Capítulo 11

 

En ese mismo momento, a unas millas de donde se encontraban Mel y Max profundamente dormidos, Cliff miraba la playa solamente iluminada por la luz de la luna. Tal y como había prometido, habían adelantado al Estrella de la India. Se encontraba atracando en una de las calas del islote de la islas del Gobernador más aisladas para no ser descubiertos, una que el Almirante conocía bien de sus años surcando esas aguas. Pocos minutos después, él y cinco de sus hombres se encontraban en la playa debidamente disfrazados para poder hacerse pasar por marineros curtidos y colarse entre la tripulación del Portugués. Cliff se había despedido del almirante, que quedaba al mando de su nave, y, ahora, junto a sus cinco hombres veía desde esa misma playa cómo se alejaba su barco, dejándolos en un bote discreto con el que deslizarse en el puerto sin levantar sospechas.

Nada más arribar al puerto, abandonaron a la deriva el pequeño bote y siguieron a Rolf Turner, un viejo pirata al que Cliff perdonó la vida años atrás y que ahora formaba parte de su tripulación. Conocía bien ese enclave y los sitios donde el Portugués buscaría marineros para su navío. Se decantaron por una de las tabernas donde parecía más probable que acudiese en primer lugar, además, allí muchos de los marineros parecían dados a hablar de más gracias al alcohol que corría a raudales. Esas lenguas ociosas les habían permitido conocer los gustos del Portugués y las características por las que solía decantarse a la hora de elegir sus hombres, y que básicamente se ceñían a dos: no tener escrúpulos y odiar a los casacas o chaquetas azules.

También, gracias a la tripulación de un barco que había llegado esa misma tarde, supieron que el Estrella de la India llegaría a lo largo del día siguiente, pues lo habían avistado esa misma mañana en esa dirección. Cliff observó atentamente a Rolf mientras recorría disimuladamente toda la taberna preguntando, escuchando o instando alguna conversación entre aquellos hombres, mientras él y los otros cuatro marineros de su barco permanecían en un discreto segundo plano en una de las mesas del fondo de la taberna, supuestamente bebiendo. El acento de los tres, su gramática e incluso sus gestos y forma de moverse eran demasiado correctos como para disimularlos más allá de un par de frases o palabras, por lo que no podían socializar ni moverse mucho entre aquellos rufianes sin acabar delatándose. Ese era uno de los motivos por los que se harían pasar por artilleros y no por simples marineros, para no tener que subir demasiado a la cubierta y no tener que hablar demasiado en presencia de otros miembros de la tripulación. Normalmente los artilleros de barcos con tanta tripulación solían limitar sus intercambios entre ellos y participaban poco de la vida en la parte superior del barco, salvo contadas excepciones, como en las tormentas o en situaciones peligrosas.

Dejaron así las pesquisas para Rolf que, como pudieron comprobar, recordó rápidamente cómo era la vida entre aquelos hombres porque en un abrir y cerrar de ojos se convirtió sin ningún problema en uno más de ellos. De hecho, de no ser porque había formado parte de su tripulación los últimos diez años y creía conocerlo bien, Cliff se preguntaría de qué bando estaría. Cliff no pudo evitar que se le dibujase una sonrisa en el rostro, ese viejo era capaz de asombrarlo después de tanto tiempo. Lo curioso era que, la supuesta deuda que tuviese con él por haberlo salvado años atrás, se la había devuelto al menos en cinco ocasiones a lo largo de todo ese tiempo. Debería considerarse un hombre libre de esa carga hacía años, sin embargo, Cliff sospechaba que al señor Turner realmente le gustaba la vida que llevaba ahora. Una vida honrada que compartía con el resto de su tripulación, por no mencionar que, su adorable Julianna y la pequeña Mel tenían a ese expirata totalmente a sus pies, sobre todo desde que Julianna puso en sus brazos por primera vez a su hija. De cualquier manera, ese era un tema que él no sacaría jamás y sabía que, de hacerlo, Rolf tampoco añadiría nada al mismo. Volvió a sonreír escondiendo su rostro tras la jarra de cerveza para no llamar la atención de posibles curiosos. “Si lo viesen todos estos canallas jugando con mis gemelos como una gallinita clueca adiestrando a sus polluelos…”, pensó mientras lo veía aproximarse.

Tras sentarse y dar buena cuenta de una de esas enormes jarras de cerveza, bajando la voz dijo:

—Estaba en lo cierto, capi… —carraspeó—. Shaw (era el nombre que había elegido para esa nueva identidad). El estrella de la India llegará en las próximas horas y el Portugués busca principalmente artilleros experimentados para los cañones de El Yunque. —Bebió un poco más de cerveza mientras buscaba entre la multitud de cabezas a algún hombre y después volvió a girarse para hablar de nuevo con sus compañeros—. ¿Ven a ese hombre de la cicatriz en forma de V en la mejilla derecha? —Hizo un leve gesto en dirección al fondo de la taberna, donde se encontraba un grupo reducido de piratas con aspecto descuidado y algo ebrios—. El Portugués lo mandó con anticipación para que fuera reclutando los hombres que necesitaba. Creo que sería mejor que lográsemos que él nos “contratase” antes de que llegue el Portugués, ya que creo que, en el estado en que se encuentra ahora, nos será más fácil despistarlo y, sobre todo, camuflarnos entre los hombres que aguardarán en el puerto para embarcar en cuanto arribe el Portugués.

Cliff miró de nuevo por encima del hombro a ese pirata y bajando al igual que Rolf la voz dijo:

—Creo que tiene razón. Además, eso nos daría la oportunidad de recorrer el barco mientras los hombres que lleguen mañana bajan al puerto a desahogarse antes de volver a navegar. Buscaríamos al capitán y a Amelia y tendríamos la oportunidad que necesitamos de hacerles saber que estamos allí.

De nuevo miró con disimulo al pirata que, realmente, estaba en un estado de embriaguez más que evidente y poco o nada le quedaría para no perder la consciencia.

—Pero eso deberemos hacerlo con rapidez, capi… Shaw, por lo que comentaban algunos de ellos, el Portugués pretende zarpar de inmediato, en cuanto consiga los hombres que necesita y no espera pasar aquí más que unas horas, lo justo para hacerse con las provisiones y hombres que requiere.

Cliff asintió y tras unos segundos añadió:

—En ese caso, Rolf, creo que deberías ir hasta aquella mesa y asegurar que nos acepten como artilleros antes de que se le pase la borrachera y comience a hacer preguntas de más. Tú, Cross, manda un mensaje desde la bahía con uno de los faroles al almirante para que sepa que zarparemos enseguida, me aventuraría a asegurar que el Portugués querrá aprovechar la marea del despertar del sol y los vientos del alba. Estoy seguro de que si llega mañana zarparemos al día siguiente, antes de que despunten los primeros rayos de la mañana.

Ambos hombres se levantaron con un intervalo entre ellos de pocos minutos y fueron a cumplir los encargos de su capitán mientras este preguntaba por algún sitio en el que pasar la noche a la camarera, y tras la insinuación de esta de pasarla en su cama y declinarla con la brusquedad con que lo haría un marinero de la ralea de Shaw, esta le informó con aire destemplado la posada más cercana al puerto que, a buen seguro, sería un antro de la misma categoría que esa taberna.

Cuando se hubieron reunido todos de nuevo, se instalaron en dos mugrientas habitaciones de la fonda del puerto y, como habían predicho la noche anterior, la nave del Portugués llegaría a media mañana debiendo todos los piratas que fueran a embarcar en ella esperar en el muelle para subir nada más atracar la misma.

A primera hora de la mañana ya estaban preparados y listos para que, llegada la hora, los seis se camuflasen dentro del primer grupo de hombres para poder pasar desapercibidos a la hora de entrar en el barco.

Amelia despertó de nuevo antes que Max, con las primeras luces del alba que entraban por el pequeño ojo de buey situado a poca distancia de ellos, y creyó ver una gaviota pasar a lo lejos surcando el aire. Se incorporó dándose cuenta al hacerlo que llevaba puesta la camisa de Max, aun cuando no recordaba habérsela puesto. Sonrió, pues estaba segura que él se la pondría cuando estaba adormilada. Miró de nuevo por el ojo de buey estirando el cuello y vio a lo lejos no solo más gaviotas sino, además, tierra firme. Por un segundo, le atravesó todo el cuerpo el más angustioso terror pensando que podría ser el puerto de Madeira, lo que supondría un destino demasiado incierto, por no decir aterrador, para ambos.

Se giró y volvió a tumbarse sobre Max, pero esta vez para despertarlo, al menos, esa era la idea inicial pero cuando su cuerpo se amoldaba al de él tenía que reconocer que tendía a olvidar cualquier cosa.

—Max —lo llamó suavemente con el rostro a escasos centímetros del suyo—. Max. —Lo intentó de nuevo.

Él no abrió los ojos sino que estiró los brazos y la abrazó. A estas alturas casi parecía un movimiento reflejo, algo innato entre ellos, como si sus cuerpos simplemente reconociesen al del otro y se acoplasen de inmediato, porque Amelia también respondió, acomodándose dentro de su abrazo. Volvió a insistir:

—Max, despierta por favor.

Él, manteniendo los ojos cerrados, pegó sus labios a los de ella, que habían estado tan cerca que era fácil alcanzarlos. Amelia iba a protestar, pero enseguida respondió al beso y casi pierde la consciencia de donde se hallaban, otra vez. Puso sus manos en su pecho para poder auparse un poco y separar, aunque solo fuesen unos pocos centímetros, su rostro del de Max, y con un leve empujón dándose impulso lo consiguió.

 

—Max, se bueno, abre los ojos.

Lo hizo y cuando la vio simplemente sonrió y se estiró bajo ella, desperezándose como un niño travieso para enseguida volver a atraparla en su abrazo.

—Buenos días, amor. —Acercó sus labios a los de Amelia y antes de volver a besarla añadió—: Estás preciosa recién levantada, tan sonrosada, despeinada y con esa mirada inocente. —La besó—. Umm… Eres un dulce y rico manjar.

Comenzaba a deslizar esos irresistibles labios por su cuello cuando Amelia, con un esfuerzo ímprobo, tomó algo de impulso para hablarle.

—Max.

