Capítulo 9
—¡Milord! ¡Milord!
Todos los que estaban en la terraza se giraron rápidamente al escuchar los gritos provenientes del borde del bosque que daba a los jardines de la mansión. Casi enseguida, de entre los árboles, vieron aparecer la figura tambaleante de Polly, el mozo que siempre acompañaba a Amelia y que arrastraba a un hombre tras él.
De inmediato Ethan, Cliff y el conde se levantaron y corrieron para ver qué ocurría escuchando, ya a sus espaldas, cómo el mayordomo ordenaba a varios lacayos que los siguiesen y ayudasen.
Al llegar donde Polly, este cayó exhausto. Rápidamente vieron y comprobaron que estaba herido con sangre y evidentes signos de lucha.
Cliff se agachó y le ayudó a incorporarse un poco mientras pedía a los lacayos agua y que avisasen de inmediato al médico.
—Milord, milord… —Tosió e intentó recuperar algo de aliento—. Unos piratas nos han atacado. Se han llevado al capitán, a lord Rochester y a la señorita Amelia. —Volvió a toser y se llevó la mano al costado, donde la herida empezaba a sangrarle de nuevo.
—Polly, tranquilo, bebe un poco de agua y explícanos qué ha pasado.
Cliff le pasaba un vaso con agua que había traído uno de los lacayos, procurando permanecer tranquilo al ser consciente de que, en ese momento, se hallaban tras ellos Julianna y Adele.
—Milord… Acompañaba a la señorita en su paseo, como siempre, y poco después se unió a ella el capitán, ya no parecían enfadados el uno con el otro. —Bajó un poco la mirada por haber hecho un comentario quizás demasiado atrevido—. Estuvimos galopando un buen rato. Al llegar a la altura de las ruinas que la señorita visita algunas veces, en cuanto descendimos de los caballos, salieron a nuestro encuentro, de entre los árboles, unos treinta hombres. Todos eran marineros, piratas, señor, e iban armados. El capitán y yo luchamos con algunos, el hombre que iba al mando les gritaba que los necesitaba con vida y que su capitán los quería ilesos. Yo herí a este. —Señaló con la cabeza al cuerpo que permanecía en el suelo a su lado—. Y después debieron golpearme en la cabeza tras apuñalarme porque, lo siguiente que recuerdo, es encontrarme tumbado en las ruinas sobre este canalla. No sé qué pasó después del golpe, milord, lo siento. —Señaló de nuevo al hombre que había arrastrado con él y aunque herido parecía aún con vida.
—Dios mío, Cliff.
La voz ahogada de Julianna se escuchó tras él.
Cliff ayudó a los lacayos a poner de pie a Polly para llevarlo a la casa.
—Está bien, Polly. Hiciste más de lo que podías, te llevaremos a la mansión para que te curen, nosotros nos ocuparemos de todo.
Polly sangraba mucho y parecía que iba a perder de nuevo el conocimiento, pero logró decir con la voz algo pastosa y la respiración forzada:
—Lo traje para que lo interrogue, milord, tiene que saber dónde se llevaron a la señorita y al capitán, tiene que decírselo.
Poco después perdió el conocimiento. Cliff, que se encontraba de pie junto a su padre, miró a Ethan lanzándole una significativa mirada.
—Avisen a Cook también para que le asista. Ha tratado con heridas graves y puede ayudar a Polly mientras llega el doctor —pidió Julianna antes de volverse hacía Cliff.
Cliff permanecía de pie frente al cuerpo inconsciente del hombre arrastrado por Polly, era, sin duda, un marinero, y parecía respirar con dificultad. Cliff miró a su hermano y al conde antes de señalar con tono firme a dos de los lacayos.
—Llevémoslo a la parte de atrás de los establos. Voy a sacarle lo que sabe aunque tenga que matarlo para ello.
La mirada de preocupación oculta tras esa aparente ira la reconocería Julianna en cualquier parte. Julianna se acercó a Cliff mientras los dos lacayos cogían al pirata obedeciendo a su señor.
—Cliff…
Él se giró para abrazar a su esposa.
