1
El día que el fantasma secuestró a Neil —el hermano menor de Cindy Makey— había estado marcado por la fatalidad. Aunque Cindy ya barruntó[1] los problemas desde el mismo momento en que su familia se trasladó a Springville, o Fantasville, como lo llaman todos los chicos del pueblo. Al principio, aunque el lugar no le gustaba nada, Cindy no se creyó ni la mitad de las historias que le contaron. Pero después de que el fantasma se llevara a Neil, estuvo dispuesta a creer cualquier cosa.
—¿Puedo ir por las rocas del espigón? —preguntó Neil cuando llegaron a un extremo de la playa, allí donde comenzaba el rompeolas que conducía hasta el faro.
—No me parece una buena idea-contestó Cindy. —Se está haciendo tarde y hace frío.
—¡Por favor! —rogó Neil, como el crío de cinco años que era—. Tendré cuidado.
Cindy sonrió a su hermano pequeño.
—Tú no sabes lo que significa esa palabra.
Neil frunció el ceño.
—¿Qué palabra?
—Cuidado, tonto.
Cindy miró a las agitadas aguas del océano. Las olas no eran muy altas pero le inquietaba la violencia con que chocaban contra las enormes piedras del agua del espigón. Era como si el oleaje tratase de sepultar la estructura. Y la elevada silueta del faro, que se alaba oscura y silenciosa en el extremo del espigón, también la ponía nerviosa.
Desde que llegaron a Springville, hacía ya dos meses. El faro tenía un aspecto… un tanto fantasmal.
—Por favor, por favor-imploró Neil.
Cindy suspiró.
—De acuerdo. Pero no vayas a la orilla y mira por dónde pisas. No quiero que te caigas.
Neil empezó a dar saltos de alegría.
—¡Genial! ¿Quieres venir?
Cindy negó con la cabeza.
—No. Me sentaré aquí y te vigilaré. Pero si un tiburón sale del agua para comerte, no pienso mover ni un dedo.
Neil dejó de saltar.
—¿Los tiburones se comen a los niños?
—Sólo cuando no hay niñas. —Al ver la cara de pasmado de Neil, Cindy se echó a reír y se sentó sobre una piedra. Sólo era una broma.
Anda, ve. Pero vuele pronto, que no tardará en hacerse de noche.
—Muy bien —dijo Neil alejándose mientras se decía a sí mismo: << Tener cuidado con los pies que resbalan y con los tiburones que se comen a los niños cuando no hay niñas.
—Vigila -insistió Cindy, aunque en voz tan baja que estaba segura de que Neil no la había oído. Se preguntó por qué ese temor que le inspiraba el pueblo no había afectado a su hermano. Desde que se habían instalado en la vieja casa de su padre hacía ocho semanas, Neil parecía haberse divertido de lo lindo.
En cambio, Cindy sabía que el pueblo no era un lugar seguro. En Springville las noches eran demasiado oscuras y la luna demasiado grande. En ocasiones, en plena noche oía sonidos muy extraños: alas que se agitaban en lo alto, gritos apagados que parecían surgir de debajo de la tierra. Tal vez sólo fuesen imaginaciones suyas… Le hubiera gustado que su padre estuviese vivo para acompañarlos en sus paseos. Sí, que estuviese vivo.
Lo echaba mucho de menos, más de lo que era capaz de expresar.
A pesar de todo, se entretenía dando largos paseos a última hora de la tarde. Sobre todo junto al océano. El mar parecía llamarla. Incluso la figura fantasmal de faro la atraía como si fuese un imán.
Mientras observaba a Neil trepando por las grandes piedras del espigón, Cindy comenzó a cantar una canción que le había enseñado su padre. De hecho, se parecía más a un antiguo poema. Los versos no eran muy agradables. Pero, por alguna extraña razón, en ese momento las palabras le parecían muy adecuadas.
El océano es una dama,
amable con todas las personas.
Pero si olvidas su terrible humor,
sus aguas frías, las montañas que forman sus olas,
entonces puedes caer
en una tumba de heladas sombras,
donde de alimento a los peces servirás.
El océano es una princesa
amable y hermosa.
Pero si te aventuras en las profundidades,
en los dominios de las sombras
Entonces te despertarás
en una tumba horrorosa,
donde de alimento a los tiburones servirás.