Su voz sonaba tan cargada de deseo como el que mostraban ahora sus ojos. Max pensó que nunca se cansaría de conseguir ese efecto en ella, era delicioso y tan provocador. Cuando de nuevo iba a besarla ella abrió los ojos del todo y tomó más impulso pero, esta vez, para lograr colocarse a horcajadas sobre él. Él frunció el ceño pero Amelia pensó que necesitaba tomar un poco de distancia de esos pecaminosos labios que la llamaban con tanto ardor que era hasta doloroso no dejarse llevar por ellos, porque, de lo contrario, sucumbiría sin remedio.

—Max, por favor, no seas malo. —Miró hacia el ojo de buey ignorando su sonrisa de seductor consumado—. Hemos llegado a tierra. —Max se incorporó un poco para quedar también sentado pero manteniéndola sobre él—. Por favor, dime que esto no es Madeira.

Max miró al horizonte en dirección a tierra.

—No cariño, no. —La miró tranquilizándola—. Estas son las islas del Gobernador. Un puerto de atraque de piratas, bandidos y lo peor del mar. Si el Portugués quiere recuperar su barco, necesitará hombres para tripularla. —Le acarició la mejilla y cuando Amelia separó los labios para preguntar pareció leerle la mente—. Más hombres. Ahora mismo debe tener unos cincuenta o como mucho sesenta pero El Yunque es un navío bastante grande y necesitará una tripulación mucho mayor, sobre todo, si quiere usar sus cañones. Además, hemos viajado muy deprisa, lo que significa que llevaba las bodegas casi vacías, necesitará hacer acopio de víveres y provisiones.

Amelia lo miró sin decir nada pero se abrazó a él.

—Estamos muy cerca de la isla, ¿verdad?

No le hizo falta volver a mirar para responder.

—Atracaremos en un par de horas. Será mejor que nos aseemos y nos vistamos. No sé qué tendrá preparado el Portugués pero mejor estar prevenidos. —Mientras le acariciaba la espalda y besaba la mejilla que había apoyado en la suya añadió—: Dudo que nos haga bajar del barco. Es más, creo que nos mantendrá encerrados aquí, al menos si fuese él yo lo haría. Aun así, será mejor que, al menos, estemos vestidos. —Sonrió y deslizó sus manos bajo la camisa para acariciar directamente la suave y tibia piel de su espalda—. ¿Cariño?

Mel alzó la cabeza para mirarlo aunque empezaba a notarse atolondrada con esas caricias y el tono suave de Max.

—¿Umm?

—Hoy ponte tu vestido. No creo que podamos bajar a tierra pero, si tiene preparada alguna sorpresa ese bellaco, prefiero que te vean con tu ropa antes que con esos provocativos pantalones.

Amelia empezó a reírse por lo protector, posesivo y, sobre todo, celoso que se ponía. Nunca se cansaría de verlo así, le hacía sentir que era importante para él y casi una parte de él mismo que quisiere tener cerca a toda costa. Alzó las cejas y lo miró con un brillo pícaro en los ojos mientras preguntaba:

—¿Provocativos? ¿De veras?

Se rio ante el gesto de Max, que la miraba resignado. Le dio un pequeño cachete en una de sus desnudas nalgas y sonrió.

—Ni se te ocurra ponerte esos pantalones más allá de este camarote.

Intentó parecer firme y enfadado pero el solo hecho de tenerla entre sus brazos casi desnuda y tener en su mente la imagen de Amelia con esa suave capa de seda dibujando cada uno de sus contornos, dificultaba su concentración. Amelia sonrió con un tono provocador, acercando sus labios a los de él.

—Pues… —Se removió sobre su regazo provocando oleadas de deseo salvaje y de excitación en Max que emitió un sonido parecido a un gruñido—. He de decir a su favor que son extraordinariamente cómodos y tan, tan ligeros.

Max giró sobre sí mismo, llevándola consigo dejándola de espaldas al pequeño camastro acomodándose entre esas piernas que dejaban perfectamente a su alcance toda su sexualidad.

—Bruja.

Su voz sonó casi gruñendo mientras apretando sus nalgas con las manos le alzaba las caderas y la situaba para penetrarla con una única, firme y profunda embestida al tiempo que se apoderaba de su boca. Amelia gimió de puro goce, se aferró a sus hombros mientras lo rodeaba con sus piernas, guiada por las manos de Max, que ahora acariciaban y abarcaban sus muslos, dándole así un mejor ángulo y permitiendo que sus embestidas, ahora rítmicas y acompasadas con los movimientos de ella, fueran más profundas, más directas y mucho más placenteras.

—Oh, Dios, Oh, Dios. —Logró susurrar entre esforzados jadeos.

Alcanzaron casi al unísono la cumbre del placer quedando desmadejados y por unos minutos con los cuerpos totalmente lacios y relajados. Max, que había dejado caer su cabeza sobre el hombro de Amelia, la alzó y gruñó antes de depositar un beso en sus labios, ella estaba tan exhausta que apenas reaccionó.

—Pequeña, vas a ser mi perdición.

Acarició con los pulgares sus mejillas por unos segundos mientras se mantenía apoyado sobre los codos para liberarla un poco de su peso aun cuando ninguno de los dos hizo movimiento alguno para que saliese de ella. A Amelia tenerlo así cálido, llenándola y cubriéndola le encantaba, y a Max, permanecer dentro de ella le parecía un deleite imposible de comparar, aunque tendría que moverse en pocos segundos porque si no volvería a endurecerse sin remedio y no podría parar. De nuevo gruñó y fue cuando Amelia abrió los ojos. Max la besó antes de decir:

—Creo que deberíamos movernos…

Pero ella le interrumpió poniendo las manos en sus nalgas y alzando las caderas.

—Estoy de acuerdo, no te vayas aún, Max, por favor.

Le dio un pequeño mordisco en el mentón y fue la perdición de Max, porque de nuevo se encontró duro y tan dolorosamente excitado que hubiese sido imposible separarse de ella. Comenzó a moverse suave, lenta y profundamente en su interior mientras la saboreaba, la acariciaba y se dejaba torturar por esas pequeñas y suaves manos. Las embestidas suaves fueron dando paso a unas más duras, enérgicas y apremiantes y las suaves caricias y los tiernos besos a casi imperiosos roces, besos y pequeños pero feroces mordiscos. Cuando de nuevo Max cayó exhausto con un sonido gutural a medio camino de un gruñido, apenas podía reprocharse a sí mismo que su cuerpo desobedeciera a su cabeza cuando se trataba de Amelia. Además, allí, con la cabeza apoyada en el hombro suave y terso de Mel, se hizo una promesa a sí mismo. Cuando se casase con ella, pasarían semanas sin salir de la enorme y cómoda cama ducal de Frentonhills, obligaría al servicio de la casa ancestral a dejar bandejas de comida y bebida en la puerta una vez al día y mantendría a Amelia tan ocupada que no sería consciente de si era de día o de noche o de si había pasado uno o veinte días desde la boda. La iba a tener para él, solo para él, y ay de aquel que osase molestarles. Suspiró y besó su cuello sonriendo ante esa idea.

—Tenemos que vestirnos, pequeña.

Amelia asintió y lo besó ligeramente antes de que él intentare separarse de ella. Pero justo cuando iba a moverse Amelia aferró sus piernas en torno a él y alzó los brazos, atrapándolo por el cuello. Suspiró y lo miró unos segundos fijamente.

—Max —su tono era suave pero firme, decidido—, te amo.

Él sonrió y se dejó caer de nuevo sobre ella con todo su peso para poder atraparla como ella le tenía atrapado a él. Con sus labios acarició una de sus mejillas, llevando un camino directo a sus labios. Se separó unos centímetros para poder ver bien sus ojos y con la voz ronca por la emoción más que por el deseo, todavía latente en cada parte de su cuerpo, respondió:

—Y yo te amo a ti, mi pequeña tirana.

Amelia se rio y después, entre risas, aflojando su agarre dijo:

—No soy tan tirana como todos pensáis, solo soy vehemente.

Max prorrumpió en carcajadas para, a continuación, incorporarse y ayudar a Amelia a hacer lo mismo mientras le decía con picardía y una mirada de niño malo:

—Pues permítame decirle, mi querida señorita Mcbeth, que la amo vehementemente.

Minutos después, ambos estaban aseados y vestidos e incluso a Amelia le dio tiempo a afeitarlo aunque solo ligeramente porque tampoco querían dar pie a preguntas innecesarias ni tampoco ser pillados con una navaja que mantenían escondida.

Max se pasó casi todo el tiempo bromeando con ella, flirteando y contándole chistes algo subidos de tono para mantenerla entretenida y con la mente ocupada, alejada del ajetreo de cubierta y los ruidos, cada vez más cercanos, del puerto y del muelle. Tuvo que reconocer que ayudó considerablemente el que uno de los piratas entrase con una bandeja con pan rancio, queso, algo de fruta ligeramente en mal estado y agua. Después de tres días si apenas ingerir nada, Amelia se hallaba famélica, por lo que devoró todo lo que Max le iba pasando más o menos en un estado aceptable y la mantuvo al borde del ataque de risa con sus bromas o cuando él le decía que debía de haber hecho un magnífico trabajo, pues si tenía ese apetito era debido únicamente a sus magníficamente ejecutadas actividades nocturnas y, siendo fiel a la verdad, también diurnas. Sus chanzas y sus comentarios le provocaron muchas carcajadas, con lo que apenas se dio cuenta cuando atracaron finalmente. Max suspiró relajado cuando, desde el ojo de buey, vio que el Portugués y algunos de sus secuaces descendían por la rampa al muelle, dejándolos a ellos encerrados en el camarote. La idea de ver a Amelia en un puerto lleno de la peor escoria de los mares no era algo que le apeteciese llevar a la práctica, y menos en la condición de prisionera de un pirata como el Portugués.

La mantuvo sentada entre sus piernas, encima de la cama, con la espalda apoyada en su torso, mientras él, aparentemente relajado, permanecía con la espalda apoyada en la pared y los brazos en torno a ella. Quería que se sintiera segura en aquel caos. Al cabo de una hora escucharon movimiento en el muelle por lo que, de nuevo, Max se acercó al ojo de buey y pudo comprobar cómo docenas de hombres con aspecto de ser capaces de vender su alma por una moneda, embarcaban. La nueva tripulación del Portugués. Pensó que con tantos hombres sería imposible cualquier intento de huida, al menos medianamente viable. Pero también tenía su aspecto positivo, con una nave tan pequeña cargada de tantos hombres y de los víveres necesarios para los mismos, el Portugués se vería obligado a viajar con más lentitud por no hablar de las dificultades que, en caso de confrontación, tendría para maniobrar el barco. De cualquier modo, advirtió a Amelia que, ahora, era más importante todavía no hacerse notar entre una tripulación tan numerosa que, a buen seguro, iría bastante hacinada y no de muy buen humor por ello.

