Capítulo 7
A la mañana siguiente, muy temprano, pusieron en marcha todos los planes. Cliff se marchó con los gemelos a sus prácticas diarias de equitación, tras enviar una nota a sus padres, los condes, para invitarles a tomar el té esa misma tarde en Brindfet House. El almirante, tras un copioso desayuno, pues según dijo iba a necesitarlo, se marchó a la casa del marqués de Furllintong, nueva residencia en Londres de su hija Eugene y de su yerno lord Jonas Bellintong donde, en ausencia de estos, habló con el secretario personal del marqués pidiéndole que redactase y enviase la correspondiente invitación a la señorita Cloe Markerson con el preceptivo sello del marqués para auspiciar su acogida como protegida tanto del marqués como de su suegro, el duque de Frenton. El secretario, que tenía órdenes de su señor de atender en su ausencia las órdenes del duque y de su hijo, se apresuró a cumplir el mandato así como la promesa de informar, en la primera ocasión propicia a los marqueses de los planes del almirante. Tras ello acudió a White’s donde, por fortuna, encontró a varios de los antiguos compañeros de armas de lord Jonas que le dieron la información necesaria tanto del capitán como de su hija para, en un momento dado, poder responder a cualquier pregunta incómoda que pudiere formularle la familia de la muchacha sobre el posible interés del marqués y de él mismo en la joven y hacerlo, además, sin revelar ningún dato que pudiere comprometer a la muchacha en modo alguno. Al salir de White’s el almirante iba realmente satisfecho de su trabajo y de la opinión de cuantos conocieron al capitán y a su hija pues parecían respetarles y admirarles sino, sobre todo, sentir estima personal hacia ellos.
Por su parte, Amelia, Julianna, tía Blanche y Adele se encontraron, como habían acordado, con la joven en la sombrerería de Bond Street para, después, dirigirse de inmediato al taller de madame Coquette, que las esperaba entusiasmada y encantada como siempre.
—Buenos días, madame —saludó Julianna después de hacerlo las demás—. Como le prometí hace unos días, le he traído unos obsequios.
Madame la miró más entusiasmada todavía y como una niña pequeña el día de Navidad fue sacando del enorme paquete que uno de los lacayos había dejado en el centro todos los obsequios
—Muchas gracias, Julianna, es demasiado.
Después de tantos años con las jovencitas y más aún con tía Blanche, madame Coquette tuteaba a las damas Mcbeth, cosa que no hacía con ninguna de sus clientas y tampoco con ellas si tenían otras personas alrededor, pero, en ese momento, estaban solas las cinco. Conforme sacaba los paquetes y bultos iba diciéndolos en alto, sacos de cacao puro, café, especias de las costa de Jamaica, hilos de plata para sus brocados más elaborados, encajes de las más finas manos de unas misioneras y sedas, muchas sedas algunas tan finas que parecían transparentes como la más fina gasa y otras de un colorido tan favorecedor que cuando las sacaba iban acompañadas de todo tipo de elogios y exclamaciones, y todas con un tacto tan excepcional que parecían resbalar de entre los dedos al cogerlas. Julianna se reía complacida por el arrebato de alegría de madame mientras que Adele se asombraba de los maravillosos materiales que traían de sus viajes Cliff y Julianna.
—Querida Adele, iba a esperar hasta tu cumpleaños, pero me parece que voy a adelantarme unas semanas —decía Julianna cuando madame se disculpó unos minutos para guardar todos los obsequios antes de volver y prestarles toda su atención—. Te hemos traído varios rollos de sedas y otros de encaje y de unos materiales muy parecidos al satén para que te confecciones algunos vestidos. Son de un colorido realmente favorecedor ¿verdad, Amelia?
Amelia asintió y se rio:
—Y unos camisones que son absolutamente indecentes.
Tontamente, pensó, se había sonrojado, pues Julianna y Adele se lanzaron una mirada de clara comprensión, “camisones para nuestros esposos, que apenas duran puestos unos segundos…”. Cuando Julianna y Adele dejaron de lanzarse miraditas cómplices, Amelia se giró a la hasta entonces callada y también asombrada Cloe, se sentó a su lado y le tomó de las manos unos segundos.
—Cloe, sabes que te considero una de mis pocas amigas, ¿no es cierto? —La pobrecilla un poco colorada y desconcertada asintió—. Bien, en ese caso, has de saber que a todas nosotras nos gustaría… —se giró y miró a su tía y a sus acompañantes, que asintieron confirmando a los ojos de la joven las palabras y el sentimiento de Amelia—que te vinieras a vivir con nosotras, a la casa de mi tía, durante una temporada. Claro, si a ti te parece bien.
La joven, que había abierto mucho los ojos, dijo con un hilo de voz:
—No comprendo.
—Verás —intervino Julianna—, tu padre era un hombre admirado y respetado como oficial y como un hombre de honor y de palabra y, a decir de sus compañeros, por ser un buen hombre. —Se detuvo unos instantes para que la joven asimilase poco a poco sus palabras y así aceptase la propuesta que iba a escuchar sin sentirse violenta ni como si fuera un acto de caridad—. Muchos de sus compañeros quieren ayudarte a pasar el trance de la pérdida de tus padres del mejor modo posible. Uno de ellos es lord Jonas Bellintong, el marqués de Furllintong, marido de lady Eugene. —Ella asintió al escuchar el nombre de Eugene—. Jonas es bastante más joven que tu padre y, de hecho, solo lo conoció brevemente, pero considera un honor y el mejor modo de honrar a un hombre como él, brindarte su protección y ayuda en estos momentos.
Cloe se quedó un momento callada.
—Pero… no sé cómo podría ayudarme, y tampoco el modo en que yo podría agradecer esa ayuda.
Fue entonces cuando tía Blanche intervino:
—Querida niña, de momento, esa ayuda consistiría en auspiciarte en la temporada, con la inestimable ayuda de algunos amigos, por supuesto, o más concretamente, de algunos amigos y sobre todo amigas. —Sonrió animosa—. Lo primero será invitarte a residir en su casa el tiempo que lo necesites.
La pobre muchacha abrió los ojos como platos.
—¿Quiere, quiere acogerme en su casa…? —preguntó tímidamente.
—En realidad, como los marqueses son un matrimonio joven recién casado que aún permanece viajando tras su boda, quienes van a acogerte gustosamente en su casa seríamos nosotras —contestó Amelia. La joven parecía petrificada—. Pero como a los ojos de la sociedad y, sobre todo de tu tía, hemos de dar un buen motivo para que cambies de residencia sin generar ningún tipo de recelo ni de murmuraciones, diremos, que aun cuando es el marqués el que te ha ofrecido y brindado originariamente su protección, en ausencia del mismo, primero, y, más tarde, para preservar su adaptación a su nuevo estado civil de hombre recién casado, será su excelencia el duque de Frenton el que ejercerá de facto esa protección.
—¿Voy a verme respaldada en esta temporada por su excelencia? —preguntó asombrada, casi atónita.
—Y no solo por él —intervino riéndose Adele—. Como el almirante, oh disculpa, su excelencia, es que todos le llamamos así. —Se rio suavemente al igual que las demás, menos la joven, que estaba cada vez más anonadada—. Como decía, como su excelencia es viudo, respetable y sin tacha alguna en su honor y nombre, pero un viudo al fin, que reside solo tras el reciente enlace de su hija, resultaría poco decoroso o, al menos, no lo más conveniente de acuerdo con los más estrictos dictados de las normas sociales, que resida una jovencita sola con él, aunque sea su protegida. Pero eso nos lleva a lo importante. Verás, su excelencia reside actualmente, durante una temporada de duración indeterminada, en Brindfet House y, por lo tanto, tú, como su protegida, podrías vivir perfectamente allí sin que ello genere escándalo alguno ni ningún tipo de sospecha, ni entre las lenguas ávidas de chismes nuevos ni en tu tía. Es más, tu tía no solo carecerá de argumentos para negarte aceptar la invitación, sino que, por su bien, no se atreverá a ofender al marqués y menos aún al duque.
—Pero yo no podría, no tendría forma de agradecer ni pagar…
Amelia le tomó la mano y la interrumpió:
—No tienes que agradecer ni pagar nada. Para nosotras es un placer y, creo que hablo en nombre de todas, sería un honor que nos permitieras recibirte como nuestra invitada y nuestra amiga.
Cloe tenía los ojos ya totalmente inundados de lágrimas.
—Realmente me encantaría, pero no sé si mi tía lo permitirá.
De nuevo intervino Adele:
—Por tu tía no has de preocuparte. Nos hemos encargado de hilarlo todo bien y, como decíamos, no se atreverá a ofender a quienes están muy por encima de ella tanto en la escala social, como en la política y la económica, sin mencionar el poder de todas las personas que van a apoyarte. No le conviene ponerlas en su contra, por su bien y por el de sus hijas. —Sonrió triunfante alzando la barbilla, orgullosa.
Con tacto y suavidad tía Blanche medió entonces:
—Querida Cloe. Vuelvo a reiterar que sería una inmensa alegría para todas nosotras que aceptases nuestra propuesta. ¿Querrías?
Cloe la miró a través del velo acuoso de las lágrimas y asintió, todas exclamaron de alegría y tía Blanche continuó:
—En ese caso, si me permites, te informaré de cómo creemos conveniente actuar. —Cloe asintió y tía Blanche continuó acomodándose mejor en su asiento—. Una vez que terminemos aquí, te llevaremos a casa, donde Amelia esperará en un coche en la puerta con un postillón y dos lacayos. Puedes recoger todos tus enseres, bienes y recuerdos que tengas a bien llevarte contigo, ellos te ayudarán a traerlos a casa cuando se lo pidas, lo cual, suponemos, será poco después de que termines de empaquetarlo, porque a esta hora tu tía ya debe haber recibido la invitación del marqués y estará en extremo irritada porque aunque la misiva vaya dirigida a ti, a buen seguro ya debe haberla leído y releído después de ver el sello con el que iba timbrada la carta. Cuando llegues a casa, deberás decirle que deseas aceptar la invitación y que no es conveniente para ninguno negarse a ello porque podría ser considerado una afrenta personal del barón y su esposa hacia el marqués. Créenos, a tu tía no le quedará otro remedio que consentir tu marcha y, al menos de cara a la galería, lo hará con la mejor de sus sonrisas. No debes darle más información, menos aún, decirle que esperabas la invitación y lo que lleva consigo. Hazte si quieres la sorprendida o solo aparenta indiferencia si lo prefieres, pero no le digas nada más para no soliviantarla, así te será menos amarga la despedida. ¿Crees que podrás hacerlo? ¿Estás de acuerdo con todo esto? Esperamos que no consideres que hayamos actuado de un modo excesivo o del todo inadecuado, porque no es nuestra intención ponerte en una situación comprometida y menos aún obligarte a hacer nada que no desees, pero si poníamos sobre aviso a tu tía de nuestras intenciones te habría complicado mucho la convivencia con ella e incluso tu posterior marcha.
Cloe negó con la cabeza:
—Todo… —Tuvo que tomar aire porque casi no tenía voz—. Todo lo contrario. No sé cómo agradecer que se hayan tomado tantas molestias por mí, que se hayan preocupado tanto por asegurarse que todo resulte fácil para mí, cuando no tienen ningún deber hacia mí, ninguna responsabilidad. Están siendo en extremo amables y generosas. —Se le cortó la voz.
—Cloe, mírame, por favor. —Le pidió Amelia—. Queremos que estés bien, contenta y que tengas lo que te mereces. —Le secó las mejillas con un pañuelo—. Para ello lo primero que has de hacer es dejar de llorar porque así no te vas a divertir nada las próximas horas y puedes estar segura que vas a disfrutar si te dejas hacerlo.
Cloe la miró sin comprender.
—Ahora viene la parte realmente divertida —dijo sonriendo Adele y haciendo una ligera señal a una señorita que estaba sentada a una prudente distancia que no le permitía escuchar la conversación pero sí atender a las damas si lo necesitaban.
Instantes después apareció madame Coquette seguida por tres ayudantes debidamente equipadas con todo lo necesario para realizar su trabajo. Lo primero fue tomar medidas a la entregada Cloe y utilizarla como maniquí bajo los ojos y las manos de todas ellas.
Durante las agotadoras horas posteriores, tía Blanche, Adele, Julianna y Amelia supervisadas y aconsejadas por las manos expertas de madame eligieron telas, diseños, arreglos, detalles para vestidos, zapatos, abrigos, pellizas, sombreros y todo tipo de complementos, si bien dejaron claro a la maravillada y abrumada Cloe que eso solo era el principio, ya que tendrían que ir a por medias, ropa interior, guantes, manguitos, sombrillas, tocados, bolsos y mil detalles más. Cloe no salía de su asombro. Aquello era demasiado, y si bien en un primer momento señaló que no podía aceptar porque era demasiado costoso o demasiado elegante para ella, la cuestión quedó zanjada de raíz cuando tía Blanche, en tono solemne, declaró que ninguna jovencita bajo su protección tendría menos que las demás y que no admitía un pero, una queja o un reproche al respecto. Bajo su techo no se hacían distinciones, y una invitada era una invitada y no permitiría que le faltase de nada. Las demás se rieron, pero enseguida comprendió Cloe que hablaba totalmente en serio.