—No te preocupes, cariño, averiguaré lo que ha ocurrido. No dejaremos que les pase nada. Max se ocupará de que Amelia esté bien, no dejará que le ocurra nada. —Sobre la cabeza de su mujer, a la que abrazaba fuertemente, miró al conde y a Ethan con preocupación—. Cielo, regresa a la casa, en cuanto sepamos algo nos reuniremos con vosotras. Aseguraos de que la condesa y tía Blanche están bien y no se alarmen en exceso y mándanos al almirante, seguro que nos resulta útil.
Julianna asintió y, tras depositar un beso en la cabeza de su mujer, Cliff la dejó ir junto con Adele camino de la mansión.
—Vamos a por ese canalla. Le sonsacaré información como sea.
Furioso, con decididas zancadas, se dirigió junto a su hermano y al conde a los establos. Al llegar, los lacayos retenían al hombre, que parecía recuperar la consciencia.
—Sentadlo en una silla y atadlo con las manos en la espalda —ordenó Cliff mientras se quitaba la chaqueta, se aflojaba la corbata y se remangaba la camisa.
Una vez el hombre estuvo en la silla fuertemente atado, Cliff cogió un cubo de agua y le lanzó con fuerza el contenido. El hombre se revolvió en la silla, pero se despertó, encontrándose frente a él a dos lacayos, varios mozos armados y a los señores de la casa con una clara expresión de furia en los rostros. Intentó desatarse en vano. Cliff dio un paso hacia él y le propinó un puñetazo en la mejilla.
—Esto es para asegurarme de que estás despierto, bastardo. —Se enderezó para poder mirarlo bien desde una posición de altura y dominación—. Veamos. Por lo que vemos estás herido, tienes una buena puñalada en la tripa, lo que significa que, si no eres atendido dentro de poco, morirás desangrado como el cerdo que eres. —Esperó unos segundos a que el hombre asimilase lo que acababa de oír—. Pero si nos dice todo lo que queremos saber haremos que te atiendan antes de entregarte al magistrado, que no es otro que el hombre que tienes detrás de mí. —Señaló con la cabeza a su padre—. En caso contrario, no solo te dejaremos morir, sino que antes empezaremos a golpearte como el salvaje que eres para sonsacarte la información, y has de saber que todos los hombres que tienes frente a ti disfrutarán haciéndote daño, ya que tus amigos y tú habéis invadido nuestro hogar y os habéis llevado a parte de nuestra familia.
El pirata lo miró con expresión furiosa durante unos segundos, hasta que fue consciente del dolor en su costado y de la sangre que manaba de ella.
—Yo no sé ná, solo soy un mandao…
Cliff hizo ademán de golpearlo, pero se limitó a asirlo con fuerza del cuello de su desgastada camisa.
—¿Quién es vuestro capitán?
—El-el Por… el Portugués.
El pirata se daba cuenta de la situación en la que se hallaba y parecía dispuesto a contarlo todo. Mejor salvar la vida que morir en el establo de unos señoritingos desangrado.
Zarandeándolo un poco insistió:
—Y ahora, vas a decirnos dónde han llevado al capitán y a la señorita y todos vuestros planes. T-O-D-O. No se te ocurra mentirnos ni obviar ningún detalle porque sabremos si mientes o nos engañas… ¿Entendido? —Cliff habló con brusquedad, ordenando tajante y sin dejar de intimidar con su voz, sus gestos y su mirada al pirata.
—Sí, sí… —Respiró hondo—. Hace dos semanas entró en la taberna del viejo Shoneshi, el Portugués, buscaba hombres pa su tripulación. Había escapao de los chaquetas azules[7] que le habían quitao su barco. Necesitaba hombres pa robá un barco, zarpar a Cork y después hasta Madeira, donde el capitán que lo venció había llevao El Yunque. Necesita al capitán pa podé liberá su navío porque está vigilao por los chaquetas azules y sin él no podrá sacarlo del puerto. Después matará al capitán y a su novia pa vengarse por habérselo quitao y haberlo humillao. Hizo una mueca de dolor.
Cliff esperó unos minutos mientras pensaba, de nuevo se giró hacia el marinero.
—¿Cuántos? ¿Cuántos hombres sois ahora? ¿Cuántos marineros tiene el Portugués ahora?
—Casi cincuenta… Se- señó.
—Y ¿qué barco habéis robado y en dónde? —insistió.