Un rato después se sobresaltaron cuando se abrió abruptamente la puerta y la cruzaron dos hombres con un aspecto sucio, descuidado… Max se puso de pie, pero de inmediato empezó a reírse.

—¡Diablos! ¿Qué te has puesto en el cabello?

Se acercó a grandes zancadas a los dos hombres mientras Amelia los miraba desconcertada hasta que uno de ellos la miró y fue capaz de reconocer esos ojos verdes bajo toda la barba y la suciedad. Le sonrió confiada y asombrada al mismo tiempo.

—También me alegro de verte y, sobre todo, de veros sanos y salvos a los dos. —Se rio casi aliviado al ver a Amelia, y se acercó a ella para abrazarla—. Pequeña ¿estás bien?

Amelia asintió, aunque con un pequeño empujón lo apartó.

—Cliff —arrugó la nariz—, con todos mis respetos, apestas.

Cliff se rio a carcajadas y contestó con sarcasmo:

—Bueno, si es con todos tus respetos…

Se apartó y le estrechó la mano a Max.

—¿Cómo has conseguido seguirnos tan deprisa? —preguntó Max.

Cliff levantó la ceja y con sorna preguntó a su vez.

—¿Dudas de mis habilidades como capitán? —Max sonrió–. Es una larga historia que podremos dejar para más adelante, si no os importa.

—Me imagino que si has subido al barco, especialmente con tan lustroso aspecto, es porque ya tienes un plan trazado ¿verdad?

Cliff sonrió y asintió.

—Creo que lo mejor es que nos sentemos y os lo contemos con la mayor brevedad. El Portugués y el resto de la tripulación no tardarán en volver.

Amelia se sentó en el borde de la cama y Max la siguió y un segundo después, de manera distraída, le cogía la mano y le acariciaba la parte interna de la muñeca con el pulgar, detalle que no pasó desapercibido a Cliff mientras se sentaba frente a ellos en la silla libre. Rolf permanecía en la puerta vigilando. Cliff enarcó una ceja y miró fijamente a Max, limitándose a decir:

—¿Una conversación seria?

Max asintió sonriendo como un colegial pillado en falta mientras que Amelia los miraba interrogativamente, pero se abstuvo de preguntar, aunque tomó nota mental de hacerlo más adelante, cuando todo el lío en el que se hallaban inmersos hubiere quedado atrás.

—Bien —dijo Cliff mientras apoyaba las manos en las rodillas—. El Portugués tiene previsto zarpar a primera hora de la mañana, de modo que dedicará el día de hoy a aprovisionar la nave y a embarcar a cuantos patanes consiga enredar en esto.

—¿Cuánto sabes de sus planes, Cliff? Pretende recuperar su barco, que está atracado en Madeira —intervino Max.

—Lo sé, lo sé. Antes de salir de Inglaterra mandamos aviso al almirantazgo, de modo que si finalmente consigue llegar hasta allí, se llevará la desagradable sorpresa de que lo estarán esperando, y con refuerzos, además. —Sonrió claramente satisfecho.

—¿Finalmente? —De nuevo intervino Max—. ¿Por qué sospecho que pretendes acabar con esto antes de llegar tan lejos?

Cliff sonrió de nuevo. Amelia pensó que era extraño verlo con ese aspecto, con el pelo oscurecido y esas ropas, sin embargo, su mirada y sus gestos seguían siendo los mismos.

—El almirante está anclado al otro lado de la bahía, de modo que nos seguirá en mi goleta, es más rápida que esta y no le costará darnos alcance en cuanto salgamos de las islas. Le iremos informando con señales de luz cuando nos sea posible y es lo suficientemente hábil para seguirnos sin ser avistado.

—Eso sin mencionar que el barco va sobrecargado y le resultará difícil maniobrar —corroboró Max.

Cliff asintió.

—Además, dos de mis buques debidamente armados y con la tripulación adecuada nos esperan a un día y medio de aquí para atracar la nave de manera precisa y diría que inapelable.

Max sonrió entendiendo el plan.

—Tú y ¿cuántos más? ¿Tres? ¿Cuatro hombres? Os habéis colado para aseguraros de que no nos ocurre nada cuando la nave se vea atacada, ¿no es así?

Cliff se rio.

—Hemos navegado demasiados años juntos como para no ser capaces de leernos bien la mente ¿no es cierto viejo amigo? Somos seis en total y embarcamos como artilleros para no estar demasiado a la vista del resto de la tripulación, ya sabes.

Los dos se rieron con cierta complicidad y camaradería.

—Y ¿por qué sencillamente no nos sacáis de aquí? —preguntó con cierto malestar Amelia.

Los dos la miraron cómo si hablase otro idioma, pero fue Cliff el que contestó:

—El barco está lleno de hombres que no dudarían ni un segundo en rebanarnos el pescuezo si intentáramos salir, por otro lado, si nos salimos con la nuestra capturaremos al Portugués evitando así que, en el futuro, se le ocurra tomar represalias contra cualquiera de nosotros. Es famoso por ser vengativo y rencoroso hasta la inquina. —Negó con la cabeza—. No, no. No podemos correr el riesgo de que quede libre de ninguna de las maneras.

Amelia se quedó callada unos segundos y finalmente dijo:

—Comprendo.

—No negaré que hay ciertos riesgos. Cuando se vean atacados, todos los hombres de esta nave se comportarán como lo que son, hombres sin escrúpulos que se valdrán de cualquier cosa con tal de salir con vida del entuerto. —Miró fijamente a Max—. Os he traído dos pistolas. —Se las sacó de la espalda de debajo de las ropas que llevaba y se las pasó a Max y después, mirando a Amelia, dijo—: Espero que no tengas que demostrarnos cuánto ha mejorado tu puntería estos años pero, al menos, es tranquilizador saber que podrás usarla, y quiero que nos prometas que, llegado el caso, no dudarás en disparar contra cualquiera si te sientes amenazada o en peligro.

Amelia lo miró seria y contestó:

—Lo prometo.

Desde la distancia Rolf la observaba y admiró en esa pequeña la misma determinación, valentía y aplomo de su capitana y “además sabe usar pistolas”, pensó divertido.

—Son de doble cañón, por lo que tendréis dos disparos cada uno antes de necesitar recargarla. Tomad, os dejo algo de pólvora y balas, por si acaso.

Amelia, con gesto serio casi malhumorado y con el ceño fruncido, miró a Cliff.

—A ver si lo he entendido correctamente. La idea es atacarles y abordarles cuando estemos en alta mar, pero existe un evidente riesgo para todos nosotros, no solo porque estaremos en el barco que va a ser atacado con cañones sino porque, además, estaremos rodeados de piratas que no dudarán en matarnos o utilizarnos de rehenes o cualquier otra cosa que se le ocurra, si creen que con eso salvarán la vida. —Miró fijamente a Max y de nuevo a Cliff—. ¿Es correcto?

Cliff y Max se miraron y ambos casi al unísono dijeron:

—Correcto.

Amelia asintió y suspiró con evidente desaprobación, se levantó suavemente y preguntó:

—¿Y no sería más sencillo llevar a cabo ese plan si todos o casi todos los hombres de este barco se hallan…? —Hizo un gesto con la mano—. ¿Cuál es la expresión que Maxi usa siempre? —Hizo una mueca con la boca—. ¡Ah, sí! Fuera de combate.

Asintiendo con firmeza cruzó los brazos bajo su pecho y miró con la ceja levantada a ambos hombres, que la miraban con cara de no comprender, pero fue Cliff el que preguntó después de una pausa:

—¿Fuera de combate? —Miró a Max intentando comprender, pero comprobó que estaba tan desorientado como él.

Amelia puso los ojos en blanco y echando los brazos al aire dijo claramente ofuscada por encontrarse ante dos muros.

—¡Buen Dios! ¿Y vosotros erais el orgullo de la marina? Por favor, no me presentéis a los más ineptos.

Desde la puerta pudieron escuchar las carcajadas contenidas de Rolf y ambos hombres se giraron para mirarlo, pero al verlos simplemente se encogió de hombros y dijo:

—Capitán, no puede negar que es hermana de su esposa. —Se rio mientras que Amelia lo miraba con los ojos muy abiertos y cuando él vio su expresión concluyó—. Señorita es usted todo un carácter. —Sonrió.

Amelia no pudo evitar sonrojarse al mismo tiempo prorrumpió en unas sinceras risas y después le dedicó una brillante y orgullosa sonrisa mientras le decía:

—Gracias. Me resulta usted muy simpático.

Rolf sonrió satisfecho y orgulloso preguntándose divertido cuántas damitas habría en la familia de su capitana.

Max carraspeó.

—Volvamos al asunto que nos ocupa, por favor. —Miró a Amelia con el ceño fruncido y cierta dosis de impaciencia reflejada en el rostro.

Amelia giró sobre sus talones, dio dos pasos y se agachó para después ponerse de pie sosteniendo en sus manos el paño, aún húmedo, de las hojas.

—Bueno, supongo que puedo disculpar, hasta cierto punto, a Cliff, por no poder contar con todos los datos, pero un hombre inteligente habría pensado en alguna forma de mermar las fuerzas de su enemigo desde dentro si es capaz de infiltrarse entre sus tropas.

Cliff negó con la cabeza.

–¡Por todos los dioses, niña! ¿Tú también? Has estado leyendo los libros de batallas y tácticas militares ¡Qué cruz! Como si no fuese suficiente con Julianna ahora tengo que lidiar contigo también. —Puso los ojos en blanco y echó la cabeza hacia atrás–. Buen Dios, dame fuerzas.

Amelia resopló y poniendo los ojos en blanco y refunfuñando para ella casi en un susurro dijo:

—Dios, líbrame de los necios, los obtusos y los marinos de cabeza dura.

Escuchó la risa ahogada de los tres. Miró a Cliff, pero enseguida ignoró su comentario anterior, se sentó en la cama y sobre su regazo abrió el paño, dejando a la vista las hojas.