Al salir del taller Cloe no pudo sino reconocer que habían sido algunas de las mejores horas de su vida. Las demás destacaron divertidas que, de todas ellas, la que más disfrutó fue madame Coquette. No había nada que le gustase más que moldear a una jovencita, aunque de todos era sabido que solo lo hacía en casos excepcionales y, únicamente, si la joven era de su agrado. Porque, como ella decía, no era lo mismo diseñar unos cuantos vestidos para clientas selectas que elaborar todo un vestuario para convertir a una jovencita encantadora en una hermosa y brillante estrella para que deslumbrase entre las debutantes y sus deseosas madres.
Como hubieron previsto, llevaron a Cloe antes del almuerzo a casa de su tía y esta, totalmente crispada, primero quiso negarse a que Cloe aceptase la invitación para más tarde, estando ya iracunda, exigirle explicaciones sobre cómo una “don nadie”, como la llamó en varias ocasiones, había llamado la atención de todo un marqués de un modo tal que le ofrecía su ayuda y protección. Después de eso le exigió a gritos, so pena de no dejarla marchar, que reclamara del marqués la ayuda en la temporada también para sus hijas.
Cloe, con mucha entereza, se acogió al plan trazado y tras mostrar cierto asombro por la invitación y señalar lo poco acertado que resultaría para todos no aceptarla de buen grado, despejó cualquier atisbo de recelo diciendo que no conocía personalmente al marqués pero que, a buen seguro, debió de ser compañero de su padre y que si le ofrecía ayuda en estos momentos sería en atención a este. Y para desvincularse desde ese momento y en futuro de la baronesa y de cualquier posible compromiso con ella, dejó entrever que carecía de ninguna influencia con el marqués para solicitar semejante pedido puesto que, además, de no conocerlo en persona hasta ese momento, como acertadamente había señalado la propia baronesa, ella era una don nadie para exigir nada a nadie y menos aún a todo un marqués. Este momento, que después describiría con detalle a Amelia y las demás damas Mcbeth a ruego de las mismas una vez se hubo instalado en la mansión, llevó a un estado de casi explosión por ira a la baronesa y de carcajadas incontroladas a sus nuevas amigas, que no pararon de pedirle que describiese el rostro descompuesto de la baronesa y sus hijas.
Al llegar a la mansión, las damas acompañaron a Cloe a sus nuevas habitaciones, donde ya la esperaban algunos vestidos que ya había adelantado madame Coquette hasta que en los próximos días recibiese su nuevo y completo guardarropa. No iban a decirle, para no cohibirla, que los habían encargado de antemano y que solo necesitaban ser ajustados a sus medidas. También la esperaban sus dos sonrientes doncellas, una para arreglarla y otra para asistirla como dama de compañía y otros menesteres similares. La ayudaron a acomodarse y tras desembalar todos sus enseres, una de las doncella le acompañó al comedor, donde le esperaba para almorzar parte de la familia que, de ahora en adelante, la acompañaría. Le presentaron tres caras para ella conocidas en la distancia de los salones del año anterior, Cliff, el almirante y Ethan, que no había tardado en sumarse a la diversión cuando le informó su esposa de los planes de las damas Mcbeth. En un primer momento, pareció cohibida y algo retraída pero, pronto, la familiaridad que le concedieron los caballeros, su insistencia en que no les tratase formalmente mientras permaneciesen en casa o en lugares privados y, sobre todo, el observarlos maravillada en compañía de los hijos de Julianna, permitió que durante el almuerzo se fuese relajando frente a ellos. Ese grupo de personas que ella consideraba socialmente a años luz de donde se encontraba ella y también muy por encima del resto de sus parientes, le recordaba, por extraño que le pareciese al principio, a sus padres, sus pequeños y modestos hogares allá donde enviaban a su padre, y el trato cordial, cariñoso y entrañable de su infancia. Todos insistieron en que les hablase de sus padres y de sus años viajando por lugares remotos y, por primera vez en los dos últimos años, pudo recordarlos con cariño, ya que sus parientes le habían prohibido hablar de ellos y cuando ellos los mencionaban en su presencia, no dudaban menospreciarlos o directamente insultarlos.
Le cohibió, también al llegar, y en ciertos momentos posteriores seguía haciéndolo, verse rodeada de tanta opulencia, riqueza y elegancia, pero todos los allí presentes parecían no darle más importancia de la necesaria y actuaban con naturalidad ante ella, procurando hacerle lo menos incómodo o violento su cambio de situación. Y para acabar de impresionarla, los condes de Worken aparecieron a la hora del té y antes de marcharse ya le habían ofrecido su ayuda y apoyo en todo lo que necesitase. Se maravillaba de la elegancia, la apostura y la clase innatas de la condesa, sin duda una dama aristocrática hasta la médula, y aunque de todos los presentes era la menos mundana, por decirlo de alguna manera, también se sintió bien acogida por ella. Aunque quien le agradó especialmente de la aristocrática pareja, fue el conde, tras verlo trastear con los gemelos y, más, después de verlo su nieto montando una especie de tirachinas a escondidas de su madre y abuela.
Amelia se disculpó con ella por dejarla unas horas durante su primer día en casa pero, en cuanto se marchó, su tía y su hermana le informaron, con un claro orgullo en sus miradas y en su voz, que Amelia realizaba algunas labores sociales y que para ella eran un verdadero compromiso que no se tomaba a la ligera sino que las atendía no solo con alegría y de sumo grado sino con la responsabilidad y la seriedad que conllevaba la labor que realizaba. Le hablaron de la clínica, del trabajo de esta con los más necesitados de las zonas de trabajadores de escasos recursos de Londres y, también, del orfanato. Cuando Julianna se quedó con ella y con su tía un rato a solas, les confesó que ella tenía conocimientos y práctica en la atención a enfermos pues, en muchos de los campamentos en los que fue destinado su padre, colaboró con los médicos y los responsables de atender las enfermerías y a los soldados y sus familias y les preguntó si creían que Amelia le permitiría colaborar en la atención a los niños y visitar con ella el orfanato en alguna ocasión, ya que le encantaban los niños y disfrutaba con ellos alrededor, lo que quedó demostrado cuando la observaron jugar y participar con entusiasmo en las travesuras de los gemelos en el jardín.
Amelia llegó antes de la cena y junto a Julianna le ayudaron a vestirse con uno de esos bonitos vestidos nuevos, la doncella la peinó como nunca nadie lo había hecho, con detalle y esmero. Julianna le llevó unos bonitos pendientes y una pulsera para que los luciera y Amelia unos detalles para el cabello que parecían pequeñas estrellas colocadas sobre su peinado. Cuando observó el resultado final en el espejo no pudo reconocer a la elegante joven que reflejaba el mismo, y tuvo que parpadear en varias ocasiones para cerciorarse realmente que aquella era de verdad su imagen, no una salida de su febril imaginación.
—Lo sabemos, Cloe —dijo Amelia sonriendo tras ella con comprensivo cariño en la voz—. La primera vez que Julianna y yo nos vimos así casi nos pusimos a correr como locas por la casa de la emoción.
—Disculpa —carraspeó Julianna—, pero tú lo hiciste. Recorriste el pasillo en camisón gritando como loca de emoción con un vestido de muselina en la mano y dando saltitos de una habitación a otra.
Julianna trajo a memoria de las dos la primera mañana en la que ambas amanecieron en la mansión con unos preciosos vestidos colocados en un diván para que se los pusieran al despertar. Amelia se rio asintiendo.
—Es cierto, lo confieso —le dijo a Cloe encogiéndose de hombros—. Pero, en mi defensa, he de decir que nunca había tenido un vestido como aquel. Llámame sentimental, pero aún lo conservo y lo guardaré siempre con cariño.
Julianna se rio:
—Si sirve de algo yo guardo como un tesoro personal el traje de noche de nuestro primer baile. —Miró a su hermana con ojos melancólicos—. ¿Lo recuerdas?
Amelia asintió, aunque en la mente de Julianna primaban sobre todos los recuerdos de lo que ocurrió después del baile. Su primera vez en brazos de un hombre, del único hombre que ella había conocido y conocería. Cliff. Suspiró.
—¿Puedo preguntar una cosa? —preguntó tímidamente Cloe. Las dos la miraron y asintieron con alegría—. ¿Siempre habéis vivido así? Es decir, rodeadas de… —Hizo un gesto que abarcaba todo lo de alrededor—. Por favor, no me malinterpretéis, lo último que querría sería ofenderos en modo alguno, pero vosotras y vuestra tía sois, sois, no sé cómo decirlo… cercanas, cariñosas. Mis primas, sus amigas y mi tía y sus madres no viven rodeadas de tanto lujo y, sin embargo, parecen siempre mirar a los demás como si la riqueza fuere su derecho de nacimiento y la posición social algo que tienen ganado por el mero hecho de existir. Sé que la fortuna de vuestra tía proviene del comercio y que muchas de las amigas de mi tía critican tal origen pero, al mismo tiempo, la envidian a rabiar, así como sus relaciones. Sin embargo, ni vuestra tía ni vosotras, a pesar de que tenéis más y mejores motivos para ello, vais con esos aires de grandeza y parece que valoráis vuestra posición y fortuna pero no que la estiméis por encima de, de, bueno de todo lo demás.
Por unos instantes Amelia y Julianna se quedaron calladas y Cloe rápidamente dijo, temiendo haberlas ofendido:
—No pretendía ofenderos. No lo he dicho como una afrenta o como algo negativo. —Se sonrojó mortificada—. En realidad es que me he sentido tan bien acogida y me habéis recibido como, como si realmente fueseis una familia. —Entrelazó las manos, nerviosa—. Creo que no me estoy expresando bien y…
Julianna y Amelia se le acercaron rápidamente riéndose y la abrazaron cariñosas entre risas.
—Cloe, no podrías habernos halagado de mejor modo —señalaba Julianna—. Y por lo del origen de la fortuna de mi tía, has de saber que no solo no nos importa lo que piensen las damas como tu tía o sus amigas, sino que, de hecho, consideramos… —Miró a Amelia—. ¿Cómo es esa expresión que usa el almirante?
—Sandeces —contestó firmemente Amelia con un golpe de cabeza.
—Exacto. Consideramos sandeces los comentarios desdeñosos y envidiosos provenientes de esa clase de personas. Mi tía está muy orgullosa del origen de su fortuna, pues la amasaron ella y su difunto marido con esfuerzo, tesón y trabajo honrado. Y nosotras dos somos de la misma opinión, así como las personas que realmente nos importan. —Se separó de ella—. Ven, vamos a sentarnos un momento. —Tras acomodarse las tres en la butaca del tocador y en unas sillas que acercaron señaló—: Cloe, ahora soy vizcondesa por matrimonio pero no tengo ni una gota de sangre noble en mis venas. Pero eso no parece importarle a mi marido, su familia ni a nuestros mejores amigos y tampoco les molesta, en modo alguno, el origen comercial de la fortuna de mi tía, y eso es lo único que a nosotras nos importa.
Por alguna razón, mientras escuchaba a su hermana, Amelia no hacía más que recordar a Max, y no solo por el beso en el parque que sentía aún caliente bajo su piel, sino porque sabía que Cliff aceptaba a Julianna sin reservas de ningún tipo y ella, de alguna manera tenía la seguridad, allí, en ese momento, de que Max la aceptaba a ella del mismo modo. Fue un pensamiento extraño que se obligó a aparcar de su mente hasta más tarde
Cloe empezó a comprender el extraordinario honor que le habían brindado esas personas, permitiéndole no solo vivir con ellas sino, más aún, formar parte de esa maravillosa familia, porque comprendió enseguida que todas ellas formaban una familia unida, cariñosa y protectora de los suyos. Y todo ello, todo, sin esperar nada a cambio, solo le habían pedido una cosa, que fuese ella misma, que no tuviese miedo de mostrarse como era delante de ellas, pues ellas lo harían frente a Cloe, y era lo único que les importaba. Eso y, por supuesto, la lealtad entre ellos, que se protegían y cuidaban sin límites, y aquello le pareció en todo punto extraordinario, casi maravilloso.
—Espero que puedas valorarnos por lo que somos y no por nuestro origen —dijo Amelia con suavidad—. Comprobarás que todas las personas con las que vas a vivir, excepto mi tía, Julianna y yo, que no tenemos ni una gota de sangre azul en nuestro cuerpo, todas las demás, incluidos mis sobrinos, descienden de distintos y honorables linajes con emblemas, coronas y muchos antepasados en libros de historia, pero nosotras tres carecemos de ello. —Se rio—. De hecho, si lo piensas bien, incluso tú tienes sangre noble, tu abuelo era vizconde, después de todo.
Cloe se rio, por primera vez, abiertamente, de un modo relajado y pareciendo distender por fin la tensión y el miedo que le habían atenazado durante meses, después inspiró una profunda bocanada de aire y señaló sonriendo:
—Para lo que me ha servido. Creo que preferiría que me consideraran la cuarta persona de la casa carente de esos “antecedentes”.
Se rio divertida y Julianna y Amelia la siguieron hasta que oyeron unos pasos en el pasillo y un pequeño golpe en la puerta.
—Adelante —contestó Julianna con aire dsitraido.
La puerta se abrió, pero no entró nadie, lo que las obligó a mirar hacia el umbral, donde permanecía Cliff.
—Disculpad por interrumpiros, pero creo que deberíais daros prisa si no queréis llegar tarde a la cena.