—La estrella de la India, una corbeta nueva. La robamos del puerto de Londres justo después de que volviese al mar. Había descargao unos días antes toda la mercancía que llevaba. El Portugués la quería vashía pa ir más deprisa. —De nuevo hizo un gesto de dolor.
Cliff deambuló un poco pensando en la información y las alternativas.
—¿Qué crees Cliff? ¿Podrás alcanzarlos? —preguntó Ethan.
—Estoy pensando que… —Se giró de nuevo al marinero y con brusquedad le espetó—: ¿Dónde piensa conseguir más hombres?
El marinero lo miró con los ojos abiertos:
—Yo… yo…
Cliff se acercó y lo volvió a tomar por la camisa con fiereza.
—¿Me tomas por estúpido? El Yunque es un viejo navío español, necesitará al menos 100 hombres para manejarlo y otros 100 si quiere poder utilizar todos sus cañones. ¿Dónde haréis escala? ¿Dónde parará a conseguir más tripulación?
—La isla del Gobernador, la isla del Gobernador —dijo con la voz entrecortada y con el resuello cada vez más angustioso.
—Me lo suponía —murmuraba Cliff mientras lo soltaba y se giraba.
—¿Dónde? —preguntó el Conde
—Es un grupo de pequeñas islas que están a medio camino de aquí a Madeira. Los piratas las llaman así porque un antiguo gobernador convirtió toda la zona en caladero de descanso de piratas y corsarios. A cambio de dinero, les aseguraba cierta protección. En esas islas suele parar la peor escoria del mar, marineros sin escrúpulos, capaces de cualquier cosa a cambio de un puñado de monedas.
Salieron de los establos camino de la mansión.
—Esto nos da una oportunidad —concluyó Cliff.
Entraron en el vestíbulo y se dirigieron rápidamente a la biblioteca justo cuando el almirante hacía su aparición frente a ellos:
—¿Qué os ha dicho? —preguntó sin tapujos.
—Vamos a la biblioteca y conversamos allí. —Miró al mayordomo—. Decid a mi esposa que se reúna con nosotros pero que lo haga de algún modo que deje al resto de las señoras donde estén y que traiga mis cartas de navegación.
El mayordomo asintió e hizo la cortesía antes de marcharse.
Una vez en la biblioteca, Cliff pidió a su hermano que despejase la mesa grande mientras él tomaba la pluma y varias hojas para escribir algunas notas. Julianna entró minutos después con las cartas de navegación que dejó sobre la mesa. El almirante comenzó a extenderlas y a señalar y comentar los lugares de los que hablaban con el conde y con Ethan mientras ella se acercaba a Cliff, que seguía escribiendo algunas misivas. Le puso la mano en el hombro, que él tomó y se llevó a los labios para besarla.
—No te preocupes, amor, los traeremos de vuelta sanos y salvo.
Julianna depositó un beso en la cabeza de su marido, que continuó escribiendo las misivas y sellándolas conforme las terminaba mientras ella continuaba de pie con las manos apoyadas cariñosamente en sus hombros.
Se puso en pie, pasó un brazo por detrás de la cintura de Julianna llevándosela con él hacia la mesa, alrededor de cual se hallaban los demás.
—Bien. —Miró fijamente a los que estaban alrededor de la mesa—. Creo que contamos con algunas ventajas. De momento, podemos estar seguros de que Amelia y Max estarán a salvo hasta llegar a Madeira. El Portugués es un pirata vengativo y codicioso pero no carente de “ciertos escrúpulos” si tiene un objetivo. Además, no es estúpido y sabe que necesita la colaboración de Max para hacerse con su barco y que si le hace algo a él o, especialmente a Amelia, jamás podrá liberar su barco de un puerto protegido por la Marina Real, jamás conseguirá sacarlo de una pieza de la bahía. —Julianna lo miraba en silencio pero con gesto preocupado, de ahí que Cliff la mirase al decir—: Podemos estar seguros de que Max protegerá a Amelia y dejará muy claro que si ella sufre algún daño, jamás conseguirán el barco de el Portugués. A estas alturas ya debe saber que estarán a salvo hasta que lleguen a Madeira, estoy seguro de que Max aprovechará esa pequeña ventaja.
Julianna asintió, pero tenía tal nudo en la garganta que era incapaz de articular palabra.