Cliff miró con la ceja levantada a Max y este con un gesto de la mano dijo:

—Larga historia, baste decir que el anterior capitán de la nave debía coleccionar plantas medicinales…

Ella empezó a hablar, señalando cada una de los que tenía en su regazo:

—Belladona, solo he cogido las hojas que puedes utilizarse como narcótico. Mandrágora —señaló—. Está sin curar, por lo que nos sirve como estupefaciente. Barbasco, tanto esta corteza como sus hojas se pueden usar como narcóticos aunque también como purgantes. Boldo, las hojas, en infusión, producen rápidamente el sueño y una leve anestesia en todas las extremidades.

Cliff y Max se miraron con gesto de resignación mientras Amelia extendida frente a ella una mano con dos tipos de hojas distintas e insistió:

—Cliff, creo que lo mejor es que machaques juntas la belladona y la mandrágora y luego le añades las hojas del boldo machacadas y unas pocas de barbasco por si acaso. —Le mostró cómo—. Y las pones en los barriles de agua o del vino o lo que beba la tripulación, te aseguro que en un par de horas todos los que beban estarán tan adormecidos que difícilmente se tendrán en pie y menos aún lograrán pelear. Tienen propiedades altamente somníferas, y si las juntas son hasta peligrosas, pero no creo que matemos a ninguno de esos hombres porque beban uno o dos vasos de cualquier líquido que las contenga. —Hizo una pausa y miró a Cliff—. ¿Crees que podríais encontrar los barriles que empleen mañana? No estoy segura de cuánto durarán los efectos, es difícil de calcular pero imagino que mezclando estas dos especies más la belladona y la mandrágora —miró las hojas de su mano—, no creo que contemos con más de ocho horas.

Max empezó a reírse ante la expresión de asombro de Cliff.

—Y tú que pensabas que solo tía Blanche es una enemiga temible. –Se reía aún más con la expresión de desconcierto de Cliff.

—¡Oh, vamos, Cliff! —de nuevo habló Amelia mirándolo ceñuda–. No debería ser tan difícil. —Miró a Max y ahora con gesto realmente interrogativo preguntó—: ¿O sí?, la verdad es que no sé cómo funciona un barco.

Ahora se sentía mortificada por haber dado por hecho que sería fácil y haber estado presionando a Cliff. Cliff empezó a reírse y tras él se escuchaba la risa de Rolf.

—Empiezo a creer que la armada debería estar en manos de las damas Mcbeth. En pocos meses tendríamos una armada temible.

De nuevo se rio mientras se levantaba y tomaba de las manos de Amelia las hojas. Las observó unos segundos y preguntó:

—¿He de machacarlas antes de mezclarlas con el líquido?

Amelia asintió:

—Pero recuerda hacerlo juntas, creo que servirá mejor a nuestros propósitos si las mezclas a la vez, no solo porque los adormecerá más profundamente y más deprisa, sino porque creo que sus efectos serán más prolongados.

Cliff asintió, cogió un pañuelo, guardó las hojas en él y lo puso en su bolsillo. Miró a Rolf y le hizo un gesto con la cabeza antes de volverse hacia ellos de nuevo.

—Será mejor que nos marchemos antes de levantar sospechas. Intentaremos hablar con vosotros de nuevo, pero de cualquier manera nos mantendremos cerca, lo prometo.

Max asintió. Cliff se acercó a Amelia, le depositó un beso en la frente y le dijo apretando su mano.

—No tengas miedo, Max y yo no dejaremos que te pase nada. Julianna me mataría si vuelves a casa con un solo rasguño. —Sonrió igual que Maxi cuando le reprendía Julianna por una travesura consiguiendo gracias a esa sonrisa salir casi siempre indemne—. Mantén la pistola siempre contigo, tanto si estás en este camarote como si sales fuera. Llévala escondida en la falda, no se notará si la mantienes oculta entre los pliegues de mayor volumen, y recuerda que has prometido usarla si te sientes amenazada.

Amelia lo miró y asintió. Rolf sacó la cabeza por la puerta y carraspeó. Cliff se dirigió hacia él casi corriendo. Se giró antes de salir añadiendo en tono jocoso:

—Portaos bien en mi ausencia.

Max sonrió con esa sonrisa maliciosa e irresistible mientras que Amelia, sin saber por qué, se puso de color bermellón al instante. Poco después se quedaron de nuevo a solas con una sensación de euforia algo excesiva, pero en cierto modo justificadas.

Cliff recorrió el barco incluyendo el castillo de proa, las bodegas y la parte de las cocinas para comprobar si era posible llevar a cabo el plan de Mel, y para su asombro no solo sería fácil acceder a las cocinas y a la zona donde se guardaban los víveres, sino que comprobó que, una vez se llenase el barco con todos los hombres y con las provisiones, tanto los cocineros como los propios marineros acudirían a los barriles que estuvieren situados más cerca del acceso a la bodega por el poco espacio que quedaría una vez zarpasen. Por otro lado, otros dos de sus hombres recorrieron la cubierta, el alcázar y revisaron los accesos de la zona superior para, en caso de necesitar huir precipitadamente, poder hacerlo conociendo las salidas. También esto les produjo cierta satisfacción y les dio algo de tranquilidad, pues en un barco con un espacio tan limitado y cargado de una excesiva tripulación el desconcierto sería grande y sería factible acceder a una de las cuatro salidas que habían descubierto. Pero lo mejor de esa mañana estaba por llegar: Rolf se coló en el camarote del capitán sin ser visto y tras localizar a Cliff lo llevó hasta allí, nada más entrar advirtió la razón de que Max le hubiere dicho que el anterior capitán de la nave debía coleccionar plantas. Todas las zonas altas de las paredes del camarote estaban repletas de macetones, parterres y lianas con una considerable variedad de plantas y hierbas. También comprendió enseguida por qué Rolf se lo enseñó. Entre los dos localizaron las plantas que tenían las hojas idénticas a las que Mel les dio y cogieron más de todas, ya que así podrían ponerlas en más barriles y asegurar su estrategia. Al salir Cliff sospechó que la puerta debía haber estado cerrada con llave, de modo que le preguntó a Rolf, y cuando este se lo corroboró esperó que echando de nuevo el pestillo el Portugués no se diese cuenta de que alguien se había colado en él y ansió fervientemente que regresase bastante borracho después de pasar unas horas en la taberna para no darse cuenta del más mínimo cambio. Más tarde le preguntaría a Rolf cómo demonios había conseguido abrir la puerta y también, si en alguna ocasión había empleado semejante habilidad en alguno de sus barcos. “Bueno…”, pensó al cerrar la puerta, “…habrá que cruzar los dedos…”.

Ya avanzada la tarde y sin que ni el Portugués ni los hombres con los que él se había marchado hubieren regresado aún, entró en el camarote el mismo pirata que les había llevado algo de comida por la mañana con una nueva bandeja para ambos. Max se levantó antes de que saliese y le preguntó:

—¿El capitán no desea nuestra compañía esta noche?

El pirata, claramente sorprendido porque se dirigiese a él, contestó con un marcado acento francés y claro enfado en la voz:

—El capitán ordenó que les diésemos desayuno y cena y no regresará hasta mañana antes de zarpar. —Se giró para irse, pero enseguida volvió a darse la vuelta para mirarlos y añadir—: También nos dio permiso para dispararles si alguno intentaba huir.

Después de eso se marchó y cerró de nuevo la puerta con llave.

—Encantador —dijo Max intentando rebajar la tensión.

—¿Es bueno o malo que el Portugués no regrese hasta mañana? —preguntó Amelia acercándose a la mesa cuando Max le hizo un gesto para que se sentase a comer.

Por un segundo Max pensó en decirle que, probablemente, el Portugués iría en busca de alguna mujerzuela de taberna y que, además de emborracharse, buscaría desfogarse, y ambas cosas eran buenas para ellos porque al día siguiente estaría con resaca y de mejor humor después de haber pasado unas horas con una mujer. Finalmente decidió simplemente ser poco descriptivo.

—Supongo que regresará algo cansado, pero prefiero no averiguar si eso es bueno o malo. Algunos hombres después de una noche de borrachera están de mal humor y otros simplemente solo desean descansar. No te preocupes por eso, mañana por la noche ya no nos preocupará más ese hombre, sus estados de ánimo y menos aún si ello nos afecta en modo alguno.

Se sentó sonriendo y simplemente empezó a comer. Cuando iba a beber de la cerveza que les habían llevado Amelia se levantó y le quitó la jarra antes de haber dado el primer sorbo. Max le miró inquisitivo.

—¿Por qué?—— logró decir antes de que Amelia le interrumpiese.

—Si no te importa prefiero que bebamos de la jarra de agua que teníamos aquí por si a Cliff se le ha ocurrido usar ya las hierbas. Quizás, simplemente, no vaya a tener oportunidad mañana y para cerciorarse de poder envenenar los barriles haya puesto ya las hojas. —Se levantó, abrió el ojo de buey y tiró al mar el contenido de la jarra. Se volvió a sentar dejando en la bandeja la jarra vacía y añadió—: Mejor no correr el riesgo. Prefiero que pases la noche con tus sentidos intactos si no te importa.

Max se rio y la miró con esa petulante y satisfecha sonrisa autocomplaciente que a ella no le gustaba especialmente pero que reconocía le provocaba un repentino cambio de su temperatura interior.

—¿Por qué? ¿Quieres que te mantenga ocupada?

Amelia se rio también y se sonrojó un poco antes de señalar:

—No me importaría… pero creo que me gustará más saber que si pasa algo repentinamente serás capaz de reaccionar.

Max comprendió de inmediato que Amelia estaba más asustada de lo que aparentaba, y también preocupada por todo el movimiento que durante el día habían escuchado en el barco, así como por lo que sucedería al día siguiente. Se levantó de la silla e hizo que Amelia se levantase de la suya para poder tomar él su asiento sentándola, a continuación, sobre su regazo.

—Mel. No tengas miedo. Estoy aquí. Contigo. No dejaré que te ocurra nada. Te protegeré.

Ella resopló.

—¿Y quién te protegerá a ti?

Apoyó la cabeza en su hombro, pues no quería que viese el miedo que le provocaba la idea de que a él le pasase algo o que el Portugués, si se viese acorralado, llevara a cabo la amenaza que le hizo el primer día de acabar con su vida en venganza. Max le cubrió la cintura con un brazo y alzó el otro para poder acariciarle la mejilla.