Amelia se volvió a Cloe y con cierta socarronería dijo para que Cliff lo oyera:
—¿A que esto no ocurría en casa de tu tía? ¡Todo un vizconde avisándote de la cena!
Cliff desde la puerta con un falso tono de enfado de nuevo habló sin querer entrar:
—Pequeña impertinente. Ya encontraré represalias en justo castigo por la ignominia de tu comportamiento ante un par del reino, ya las encontraré. Avisada quedas.
Amelia prorrumpió, para asombro de Cloe, en carcajadas antes de contestar:
—Lo tendré presente, milord, lo tendré presente. —Se levantó y tras guiñarle un ojo a Cloe se dirigió a la puerta—. Y prometo enmendar mi conducta y conducirme con más decoro en el futuro aunque, no sé si puedo prometeros que la enmienda y la corrección vayan a referirse a su persona.
—Pequeña, te recuerdo que aún puedo ponerte en mis rodillas y darte unos buenos azotes.
Cloe había seguido a Amelia y Julianna y salieron todas de la habitación. Para su asombro, Cliff apareció frente a ella, en el pasillo, vestido impecablemente, como el perfecto caballero de presencia abrumadora que era y de un atractivo difícil de ignorar, pero eso quedó inmediatamente eclipsado por la impresión de verle con un bebé regordete entre los brazos, tiernamente acunado y al que miraba con un amor paternal casi envolviéndolas a todas. Julianna se le acercó con soltura y él se inclinó de manera natural e instintiva a besarle en los labios y, lejos de sentirse incómoda por esa muestra de intimidad y cariño, que ella solo había presenciado antes entre sus padres, nunca entre los aristócratas y menos de la posición y cuna del vizconde, se sintió conmovida e incluso un poco celosa por el amor y la seguridad que desprendían los vizcondes.
Cliff se inclinó inmediatamente después con suma elegancia, a pesar del pequeño bulto que continuaba en sus brazos, y sonriendo, dijo con ese tono seductor y cautivador que dominaba a la perfección:
—Señorita Markerson, espero que no me considere un atrevido, pero he de decirle que está usted deslumbrante. Es la viva imagen de la belleza inocente y dulce que los poetas alaban desde los albores de la historia.
Si hubiese podido se le hubiese desencajado la mandíbula de la impresión de verse ensalzada con semejante maestría y a la vez generosidad por un hombre tan extremadamente guapo, pero en vez de eso se ruborizó hasta las pestañas y creyó haber susurrado un «gracias», pero no podría jurarlo
—¡Cliff!, compórtate —le dijo Amelia—. A este paso tú me azotarás a mí pero Julianna te lo hará a ti.
Cliff soltó una sonora carcajada pero luego lanzó una mirada a Julianna, que se sonrojó ligeramente, aunque Cloe no pudo descifrar del todo su significado, suponiendo que era algo privado entre esposos, por lo que no debería darle un segundo pensamiento.
—Cliff, eres incorregible —le dijo sonriendo Julianna, pero evidentemente encantada de la coquetería de su marido—. Vamos a dejar a Anna en la cuna y bajo contigo al salón. —Se giró pero enseguida reculó—. Ay, disculpa, Cloe, creo que este es el único habitante de la casa al que aún no conocías.
Acarició el rostro del bebe y fue Cliff quién, tras enderezarse bien, la interrumpió y con un brillo en los ojos y un tono de evidente orgullo en la voz señaló con la cabeza:
—Señorita Markerson, Cloe, tengo el placer de presentarle a una profundamente dormida lady Anna Blanche de Worken, mi hija. —Se escuchó un carraspeo a su lado y con un divertido gesto en el rostro señaló—: Nuestra hija. —Acercó el rostro a la bebé y le arrulló, conmoviendo sin igual a Cloe—. Gatita ¿ves lo que ha de soportar tu papá? Me obligan a compartirte.
—Esto es grandioso. —Se rio con falso enfado Julianna—. Yo la llevo en mi seno nueve meses y ahora resulta que eres tú el obligado a compartirla, ¡hombres!
Cliff se rio, y con un gesto de cabeza se despidió momentáneamente de Amelia y de Cloe, marchándose con Julianna de su brazo en dirección a sus habitaciones, que estaban en el ala contigua de la mansión. Amelia puso los ojos en blanco y después guio a Cloe hasta el salón.
—No le hagas demasiado caso, Cloe. Cliff está obnubilado con sus hijos, especialmente con Anna. Lo verás muy a menudo con ella en brazos, susurrándole tonterías y presumiendo de ella por donde vaya o acompañando a los gemelos incluso en muchas de sus travesuras.
Cloe tardó unos segundos en responder, por si era inapropiado un comentario así de un hombre y nada menos que de un vizconde como ese.
—Es muy tierno.
Amelia se rio, y acercando su rostro al de Cloe dijo sonriendo y bajando la voz:
—Lo cierto es que me encantaría que, si me caso, mi esposo adorase de ese modo a nuestros hijos, pero resulta divertido regañar un poco a Cliff. Aunque también es cierto que él ignora esos regaños, sobre todo porque sabe que no hay nada de verdad en ellos.
—Es poco frecuente, desde luego.
Amelia se rio:
—Es muy amable y considerado por tu parte expresarlo de ese modo. En realidad, somos del todo atípicos, y en esto no íbamos a ser menos. —Se rio—. Diré a favor de Cliff que él y Julianna pasan muchos meses navegando y, por supuesto, sus hijos les acompañan, no podrían vivir lejos de ellos ni dos semanas. De tal modo que, durante esos periodos, conviven con ellos de un modo más cercano, por decirlo de algún modo, que otros padres con sus hijos. En cualquier caso, nos gusta tener a los niños con nosotros. Tienen su niñera, su preceptor y su institutriz, pero pasan más tiempo con todos nosotros que con ellos.
Justo en ese momento entraron en el salón, donde ya se encontraban el almirante y tía Blanche. Esta última levantó la vista y dijo:
—Ven, querida, siéntate aquí mientras esperamos a los demás. —Dio un golpecito en el diván en el que estaba y Cloe se sentó junto a ella.
Mientras que Amelia se acercó a la licorera y tras llenar una copa de un licor, se lo ofreció al almirante, que dejó la que tenía en la mano vacía y la tomó con una sonrisa y gesto de agradecimiento de cabeza la atención de Amelia:
—Estás preciosa, pequeña, realmente madame tenía razón, ese es tu color. —Cloe se sonrojó pero antes de que dijese nada la tía continuó—: Dime, ¿has terminado de acomodarte? Espero que te gusten tu habitaciones, las escogimos porque dan a la parte del jardín donde están los árboles frutales de Amelia, cuando están en su época de esplendor impregnan toda la zona de aromas realmente agradables, sobre todo al despertar y abrir los ventanales.
Cloe sonrió:
—Han sido en exceso generosas, son las habitaciones más bonitas que he visto en mi vida. Muchas gracias.
—Tía —intervino Amelia—, Cloe tiene un retrato encantador de sus padres, y supongo que le gustaría poder colgarlo ¿Crees que mañana Polly podría encargarse de ello?
—Por supuesto, se lo diremos a Furnish y él se encargará. —Miró a Cloe y añadió—: Cuando regresemos para el almuerzo lo tendrás donde decidas ponerlo, todo lo que necesites no dudes en pedirlo.
—No querría causar más molestias.
—Bobadas —la interrumpió la tía—. Esta es ahora tu casa y tus habitaciones son tuyas. Puedes hacer en ellas los cambios y ajustes que gustes y, como diría todo buen inglés “la casa de uno es su castillo”, y qué sería un castillo sin una buena colección de retratos familiares.
La tía y el almirante se rieron cómplices mientras Amelia ponía los ojos en blanco en dirección a Cloe como si aquellos fueran comentarios y frases propias de ambos.
—En ese caso, muchas gracias, me encantaría poder recordar a mis padres como aparecen en esa pintura. Aunque están un poco jóvenes, sin duda, recoge bien quiénes eran cada uno. Sonrió.
—En ese caso, decidido —decretó sin más la tía.
—Espero que lo que esté decidido no sea el castigo de Amelia. Me he reservado, como justa compensación, ese derecho, y no pienso renunciar a él ni por todo el oro de las Indias —decía Cliff desde el umbral de la puerta justo antes de entrar.
Enseguida aparecieron Cliff y Julianna, y con un leve gesto de cabeza el primero saludó y después dedicó una sonrisa maliciosa a Amelia, que resopló. Cliff dejó a Julianna sentada junto a Amelia y se giró al almirante, y cuando vio que estaba servido, miró a tía Blanche.
—¿Una copa de jerez, mi dama?
La tía se rio y asintió y él con solemnidad se encaminó a las licoreras. Primero sirvió y le entregó la copa a la tía y luego regresó a por otra para él. Sin aviso y ningún tipo de ceremonias apareció el hombre más guapo que Cloe había visto en su vida.
—Señoras, caballeros. —Hizo una elegante inclinación y entró con un aplomo y una apostura difícil de igualar, pensó Cloe, que lo miraba con más admiración que asombro.
Al llegar a la altura del almirante se inclinó e hizo un gesto de cabeza:
—Buenas noches, padre. —Sacó una carta del bolsillo de su chaqueta—. He recibido noticias de Eugene. He supuesto que querrías leerlas de su puño y letra.
El almirante tomó la carta con una brillante sonrisa mientras que el recién llegado se dirigió directo hacia Amelia y se sentó cerca de ella, lanzándole alguna que otra mirada. “¿Amelia se ha ruborizado?, y él parece como si quisiese acercarse mucho a ella…”, pensó Cloe al verlos juntos. Pero solo fue un segundo.
Amelia tomó aire intentando parecer serena, lo cual distaba bastante de la realidad, pues las mariposas de su estómago parecían bailar como locas de alegría.
—Max —dirigió su mirada y un gesto con la mano en dirección a Cloe—, permite que te presente a mi buena amiga, la señorita Cloe Markerson —dijo solemne—. Señorita Markerson, lord Maximiliam Rochester, hijo del almirante.
Max se levantó e hizo la inclinación más cortés que Cloe pensó había visto en su vida.
—Señorita Makerson, es un honor, y si es amiga de Amelia, espero me permita llegar algún día a considerarla amiga mía también.
Sonrió de un modo que de haber estado de pie Cloe estaba segura que se le habrían derretido las piernas.
—Milord. —Inclinó la cabeza en respuesta.
—Max, deja en paz a mi invitada —le reprendió tía Blanche.
—Sí, redomado canalla, haz el favor de comportarte en presencia de mis damas —dijo divertido Cliff desde el rincón donde servía algunas copas—. ¿Te apetece un jerez? ¿Un coñac quizás?
—Un jerez sería perfecto, gracias.
Julianna, que notaba el rubor en el rostro de Amelia y como de hito en hito lanzaba y recibía miradas de Max, intervino para liberar un poco a su hermana de los nervios que sabía estaba sintiendo.
—Max, Cloe vivirá con nosotras una temporada.
Él se sentó de nuevo con naturalidad junto a Amelia, pero de un modo que se las apañó para quedar más cerca de ella.
—¿Es eso cierto? —preguntó a Julianna con amabilidad, y de nuevo miró a Cloe—. En ese caso, he de considerarla muy afortunada, señorita Makerson. No creo que haya en todo Londres un lugar mejor para vivir que Brindfet House ni una mejor compañía que las damas Mcbeth. —De nuevo sonrió de ese modo tan, tan, ¿indolente?
—Cliff, por favor, ¿podrías apurarte en traer esas copas? Creo que Max necesita urgentemente recobrar la compostura. A este paso será capaz de derretir mis pestañas —dijo de un modo divertido la tía que dejaba la impertinencia de fondo simplemente en un chascarrillo.
Max se rio:
—Querida Blanche, los viejos hábitos no pueden ahogarse en alcohol. Hay cosas que ya forman parte de uno de manera inevitable, para bien y para mal. —Señaló con el mismo tono burlón y aire de inocencia en la mirada.
—Truhan —contestó la tía riéndose.
En ese momento entró Furnish anunciando la cena. El almirante se levantó y con aire solemne ofreció el brazo a Cloe:
—¿Querida? Por ser su primera noche entre nosotros, permítame el honor de escoltarla hasta la mesa. —Con timidez ella apoyó su mano en su manga–. ¿Blanche?
Ella se apoyó en el otro brazo y sonriendo le dijo:
—De casta le viene al galgo ¿no es cierto?
El almirante prorrumpió en carcajadas mientras se encaminaban al comedor.
Max se levantó y de modo natural tomó la mano de Amelia, la ayudó a levantarse y posó con seguridad su mano en su brazo, dirigiéndola tras los primeros, aunque con la mano libre tomó la copa que Cliff le pasaba en ese momento sonriendo.
Antes de entrar en el salón y notando que Julianna y Cliff se habían retrasado de un modo muy sutil, se inclinó un poco hacia Amelia, notando cómo todos sus sentidos se impregnaban de ese sensual y dulce aroma.
—Mel —ella alzó la vista sin detenerse—, ¿podrías acompañarme después del paseo a caballo a un lugar? Querría enseñarte algo. —Ella alzó las cejas y Max sonrió, le gustaba desconcertarla tanto como ella a él. Notaba cómo el pulso de Amelia se aceleraba y cómo empezaban a brillarle esos profundos, cálidos y oscuros ojos—. Me gustaría que me acompañaras para que vieras cómo han quedado un proyecto que espero resulte de la satisfacción de sus destinatarios, pero me temo que necesito la opinión experta de una mujer.