—Mi padre no era un buen poeta-murmuró Cindy al terminar el poema. Claro que la canción no era obra de su padre. Alguien se la había enseñado. Pero ignoraba quién había sido. Tal vez sus abuelos, que vivían en Springville cuando su padre tenía cinco años.
Cindy se preguntó si su padre habría visitado alguna vez el faro.
De pronto, la luz de la torreta se encendió.
—¡Ahí va! —musitó Cindy mientras se ponía de pie. Todo el mundo sabía que el faro estaba desierto. Un torreón polvoriento y lleno de telarañas. Desde que estaba en Springville, la luz no se había encendido nunca. Su madre le había dicho que el faro llevaba clausurado desde hacía décadas. Sin embargo, mientras observaba boquiabierta, un potente haz de luz blanca surgió como un puñal de la parte de la parte superior del faro. La luz barría las aguas como si fuese un rallo disparado desde una nave extraterrestre. La superficie del mar ahora resplandecía y burbujeaba, como si estuviese hirviendo. Cindy hasta creyó ver el vapor.
Incluso, por un momento le pareció ver algo en el fondo. Los restos de un barco, tal vez, hundido sobre e abrupto arrecife de la costa.
Luego, el haz de luz se dirigió súbitamente hacia tierra firme. Hacia el espigón. Sin dejar de moverse, sin dejar de buscar.
Cindy comprobó con creciente horror que el rayo de luz se desplazaba hacia su hermano.
Neil había recorrido la mitad del espigón, sólo pendiente de dónde ponía los pies.
—¡Neil! —gritó desesperada.
El pequeño alzó los ojos en el preciso instante que el haz de luz caía sobre él. Por unos instantes su corto pelo se electrizó. Luego sus piececitos abandonaron la piedra sobre la que se apoyaban. L a luz era cegadora. Pero Cindy tuvo la impresión de que dos manos horrendas surgían de la luz para coger a su hermano. Mientras un segundo gritó se formaba en su garganta, creyó ver que las manos acrecentaban la presión sobre Neil.
—¡Corre, Neil corre!
Cindy se lanzó a la carrera en busca de su hermano. Pero la luz fue más rápida que ella. Antes de que hubiese alcanzado el espigón, Neil se elevó aún más en el aire. Durante unos segundos, flotó arios metros por encima de las rocas, mientras un viento diabólico revolvía su pelo. En sus ojos se dibujó una expresión de terror
¡Neil!
Cindy no dejaba de gritar, saltando de piedra en piedra, sin importarle dónde apoyaba los pies. Pero su intento estaba condenado al fracaso. Cuando estaba a punto de alcanzar a su hermano, cuando apenas les separaban unos centímetros, resbaló con un trozo de alga. Al caer se golpeó en la rodilla y se hizo un corte.
—¡Cindy! —chilló Neil.
Sonó como el grito de un alma perdida que cae en un profundo pozo. Mientras Cindy miraba, su hermano se alejó del espigón, arrastrado por encima de las aguas por una fuerza invisible; las olas rompían bajo sus pies y el viento aullaba.
Pero no se trataba de un viento natural. Aullaba en la noche como un animal maligno, como si tuviese hambre, hambre de cuerpos vivos. Aquel sonido parecía provenir del propio haz de luz. Y en él había una nota malévola. Una leve risa malvada. Tenía a su hermano. Tenía lo que quería.
—Neil…murmuró Cindy desconsolada.
Su hermano intentó hablarle, tal vez para pronunciar nuevamente su nombre.
Pero de su boca no salió palabra alguna.
Súbitamente, el haz de luz arrastró a su hermano mar adentro. Por encima del violento oleaje. Cindy alcanzó a distinguirlo durante unos segundos, como una sombra que luchaba en el resplandor de aquella luz helada. Peo de repente, la luz se dirigió hacia arriba, hacia el cielo. Y se desvaneció.
Lo mismo que la luz del faro.
Se había llevado a su hermano.
—¡Neil! —gritó Cindy.
El viento continuaba aullando y el gritó de la niña se perdió en la inmensidad del cruel mar.
Nadie la oyó. Nadie acudió en su ayuda.