—Lo que se me ha ocurrido es lo siguiente: el Portugués cuenta con una goleta que es bastante rápida si no va muy cargada y nos lleva casi un día de ventaja pero sabemos que ha de parar en la isla del Gobernador y que, una vez allí, la goleta irá sobrecargada de marineros. Pues bien, voy a mandar varias misivas a Londres, una al almirantazgo y dos a mis capitanes. Al almirantazgo le informo de la situación y les pido que envíen un buque de guerra a Madeira y, además, que preparen una especie de trampa por si no los alcanzamos antes de que el Portugués llegue. Como irán directos desde aquí sin hacer escalas y a buen seguro apurando al máximo la velocidad y los vientos, con toda seguridad llegarán a Madeira antes que nosotros y que el Portugués. ¿Veis la distancia sin escalas? Se podría cubrir en tres días apurando los vientos. —Marcó con su dedo la línea que representaba la ruta marina de ese trayecto—. A mis capitanes les ordeno que preparen mis dos principales buques con todos los cañones y armas necesarios y que se reúnan conmigo en este punto. —Señaló con el dedo un lugar en alta mar—. Está cerca de la isla del Gobernador. —De nuevo la situó en el mapa para los demás—. Allí tenderemos una trampa a el Portugués que no podrá defenderse con una simple goleta y menos sobrecargada de hombres.
—Pero matarán a Max y a Amelia en cuanto os vean —exclamó alarmada Julianna.
—No, no lo harán porque yo saldré de inmediato en nuestra goleta más ligera que sé que es más rápida que la suya y prometo llegaré antes a la isla que ellos. Varios de mis hombres y yo conseguiremos enrolarnos camuflados entre los hombres con los que intenta llegar a tener la tripulación necesaria para manejar El Yunque antes de que zarpe de nuevo y nos encargaremos de mantenerlos a salvo una vez se vean atacados por nuestros barcos.
Apretó el abrazo de su cintura para transmitirle seguridad.
—Quiero ir también —dijo firme Julianna.
—Ni hablar. Es… —empezó a contestar, pero Julianna le interrumpió:
—Cliff, me quedaré en la goleta hasta que todo termine, pero no puedo estar sin hacer nada mientras mi marido está en peligro y mi hermana y Max…
Cliff la interrumpió esta vez:
—También es mi hermana y Max mi mejor amigo, no dejaré que les pase nada y si vienes me preocuparé. Además, prefiero que estés aquí con nuestros hijos, eso me dejará concentrarme en lo que debo. Por favor, no discutas.
Julianna lo miró unos segundos y suspiró.
—Está bien, pero tendrás cuidado. —Lo miró fijamente—. Prométemelo.
Cliff la besó en la frente.
—Lo prometo.
Le dio varias misivas al conde.
—Será mejor que enviemos a los mensajeros más rápidos con los contemos para llegar al puerto y que lleven una orden para el capitán de uno de los barcos de tía Blanche, un velero muy veloz que llevará las notas a Londres, llegarán en apenas unas horas.
El conde tomó las misivas y contestó:
—Llevarán mis caballos más rápidos, no te preocupes. Estarán allí enseguida.
—Esta es para mi contramaestre, para que prepare enseguida la goleta ligera. Será mejor que lo lleve Timmy, ese pillo es veloz como un rayo sobre un caballo, seguro que recorre la distancia en poco tiempo. Le ordeno que nos recoja en la bahía del sur, nos enviará un bote a la playa, será más rápido que tener que llegar a Cork —aseguró Cliff.
—Que sea Timmy entonces. —El conde tomó la nota y preguntó alzando las cejas—: ¿Recogernos?
Cliff se giró y miró al almirante.
—Supuse que no le importaría acompañarme, almirante. Una vez abandone la goleta en la isla del Gobernador, debería tomar el mando y seguirnos. Usted sabe mejor que nadie cómo mandar una tripulación en una batalla y, si necesitásemos ayuda antes de llegar al punto de reunión, le haríamos alguna señal desde el barco de el Portugués. Sería bueno poder contar con su experiencia y su capacidad de improvisación para ayudarnos.
—Por supuesto. Contaba con que me permitieses acompañarte —contestó tajante el almirante.