Amelia sentía la necesidad de pegarle un tirón de la manga y arrastrarlo a algún otro sitio que no fuera el comedor, donde debería evitar recordar su aroma, su tacto, el calor y suavidad de sus labios y, por un instante, su razón voló muy lejos de allí, dejando que fuera la vocecita que le gritaba que si aceptaba la oferta que le hacía, podría estar a solas con él, la que finalmente respondió:
—Está bien, pero después debo reunirme con tía Blanche, Julianna y Cloe en Bow Street.
Max sonrió ya entrando en el salón y le susurró:
—No te preocupes, después te dejaré a buen recaudo en manos de tu tía.
No supo si fue el tono de su voz, su mirada o el gesto de su boca lo que le indujo a pensar que eso era más una advertencia de lo que pasaría antes de dejarla en esas buenas manos que un modo de consolarla. Suspiró para su interior, pero no añadió nada más, dejándose guiar hasta la silla en la mesa del comedor.
Como eran pocos a cenar habían dispuesto, como en otras ocasiones, la cena en una bonita mesa Luis XIV para ocho comensales, y Max se sentó junto a ella, acercando la silla de un modo que no era, al menos por razón de espacio, necesario, pero el cuerpo de Amelia le prohibió quejarse porque quería sentir, más que ver y escuchar, su presencia. Y desde luego la sintió, porque en varias ocasiones Max, por debajo de la mesa, le tomó la mano y le acarició por unos segundos los dedos y la curva interna de la muñeca. La primera vez casi dio un respingo pero las siguientes… Notaba cada caricia, cada contacto, en cada rincón de su cuerpo. Incluso notó cómo en, al menos dos ocasiones, no solo se dejaba acariciar sino que respondía entrelazando sus dedos con los de él y al observarlo de soslayo pudo notar una sonrisa y un gesto de rubor en la sombra de sus párpados. ¿Estaba él sintiendo lo mismo que ella? Se preguntó en ese instante. Se obligó a conservar una calma que ya debía estar a millas de distancia de allí, y a seguir la conversación. Hubo varias ocasiones en que escuchó risas alrededor, pero era incapaz de saber qué comentario las había causado o de quién. Con esfuerzo, con mucho esfuerzo, finalmente consiguió centrarse pero… “¿estamos ya en los postres? Si no recuerdo ni siquiera el primer plato…”. Frunció el ceño.
—¿Mel? —la voz de Julianna—.¿Mel?
La miró desconcertada:
—Oh disculpad estaba… —“Piensa, piensa…”—. Estaba dándole vueltas a un cuestión que me ha formulado esta tarde lord Wellis, perdonadme. —Miró más fijamente a Julianna.
—Te preguntaba si has recibido el paquete de Eugene.
Juntó las cejas:
—¿Paquete? —preguntó desconcertada.
—El paquete que dice en su carta te ha enviado. —Julianna la miró de nuevo con fijeza—. Cariño, ¿estás bien?
Amelia se obligó a sonreír:
—Sí, sí, de nuevo os pido disculpas, me he concentrado en la visita de esta tarde y creo que he dejado que mi cerebro abandonase momentáneamente la realidad.
De nuevo notó la mano de Max. Tenía ganas de gritarle “¡para, ya sé que sabes que estoy mintiendo de un modo flagrante y nada efectivo! Pero… ¡qué diablos!… no pares, me gusta tu calor”. Estupendo, tengo un debate conmigo misma en mi cabeza en mitad de la cena y de una conversación.
—Si es algo grave ya sabes que puedes pedirnos lo que sea —dijo Julianna con un gesto tan suyo, tan cariñoso y protector al mismo tiempo.
—No, no. No os preocupéis, solo son unas consultas relacionadas con hierbas y algunas plantas que aún no domino demasiado bien. —Bueno, se consoló, al menos solo mentía en parte, realmente lord Wellis le había pedido si podía investigar sobre unas plantas de las que había oído, como él no dominaba demasiado el tema le interesaba conocer la opinión de Amelia
—Bueno, en eso, me temo, ninguno de los presentes podemos prestarte mucha ayuda y sí mucho estorbo —señalaba de nuevo Julianna sonriendo.
Al menos Max tuvo la compasión, pensó ella, de dejarla tranquila hasta el final de la cena, lo cual únicamente consiguió que no parase de preguntarse por qué se comportaba ahora así.
Cuando las damas iban a retirarse al salón dejando a los caballeros con el oporto aparecieron los gemelos con cara de sueño, con sus batas claramente puestas con prisas y se acercaron a Cliff sin pararse siquiera a prestar atención a nada más. La pequeña Mel lloraba y de inmediato Cliff apartó la silla y la sentó en su regazo pero, antes de poder hablar, Maxi se plantó frente a él con la gatita en las manos.
—Papi, Doody está malita —dijo conteniendo como podía las lágrimas que su hermana, como niña, no sentía el deber de contener.
Amelia, como un resorte, se acercó y se acuclilló junto al pequeño, que tenía acunada a la gatita entre sus manos pegada a su cuerpecito.
—Déjame ver, cariño —le dijo con suavidad, instándolo a soltar en sus manos la gatita. Cuando la hubo asido, miró a Max—. ¿Qué le ha pasado?
El pequeño negó con la cabeza.
—No sé, se ha puesto a maullar muy flojito y después ha vomitado y se ha caído de lado. —Se rascó la nariz evitando, de nuevo, echarse a llorar.
—Papiii…
La voz de Mel quedaba ahogada, acurrucándose en brazos de Cliff, que miró a Amelia.
—Umm… —Le tocó la tripita a la gatita y esta se revolvió un poco pero no se quejó—. Oh, creo que solo es un pequeño empacho, seguro que habrá mordisqueado unas cuantas flores del jardín. —Tomó una de las manos al pequeño, sonriendo—. No pasa nada, cariño, le voy a dar un poco de agua de cebada con un poquito de azúcar y mañana por la mañana os despertará trepando por vuestras camas.
La pequeña Mel sacó la cabeza del pecho de su padre, que con un pañuelo le secó las lágrimas.
—Idos a la cama, yo le daré la medicina y os la dejaré en su camita para que también duerma —decía Amelia poniéndose de pie mientras Maxi se agarraba fuerte a su mano. Miró a su padre, que depositó a Mel en el suelo y rápidamente cogió la mano de su hermana.
—Idos a dormir, corred. Cuanto antes os durmáis, antes se curará la gatita.
Los dos pequeños miraron a su padre y no cuestionaron la verdad de sus palabras, echaron una rápida mirada a Amelia, que les sonrió, y se marcharon diligentes a sus camas.
—Mentir a unos pobres niños ingenuos. —Amelia chasqueó la lengua y negó con la cabeza mirando a Cliff, que sonreía.
—Lo que sea porque se vayan a dormir, pequeña, lo que sea. —Se rio con suavidad.
Amelia se rio y sin mirar a nadie en particular comenzó a decir:
—Si me disculpáis, voy a dar algo a esta glotona para su tripa y a dejarla de nuevo en su cama antes de que los gemelos empiecen a alarmarse sin motivo. —Miró a Cliff y con una sonrisa triunfante le dijo con una falsa inocencia—: Porque yo, al menos, no les miento a pobres criaturas.
Sonrió girándose sobre sus talones y saliendo del comedor con la gatita en las manos escuchando las risas de Cliff a su espalda.
—Duras represalias, pequeña, duras represalias, ya no son suficientes unos cuantos azotes.
La voz entre risas la iba dejando atrás mientras se encaminaba a la cocina, a la parte destinada a sus hierbas y ungüentos. Ella se encargaba de reponer y dotarla de todo lo necesario para cualquier tipo de calamidad, anotando en una libreta, que todos consultaban, qué era cada cosa y para qué se usaba y el mejor modo de hacerlo.
Puso a la atontada gatita en un taburete y acto seguido en un cuenco vertió un poco de nata, donde añadió el líquido para curarla y poco de azúcar para quitarle al amargor. Se sentó en el taburete y depositando a la gatita en su regazo la instó a beber poco a poco y con paciencia sin darse cuenta de que Max la observaba oculto entre las sombras que había entre esa sala y la cocina, donde resonaba el ajetreo de sirvientes y criados moviéndose y trabajando.
Max se contenía a duras penas, apretaba los puños para no abalanzarse sobre ella y devorarla encima de la mesa de madera ignorando a quienes estuvieren en la sala contigua e incluso la falta de una puerta entre ellas. Después de unos minutos deleitándose y torturándose con esa imagen frente a él, retrocedió sobre sus pasos con el único propósito de abordarla cuando saliese de devolver a la gatita al cuarto de los niños. Allí podría al menos besarla en un lugar más privado, nada comprometido y desde luego más cómodo que donde se encontraban ahora. La necesitaba. Necesitaba estrecharla entre sus brazos, notar ese cuerpo pegado al suyo, y dado que se había comprometido a cortejarla despacio y como era debido, al menos se merecía ese pequeño placer, sobre todo, después de haberla acariciado bajo la mesa.
Solo iba a hacerlo una vez y por un impulso, pero después ya no pudo parar. Saberla tan cerca… cuanto menos un pequeño roce le serviría para mantener el control, pensó erróneamente, después del primero no pudo refrenar su cuerpo, ni su necesidad de ella, y cuando ella entrelazó los dedos sintió cómo cada músculo se endurecía de golpe y cómo su entrepierna amenazaba dolorosamente con no poder resistirlo. Tuvo que respirar hondo y beber toda la copa de vino que acababan de rellenarle para no ponerse a gritar en una mezcla de euforia, excitación sin control, desesperación y finalmente frustración. Y para colmo la referencia de Cliff a los azotes… Se merecería ir al infierno solo por las imágenes eróticas que se le pasaron por la mente. Todas ellas con él y Mel como únicos protagonistas y con sus propios cuerpos desnudos como único y central argumento.
Veinte minutos después, Mel salía casi de puntillas de la habitación de los gemelos tras depositar en los pies de la cama de Maxi a la gatita. Tras recorrer unos metros una mano la agarró y la metió en una de las habitaciones contiguas con tanta rapidez que apenas pudo reaccionar. Estaba a oscuras y solo entraba la luz de la luna, que se colaba por el espacio apenas existente entre dos cortinas no cerradas en su totalidad. Se oyó un clic a su espalda y se encontró con esta apoyada sobre la puerta con un cuerpo cerniéndose de modo peligroso sobre ella. Ni siquiera necesitó que dijese nada, ese olor a jabón y regusto a cítrico de la colonia y a su piel, ese calor, lo reconocería en cualquier parte. Notó el roce de su mano acariciándole la cintura en un camino destinado a rodearla y su aliento muy cerca de su mejilla descendiendo hasta que sus labios se posaron en el hueco detrás de su oreja y con unos suaves movimientos pareció acariciar esa sensible zona de su piel y con ella su cuerpo por entero teniendo que agarrar las solapas de su chaqueta a ciegas. Se oyó a sí misma emitir un suave gemido justo antes de que los labios de Max se apoderasen de su boca en una invasión tan íntima, tan sensual, que parecía estar haciéndole el amor solo con sus labios, con su lengua y con esa mano posada con maestría en su cuello manteniéndola asida a él y al resto del mundo.
Max sintió cada latido de su corazón, cada una de sus entrecortadas respiraciones desde el momento mismo en que la sujetó contra la puerta. Se obligó a retenerla allí porque de haberla llevado hasta un sillón o un sofá, o Dios no lo permitiese, una cama, la habría tomado allí mismo sin remedio. Pero al menos su honor y su conciencia le impedirían tomarla estando de pie siendo, como sería, su primera vez. Pero una cosa era no perder el poco juicio que aún era capaz de conservar y otra muy distinta tenerla así, tan cerca, tan suave, con ese aroma impregnando su alma sin ni siquiera probarla, saborearla, hacerla sentir suya, solo suya. Tenía una piel tan suave, tan sedosa, y ese hueco detrás de su pequeña oreja era una delicia. Cuando se agarró a las solapas de su chaqueta no pudo resistirlo más y la besó sin contención, sin reservas, sin dejar de demostrarle a ella y a sí mismo que no había vuelta atrás. La besó como nunca antes había besado a ninguna mujer, como nunca sería capaz de hacerlo con ninguna otra mujer, porque cuando la besaba el animal, la fiera indómita de su interior rugía pero, también, esa parte de él que hasta entonces había permanecido oculta, ignota… Ahora que la había descubierto, sabía con plena certeza que le pertenecía a ella, solo a ella. Quería decírselo, gritárselo, demostrárselo hasta hacerla perder el sentido. Pero en las semanas anteriores se había comportado de un modo tan execrable con ella, había cometido tantos errores que a ella le resultaría difícil creerle, y más aún confiar plenamente en él. Tenía que ir poco a poco, demostrándole a cada paso que ella era suya y que él era todo suyo y no solo ese cuerpo que se empeñaba en devorarla cada vez que la tenía, como en ese preciso instante, sino también su mente y su corazón, especialmente su corazón.
—Umm… sabes tan bien —susurraba retirando un poco los labios, dejándolos suavemente apoyados sobre los de ella, que se los acariciaba con su aliento, con su respiración entrecortada.