Le enternecía lo preocupada que siempre estaba por él. En los últimos años cuando se despedía de ella antes de zarpar a algunos de sus viajes, siempre le deseaba suerte, pero sobre todo le insistía en que tuviese cuidado y lo hacía con una ternura que le conmovía ya entonces.

—Mel, cariño, no me va a pasar nada, a ninguno de los dos.

La besó en la sien mientras ella se dejaba abrazar y acariciar. Después de unos minutos suspiró y alzando la cabeza para mirarlo dijo:

—Entonces, ¿tomamos nuestra última cena? —Le sonrió.

Max se rio y asintió, y cuando ella iba a levantarse para sentarse en la otra silla él la retuvo.

—Si no te importa me gusta esta postura. —Le besó provocativamente el cuello—. Pero como tengo mis manos ocupadas te corresponde darme de comer.

De nuevo la besó mientras cerraba su abrazo. Amelia se rio casi como una niña traviesa disfrutando de sus suaves caricias y alargando la mano para coger del plato de embutidos unas lonchas y después un poco de pan se removió en su regazo para poder moverse mejor.

—Está bien, te daré de comer si prometes que después pagarás debidamente por mis servicios.

Le acercó un bocado a los labios y tras devorarlo sin parar de sonreír Max contestó:

—Mi insaciable camarera. —Besó de nuevo su cuello mientras ella le preparaba otro bocado—. Veré si encuentro una forma de pago adecuada y satisfactoria para ambos.

Amelia se rio mientras le daba otro bocado y mirándolo provocativamente aunque con cierto tono de falsa inocencia en su voz contestó:

—Mientras ese pago me satisfaga a mí.

Max de nuevo se rio, pero esta vez tomó otro tipo de bocado. Tras unos minutos de deliciosos “entremeses”, Mel se apartó, y sonriendo con los labios aún enrojecidos después de ser medio devorada dijo:

—Si me convierto en el primer plato, milord, creo que exigiré una gratificación extra.

Max miró la bandeja de la comida, después a Amelia y, mientras se ponía en pie con ella en brazos, murmuró provocativamente:

—Creo que te acabas de convertir en mi plato principal.

De nuevo la besó y la llevó hasta la cama mientras ella se reía con los labios de Max devorándola realmente.

Casi dos horas después Mel se separó de los brazos de Max, se puso la camisola y los pantalones de seda y cogió la bandeja con la comida. La llevó a la cama, donde Max le hizo espacio para que se pudiera sentar y colocar la bandeja.

—Bueno, milord —dijo Amelia preparando un bocado y llevándolo a los labios de Max, que lo atrapó enseguida—, creo que aún le debo parte de mis servicios. —Sonrió y también comió un poco de fruta, pasándole a Max de inmediato un nuevo bocado—. Umm. —Observó al detalle el contenido de la bandeja—. No recuerdo haber visto este tipo de carne antes ni tampoco esto. —Señaló un cuenco con una especie de crema espesa.

Max inspeccionó el contenido de la bandeja y después contestó:

—Supongo que han llenado la bodega de víveres y estos son productos que abundan en esta zona. A ver, me parece que esto —señaló el contenido del cuenco— es una especie de crema dulce de leche de coco y bananas y las carnes… bueno, no lo sé, supongo que serán de especies de ganado autóctonas. En este tipo de islas se comen incluso algunos insectos.

Amelia abrió los ojos alarmada.

—¿Insec-insectos?

Max se rio.

—No te alarmes, cielo, no veo ninguno por aquí, pero, en muchos sitios, comen insectos. En muchos países orientales consideran manjares algunos de ellos. He visto comer saltamontes, arañas e incluso escorpiones.

Amelia hizo un gesto de disgusto y miró la comida fijamente, asegurándose de no ver ninguna cosa realmente extraña, después miró a Max, dándole un nuevo bocado.

—¿Alguna vez has probado esas cosas?

—Creo que la única vez que me he atrevido a comer algo en apariencia no demasiado agradable fue en Francia, las ancas de rana, y, sinceramente, no las recomiendo, por mucho que los paladares más exquisitos lo consideren una delicatesen.

—Sí, sí, recuerdo que el conde también habló en alguna ocasión de ello porque a la condesa le resultó un plato delicioso, según decía, estuvo horrorizado durante semanas. —Se rio—. Creo que fue en el viaje de bodas, supongo que quedó impresionado por los gustos culinarios de la condesa y aún no se ha repuesto del susto.

Los dos se rieron. Durante un buen rato dieron buena cuenta de la comida mientras bromeaban. Amelia reconoció que esa especie de crema dulce le resultó especialmente deliciosa, ya que con ella estuvieron muy, muy, pero que muy ocupados gracias a algunos trucos que Max conocía relacionados con la crema, la piel y ciertas formas de saborear ambas al mismo tiempo.

Cuando Amelia se durmió, al fin, la luna se hallaba en su cenit, Max la tapó con su gabán, convencido de que esa leve prenda de seda apenas si servía para cubrir ese bonito cuerpo, y se incorporó para quedar sentado en un lado de la cama con la cabeza de Mel en el regazo. Quería asegurarse de que descansase, porque el día siguiente probablemente fuere especialmente arduo. Además, ni el Portugués ni sus secuaces habían embarcado aún y quería estar atento, dado que desde el ojo de buey se veía la pasarela de embarque y podría comprobar fácilmente el estado en el que llegaban. Esperaba que lo hiciesen totalmente borrachos, porque eso facilitaría considerablemente el plan de Cliff, puesto que la nave se encontraría con el capitán temporalmente indispuesto, especialmente a primera hora.

Durante unas cuantas horas se relajó observando a Amelia dormir, o cerrando los ojos aun permaneciendo despierto, acariciándole el pelo, los hombros y ese precioso cuello.

Calculó que faltaba una hora para el alba cuando el Portugués embarcó “maldición, está totalmente sereno. Solo habrá buscado compañía femenina…”, gruñó, pero no se movió. Al cabo de un rato la puerta del camarote se abrió con fuerza, lo que la hizo chocar de manera estruendosa despertando a Amelia, que casi se incorporó de un brinco. Max la sujetó para que no se asustase mientras veía cómo el Portugués se plantaba en medio de la habitación y cruzaba los brazos en su pecho.

Bom dia, capitão, senhorita, veo que han descansado… Mejor, porque estoy seguro que querrán aprovechar sus últimas horas juntos. —Max notó la tensión que se apoderó del cuerpo de Mel, se acercó a su cuerpo suavemente—. Mañana a estas horas estaremos frente al puerto de Madeira, donde recuperaré lo que me pertenece y usted —miró con frialdad a Max— pagará la deuda que me debe.

Max sonrió y contestó con desdén:

—Si lo estima necesario.

A Amelia se le erizaron los pelos de la nuca por el tono suave, casi melodioso, que empleó, sabiendo por la expresión del Portugués que eso le enfureció. El pirata le sostuvo la mirada fijamente unos segundos, y después se marchó a grandes zancadas, pero desde el umbral dijo con un tono que era una clara amenaza:

—Lo estimo necesario, sin la menor duda, capitão.

Tras cerrarse la puerta, Amelia se volvió para mirar a Max, pero este simplemente sonrió, le acarició la mejilla y acercó sus labios.

—Mañana a estas horas estaremos camino de casa, él estará preso o muerto y tú y yo nos centraremos en cosas más interesantes.

La besó mientras la encerraba en un fuerte abrazo. Amelia sabía que solo quería distraerla y tranquilizarla, y tras unos pocos segundos poco le importó, se dejó llevar por esos labios, esa lengua y ese cuerpo que se adhería tan sugerentemente al suyo y mandó al diablo al Portugués, a su barco y a todo lo que no fuese Max, ella y ese calorcito tan agradable de sus entrañas. Max interrumpió el beso con una clara renuencia de Amelia y se puso de pie, llevándola consigo.

—Cariño —la besó ligeramente en los labios—, será mejor que nos vistamos y que estemos preparados—. Amelia simplemente lo miró con las pupilas dilatadas y disfrutando aún de ese abrazo—. Cielo. —Max se separó de ella cuando estuvo seguro de que se mantendría firme sobre sus propios pies, sonriendo incluso divertido por conseguir ese efecto en ella cuando acababa de escuchar cómo les amenazaban—. No te olvides de coger tu pistola y esconderla bien entre tus faldas.

“Y más tarde seré yo el que se esconda bien entre tus faldas, o más concretamente debajo de ellas”, sonrió y con un leve empujoncito la guio hacia la jarra de agua, el jabón y la palangana.

Mel, por fin, reaccionó. Se aseó y se vistió sin rechistar. Max, divertido, la miraba de hito en hito mientras él hacía lo mismo, sabiendo que, probablemente, esa sería una de las pocas veces en su vida que conseguiría que Mel obedeciese una orden directa de manera tan diligente, sin rechistar, discutir o hacer algún comentario.

Mel cogió un vaso de agua, se sentó en la mesa y extendió el trapo donde guardaba las hierbas, seleccionó unas y las trituró para a continuación mezclarlas con el agua. Se bebió todo el contenido e hizo un mohín de repulsión al dejar el vaso de nuevo sobre la mesa.

Max la miró con la ceja levantada. Ella sacudió los hombros con gesto de disgusto por el sabor y dijo:

—En realidad, se supone que hay que hervirlas, y no sé si servirán solamente machacadas, pero, desde luego, no se puede decir que sean sabrosas.

De nuevo Max arqueó la ceja y ella lo miró seria como si aún le resultase incomprensible que no entendiese lo que hacía.

—Las náuseas, ¿recuerdas?, como has dicho, mejor estar preparados.

Max echó la cabeza hacía atrás y empezó a reírse a carcajadas para, a continuación, tomar a Mel de la mano dándole un pequeño tirón para ponerla de pie atrayéndola hacia él

—Ay, amor. —Depositó un beso en su frente y mantuvo sus labios ahí—. No cambies nunca.

Mel alzó los brazos y también la cara, ofreciéndole los labios después de decir:

—No creo que pudiese lograrlo ni aunque lo intentase.

Tras besarla, Max la miró.

—Tienes razón. No son muy sabrosas.

Mel le dio un pequeño golpecito en el hombro mientras le reprendía diciendo:

—Eso no ha sido muy galante… —frunció el ceño—, milord, debería decir que mis besos son siempre sabrosos.