—En ese caso, todos de acuerdo. Julianna, ¿por qué no subes y me ayudas a coger algunas cosas antes de salir? Enseguida me reúno contigo. —Julianna asintió y salió de la biblioteca—. Creo que lo mejor es que tú —miró a Ethan— procures que las damas no se preocupen demasiado y, sobre todo, que la noticia de todo esto no salga de aquí. Cuanta menos gente lo sepa mejor. De momento, será mejor actuar con todas las precauciones y cautelas. —Lo miró serio y añadió con la voz profunda—: Si algo sale mal, sabes que cuento contigo para cuidar de mis pequeños y de Julianna.
—Lo sé, hermano, lo sé, no tenías que decirlo. Tú no te preocupes por ellos. Solo preocúpate de regresar y traer a Amelia y a Max contigo. Nosotros cuidaremos de ellos. Son mi familia también, estarán bien, lo sabes.
Cliff asintió y subió a sus habitaciones.
Julianna estaba frente al borde de la cama, donde había colocado una bolsa de viaje abierta y unas camisas de Cliff dejadas junto a ella por el valet, que había ido a buscar algunas de las cosas que su señor necesitaría para el viaje. Julianna permanecía mirándolas sin moverse, aunque con una clara expresión de preocupación. Cliff se acercó a ella con calma y la abrazó por detrás.
—Amor, todo va a ir bien.
Julianna se dio la vuelta dentro de su abrazo, apoyó la cabeza en su hombro y lo abrazó por la cintura.
—Prométeme que regresarás. Prométeme que volverás conmigo.
Cliff apoyó la mejilla en la cabeza de su esposa.
—Siempre, amor, siempre regresaré contigo.
Notaba cómo las lágrimas caían por la mejilla de Julianna.
—Traerás a Mel y a Max, ¿verdad? Regresaréis los tres.
—Sí. —Apretó más fuerte a su mujer.
—Cliff, vuelve conmigo. Tienes que volver, tienes que volver.
Cliff levantó la cabeza de su mujer y tomándola entre sus manos enjuagó sus mejillas con los pulgares.
—Amor, ¿recuerdas lo que te dije una vez? Ningún Dios, ningún hombre ni ninguna fuerza de la naturaleza me mantendrán alejado de ti, ¿lo recuerdas? —Julianna asintió—. Regresaré a ti, amor, regresaré a ti, siempre. —La besó primero con ternura y suavidad y después con fuerza y pasión—. Eres mi corazón. Ningún hombre puede vivir separado de su corazón, recuérdalo.
Julianna le besó y le abrazó con fuerza.
Tras unos minutos en los que recogieron con la ayuda del valet las cosas, Cliff entró en la habitación de la pequeña Anna, que permanecía dormida en su cuna. La miró, le acarició la mejilla y después salió con Julianna de su mano. Justo en la puerta de las habitaciones les esperaban los gemelos.
—Papi, papi, dice la señorita Donna que te vas unos días ¿Por qué no podemos ir contigo? —preguntó la pequeña Mel.
—Tengo que ir a recoger a tía Amelia y a tío Max, pero regresaremos muy pronto. Tenéis que ser buenos y obedecer a mamá. —Los niños se agarraban a las piernas de su padre como cuando subían con él a la cubierta del barco. Cliff tomó en brazos a Mel y le dio un beso en la mejilla—. Sé buena y no te metas en líos hasta que regrese, ¿lo prometes? —Mel le dio un beso en la mejilla y contestó:
—Lo prometo.
La depositó en el suelo y cogió al pequeño Max.
—Mientras esté fuera, eres el hombre de la familia. Cuida de las damas y procura obedecer a tu madre y al tío Ethan.
El pequeño asintió tajante y orgulloso y después lo dejó en el suelo.
—¿Por qué no vais a dar un beso de buenas noches a Anna y después subís y esperáis a mamá para que os lea antes de dormir?
Los dos pequeños obedecieron y entraron en la habitación de Anna.
—Será mejor que bajemos. El almirante debe estar esperando.
Tomó la mano de su mujer y bajaron juntos. Una vez en la puerta de la mansión, vio que el almirante le aguardaba subido en su caballo y uno de los mozos sujetaba a su semental. Unos de los lacayos ató la bolsa de viaje tras la montura mientras Cliff se giraba, abrazaba a su mujer y sobre la cabeza de ella hacía un gesto de despedida al conde y a Ethan, que permanecían bajo el arco del inmenso portón de la entrada. Se separó un poco de su mujer, le tomó el rostro entre las manos y la besó.