Apenas podía abrir los ojos, los notaba pesados, deliciosamente pesados, al igual que el resto del cuerpo, que parecía habérsele quedado en un estado de somnolencia y laxitud.
—Max —susurraba intentando controlar los bruscos latidos de su corazón y ese calor interno que le exigía aferrarse a él, frotarse con él y más, mucho más, aunque no supiese muy bien qué era—. ¿Qué estás haciendo?
Max se rio sobre sus labios y con una voz ronca y profunda contestó:
—Creía que estaba claro. Besarte. —Y de nuevo lo hizo—. Probar tu delicioso sabor. —Le dio un pequeño mordisco en el labio inferior—. Y devorarte.
De nuevo la besó en un beso largo, profundo, dejándola tan aturdida como antes. Cuando por fin se obligó a interrumpir el beso, manteniéndola entre sus brazos, aprovechó su estado de aturdimiento para seguir acariciándole todo el rostro lentamente con los labios, como si la quisiese marcar de todos los modos posibles.
Ella extendió las palmas en su pecho y lo empujó hacia atrás sin mucha fuerza, de hecho, sin ninguna, pero Max la obedeció y, simplemente, alzó la cabeza un poco y aflojó su abrazo.
—¿Qué estás haciendo, Max?
Aunque su voz sonó tan vacilante, tan débil como antes, esta vez Max entendió lo que le preguntaba, y aunque le gustaría decirle “te estoy haciendo el amor, porque eso eres pequeña, mi amor, mío…”, sabía que cometería un nuevo error a añadir a la lista de los anteriores si se lo decía tan pronto y tan apresuradamente.
—Mel —respiró hondo—, necesito que hagas algo por mí, por los dos. —Apoyó su frente en la de ella—. ¿Lo harás?
Mel suspiró:
—No, hasta que no me digas lo que es. Últimamente me confundes y, y…
Suspiró de nuevo mordiéndose el labio, algo en su interior le impidió seguir hablando.
Max cerró los ojos unos segundos, manteniendo la frente apoyada en la de ella, alzó una mano y le acarició con ternura la mejilla.
—Y te he hecho daño. —Suspiró—. Lo sé pequeña, lo sé y me está desgarrando por dentro. Necesito que me perdones, pero, sobre todo, necesito que olvides lo que pasó cuando los gemelos enfermaron, y las dos semanas posteriores porque, porque… —Suspiró—. Fui un necio, Mel, un estúpido patán. —Abrió los ojos y separó la frente de la de ella alzando al mismo tiempo la otra mano, atrapando su rostro con firmeza pero con mucha ternura—. Mel, ¿olvidarás esos días? por favor, por favor.
Unas cuantas lágrimas se escaparon de los ojos de Mel, que lo miraba como si dentro de su cabeza se viviese una dura batalla entre la razón, la lógica y sus sentimientos. Max lo sabía, y también que no debía presionarla, pero finalmente ella asintió.
—Lo intentaré —susurró.
Max le acarició con los pulgares las mejillas y acercó los labios a los suyos.
—Gracias —susurró mordiéndose la lengua para no decir “gracias, mi amor”. Le besó nuevamente con suavidad—. Mel —le acarició los labios con los suyos—, voy a dejarte salir, y cuando cierres los ojos esta noche, quiero que descanses, pues mañana tenemos una cita.
Su voz era en sí misma la más dulce caricia, la más hipnótica melodía. Amelia se sintió como los marineros de las leyendas de las sirenas que sucumben al canto de las criaturas marinas al verse privados de toda voluntad y razón. Era como si con esas meras palabras le estuviese marcando de modo que al cerrar los ojos fuese su voz, su rostro y su contacto los que impregnasen su sopor. Era Orfeo cantándole una nana seductora, sensual, atrayente.
La besó con intención solo de darle un nuevo y dulce beso de despedida, pero en pocos segundos fue cargándose y cargándose de fuerza, de sensualidad, de pasión y hubo unos gloriosos instantes en los que Max no supo si era él o ella la que devoraba los labios del otro, quizás fueran los dos, como si un anhelo ardiente se hubiere apoderado de ellos.
Max gimió con un sonido que salió del fondo de sus pulmones y tuvo que apoyarse en la puerta con ambas manos, no solo para interrumpir el beso, sino incluso para mantenerse en pie. Ambos jadeaban y tras mirarse unos segundos en esa semioscuridad, Mel apoyó la frente y parte de su peso en el pecho de Max. Parecía querer seguir su ruego anterior al pie de la letra, cerrar los ojos y dormir plácidamente. Max bajó uno de sus brazos, la rodeó por la cintura y la abrazó contra sí. Se estaba quedando dormida, realmente parecía haberse quedado tan relajada, tan exhausta, que era incapaz de sostenerse.
“¡Qué sensación tan abrumadora y extraña!”, pensó apoyando su mentón en el suave cabello de Amelia. Tenerla así adormecida en sus brazos apenas unos minutos después de ese beso, de esas caricias tan intensas, tan vívidas, tan excitantes, le producía una ternura y una sensación de fuerza, de poder, de ser capaz de matar dragones solo con ese sentimiento que nacía directamente en el corazón pero cuyas ramas se había apoderado de cada centímetro de su piel. Se agachó un poco pasando uno de los brazos tras sus rodillas y otro tras su espalda y la alzó apoyando su adormecida cabeza en su fuerte pecho.
—Mel, pasa tus brazos por mi cuello. Voy a llevarte a tu dormitorio, aunque no sea de lo más decoroso, dudo que puedas dar dos pasos tú sola.
—Umm —ronroneó rodeando con los brazos algo lánguidos su cuello y acomodando la cabeza en el hueco de su hombro.
Le besó en la frente.
—Si nos ve alguien, diré que estabas un poco mareada por el olor de las hierbas que le has dado a la gatita y que solo querías descansar.
Ella acomodó mejor su cabeza, pero no dijo nada más, dejando resbalar uno de sus brazos de modo que finalmente quedó su mano apoyada en su pecho. Max notó cómo esa mera caricia en un estado de casi inconsciencia le provocaba una fuerte oleada de deseo pero, sobre todo, la aceleración desbocada de su corazón. Apoyó el mentón en su cabeza y, manteniendo el equilibrio, consiguió abrir la puerta antes de enderezarse bien y dar los primeros pasos. Sonrió, sintiéndose como un estúpido enamorado al cruzar la puerta imaginándose que era el umbral de su casa y ella su novia recién desposada. Resopló y comenzó a andar con firmeza. Sí, le iba gustar mucho su vida de casado con Mel. Cada vez que se había imaginado a sí mismo casado, aun sin poner cara a la futura novia, algo fallaba pero ahora… ahora, con Mel, todo encajaba, todo estaba en su sitio.
Justo al llegar al fondo del corredor donde empezaba el ala ocupada por Amelia y su tía, y ahora, también, su nueva invitada, escuchó a su espalda a Cliff, acompañado de Julianna.
—Espero que tengas una buena explicación para esto, Max.
Se giró y, para su tranquilidad, Amelia no se movió, descansaba profundamente dormida entre sus brazos. Max sonrió:
—Ni siquiera pienso preguntarte lo que estás imaginando.
Cliff enarcó las cejas en claro desafío a su gesto, aunque claramente curioso.
—¿Y bien?
Max, que a veces se asombraba a sí mismo por sus enormes dotes interpretativas y su capacidad para permanecer impasible incluso cuando todo parecía acusarle de alguna falta, puso los ojos en blanco como si se tomara a broma la situación y señaló bajando la voz:
—Estaba algo indispuesta al salir del dormitorio de los gemelos. Dice que se ha mareado con el olor de las hierbas que le ha dado a la gata. No me pareció prudente dejarla caminar y la he cogido. Casi al instante se ha dormido. Ya que estás aquí —miró a Julianna, que había dado un paso en su dirección—, ¿podrías ayudarla a acostarse? La llevaré dentro y después os dejaré solas.
Julianna se acercó y miró a Amelia y después sonrió.
—Parece exhausta. Ven.— Lo precedió hasta la habitación de Amelia, seguidos por un sonriente Cliff.
Tras abrir la puerta se topó con la doncella de Amelia, que la esperaba como todas las noches. Max pensó entonces que si hubiese aparecido él solo con Amelia de aquella forma la doncella seguro habría actuado histéricamente. Julianna señaló a la doncella la cama y se volvió a Max.
—Déjala sentada en la cama si puedes, ya nos encargamos nosotras. —Obedeció y cuando dio un paso atrás, Julianna sujetó a Amelia, apoyándola contra su cuerpo y mirando sobre su hombro señaló—: Gracias, Max. —Miró de soslayo a Cliff—. Cariño, ¿vas tú a ver cómo están los gemelos?
Cliff asintió y le dio un golpe a Max en el hombro y señaló con la cabeza la puerta. Tras cruzarla Cliff se encaminó al ala donde estaba su familia, con las manos en los bolsillos, y Max lo siguió andando a su altura.
—No pienso preguntar, Max —afirmó sin mirarle—. Me has prometido ir poco a poco y confiaré en tu palabra y en que hayas aprendido la lección de estas últimas semanas… —Giró para tomar el corredor de sus habitaciones y Max se paró para seguir hacia la salida. Cliff, sin pararse y dándole ya la espalda, alzó una mano despreocupado—. Hasta mañana, amigo. No olvides traer la yegua para la señorita Markerson, imagino que nos acompañará en nuestro paseo.
—Buenas noches, Cliff. —Dio un paso pero de nuevo se paró—. ¿Cliff?
Cliff se paró y girando sobre sus talones lo miró.
—¿Umm?
Max frunció el ceño como si le costase hablar.
—Gracias.
Cliff se rio y volvió a encaminarse a su destino.
—Vas a ser un buen cuñado, Max. —Se rio de nuevo—. Uno al que torturaré tanto como tú al bueno de Jonas, pero serás un buen cuñado.
Max negó con la cabeza, pero sonreía. Un par de horas más tarde, con toda la casa en silencio, Cliff se recuperaba, aún jadeante, del apasionado encuentro con su mujer, que gimió en protesta en ese momento cuando se apartó para salir de su cuerpo y acomodarla entre sus brazos, liberándola no solo de su invasión sino, además, del peso de su felizmente agotado cuerpo.
—Cliff —acomodó su mejilla en el hueco de su hombro—, creo que voy a empezar a darle solo las cremas de frutas y verduras a Anna. Lleva ya casi diez días tomándolas por las tardes y parecen gustarse, además, es hora de dejar de darle el pecho.
Cliff frunció el ceño, Julianna le consultaba las cosas importantes relacionadas con sus hijos pero era una mujer muy capaz y segura de sí misma que no necesitaba informar a su marido ni marearle con asuntos domésticos. Siempre tenía la tranquilidad de que ella actuaba correctamente y confiaba plenamente. Jamás le daba preocupaciones innecesarias. Así que esa información, tan inusualmente trivial, debía encerrar alguna más importante.
Se limitó a hacer un murmullo de asentimiento, dejando así espacio para que ella se tomase el tiempo necesario para acabar diciéndole lo que estaba rondando su cabeza.
Ella le acariciaba el torso, dibujando círculos con la yema de uno de sus dedos, y notaba cómo movía la cabeza como si asintiese.
—Y quiero que me prometas que vas a comportarte racionalmente.
Cliff se rio suavemente.
—¿Por darle cremas a Anna? —Le besó la sien, divertido por los rodeos que estaba dando para decirle algo aunque aún no sabía que—. Te lo prometo, siempre que me dejéis dárselas alguna vez, seguro que come más si se lo da su padre. Me adora y me obedece, como debe ser.
—Umm. —Siguió acariciándole—. Y no montarás una escena cada mañana cuando quiera ir a montar a la escuela ¿prometido?
“¿Y por qué iba a montar una escena porque nos acompañes a…?”. Se incorporó, apoyándose en un codo y dejando a Julianna tumbada boca arriba. La miró con los ojos abiertos al rostro y fue bajando hasta su vientre plano. Puso su mano en él y sonrió y rio al mismo tiempo mientras de nuevo la miraba a los ojos.
—¿Estás segura? —preguntó entre risas y besos a su mujer.
—Sí… —la interrumpió con un beso—. Estoy… —Otro—. Muy segur… —Se apoderó por completo de su boca. Él se apartó de golpe, manteniendo su cara a poca distancia de la de ella.
—Pero, montarás con cuidado y cuando empieces a estar adorablemente abultada, te llevaré en calesa y…
Julianna le puso un dedo en los labios:
—Y tendré mucho cuidado y un niño dentro de casi ocho meses que se llamará como su padrino, y será marino como él.
Cliff se rio.
—El almirante estará encantado. Le leerá libros de batallas navales antes de que empiece a andar.
—Creo que le ha hecho mucha ilusión la noticia.
Cliff frunció el ceño.
—Deduzco que no soy el primero en enterarse de la noticia.
Julianna hizo una mueca con la boca y se ruborizó.
—Bueno… Se me escapó ayer tras la cena.
Cliff se rio.
—Te perdono, amor, te perdono. Pero la próxima vez quiero ser el primero en enterarme.
La besó mientras Julianna no pudo contenerse la risa.
—Déjame primero que tenga este antes de hablar del próximo. —Se reía y Cliff también.
—No pienso parar hasta que tenga mi propia tripulación de pequeños diablillos. Estás avisada.