Max se rio.

–Querida, ¿y mentir? —Negó con la cabeza–. Eso no lo haré jamás. —Mel sonrió muy a su pesar, él acercó sus labios a su mejilla y añadió—: Pero como no puedo mentir le diré, milady, que sus besos han sido siempre muy sabrosos, por lo que he de rogarle encarecidamente que no vuelva a tomar semejante brebaje nunca más.

Mel se rio y después besó su mejilla.

—No volveré a hacerlo, espero. —Se separó de él y añadió—: Pero como me resulta muy agradable ser besada por vos, milord, creo que puedo remediar, para tranquilidad de ambos, esta situación. —Sacó el bastoncito para los dientes que les habían proporcionado con las cosas de aseo y los polvos para lavárselos y se los enseñó antes de usarlos.

Max se rio y mientras ella terminaba, se sentó para ponerse las botas, guardó la navaja en la derecha como era su costumbre y la pistola en el bolsillo interior del gabán, que después se pondría para salir del camarote, dejándolo sobre el respaldo de la silla. Antes de ponerse de pie se encontró con Amelia sentándose en su regazo y alzando sus brazos alrededor de su cuello.

—¿Max? —Él ya estaba centrando su atención en su adorable cuello—. ¿Por qué habrá entrado el Portugués solo para decir eso?

Max alzó la cabeza para poder mirarla.

—En realidad, no ha entrado para decir nada sino solo para hacernos saber que estaba de vuelta. Intentaba intimidarnos. O más concretamente, intentaba intimidarme a mí.

—Ah —no añadió nada más, simplemente lo miró. Max iba a acariciarle la mejilla para tranquilizarla cuando le sorprendió diciendo—: Pues no lo ha hecho muy bien, ¿no te parece? —Sonrió arrogante.

Max tuvo que contenerse para no soltar abruptas carcajadas, sonriendo contestó:

—De nuevo, pequeña, te ruego, no, te suplico, una promesa solemne de que no cambiarás nunca. —La besó tiernamente—. Definitivamente, vas a ser mi perdición. Te adoro, Mel.

Ella rio tontamente y serpenteó sobre él para colocarse mejor dentro de su abrazo. Después de eso Amelia se derritió entre esos fornidos y varoniles brazos mientras la besaba y la acariciaba tan posesivamente que se preguntaba cómo podría una mujer no sucumbir a un placer como ese. Era imposible, pensaba, imposible.

Max la mantuvo el resto de la mañana entretenida con besos, caricias, conversando juguetonamente con ella. Aun así permaneció, en todo momento, atento a los ruidos del barco, las voces, los pasos cerca del camarote, las órdenes dadas desde el puente en voz alta, gritando para que las escuchasen los marineros que estarían en los palos maniobrando con las velas. Mel lo sabía, lo notaba cada vez que el gris de sus ojos dominaba al azul convirtiéndolo su mirada en el frío espejo del marino, del militar que en esos momentos latía dentro de él. Por ello, procuró mantenerse también con el oído y sus sentidos alerta, pero en cuanto Max la tocaba o la besaba, aturdía todos sus sentidos, por eso lo hacía el muy truhan.

Pasado el mediodía Amelia preguntó a Max si creía que el plan estaba dando resultado, ya que no les habían llevado ni el desayuno ni el almuerzo y apenas escucharon movimiento en el último par de horas en la parte más cercana a la puerta de su camarote. Max se limitó a encogerse de hombros, pero llevaba un buen rato de pie, en una posición muy tensa y con el gabán ya cubriéndole el cuerpo a pesar del calor que empezaba a hacer algo asfixiante el aire de aquel camarote. Estaba muy concentrado en los ruidos del barco, en las órdenes cada vez más espaciadas en el tiempo, se escuchaban dar desde la parte más lejana de la cubierta hasta que, con ambos en un cauteloso silencio, se dejó de oír ruido alguno, pues apenas se escuchaba nada dentro el barco solo el crujir de la madera, el agua golpeando el casco, el movimiento de las velas por el viento y leves golpes en la cubierta, pero no se escuchaban voces, ni pasos de hombres, ni…

Con fuerza se abrió la puerta del camarote. En un abrir y cerrar de ojos se vieron rodeados por varios piratas furiosos encabezados por el Portugués, que les apuntaba con un arma y les miraba furibundo.

—¡Vamos! —gritó mientras con un movimiento de la pistola señalaba la puerta.

Fueron separados por varios hombres. Max quedó sujeto por ambos brazos por dos enormes piratas, grandes como gigantes, teniendo delante y detrás de él otros dos controlándolo. Max los reconocía de haberlos visto cruzar la pasarela esa mañana con el Portugués. Amelia tenía a su espalda a otros dos piratas, sin embargo, lo que la asustó fue que el Portugués la sujetó con fuerza por un brazo, obligándola a permanecer muy cerca de su cuerpo, algo adelantada y sirviéndole de barrera mientras, además, le apuntaba en el costado con la pistola.

—¡Fuera! —volvió a gritar.

Con un empujón guio a Amelia a seguir los pasos de Max, que era sacado a la fuerza del camarote. Con pasos bruscos, golpeando las estrechas paredes de ese pequeño corredor salieron a la cubierta donde yacían muchos de los marineros del Portugués inconscientes o en un estado similar a la embriaguez extrema. Amelia rio para sus adentros pero procuró no hacer ningún movimiento o ruido que alterase al Portugués, que seguía apoyando el cañón de la pistola en su costado y empujándola violentamente mientras cruzaban toda la cubierta hasta llegar al alcázar.

Aunque Max era empujado delante de ellos por varios de esos hombres, todos armados hasta los dientes, no dejó de mirar para atrás, cerciorándose de que Amelia también era llevada en la misma dirección. Por el rabillo del ojo en cuanto salieron a pleno sol vislumbró a Rolf y a otro de los hombres de Cliff semiocultos detrás de dos bultos a su izquierda y, más adelante, también, su experto ojo vio el movimiento de otros dos hombres aparentemente preparados para luchar cerca del puente. En cuanto se halló en el primer escalón que subía al alcázar consiguió ver el movimiento que había hecho Cliff desde su escondite justo detrás del timón para hacerle saber que estaba allí.

Nada más encontrarse en el centro del alcázar, a Max, que permanecía fuertemente sujeto con los brazos a su espalda, los piratas le hicieron girar, quedando en la dirección contraria al viento pero mirando a la cubierta. Pudo entonces comprobar cómo, sobre esta, se hallaban los pocos hombres de la tripulación que parecían despiertos en un estado de semisomnolencia y aturdimiento, manejables incluso por un niño de diez años. El resto parecía profundamente dormido, y si no fuera porque conocía la razón de ese estado, pensaría que estaban totalmente ebrios. Miró al Portugués y por la forma en que miraba a sus hombres estaba convencido de que él creía que estaban todos borrachos.

—Bastardos, patanes… —refunfuñaba realmente molesto.

—Debería haber advertido a su tripulación que no abusasen del alcohol hasta el final de su aventura, capitán —Max lo hostigó.

—¡Cállese, maldito inglés! —le espetó mientras con la cabeza hacía un gesto para que uno de esos hombres le golpease.

Max recibió varios golpes en el estómago y otro en la mandíbula, y aun así siguió sonriéndole desafiante.

La mirada del Portugués se centró, de repente, en la proa del barco, y Max siguió su mirada. Vio la goleta de Cliff acercándose muy rápido, mientras por el otro lado se empezaban a colocar desde la distancia dos grandes naves para el ataque abordaje de la embarcación. Los tendrían encima muy pronto. De nuevo espoleó al Portugués.

—Creo, capitán, que nos van a abordar y sus hombres no parecen muy dispuestos a batallar esta mañana.

El Portugués lo miró y le apuntó con el arma.

—Cállese, o le mato aquí mismo, estúpido inglés.

Max volvió a sonreírle. Amelia estaba a punto de gritarle que se callase. No lograba entender por qué le estaba alterando de ese modo, ¿qué lograba con hacerle perder los estribos? Iba a conseguir que lo matase. Con horror vio cómo el Portugués apuntaba a Max, de repente, fue zarandeada y empujada contra el cuerpo del Portugués, quedando su espalda bruscamente pegada al pecho de este, que cambió su agarre pasando el brazo por la cintura de Amelia, sujetándola firmemente contra él mientras de nuevo cambió la dirección de su pistola, que pasaba a apuntar directamente a su cabeza. Vio en una ráfaga de tiempo cómo los ojos de Max se dilataron, pasando a denotar un horror evidente.

—No haga ni diga nada más o lo último que verá antes de morir será la sangre de su linda cabecita bañando la madera.

Max se quedó clavado en el sitio con el rostro como el de una estatua, blanco y tan rígido que parecería sin vida si no fuese por el fuego y el brillo asesino que salía a raudales de sus ojos.

—Si le hace el menor daño lo despellejaré vivo y después lo colgaré del palo mayor.

Lo dijo sin alzar la voz pero con una frialdad y un odio que a Amelia le heló la sangre. El Portugués volvió a mirar al horizonte y después a Max, amenazando furioso a continuación:

—Si es un barco de la marina les utilizaré como rehenes pero si no, al menos me servirán como mercancía para vender.

Miró de nuevo los cuerpos tendidos de la cubierta maldiciéndolos a todos, siendo consciente de que no podría hacer frente al barco que se les acercaba y que no iba a pasar de largo porque se dirigía directamente hacía ellos.

Max miró rápidamente a Cliff y este a Max y comprendieron enseguida que debían actuar en ese instante, pues el Portugués había dirigido momentáneamente su atención hacia otro lado. Cliff salió de donde se hallaba oculto al tiempo que disparaba a uno de los hombres que sujetaba a Max. A partir de ese instante todo ocurrió tan deprisa que resultaba confuso. Max, de un violento empujón, se zafó del segundo hombre que le mantenía sujeto lanzándose de inmediato contra el Portugués y Amelia mientras que Cliff y el hombre tras de él se encargaban de los otros piratas que había en el puente.

El Portugués se vio sorprendido y sin tiempo para reaccionar se encontró empujado contra el suelo llevando consigo a Amelia que, por un segundo, se vio rodeada por el cuerpo del Portugués y el de Max mientras sentía el fuerte golpe en el hombro que se daba contra el suelo. Viéndose liberada del brazo del Portugués al ser agarrado por Max, se quedó tendida en el suelo, algo aturdida, escuchando a los dos hombres forcejear, un disparo justo a su lado, otros dos, no tres, un poco más alejados.

