su odio por lo que Dani le hizo el día anterior que era capaz de cambiar su gusto sexual? ¿Sería de esos tipos que le daban igual con quién, siempre y cuando la metieran en caliente? ¿O es que quería pagarle con la misma moneda? ¿No podría haber mandado a alguien para que hiciera el “trabajito sucio” en vez de hacerlo él mismo?

El hilo de sus pensamientos se interrumpió cuando Ray comenzó a moverse. Sentía que su interior se adaptada a cada entrada y salida del miembro. Los movimientos, para asombro de Dani, no iban con fuerza ni con rabia, sino más bien con temor, sin saber exactamente si era por miedo a hacerle daño o por ser su primera vez en follarse a un tío (Dani apostaba por lo segundo). Los jadeos de Ray acompañaban a las suaves estocadas. Una de aquellas embestidas tocó su próstata y Dani no pudo reprimir un gemido a pesar de tener su boca cubierta. Por el rabillo del ojo, vio que Ray lo miró tras soltar aquel jadeo, y éste, sin apartar la mirada, volvió a empujar en el mismo lugar haciendo que otro suspiro saliera de Dani. Ray liberó su boca bajando su mano hasta la garganta de Dani y volvió a embestir, esta vez un poco más fuerte.

A Dani ya todo le daba igual: que lo estuviera forzando, obligando, dominando. Si lo miraba fríamente, hasta aquel abuso estaba siendo mejor que muchos de sus anteriores polvos. Además, había un cambio significativo en la actitud de Ray. Podría estar follándolo violentamente o insultándolo mientras lo hacía. Pero no. Con el agarre en su garganta, para nada hostil —incluso podría considerarlo gentil—, y otra mano en sus caderas, Ray lo observaba con la cabeza apoyada en su hombro, y con estocadas fuertes pero no rápidas, penetraba a Dani.

Éste gemía y jadeaba a la vez que Ray dejaba caer respiraciones profundas. Y Dani se abandonó. Su cuerpo reaccionó al placer que lo embriagaba. Con un gemido visceral —que ni él mismo creía que entraba dentro de sus cánones—, se corrió como nunca sobre la colcha y sus pantalones. Mientras terminaba su increíble clímax, Ray dio dos fuertes embestidas y Dani sintió el orgasmo de aquél por partida doble: su interior se llenó de la semilla de Ray y escuchó junto a su oído el gemido gutural venido directamente de la garganta del chico.

Ray se derrumbó sobre Dani. A éste se le cerraban los ojos. ¡Dios, quería dormir! Toda la semana y esos dos últimos días habían sido demasiado. Cuando estaba entrando en un estado de sopor, sintió que el cuerpo de Ray lo dejaba y forcejeaba con el agarre del cinturón en sus manos. Dani lo miró con los ojos entrecerrados por el sueño, mientras Ray se subía los pantalones y se colocaba el cinturón. Se observaron por varios segundos, quizás fueron minutos, pero algo nuevo había en aquella mirada. No estaba el poder, la superioridad o la jerarquía por la que se caracterizaban sus encuentros anteriores. No. Allí había un sentimiento nuevo, uno que ni Dani, cuando Ray dejó la habitación cayendo con ello el silencio sobre la misma, pudo descifrar.