Julianna rio y lo empujó para tumbarlo y poder volver a acomodarse en sus brazos.
—¿Cliff?
Él le acariciaba el brazo mientras contestaba distraídamente:
—Dime, amor.
—Si Max se da prisa a lo mejor Amelia puede tener otro conmigo, sería bonito. Me gusta pensar que Anna tendrá en los hijos de Ethan unos primos de su misma edad y este pequeño podría tener un compañero de juegos con un primito de Max y de Amelia.
Cliff se rio.
—Puede que tu deseo se cumpla. Max no tardará mucho en casarse con Amelia, de eso estoy muy, muy seguro. —Besó a Julianna y la apretó un poco más—. Amor, nos vamos a ver rodeados de pequeños, no temas.
Pero Julianna ya no escuchaba. se había dormido. Cliff sonrió y cerró los ojos.
Amelia se levantó descansada, relajada, de buen humor y esperanzada. ¿Esperanzada? Recordó los últimos instantes antes de quedarse dormida y abrió de golpe los ojos, se había dormido en brazos de Max, sí, eso lo recordaba. La había besado y ella a él y… sonrió, apartó las sábanas de un golpe y se puso de pie. Aún no había amanecido del todo. Miró la luz que entraba por la ventana y pensó que era un día precioso y uno repleto de actividades. Lo primero era asearse y vestirse, tiró del cordón y mientras llegaba su doncella repasó mentalmente las cosas importantes; ir de paseo temprano, umm… he de llevarle un traje de montar a Cloe mientras madame termina los que le encargamos…, después, Max. Max quería llevarla a algún sitio y más tarde se reuniría con las demás para terminar las compras que les quedaban para Cloe. Oh, y esa noche era el primer gran baile, el de la condesa Tulipán. Por un segundo se preguntó si Max bailaría con ella el vals. Sintió un cosquilleo en el estómago y un agradable calor más abajo que hizo que se sonrojara.
Media hora después estaban en la habitación de Cloe, ella, Julianna, su tía, la pequeña Mel y tres doncellas. Julianna y ella habían llevado al dormitorio de Cloe cuatro trajes de montar confeccionados por madame y que aún no habían estrenado y se los habían hecho probar todos para ver el que más le favorecía. Después de seleccionar uno de color verde musgo que resaltaba los reflejos cobrizos de la rubia cabellera de la joven, las tres doncellas se afanaban por ajustarlo a su figura mientras las demás damas y la pequeña Mel revoloteaban a su alrededor poniendo esto aquí, esto allá
—¿Milady? —Entró con cuidado la señorita Donna—. Milord quería saber si la pequeña Anna toma por la mañana la papilla de fruta.
Julianna se giró y la miró abriendo los ojos:
—¿Qué ha preguntado si tom…? —De repente empezó a reírse, se giró a las demás, que no comprendían ni la pregunta ni por qué era formulada por el vizconde—. Si me disculpáis, creo que quiero ver una cosa con mis propios ojos. Nos encontraremos en el desayuno. Cloe, estás preciosa, creo que deberíamos decirle a madame que te haga un traje de noche de esa tonalidad. —Y sin más, se marchó riéndose.
Entró en la habitación de la pequeña y vio a su marido, el fuerte y temible capitán De Worken, sentado en el sillón junto a la cuna blandiendo una cucharilla frente a los labios cada vez más abiertos del bebé. Se enterneció hasta el infinito y se rio dulcemente mientras se acercaba a él.
—No puedo creer que hablases en serio. —Se sentó en el brazo del sillón y su, hasta entonces, concentrado marido, la miró—. ¿Piensas dar la primera crema del día a Anna todas las mañanas?
Cliff se rio, llenó de nuevo la cucharilla y la puso delante de los labios de la pequeña, que automáticamente abrió los labios.
—Parece que le gusta y confieso que resulta entretenido verla mover los brazos para intentar asir la cuchara y llevársela a la boca ella sola. Como dijo Mel, nuestra pequeña es muy, muy lista. ¿Verdad, gatita? —Sonrió orgulloso.
—¿La de frutas? —Cliff asintió—. Le echo un poco de miel para endulzarla y leche para que quede suave. —Acarició la cabecita de la pequeña—. Es glotona —Miró el cuenco de la papilla casi vacío y miró a Cliff asombrada—. ¿Se ha comido todo eso?
Cliff sonrió orgulloso y asintió.
—La señorita Donna no parecía tener mucho éxito en conseguir que comiese pero en cuanto he empezado, ya ves, no para, abre la boca sin que se lo pida.
Julianna se rio. Tocó al tripita del bebé, que empezaba a parpadear como cuando le entraba sueño, y se la quitó de los brazos:
Está llena, Cliff, no tienes precio como niñera.
Cliff se empezó a poner de pie dejando en la bandeja la cucharilla y los paños con los que se había tapado la chaqueta. Besó la frente de la pequeña y después los labios de su mujer
—No, cariño, no tengo precio como padre.
Julianna le lanzó una provocativa mirada.
—Eso también.
Max apareció deslumbrante, vestido con unos bonitos pantalones de ante de color camel, una elegante y perfectamente encajada a sus hombros chaqueta azul muy oscura y unas botas elaboradas, sin lugar a dudas, por el mejor zapatero de Londres. Acababan de sentarse a desayunar, por lo que se unió a ellos tomando asiento con naturalidad junto a Amelia, que intentó concentrarse sin mucho éxito en su taza de café.
Los gemelos, sentados juntos en una misma silla con las cabezas unidas y mirando hacia su regazo, parecían divertidos.
—¿Cómo esta vuestra gatita? —les preguntó sonriendo.
Los dos levantaron las cabezas y sonrieron y miraron de refilón de nuevo a su regazo.
—Está muy bien, tío Max, ya come.
Amelia les miró entrecerrando los ojos:
–¿No la estaréis alimentando con vuestro desayuno? —Los dos la miraron y se sonrojaron pero no contestaron—. Ay, trastos. —Negó con la cabeza—. Andad, traédmela un momento.
Se miraron entre ellos y se acercaron finalmente. La tomó entre las manos y le acarició con cuidado en la tripa y los costados. Max la miraba embelesado, esas manos suaves, la delicadeza de sus gestos, la concentración de su mirada.
—Umm, será mejor que le demos leche y un poco de comida blanda un par de días. Después os daré unas gotas para que se las pongáis en cada comida y tenéis que aseguraros que no mordisquea las plantas rojas y negras de las macetas que están en el mirador del jardín. —Les cedió la gatita—. Ahora deberíais dejarla en su cama para que duerma mientras estáis fuera y cerrad la puerta del cuarto para que no se escape.
Los dos salieron, andando muy obedientes, sonriéndose entre ellos.
—No sé cómo se comportará la gatita en el barco. —Meditó Julianna.
—No te preocupes, Juls, para entonces ya será grande y lo único que hará será dormir en lugares cálidos los días de frío, y frescos en los que haga bochorno. Además, seguro que caza todo animal que se os cuele en las bodegas. —Contestó alegre Max
Amelia lo miró y él la sonrió en respuesta, pero fue el almirante el que contestó a la pregunta que claramente quería formular:
—Max es de los pocos —miró a Cliff de soslayo— que inteligentemente ha seguido un consejo que les di cuando se embarcaron la primera vez. Llevar siempre un gato a bordo para comerse cualquier roedor o polizón que se cuele en sus barcos y bodegas.
Cliff lo miró sonriendo:
—¿Todavía tienes ese gato gordo y malhumorado? ¿Cómo se llamaba?
—Lord Wellington. —Sonrió—. No. El pobre pasó a mejor vida. Ahora tengo a una gata malhumorada. Jonas —dijo orgulloso.
Casi se atraganta, pero enseguida Cliff empezó a reírse a carcajadas:
—No dudo que se sentirá inmensamente halagado de que le pongas ese nombre a tu malhumorada mascota y que sea hembra.
Entonces ambos se rieron. Julianna se inclinó un poco hacia Cloe.
—Jonas es el nombre de pila del marqués, el marido de su hermana. Le encanta torturarlo.
—Señorita Makerson —la miró sonriendo, pero sin ningún tono seductor de fondo, lo cual gustó en extremo a Amelia—, he traído una yegua zahína, es briosa pero fácil de manejar. Mi hermana lady Eugene la ha montado en muchas ocasiones por la escuela, por lo que el entorno no le será desconocido. He creído que para una primera salida sería lo mejor. En cuanto pueda calibrar sus dotes de amazona, seleccionaré una montura adecuada para usted de mis establos.
—Es muy amable, milord. —Se sonrojó—. Montar es una de mis aficiones favoritas, aunque he de confesar que quizás esté un poco desentrenada. Mis tíos no me permitían hacerlo desde que llegué a Londres.
—Pues esa será una de las primeras injusticias que podremos reparar —contestó alegre Cliff—. Nosotros —hizo un gesto con la mano que abarcaba a todos— lo hacemos a diario. Pero he de advertirle que se encuentra ante un grupo de inconformistas en cuanto a las normas del más estricto decoro sobre la adecuada manera de pasear sobre cuatro patas. Nos gusta la velocidad, hacer carreras y cabalgar, aunque no nos encontremos en el campo.
Cloe tenía un brillo de interés en la mirada.
—Y por eso —añadió Amelia— lo hacemos en la Escuela de Caballería y en sus terrenos adyacentes donde, si vamos temprano, podemos hacerlo sin causar un escándalo ni ser censurados.
Todos se rieron, y como Cloe no podía hacerse aún una exacta imagen de lo que le decían, se limitó a mirarlos. Julianna le tomó la mano.
—Dentro de un rato entenderás a lo que nos referimos.
En ese momento entraron los gemelos:
—Papi, la señorita Donna dice que hoy viene con nosotros a montar, ¿es verdad?
—Sí, nenita. —La sentó en su regazo—. Quiere enseñaros unos trucos de su país. Creo que es una maravillosa idea, sobre todo antes de que empecéis a saltar. —Como era la primera noticia que tenía el grupo, Cliff les informó—: Es originaria de una tierra en las que las mujeres son unas excelentes amazonas y saben manejar los caballos incluso sin sillas, riendas o estribos. Se requiere una gran destreza. Les vendrá bien para manejar los caballitos antes de aventurarlos a saltar, sobre todo a mi nenita. —Acarició la mejilla de su hija con la nariz después de sentarla en su regazo—. ¿Verdad, cariño?
La pequeña solo se rio por las cosquillas.
Llegaron al parque y dejaron a los gemelos con la señorita Donna y un mozo divertidos y entretenidos en la zona de entrenamiento.
—Niños, mamá y yo volveremos en media hora. Prestad atención a la señorita, porque cuando volvamos practicaremos todo lo que hayáis aprendido, y sed buenos —les dijo Cliff antes de tomar camino de las pistas donde se encontraron con Ethan y Adele esperándolos.
—Buenos días —saludó el primero con cortesía y con un gesto de cabeza llevándose la mano al sombrero.
—Buenos días —añadió en un tono más jovial y cercano Adele. Miró a Cloe—. Querida, estás muy bonita con ese traje.
—Muchas gracias. He de confesar que es la primera vez que llevo un traje de montar tan bien armado y, sin embargo, tan ligero.
En apenas dos días parecía empezar a salir de ese estado de miedo y retraimiento al que la habían sometido durante los últimos meses y las damas, especialmente, lo notaban con agrado. Un par de semanas más y tendría el aplomo suficiente para dejar atrás la experiencia con sus tíos e incluso para enfrentarse a su tía y sus primas en los salones. Adele se rio suavemente.
—Es la mano de madame Coquette. Yo la he declarado una artista.
Cliff se puso a la altura de todos y divertido sugirió animado:
—Dentro de media hora nos esperan mis pequeños así que, ¿qué tal una buena cabalgada?
—Una carrera. —Se animó entusiasmada Amelia.
—Hasta los páramos. —Añadió Julianna.
—¿Y el castigo para el perdedor? —preguntó Adele—. Si es un caballero deberá sacar a bailar a una de las grandes dames esta noche en el baile de la condesa Tulipán.
Los tres caballeros se miraron horrorizados.
—Bajo ningún concepto.
—Ni hablar.
—Prefiero que me pasen por la quilla.
Todos se quejaron, poniendo cara de espanto.
—Pues entonces… ¡oh, sí, ya sé! Llevadnos a la subasta de Tattersall y a un almuerzo en el campo después —propuso Amelia—. Por favor, llevamos años suplicándoos que nos llevéis.
—Oh, sí, qué gran idea —intervino Julianna.
—Sí, sí. Sería maravilloso —convino Adele sonriendo expectante.
Los tres se miraron de nuevo y pusieron cara de falsa resignación, ocultando que ya habían decidido llevarlas allí hacia días.
—Muy bien, y si pierde una de las damas, nos llevaréis vosotras —aceptó Cliff divertido mientras los otros dos se reían.
Adele entrecerró los ojos y mirando a las damas señaló:
—Soy la única que cree que nos acaban de manipular.
Todas menos Cloe miraban a su respectivo Némesis, y negaron con la cabeza.
Amelia susurró a Cloe:
—Las trampas están permitidas.
—Entonces, vamos. Los animó Cliff con determinación. Miró a todos, que parecían enderezarse en sus sillas y tomar con más fuerza las riendas—. ¿Preparados? A la de tres. Uno… dos… ¡Tramposas! —gritó cuando todas las damas salieron sin dudarlo antes de tiempo, sus risas ahogaron el tres y poco les importó.