De nuevo, unos fuertes brazos la levantaron del suelo y la empujaban contra un cuerpo y acto seguido una fría hoja de metal le apretaba la garganta mientras la sujetaban tan fuerte que le causaba un dolor agudo no solo en el brazo, sino también en las costillas. Apenas pudo gemir. Alzó la vista y frente a ella vio a Max incorporándose con cierta dificultad y enseguida comprendió que era porque le había disparado. Veía cómo uno de los costados de la camisa que dejaba ver el gabán que aún le cubría comenzaba a bañarse de sangre.

Amelia cruzó sus ojos con él. Sus miradas permanecieron fijas el uno en el otro apenas unos segundos. Junto a Max se colocó Cliff apuntando con una pistola al portugués. Max sacó otra de su gabán e hizo lo mismo.

—No tiene escapatoria. Déjela y puede que no le dispare en este instante —dijo Max con un brillo asesino en los ojos.

El Portugués la apretó más contra él y la obligó a alzar un poco la cabeza y a echarla hacia atrás al apretar la hoja contra su cuello. Los dedos de Max y de Cliff se tensaron alrededor del puño de sus pistolas.

—Y darles el placer de ahorcarme después. No, bastardos, a mí no me colgarán los ingleses.

Dio un empujón hacia atrás, obligando a Amelia a caminar de espaldas pegada a él. Bajaron del puente seguidos de cerca por Max y Cliff, que mantenían sus pistolas en alto.

—Voy a matarlo. —Amenazó con una voz ronca Max.

Ver a Amelia en manos de ese hombre le provocaba una violenta ira asesina pero ver su pequeño cuerpo atrapado contra el suyo con la hoja de un cuchillo contra su cuello le estaba haciendo sentir un terror desconocido, y peor fue notar cómo cada movimiento de la mano del Portugués amenazaba con cortarla, empezaba a entender la expresión “verlo todo rojo”. Era, además, consciente que un mal movimiento, un tropiezo o un gesto violento podían sesgarle la vida a Amelia. El miedo y el frío recorriendo violentos sus venas dejándolo a un paso de la parálisis, era aterrador. Por primera vez en su vida se sentía impotente y al mismo tiempo una salvaje, animal y primitiva furia que le llevaría a descuartizar a ese hombre y nadie se lo impediría.

Llegaron hasta el camarote del capitán y el Portugués, de un empujón con la pierna, lo abrió y llevó consigo a Amelia. Cuando hubieron cruzado el umbral Amelia escuchó tras su oreja:

—Ciérrala.

Apenas podía moverse. El brazo que tenía libre pareció responder por ella, y tembloroso se entendió y empujó a duras penas la puerta hasta cerrarla, quedando ella dentro con el Portugués y Max, Cliff y dos de los hombres de este al otro lado.

Como ambos permanecían mirando en dirección a la puerta ninguno se percató de la presencia a su espalda de un hombre. De nuevo, Amelia se vio empujada hacia un lado, notando con el movimiento cómo el frío metal rasgaba su piel. Desde la posición en el suelo en la que se hallaba vio al Portugués forcejeando con un hombre. Rolf, ¡era Rolf! Varios golpes, el movimiento de la puerta abriéndose tan violentamente que saltaron los goznes y un disparo.

Por un breve instante todos los que estaban en el camarote parecieron estatuas, todos paralizados, todos fijos en su sitio. cayó al suelo con los ojos muy abiertos, una mueca de dolor en el rostro y el cuchillo en la mano, que mientras caía al suelo parecía ir deslizándose de entre sus dedos. Rolf frente a él jadeaba, con un corte en el hombro que empezaba a sangrar y alzaba la mirada hacia lo que hasta ese momento había quedado a la espalda del Portugués. Hacia esa dirección también se giraron las cabezas de los tres hombres que acababan de entrar a tropel mientras la puerta colgaba precariamente de sus junturas. Todos miraron a Amelia, que permanecía de rodillas en el suelo, con el brazo extendido, una pistola humeante en su temblorosa mano y los ojos asustados en los que empezaban a asomar lágrimas.

—Iba, iba, iba a clavarle el cuchillo, iba… —Su voz era tan temblorosa como su mano.

Max se acercó rápido, se arrodilló frente a ella y quitándole de las manos la pistola la dejó a un lado y enseguida la abrazó, temblando tanto como ella.

—Mel —susurró contra su cuello.

Las lágrimas ya estaban cubriendo su rostro, y con la voz ahogada casi rota, con la vista fija tras el hombro de Max, que cada vez la apretaba más fuerte preguntó:

—¿Está, está muerto?

Max se separó de ella solo un poco para sujetarle el rostro entre las manos. Estaba temblando, tan asustada que a Max le desgarraba el alma. La estrechó contra su cuerpo sujetándole la cabeza contra su pecho.

Rolf se colocó a la espalda de Max.

—Gracias, señorita. Le debo la vida, iba a hundirme el cuchillo en las tripas. Gracias.

Mel alzó la cabeza para mirarlo con los ojos llenos de lágrimas y con la barbilla aún temblorosa no pudo decir nada.

Rolf asintió con la cabeza y de nuevo dijo:

—Gracias.

Cliff le palmeó la espalda y miró su hombro.

—Ve con Martín a que te vende la herida, te la curaremos en cuanto el almirante enganche las dos naves. Ellos se encargarán de encerrar a esos de ahí fuera y a los que están abajo.

Se acercó a Max y a Amelia. Le dio un golpe a Max en el hombro que, en vez de incorporarse y soltar a Amelia como pretendía Cliff, lo que hizo fue ponerse de pie llevando consigo a Amelia y cerrar sus brazos en torno a ella y cubrirla del todo. Cliff sonrió.

—Max, suelta a la pequeña, no la hemos salvado para que ahora me la mates por asfixia.

Max se giró para poder mirar a Cliff, llevando de nuevo consigo a Amelia, y aunque aflojó el abrazo no la soltó, y ella no parecía querer que lo hiciera porque con la cabeza apoyada en el pecho de Max lo único que hizo fue sonreír tímidamente a Cliff.

—Te perdono la impertinencia, amigo, porque vas a ser mi padrino —dijo sonriendo.

Cliff estalló en carcajadas mientras con la mano acariciaba el rostro enrojecido de Amelia, después la miró fijamente y preguntó:

—¿Estás bien, pequeña? —Mel asintió. Cliff frunció el ceño bajando un poco la dirección de sus ojos—. Max, suelta a mi hermana un momento —añadía al tiempo que apartaba uno de los brazos de Max para liberarla. La hizo ponerse mirándolo y sujetándole el mentón le alzó la cabeza mientras ladeaba la suya y miraba con gesto de desaprobación—: Tienes un corte, Mel, no es profundo pero querría…

No llegó a terminar la frase porque Max la cogió, la alzó en sus brazos y la llevó hasta la mesa, donde la sentó dejando sus piernas colgando.

—No te muevas —dijo nervioso. Se giró, miró a Cliff disgustado—. ¿Qué haces ahí parado? Ve a buscar ayuda, ¡Vamos! ¿No ves que está herida? —Al ver que Cliff simplemente le miraba mientras comenzaba a alzar los labios con una sonrisa burlona, añadió como si estuviese arengando a sus tropas—: No te quedes ahí, zoquete, ¡Mueve los pies!

Amelia, por encima del hombro de Max, miró a Cliff totalmente ruborizada e hizo un gesto con los hombros como diciendo, “a mí no me mires, el loco es él”.

Cliff prorrumpió de nuevo en carcajadas y se giró para salir del camarote.

—¡Por todos los diablos! —decía entre risas, y con un tono burlón añadió—: Ni un “gracias, amigo”, un “te debo una, compañero”, o un “¡eres un héroe!”. No, no, el muy patán me llama zoquete y me convierte en sirviente. —Se giró al llegar a la puerta y alzando las cejas con una sonrisa triunfante miró a Max, que seguía enfurruñado mirando alternativamente a Amelia y a Cliff, señaló—: Recuerda, muchacho, que es la familia de la novia la que ha de dar su consentimiento al enlace. —Acto seguido esquivó un objeto de la mesa que Max le arrojaba. Empezó a reírse y mientras se marchaba decía—: Iracundo, mal genio, posesivo, autoritario… No sé, no sé. No pareces un pretendiente apropiado para mi hermanita.

Amelia y Max escucharon las risas de Cliff más allá de la puerta. Max volvió a centrar su atención en Amelia, se quitó el gabán, que dejó caer al suelo, y puso las manos alrededor de su cuello con delicadeza, acariciándolo

—¿Te duele? Cariño, lo siento, es culpa mía. Ese maldito te secuestró por mi culpa.

— Max, estoy bien, no duele. —Mintió—. Solo es un rasguño.

La miraba preocupado, alterado, “¿asustado?”, se preguntaba Amelia. Tenía el corazón en un puño, tan conmovida, tan feliz de verle a salvo. ¿A salvo? De repente recordó que él sí estaba herido, su expresión cambió, se tornó en alarma, en miedo. Saltó de la mesa y empezó a tocar a Max.

—¿Dónde? —preguntaba sin parar de tocarle temblorosa—. ¡Max! —gritó enfadada cuando vio la sangre en el costado. Puso las manos en sus hombros y lo empujó hacia atrás para que quedase apoyado en la mesa y le abrió casi con violencia la camisa—. Tú sí estás herido —decía antes de lograr ver la herida—. Estúpido cabezota. Estás herido y preocupándote por un simple rasguño. —Por fin vio la herida y por un momento se quedó paralizada, perdió el color del rostro y casi ni se atrevía a tocarle. Tenía una especie de corte en el costado, sangraba—. Burro inconsciente, asno petulante y engreído, te crees inmortal seguro…

Se agachó y de un tirón desgarró su enagua colocando la tela sobre la herida. Empezó a divagar, soltando una diatriba sobre la arrogancia de los hombres que se creen poder lograrlo todo aun estando gravemente heridos, de los presuntuosos marinos que se creen capaces de lograr alcanzar la luna con su sola arrogancia. Max la dejó descargar su iracunda y sin sentido parrafada para que lograse librarse de la tensión que hasta ahora debía haber sentido. Además, le resultaba divertida esa preocupación exagerada. Sentía el calor que le llenaba el corazón viéndola tan conmovida, tan preocupada por él. Después de un rato le agarró las muñecas y la detuvo.