—Volveré en unos días. Cuida de nuestros pequeños.
Por el rostro de Julianna corrieron algunas de las lágrimas que inútilmente intentaba contener.
—Cliff, has prometido regresar. Te amo, los niños y yo te amamos y te necesitamos. No lo olvides.
Cliff la miró con una mezcla de ternura, emoción y amor, que era lo que Julianna necesitaba que sintiese para darle la fuerza suficiente para dejarlo marchar.
—Juls, volveré, volveré. —La besó—. Tú cuida de nuestros niños hasta mi regreso. Y yo también te amo, mi pequeña gruñona testaruda. No lo olvides nunca. —Sonrió pícaro a su mujer.
Julianna se quedó mirando el camino, incluso cuando ya no podían verse a los dos jinetes. Una voz masculina a su espalda le dijo con suavidad.
—Vamos, querida, será mejor que entremos. Empieza a hacer frío.
Era Ethan, que tras depositar sobre los hombros de su cuñada la chaqueta que acababa de quitarse para cubrirla con ella, le ofreció el brazo y la instó a entrar en la mansión.
—Estarán bien. Cliff se asegurará de que todos regresen a casa, y él regresará tan arrogante y presuntuoso como siempre. —Le apretó la mano y la acercó con un gesto protector.
En ese mismo momento, a bastantes millas de la costa inglesa en el camarote del capitán de una goleta robada nada más echarse al mar tras su salida del puerto de Londres, el pirata conocido como el Portugués mantiene una “civilizada conversación” con sus dos rehenes.
—Bienvenidos a mi humilde morada —remarcó con su acento mitad portugués mitad francés y un tono del todo triunfal con un teatral gesto abarcando toda la estancia—. Siéntense —añadió en un tono nada amable. Después miró a uno de los piratas que permanecía en el umbral de la puerta apuntando con arma a Max y a Amelia—. Que no nos molesten. —Esperó a que cerrase la puerta y volvió a dirigirse a ambos que permanecían de pie frente a él—. He dicho que se sienten.
Max, que tenía varias magulladuras y cortes así como una herida en el hombro que por fin había dejado de sangrar, hizo un ademán con la cabeza a Amelia para que obedeciese y se sentase, pero la mantuvo pegada a su cuerpo de un modo protector. Una vez sentados al otro lado de la mesa donde se hallaba el Portugués con una copa de brandi en la mano y las botas sobre el borde de la mesa, este comenzó a sonreír y a mirar alternativamente el rostro de ambos prisioneros.
—Ah, meu capitão veo que tenéis buen gusto. —Miró a Amelia con un poco más de interés del que a Max le hubiese gustado pero, simplemente, se puso rígido y apretó la mano que Amelia le había cogido nada más sentarse a pesar de haber sido esposado—. Muito bom, menina bonito...[8] decid, ¿vuestra prometida? —preguntó divertido.
—Dejaos de tonterías “capitán”. ¿Qué queréis?
Max mantuvo un tono ronco y claramente firme, mirándole con desprecio y desviando la atención que ese hombre había centrado en Amelia.
El Portugués se rio.
—Como siempre, directo y franco. No esperaba menos de vos… —Reía entre dientes claramente satisfecho. Bebió un poco más de su copa y mirándolos de nuevo, casi con un tono de sorna en la voz, continuó—: Pero ¿dónde he dejado mis modales? Ahh, sí, quizás en el navío que me robasteis. —Y volvió a reírse pero, esta vez, con amargura de fondo—. Decidme “milady”, ¿queréis una copa? ¿Y vos, capitán?
Sin esperar su respuesta se levantó y agarró la botella de brandi y dos copas que puso sobre la mesa. Tras eso les sostuvo la mirada un par de minutos antes de continuar, como si estuviese midiendo la resistencia de Max y, en parte, la de Amelia.
—Vos, capitão, vais a ayudarme a recuperar lo que es meu y si os negaís o me dais problemas, vos y vuestra menina no viviréis para disfrutar de un nuevo amanecer, aunque, antes, puede que deje que meus homes se divertir com esta coisa bonitinha[9]. ¿Me comprendréis? ¿Verdad, capitão? —Sonrió de una manera que hizo helarse la sangre a Amelia.