Galoparon como si fueran adolescentes en medio del campo mirándose unos a otros, adelantándose, cerrándose el paso, diciéndose cosas unos a otros entre risas y bromas. Al llegar ya no importaba quién ganase o quién perdiese, todos estaban riéndose, jadeantes, comentando cada adelanto, cada curva, cada salto.
Después de tomar el camino de vuelta a buen ritmo y sin parar de reír, Ethan y Adele se despidieron, conviniendo pasar por Brindfet House antes del baile de madame Tulipán. Cloe y Julianna se quedaron al borde de las pistas viendo como Cliff se dedicaba por entero a los gemelos. Max se acercó a Amelia
—¿No habrás olvidado que tenemos una cita?
Amelia lo miró.
—No, por supuesto que no.
—Bien. —Sonrió seductor—. Podríamos adelantarnos a los demás y así dejarte después en manos de tu tía, como te prometí, antes de almorzar.
Amelia lo miró después de mirar lo entretenido que parecían los demás con los gemelos.
—Está bien. Voy a comentárselo a Julianna mientras avisas a Polly de que regresamos juntos para que venga con nosotros.
Una hora después, tras regresar a casa y cambiarse de ropa, estaba montada en el carruaje ducal adentrándose por las calles de Londres.
—Supongo que ya puedes decirme adónde vamos —señaló mirándolo fijamente llena de curiosidad.
—Supones mal —respondió sonriéndola con petulante arrogancia ante la cara de ansiedad de ella.
—¿No vas a decirme adónde me llevas, sin nadie que me acompañe, sin una dama de compañía y sin posibilidad de evaluar si estoy en peligro? —preguntó con un tono suave de asombro que no de alarma
Max se rio.
—Ese tipo de preocupaciones no parecen propias de una dama que se adentra en los barrios pobres de Londres varias veces por semana, que cabalga en numerosas ocasiones sin mozo por las tierras del conde y que cura por igual niños y animalitos enfermos. —E iba añadir que besa en habitaciones oscuras a un experimentado caballero dejándole aturdido, al borde del abismo y del placer más inusitado con un solo beso, pero era darle demasiadas armas a una joven inteligente y resuelta como ella.
Amelia se rio y comprendió que aunque para ella Max era el único hombre capaz de hacerle cometer una locura, también era cierto que era, de todos, el que evitaría a cualquier precio perjudicarla en algún modo. Además, como acababa de señalar, ella, prácticamente a diario, cometía imprudencias mayores. Volvió a mirar por la ventana y empezó a reconocer la zona.
—¿Vamos al orfanato? —preguntó con los ojos abiertos.
El asintió sonriendo.
—Debería haberte vendado los ojos. No hay forma de sorprender a una dama inteligente. —Negó con la cabeza, sonriendo.
—Pero. —Resopló, comprendiendo que Max quería realmente sorprenderla así que era mejor no preguntarle—. Está bien. No preguntaré nada. —De repente cayó en la cuenta de cómo iba vestida y frunció el ceño mientras inspeccionaba su propio atuendo—. Max… no sé cómo decir esto pero.
Max, que acababa de verla revisar su ropa incómoda, comprendió:
—Lo tengo todo previsto, tranquila. He traído una capa vieja de Eugene que te tapará entera, no se verá más que una pequeña franja del borde del vestido. No podía decirte que te vistieses de modo sencillo porque habrías adivinado adónde te llevaba, además, después he de dejarte en manos de tu tía en Bond Street. “Salvo que pueda evitarlo…”.
Amelia negó con la cabeza:
—Julianna dice que se nota que Cliff es marino por la forma en que organiza todo, como un estratega preparando una batalla. —Se rio—. Creo que después de tantos años actuando de ese modo no lo podéis evitar, forma parte de vosotros.
Max soltó una carcajada.
—Nunca lo había pensado, pero puede que tenga razón.
Justo en ese momento se paró el coche y salieron. Max la cubrió con la capa y ella la cerró, estaban cerca del orfanato pero habían tomado un camino distinto al que ella solía utilizar, no obstante, era fácil reconocer todas las callejuelas y recodos. Cuando llegaron se encontró con que en la puerta había tres grandes carromatos, entraron y había ruido de golpes de martillos, metales y gente moviéndose por el patio. Enseguida les abordó la señora Cornish.
—Querida niña. —Le agarró de las manos—. ¡Qué idea tan inteligente!
Amelia miró a Max, que le sonrió y se encogió de hombros. Ella caminó hacia el patio, flanqueada por la señora Cornish y por Max, y al llegar vio a por los menos veinte marineros encaramados a cordajes que descendían desde el tejado donde otros marineros colocaban unos hierros con forma de gancho por todos los lados de las paredes mientras los que colgaban iban subiendo unas enormes telas. De las ventanas que daban al patio salían las cabezas curiosas y entusiasmadas de los niños y los maestros, que observaban cautivados la actividad. Miró a Max con los ojos muy brillantes y sorprendidos
—¿Las velas? —Max asintió—. Pero… —Lo empujó con suavidad hacía una de las esquinas del patio para hablar con tranquilidad, sin darse cuenta de que estaban fuera de la vista del ajetreo del patio—. ¿Cuándo has organizado todo esto…?
Max sonrió y volvió a encogerse de hombros:
—Soy un hombre muy capaz, pequeña. —Le acarició con ternura la mejilla—. Cuando me empeño en algo, lo consigo.
El brillo de esos ojos grises le provocó un escalofrío a Amelia, comprendiendo que Max no solo se refería a lo que les rodeaba, sino a algo más importante, y sin evitarlo sonrió, esperando que Max no se diese cuenta de la razón de su sonrisa.
Con un nudo en la garganta solo le dio las gracias, quedándose unos instantes atrapados uno en los ojos del otro. Max se inclinó al tiempo que con la mano posada tras la nuca de Amelia se la acercó y la besó con suavidad, con tranquilidad. No era un beso fruto de una pasión desesperada, sino uno cargado de mucho más, de un deseo, de una complicidad, de una comprensión mutua de que estaban unidos por unos hilos invisibles que les impedían separarse. Amelia tuvo que apoyarse en su pecho para mantener el equilibrio, notando el calor que desprendía su cuerpo debajo de la fina y elegante camisa y del suave chaleco de seda damasquina bajo su chaqueta. Amelia gimió tan suave, tan imperceptiblemente, que Max se encendió como una antorcha por la sensación, obligándose a interrumpir el beso, a recordar dónde se hallaban y a comportarse adecuadamente. Alzó poco a poco la cabeza, acariciándole la mejilla con el pulgar mientras ella volvía a abrir los ojos.
—Ven. Te explicaré cómo funcionan los cordajes y te presentaré a dos personas que debes conocer.
Amelia se enderezó lentamente y asintió. Max tomó su mano y se la colocó en el brazo para volver al centro del patio, donde se hallaba la señora Cornish con dos hombres, uno muy mayor con unas largas barbas y otro más joven, aunque ella calculaba que tendría algo más de cuarenta años. Al llegar a su lado los dos hombres dejaron de hablar y saludaron con un golpe de cabeza.
—Capitán.
—Señores. Amelia, permite que te presente a John Burlet y a Timothy Salem. Señores, la señorita Amelia Mcbeth.
Los dos hicieron una inclinación bastante aceptable, pensó Amelia.
—Señor Burlet, señor Salem, es un placer.
—Señorita.
—Ambos son marinos experimentados y si la señora Cornish y tú tenéis a bien acogerlos como parte del personal de vuestra institución, podrán encargarse de las labores de mantenimiento del edificio, desde instalar y desinstalar las nuevas cubiertas cuando cambien las temperaturas —señaló a las carpas—, a labores de reparaciones de todo tipo. John es un excelente carpintero y un hombre muy ingenioso a la hora de arreglar cosas. Tim es un veterano en todos los sentidos, ha batallado desde que apenas levantaba un palmo del suelo y se encargó hasta hace poco de las labores de cordajes, reparación de velas y también de aprovisionamiento de ropa y enseres en mi barco.
Amelia los miró.
—Señorita —intervino la señora Cornish—, hemos estado hablando estos hombres y yo y creo que nos vendría muy bien su ayuda para muchas de las cosas que día a día se necesitan aquí. Están dispuestos a instalarse en la pensión del final de la calle, y puesto que cuentan con la confianza y la recomendación del capitán, creo que podemos esperar lo mejor de ellos.
Los dos hombres sonrieron ante las palabras de la señora.
Amelia lo meditó unos minutos y finalmente dijo:
—Creo, señores, que, sin duda, serán una incorporación excelente para nuestra institución pero, puesto que nuestro personal permanente cuenta con comida y un techo como parte de su trabajo, no podemos permitir que ustedes sean menos que ellos. Veamos, la señora Cornish se encargará de acordar con los dos un salario justo y hablará con el dueño de la pensión que está en esta calle para hacerle saber que los gastos de sus habitaciones y de la comida de ambos, mientras permanezcan con nosotros, sean abonados por el orfanato. Por supuesto, pueden realizar las comidas en nuestros comedores si gustan, pero si prefieren hacerlo lejos del jaleo de los niños pueden elegir con libertad.
Los ojos de los dos marineros se abrieron como platos, pues era obvio que ambos formaban parte de ese grupo de antiguos marineros que, por enfermedad o edad, ya no podían trabajar embarcados y, por lo tanto, carecían de medio de vida y de la posibilidad de costearse comida y techo caliente.
—Eso es más de lo que esperábamos, señorita —dijo el anciano, que miró de soslayo a Max—. Le prometemos cumplir con nuestras obligaciones fielmente.
Amelia sonrió.
—Estoy segura que lo harán. Y ahora, ¿serían tan amables de explicarme cómo funcionan todos esos artilugios que nos rodean?
El más joven empezó a explicarle el sistema de poleas y cuerdas para poner y quitar los toldos así como la forma de repararlos cuando fuese necesario sin necesidad de sustituirlo todo.
Max la observaba con los marineros, en apenas veinte minutos y enlazando inteligentes preguntas y comentarios consiguió que los dos no solo le explicasen cómo funcionaba todo aquello sino, además, que les contase lo necesario para asegurarse de que eran personas honradas, de fiar y capaces de tratar con niños y muchas más cosas de las que él sabía de ellos, a pesar de haber navegado con ambos durante años siendo su capitán. Y lo hizo sin que ninguno se diese ni cuenta. Max no podía dejar de sonreír, de admirarla en sus movimientos seguros y femeninos pero sin perder un ápice de autoridad ante unos hombres que eran mucho mayores que ella y acostumbrados a recibir órdenes de un hombre, no de una mujer, hombres que le doblaban como poco en tamaño y que tratándose de otra dama provocarían un pavor tremendo por su aspecto hosco y curtido en el mar. Sin embargo, ella los doblegó en unos minutos y ahora parecían inofensivos cachorrillos en sus manos.
Cuando los dos subieron con la señora a la zona de administración Amelia se giró y señalando a los marineros que les rodeaban, los que colgaban de las paredes y del techo preguntó:
—Son tu tripulación ¿verdad?
Max asintió. En unos minutos se vieron rodeados por niños de entre nueve y doce años excitadísimos por la actividad.
—Señorita Amelia —habló uno de los mayores—. Uno de los marineros nos ha dicho que nos deja jugar a enrollarnos en las velas si nos da permiso una de las profesoras, ¿podemos?
Amelia miró a Max que, se rio.
—Enrollarán a los niños con las velas en el suelo y cuando las suban un poco se desenrollarán y los niños que van dentro rodarán y caerán sobre la base de las telas. No es peligroso, tranquila. Los marineros saben lo que hacen, los niños se divertirán y ellos estarán entretenidos mientras realizan una labor, en otro caso, rutinaria. Déjales.
Amelia sonrió.
—Ya habéis oído al capitán. Pero obedeced a esos hombres y si os dicen que hagáis algo lo hacéis sin rechistar, ¿entendido?
Ni esperaron a contestar, salieron despavoridos a un pequeño grupo de marineros que empezaron a darles instrucciones y ordenes como si fueran grumetes. Amelia iba a preguntar, pero Max se adelantó:
—No es peligroso, palabra. Aseguró riéndose.
Amelia se volvió al ver a una de las cocineras que miraba a los marineros entusiasmada aunque por su expresión era evidente que su entusiasmo era de un tipo distinto al de los niños.
—Buenos días, Dorna.
La señora se giró y al ver a Amelia recompuso su expresión:
—Buenos días, señorita. Esto no se ve todos los días. —Hizo un gesto con la cabeza.
Amelia se rio suavemente:
—No, no, no todos los días. —Miró a Max y se ruborizó, y este tuvo que contener una carcajada ante el comentario nada sutil ni ligero de la mujer—. Dorna, por favor, vaya a la taberna del señor Flottern y encargue un buen almuerzo y algunos barriles de cerveza para estos hombres, de la negra y de la rubia, de las dos. Que traiga varias carnes, ese guiso tan sabroso que hace de ternera y el de conejo, quesos, fruta y algunos de los púdines dulces que elabora su esposa. Dígale que lo traiga al orfanato antes de que acaben estos hombres. Vaya también a la panadería que tanto le gusta a la señora Cornish, y que traigan hogazas de pan, pasteles de carne y riñones y algunos bizcochos de melaza. Imagino que los niños estarán por aquí mientras tanto así que, encargue también galletas y algunos dulces de leche para tenerlos entretenidos. Después, hagan limonadas para los niños y café para los hombres. Oh, que no se me olvide, dígales al señor Flottern y a la panadera que mañana me encargo yo personalmente de abonarles las facturas. Por favor, que no las pasen al orfanato.