Con una voz a medio camino entre el susurro y el tono meloso que empleaba para seducirla por fin dijo:

—Mel, estoy bien.

Ella alzó la mirada entre alarmada y furiosa:

—¿Que estás bien? ¡Que estás bien! —Empezó a enrojecer de ira—. ¡Te han disparado! ¡No estás bien, bruto! —le gritó. Empezó a respirar fuerte y con la voz desgarrada y las lágrimas empezando a caer por sus mejillas, sollozó—. No estás bien, loco, te-te han disparado… te… podrían… haber… matado… ¿No… lo…entiendes? No… te… puedes… morir…

Max tomó su rostro entre sus manos y acariciando sus mojadas mejillas se lo acercó al suyo.

—Mel —su voz era suave, una cadencia hipnótica—, amor, mírame. Estoy bien, no me ha pasado nada y no voy a morirme. Cariño —esperó a que ella le mirase bien—, no voy a morirme. No voy a dejarte. Nunca.

La besó mientras bajando los brazos la rodeaba y la pegaba a su pecho desnudo pues, asustada, le había desgarrado la camisa que ahora quedaba totalmente abierta y caía rota por sus costados. Después de besarla y notar cómo ella se relajaba un poco al fin, posó el rostro de Mel en su pecho, acariciándole con una mano su mejilla y apoyando el mentón en su cabello.

—Mel, amor. Estamos bien, a salvo, y ahora no vas a poder librarte de mí. Tendrás que soportar a este estúpido, petulante y arrogante marino para el resto de tus días.

Mel se rio suavemente sin apartarse de él, dejando que el calor de su cuerpo y el ritmo de su corazón le calmaran y colmaran de una sensación de paz y plenitud. Rodeó su cintura con sus brazos intentando no rozar la herida de su costado. Después de unos minutos algo le atravesó el corazón.

—Max.

El permanecía cómodamente apoyado en la mesa con las piernas rectas con Mel colocada entre ellas y con su cabeza apoyada sobre la de Mel mientras acariciaba con una mano su mejilla y con la otra dibujaba círculos en su espalda.

Con un hilo de voz susurró.

—He, he matado a un hombre.

Max detuvo sus caricias y colocando los dedos bajo su mentón la hizo mirarlo.

—No, cariño, has salvado a un hombre. —Le besó la frente y volvió a mirarla—. No lo olvides.

Ella lo miró unos segundos y cerró los ojos.

—Pero…

La interrumpió:

—No hay peros. Mel, mírame. —Ella volvió a abrir los ojos—. Has salvado a un buen hombre impidiendo que un asesino, un pirata despiadado y sin escrúpulos lo matase. Has salvado la vida de un hombre. ¿Lo entiendes?

Mel suspiró y solo asintió dudosa para enseguida ocultar de nuevo su rostro en su pecho abrazándolo fuerte. Necesitaba sentirlo cerca, sentir su fuerza, oír su corazón. Suspiró.

—Supongo que tendré que olvidarlo —dijo con la voz apagada.

Max cerró aún más los brazos pues, en cierto modo, comprendía cómo se sentía. Ella sabía que había hecho lo correcto, pero aun así la vocecita de su conciencia le decía que había matado a un hombre. Pero esa vocecita poco a poco se callaría y el sentido común la haría apagarse finalmente. Era cuestión de unos días. Él se encargaría de que Amelia supiese que había actuado como debía, que había salvado la vida de Rolf y además lograría que olvidase incluso que alguna vez existió alguien a quien llamaban el Portugués. Nunca más pensaría en esto.

Permanecieron así abrazados hasta que un carraspeo desde la puerta les trajo de vuelta a la realidad que les rodeaba. Ambos miraron en esa dirección. Bajo el umbral de la puerta, llenándolo por completo con su envergadura y su gran porte aristocrático, se encontraba, caminando ya hacia ellos, la enorme y sonriente figura del almirante. Amelia se zafó del abrazo de Max y corrió la distancia que le separaba mientras el almirante abría los brazos para recibirla.

—¡Almirante! —exclamó justo antes de encontrarse dentro del abrazo de oso del veterano marino.

—Mi querida niña. ¿Estás bien, pequeña? —preguntó besando su coronilla antes de separarse de ella para verla bien. Amelia asintió y sonrió.

Max, que también se había acercado, alargó el brazo para darle la mano y este se la estrechó con fuerza, sonriendo relajado.

—Padre, me alegra verle.

—La alegría es mutua, hijo. Estábamos terriblemente preocupados. —Miró entonces su costado y la herida de este—. Parece que vamos a necesitar un médico.

Amelia se separó del almirante y volviéndose para mirar a Max, dijo con cierto sarcasmo:

—Siempre he dicho que el almirante es un hombre muy inteligente. Algunos podrían tomar ejemplo. —Levantó la ceja desafiante.

Max suspiró con resignación y entornando los ojos contestó:

—Está bien, mujer testaruda.

El almirante sonrió.

—En ese caso, espero que estéis listos para abandonar esta endemoniada nave. —Max lo miró un segundo y comprendiendo su padre la pregunta que estaba a punto de formular añadió—: Nuestros hombres ya se están encargando de los prisioneros. Algunos de ellos se quedarán a bordo y dirigirán el barco con las otras dos naves de Cliff, que están muy cerca. Ellos los escoltarán hasta Madeira y los pondrán en manos de las autoridades portuarias y del mando de la Marina Real en el puerto. Nosotros regresaremos directamente a casa. Me imagino que esta damita estará deseando regresar al hogar y nos encargaremos de que lo haga debidamente atendida y con las comodidades necesarias. —Pasó el brazo por los hombros de Amelia y concluyó—: ¿Te parece bien, cielo?

Amelia sonrió y contestó:

—Es posiblemente la mejor proposición que he recibido en los últimos días.

Enseguida se sonrojó y miró a Max, recordando la proposición que apenas dos días antes este le había hecho. Max prorrumpió en carcajadas y señaló:

—Recuérdame, querida, este momento si alguna vez te llamo veleidosa y te ofendes. —Se rio y mirando a su padre señaló—: Creo, padre, que mi futura esposa acaba de preferir un baño caliente, una buena comida y ropa limpia a un marido devoto y entregado.

Amelia se sonrojó hasta el infinito mientras que el almirante apenas tardó unos segundos en comprender el significado de esas palabras. Se rio y manteniendo el abrazo de Amelia volvió a estrechar la mano de su hijo mientras con un brillo de satisfacción en los ojos y una deslumbrante sonrisa señaló:

—¡Enhorabuena, hijos míos! ¡Ya era hora!

En esta ocasión fue Max el que se sonrojó aunque rápidamente se recuperó de su azoramiento y con igual sonrisa y un brillo en los ojos dijo:

—Gracias, padre.

—Al almirante le das las gracias y a mí me llamas zoquete —intervino divertido Cliff apoyado en el umbral del camarote con los brazos sobre el pecho y una rodilla ligeramente doblada y cruzada sobre la otra pierna—. ¡Cómo se nota hacia dónde se dirigen los vientos por aquí! —Resopló y añadió divertido—: Ingratitud y desconsideración. —Chasqueó la lengua y negó con la cabeza—. Nuevos defectos a añadir a la larga lista. ¡Menudo pretendiente te has agenciado, hermanita!

Amelia lo miró sonriendo, y después a Max, que parecía tan divertido como Cliff:

—Y no olvides añadir indiferente a las tonterías de los necios. —Sonrió.

Cliff miró a Amelia:

—Te lo traduciré, querida. Ese desastre de pretendiente tuyo intenta decirme que me ignora, pero eso significa que, además de ignorante, padece sordera crónica hacia las palabras sensatas. Creo que si quieres hacerte oír por este impertinente tendrás que usar un lenguaje sencillo, sin dobleces ni dobles sentidos y, sobre todo, carente de significado, de lo contrario, te mirará como si hablases un idioma desconocido. —Levantó una ceja—. ¿De veras quieres a este dechado de virtudes como esposo? Creo que es un caso sin solución.

Amelia sonrió y miró con ternura a Max:

—¿Qué le voy a hacer? Me gustan las causas perdidas.

Cliff y el almirante empezaron a reírse mientras que Max atraía hacia él a Amelia para abrazarla.

—Gracias, querida, yo también te adoro.

Amelia se rio, apoyando la mejilla en el hueco del hombro de Max, y señaló con un tono meloso que engañaría a cualquiera que no la conociese.

—Creo que ahora estoy lista para aceptar la proposición del almirante, salvo que alguno de ustedes, caballeros, tenga algo que objetar, lo que no será muy bien recibido, al menos no por mi parte. Estoy un poco harta de piratas, barcos y de verme zarandeada de un lado a otro.

Los tres prorrumpieron en enormes carcajadas, y fue Max el que tiernamente y besando la cabeza de Amelia dijo divertido:

—Eres una pequeña tirana, cielo.

Aunque se ruborizó un poco, sonrió levantando la cabeza para mirar a Max y señaló con firmeza, aunque con aire de inocencia:

—Solo soy algo vehemente.

De nuevo se rieron y Max le besó en la frente.

—Cierto, aunque… —Amelia le dio un pequeño golpecito en el hombro y riéndose de nuevo Max añadió—: Está bien, está bien. —La giró y le dio un pequeño empujoncito para salir del camarote cogiendo al tiempo su mano para mantenerla cerca de él. —Después susurró, aunque para que todos lo oyesen—: Tirana.

Amelia miró por encima de su hombro, resopló ofendida y susurró a su vez en un tono perfectamente audible por los demás:

—Creo que seguiré tu ejemplo y me volveré ignorante a las tonterías de los necios.

Max se rio y Cliff, que les seguía, exclamó:

—¡Estupendo! Otro detalle a añadir a la lista. ¡Mala influencia para ella! Max, a este paso ni siquiera el ser heredero de un ducado te valdrá para que te reciban en casa de la jovencita.

Max giró la cabeza para mirar a Cliff y dijo frunciendo el ceño:

—No me lo vas a poner nada fácil, ¿verdad, amigo?

Cliff se rio y le dio una palmada en la espalda y contestó:

—¿Y privarme de tan magnífica diversión?, ¡ni pensarlo!