Max se tensó y, a pesar de la furia que corría por sus venas, sabía que no debía demostrar debilidad ante él, de modo que procuró sonar lo más impasible posible e incluso algo indiferente.
—Estáis delante de una dama, capitán, al menos mantened cierto decoro. Demostrad que sois mejor que esa chusma a la que llamáis tripulación. —Miró a Amelia, permaneciendo aparentemente tranquilo—. Por favor, sírveme un poco de brandi, querida, creo que me vendrá bien para la herida.
Amelia miró a Max con los ojos muy abiertos, pero enseguida comprendió que debía permanecer callada y sumisa ante ese hombre para que pensase que no le daría problemas, así que extendió los brazos, agarró uno de los vasos algo temblorosa y lo llenó por la mitad. Tras eso se lo pasó a Max con manos ligeramente más torpes de lo que le habría gustado, pero y él lo cogió, aún con las manos esposadas, sin dejar de mirar al Portugués en ningún momento. Bebió un poco y después insistió.
—Me imagino que lo que queréis es llevarnos a Madeira y utilizarme para sacar el navío del puerto sin que las autoridades se den cuenta de que sois vos el que se lo lleva. —Enarcó una ceja manteniendo un tono de voz uniforme y la mirada fija en el Portugués, que parecía divertido con la escena—. Pero para eso, sabéis no solo me necesitáis vivo sino, además, dispuesto a “colaborar”, aunque sea reticentemente. —Miró de soslayo a Amelia.
El Portugués soltó una sonora carcajada.
— Vos, capitão, seriáis un excelente pirata.
—Lo dudo. Adolezco de algunos graves defectos para ello: decencia, moralidad, escrúpulos... —habló con desprecio pero sin alterar el ritmo ni el tono de su voz.
Amelia permanecía a su lado callada evitando mirar fijamente al pirata pero asombrada y admirada por la sangre fría de Max.
El Portugués de nuevo se rio.
—Capitão, me caeís bien, os desprecio, pero me resultáis simpático y he de reconoceros cierto coragem. Creo que, al final, cuando os mate, sentiré secretamente un leve pesar, aunque también disfrutaré con ello. —Sonrió más que divertido, complacido consigo mismo.
Amelia, cada vez que ese hombre se reía, sentía un escalofrío de pavor por la espalda y Max lo sabía. Debía sacarla de ese camarote cuanto antes y mantenerla lejos del Portugués y de sus hombres.
—No lo dudo, capitán, pero, hasta entonces, sabed que ha de comportarse conmigo y con mi prometida como un excelente anfitrión pues, de lo contrario, no creo que mi ánimo sea el más conveniente para sus intereses.
Lo miraba y hablaba con frialdad sosteniéndole la mirada en todo momento. Amelia lo miró cuando se refirió a ella como su prometida, pero comprendió que lo hacía para marcar distancias con ese hombre. De nuevo rio con una estruendosa carcajada
—Em conformidade, meu capitão. Me comprometo a procuraros una agradable travesía, al menos hasta Madeira... Salvo que me deis problemas... en ese caso... —gritó algo en dirección a la puerta y enseguida apareció uno de esos hombres—. Acomodad a nuestros huéspedes en los camarotes de los oficiales y apostad dos hombres para que no nos den problemas.
Pero antes de que se hubiere movido, Max dijo tajante:
—Un camarote, capitán. No querreís que mi prometida crea que la abandono, ¿verdad?
El Portugués lo miró con frialdad unos segundos:
—Muy bien, que sea un solo camarote. Que no se ose decir que yo no permití al capitão dormir caliente sus ultimos días. —De nuevo se rio triunfal.
—¿No creeís que podríais soltarme? ¿No pensaréis que soy capaz de escapar de un barco lleno de piratas en medio del mar sin otra cosa que mis manos? ¿Verdad? —preguntó Max con un más que evidente de desafío.
A el Portugués parecía divertirle la altanería de Max y, en fondo, pensaba Amelia, por eso él lo hacía, para evitar enfurecerle pero sin parecerle intimidado.
—Em confomidade. —Miró al hombre que permanecía en la puerta—. En cuanto le lleveis al camarote, desatadle, pero si da algún problema... Bueno, ya sabéis qué hacer en ese caso.