—Sí, señorita. Enseguida.
Contestó más feliz que unas pascuas la señora y salió corriendo igual que los niños, agarrándose los bajos de las faldas.
Se giró hacia Max y dijo:
—Sería inútil decirle que no corra ¿no es cierto?
Max se rio a carcajadas.
—No hace falta que alimentes a mis hombres, Mel.
Ella entrecerró los ojos:
—Max, es lo menos que puedo hacer, sobre todo porque veo que luchan más con los niños que con su trabajo.
—Por tus comentarios, veo que conoces las tabernas de la zona —señalaba enarcando las cejas con un gesto que no revelaba agrado precisamente.
Amelia se rio ante el deje nada sutil de enfado en su expresión.
—Conozco solo esa y otra del final de la calle, pero solo porque conseguimos trabajo para unos muchachos y un par de chicas. No son sitios en los que mi tía me dejase entrar, pero tampoco son, como esos que llama Polly, antros. Además, en Navidad y en año nuevo les encargamos la comida de las fiestas y he de confesar que tienen guisos sabrosos. Son honrados. Dan productos de una calidad muy aceptable.
Max la miró y después insistió:
—Espero que saboreases esos platos dentro de estas paredes y no en las tabernas, por muy decentes que resulten. Una taberna es una taberna, Mel —dijo serio y con cierto regusto a enfado.
—Puedo prometer que no he estado nunca sentada en ninguna mesa de ninguna taberna. —Se rio divertida ante el gesto de Max—. Quizás sea una experiencia que una dama aventurera como yo debiera probar en alguna ocasión —añadió enarcando una ceja y sonriendo maliciosa.
—Mel, no lo digas ni en broma. No vas a entrar en ninguna taberna, ¿me has oído? —decía él poniendo un dedo delante de su cara.
Amelia se rio y negó con la cabeza:
—Eres más fácil de enredar que Cliff. —Se rio y le sujetó el dedo con el que le amenazaba un momento—. Te lo prometo Max, nada de tabernas en mi agenda.
Escucharon risas y se giraron para ver a un marinero riéndose con dos críos encaramados a su espalda. Los dos se rieron.
—Te dije que están disfrutando tanto como ellos. Esto es más entretenido y menos duro que los trabajos de reparación y mantenimiento del barco. —Max de nuevo asió la mano de Amelia y se la llevó a su brazo—. ¿Tienes que despedirte de la señora Cornish o crees que podríamos salir discretamente?
Amelia miró a su alrededor:
—Creo que con el jaleo que hay, no notarían que estamos, y menos aún que nos hemos ido.
—Entonces, regresemos. Te llevaré con tu tía.
Amelia asintió. Diez minutos después estaban en el coche. Miró a Max de hito en hito mientras se quitaba la capa que la cubría hasta entonces y, para asombro de Max, se levantó de donde estaba y se sentó a su lado. Apoyó la cabeza en su hombro y deslizó una de sus manos hasta atrapar la de Max y la cerró en un gesto confiado, dulce y que a Max le provocó una extraña sensación de hallarse en casa. Mantuvo la cabeza apoyada en su hombro sin moverse unos minutos.
—Gracias, Max. Creo que me gustan este tipo de sorpresas.
Solo Amelia era capaz de dar las gracias y de conmoverle al tiempo que le sorprendía con la forma en que funcionaba su mente. Max se rio y entrelazó sus dedos con los de ella en la mano que le había cogido, llevándosela después a los labios pero sin soltarla.
—Un placer, pequeña, un placer.
Se dejó disfrutar unos minutos de esa sensación, de esa tranquilidad al saberla tan cerca de él, confiada de nuevo, relajada en su presencia y al mismo tiempo tan nerviosa con su tacto, su calor, cuando la miraba.
–¿Amelia?
—¿Umm?
Ella no se movió.
—¿Es necesario que vayas a comprar con tu tía? —Amelia levantó la cabeza y lo miró–. Podríamos ir a pasear por las orillas del Serpentine y después regresar para el almuerzo.
Amelia lo miró debatiéndose para decidir.
—Es que… —Su voz era suave pero algo temblorosa—. Bueno, necesario, no, pero estamos ayudando a Cloe a terminar con…
Max le puso un dedo debajo de la barbilla y la instó a acercar su cara, quedando a escasos centímetros uno de otro manteniendo el dedo bajo su barbilla, y moviéndolo lentamente acarició esa suave zona, aturdiéndola y excitándola. No era muy justo emplear esos trucos pero, además de disfrutar de su contacto, quería pasar todo el tiempo posible con ella y ahora estaba tan… La besó y, con un movimiento, sin interrumpir el beso y si encontrar resistencia en Amelia, la aupó con suavidad y la depositó sobre su regazo, de modo que quedaba acunada entre sus brazos y permitiéndole profundizar un beso que estaba a punto de convertirse en algo más serio si no tenía cuidado. Amelia alzó los brazos rodeándole el cuello y entrelazando en una sensual caricia sus delgados dedos en las hebras del pelo de Max. Max emitió un sonido gutural y se inclinó, de modo que Amelia quedó casi tumbada entre sus brazos. Comenzó entonces a descender con los labios a su mandíbula, donde la lamió y le dio un pequeño mordisco llevando a Amelia al límite de sus fuerzas sintiendo cómo algo dentro de ella clamaba por más, mucho más, y sintiendo un calor y una humedad entre las piernas que amenazaba con hacerla arder. Llegó a su cuello, donde de nuevo emitió un sonido mezcla de gemido mezcla ronquido. Tomó un pecho con la mano y después introdujo un dedo entre las telas del escote, haciéndolo descender liberando el tierno, prieto y blanco pecho que pronto tomó en su boca. Descendió aún más y apresó el pezón, comenzando a torturarlo, lamerlo, succionarlo y mordisquearlo hasta que Amelia gimió de placer y arqueó un poco la espalda. Sin separar sus labios de su piel pero torturando de nuevo su seno con la mano, Max susurró con una voz cargada y ronca:
—Mel, pasa conmigo el resto de la mañana.
Amelia cerró una mano en su pelo al sentir de nuevo cómo se elevaba del suelo con lo que le hacía con esos labios, con esos dedos.
—Max —jadeó.
Max mantuvo apretado su pecho en su mano, pero la incorporó un poco para que sus rostros quedasen enfrentados. La besó.
—Di que sí. Cloe tiene a muchas damas ayudándola, no has de preocuparte por eso.
De nuevo la besó y le mordisqueó el labio inferior, aturdiéndola más y más.
La respiración de Amelia era entrecortada, sus ojos casi cerrados estaban cubiertos de un velo de deseo de pasión que conseguía hacerlos brillar de un modo extraordinario
—No… —carraspeó y se pasó la lengua por los labios—. No es justo. No puedo pensar cuando me besas, ni cuando…
Aunque ya estaba ruborizada Max notó cómo se encendía aún más y se rio suavemente mientras volvía a besarla al tiempo que con mano experta le colocaba bien el vestido. Interrumpió el beso y alzó un poco la cabeza, pero la mantuvo en esa postura.
—Está bien, está bien, seré bueno. Solo un paseo por la orilla, lo prometo.
Mel suspiró y lo miró antes de asentir.
—Pero tendremos que avisarles.
Max la besó ligeramente.
—Cuando nos deje el coche lo enviaré con una nota informándolas de que la actividad del orfanato nos va a retener un poco más de lo que pensamos, y después regresará para llevarnos a casa a almorzar.
—Umm, bueno, supongo que está bien. Aunque no me gusta mentir a mi tía ni a Juls.
Max le acarició la mejilla y besó la otra lentamente para de inmediato acariciársela con los labios.
—Más adelante, si lo crees necesario, confesaremos nuestra pequeña falta —convino en un tono seductor que Amelia sabía debía haber utilizado durante años sabedor de que era casi irresistible.
—Está bien. —Sonrió—. Pero espero que recuerdes en el futuro este momento, porque será en el que diga que me desvié del camino correcto y que tú eres el instigador de ese desvío.
Max se rio y disfrutó de saber que difícilmente olvidaría ese momento durante el resto de su vida. Dio un golpe al techo y dijo en voz alta:
—A Hyde Park, por el acceso sur.
Amelia, lejos de volver a colocarse como debería en el asiento, se acomodó en brazos de Max y apoyó la cabeza en el hueco de su hombro. Max se arrellanó en el respaldo para tener mejor postura y tomó la mano que ella había apoyado en su torso y la acarició el resto del camino, disfrutando de ese calor, de esa piel y, calladamente, incluso de la dolorosa erección que esperaba bajase un poco antes de llegar, aunque lo dudaba, teniendo su tierno y redondeado trasero sobre sus muslos y su aroma impregnando sus fosas nasales y su cerebro.
Pasaron el resto de la mañana paseando tranquilos, riéndose con anécdotas de ambos del último año, pero hubo un momento en el que Amelia se quedó algo más callada mirando el río mientras caminaban
—¿Mel? —Max la miró unos segundos—. ¿Qué pasa?
Ella se detuvo y él se quedó a su lado observándola unos segundos.
—Has estado un año fuera. Sé que estabas cumpliendo con tu deber y que te debías a ti mismo y a tus hombres cumplir la misión que te encargaron pero… —Se mordió el labio.
—¿Pero? —la instó.
Ella alzó la vista para mirarlo:
—No viniste, ni una sola vez, no… —Se le fue apagando la voz—. No… estuviste cuando me presentaron… Ni bailaste conmigo… Ni… —Bajó la vista avergonzada.
—Lo sé, lo sé, y te debo una disculpa.
Ella negó con la cabeza:
—No, no, no es cierto. Lo que estabas haciendo era más importante —contestó firmemente antes de que de nuevo bajase su voz—. Podrías haberme escrito para desearme suerte o para… no sé… —Se giró hacia el río.
Max se puso a su lado y le tomó la mano entrelazando sus dedos.
—Lo sé, Mel, lo siento. Debería haberos escrito a todos, especialmente a ti, era un momento importante para ti.
Amelia lo interrumpió:
—No importa, Max. Es solo que me he acordado que esta noche empieza la temporada y… —Suspiró—. ¿Max? —Con voz firme retornó a la normalidad—.Tienes que ayudarme en una cosa —dijo como una orden más que como una petición.
Max se rio y negó con la cabeza.
—Mel, sigues siendo una tirana.
Ella sonrió:
—En fin, todos tenemos virtudes ¿no es cierto?
Max soltó una carcajada.
—Solo tú podrías pensar en la tiranía como una virtud. A ver ¿para qué requieres mi ayuda?
—Quiero emparejar a Cloe con William , y antes de que digas nada, has de saber que están hechos el uno para el otro.
Max alzó una ceja y dijo provocativo:
—¿Pero yo creía que el interés del marqués ya había encontrado destinataria?
Amelia hizo un gesto despreocupado con la mano.
—Olvida eso. Nos queremos mucho y supongo que si nos lo propusiésemos podríamos acabar, en fin… —De nuevo hizo un gesto—. No importa. Lo importante es que sé que son perfectos.
Por un segundo Max pensó en la verdad de las palabras de Cliff unas semanas atrás. Si no hubiera abierto los ojos, podría haber perdido a Amelia por pura cabezonería, por terquedad. Solo de pensarlo se le hizo un hueco sordo en el corazón pero que rápidamente quedó atrás ante el brillo de entusiasmo de su rostro y esa necesidad suya de arreglar lo que anduviese mal a su alrededor. Sonrió
—¿Y mi ayuda?
—Bueno, ir dándole empujoncitos a William sin notarlo. Una palabra de halago a Cloe aquí, un comentario allí. En fin, esas cosas que supongo hacéis los caballeros cuando intercambiáis opiniones sobre las damas.
Max se rio.
—Mel, esas cosas no las hace un verdadero caballero. —Ella alzó las cejas—. Me refiero a intercambiar impresiones sobre las damas, eso es una descortesía hacía ellas.
—Vamos, Max, no me puedo ni imaginar que no hables de las damas con Cliff o con Ethan.
—Eso es distinto. Ellos son mis mejores amigos y jamás hablaríamos de esos temas en presencia de ningún otro caballero.
—Oh, perfecto entonces —dijo sonriéndole complacida—. A partir de ahora, considera a William uno de tu mejores amigos. —Él iba a decir algo pero ella se adelantó poniendo esa mirada de tenacidad que Max conocía sobradamente—. Por favor, piensa en lo felices que les harás, y a mí.
Decididamente estaba perdidamente enamorado, porque por la felicidad de Amelia iba a hacer de casamentero. Puso los ojos en blanco y señaló:
—Considérame reclutado para tu particular cruzada, pero —la miró fijamente—reclamo el derecho de exigir una recompensa.
Amelia lo meditó un segundo, pero el brillo azulado que cada vez se marcaba más en sus ojos la hizo desear que la recompensa fuera ella, de modo que sin pensarlo más aceptó.
—Una recompensa, de acuerdo. Todo sea por la victoria del amor.
Max sonrió, pensando que por ahí iba precisamente su recompensa.