Capítulo 8

 

Media hora más tarde entraban en la mansión y ambos se quedaron parados al escuchar la música del piano desde la sala de música. Se miraron y Amelia preguntó a Furnish:

—¿Ha regresado Eugene?

El mayordomo negó con la cabeza.

—Es la señorita Cloe. Lady Anna no dejaba de llorar porque le está saliendo su primer diente, y la música parece calmarla un poco.

Amelia terminó de darle los guantes y el sombrero y se encaminó a la sala de música, impresionada por la bonita melodía y lo magníficamente interpretada que la sentía. Entró con Max con cuidado en la sala, quedándose casi en la puerta, y vio a Cloe sentada en el piano con Julianna sentada en la banqueta a su lado con Anna en los brazos. Se quedaron un momento quietos en silencio hasta que Max posó su mano en su hombro y con un gesto de cabeza la hizo mirar hacia la otra puerta. William estaba bajo el umbral, quieto ,mirando fijamente a Cloe con la expresión absolutamente embelesada.

—Creo —le susurró Max al oído— que a nuestro querido marqués no habrá que empujarlo demasiado.

Amelia miró a Max, después al marqués, y sonrió, se giró y empujando suavemente a Max fuera de la sala, señaló sonriendo.

—Asegúrate de que se queda a almorzar y si te pregunta por Cloe… Bueno, recuerda, uno de tus mejores amigos.

Se giró para marcharse, pero él la sujetó.

—¿Puedo saber adónde vas con tanta prisa?

—A por una remedio para aliviar las encías de Anna. Ahora vuelvo. —Dio un paso y se giró para mirarlo de nuevo, se puso de puntillas y le dio un ligero beso en la mejilla—. Sé bueno.

Max la observó irse e instantes después apareció a su lado Cliff.

—Ya habéis regresado. Bien. Quería pedirle algo a Amelia para las encías de Anna…

Max le interrumpió.

—Acaba de ir a buscar algo para la pequeña. —Miró a la puerta, donde permanecía el marqués—. Creo que, después de todo, Amelia ha acertado con el marqués y la señorita Markerson. —Alzó la ceja. Cliff iba a protestar—. Lo sé, lo sé. El riesgo existió pero solo fue pasajero y ya he recapacitado, dejemos que el pobre marqués pueda centrarse en alguien apropiado para él, porque Amelia no lo es —añadió sonriendo pero con firmeza.

Cliff sonrió.

—Al menos sirvió para ponerte las cosas claras, ¿no es cierto? —Se rio suave—. Vamos a invitar al hechizado marqués a una copa antes del almuerzo.

Dio un golpe en el hombro a Max y minutos más tarde desaparecían los tres junto al almirante en una de las salas que daban al jardín.

En la habitación de Cloe se reunieron todas las damas de la familia, la pequeña Mel incluida, mientras las doncellas sacaban de las cajas los nuevos vestidos y complementos que madame Coquette había enviado como primera remesa de los encargados para Cloe. La pequeña Anna se había dormido después de darle una pequeña infusión, por lo que se hallaba tranquila en su cuna al cuidado de la niñera.

De repente, entraron Eugene y Adele como dos vendavales.

—Mirad quién ha vuelto —anunciaba cantando Adele.

—¡Eugene!

Todas la Mcbeth de inmediato la abrazaron. Después de varios intercambios, saludos y bromas se sentaron en los sillones, en la banqueta y en el borde de la cama, centrando su atención en Cloe, que estaba un poco azorada.

Eugene se acercó a Cloe y le pasó el brazo por los hombros.

—No te apures, te acabarás acostumbrando, es una tradición entre nosotras. Nos tenemos que vestir en aquelarre. —Se reía bromista.

—¡Eugene! —protestaron las demás riéndose—. La vas a asustar.

Eugene puso los ojos en blanco:

—Bueno, Cloe, puedo llamarte Cloe, ¿verdad? —No esperó a que la respondiese—. Creo que nos lo vamos a pasar estupendamente. Vamos a hacer que tu tía y tus primas se muerdan las uñas de envidia. —Cloe se sonrojó—. Y vas a bailar con todos los mejores partidos de la temporada, eso te lo aseguro. Dentro de dos días los tendrás rendidos a tus pies.

—Geny. —Meneó la cabeza Amelia—. Sigues siendo muy mandona.

—Le dijo la sartén al cazo —replicó ella alzando la barbilla—. Oh… —Se acercó a uno de los vestidos—. Este es precioso y es perfecto para esta noche, un pajarito me ha dicho que este año los tulipanes de la condesa serán naranjas y amarillos… Con este violeta estarás perfecta. Pruébatelo.

—Yo había pensado en el verde musgo con encaje. Realzará los rojizos de su pelo. —Se apresuraba a decir Amelia.

—Me gusta este rosa con hilos de plata, le favorecerá mucho ese bonito cutis —señalaba Julianna.

—Umm ¿y el dorado de seda? —preguntó Adele.

—Lo siento, señoritas —intervino firme tía Blanche, que hacía un gesto a una doncella que de inmediato se puso a desembalar una de las cajas—. Para esta noche, madame y yo hemos seleccionado uno que será perfecto para que deslumbre sobre todas las demás. —Guiñó un ojo a Cloe mientras las damas miraban a la doncella y cuando esta se giró se hizo el silencio.

—Es, es… —murmuraba asombrada Cloe.

—¡Es una maravilla, tía! —exclamó Julianna mientras se lo acercaba la doncella—. ¿Qué es? ¿Seda?

Su tía se levantó y se acercó a Cloe:

—Pruébatelo, querida. Es seda con encaje de Bruselas y el bordado está hecho por unas mujeres españolas que hacen mantones de Manila. —Miró a la doncella a la espalda de Cloe, que sacó de otra caja un precioso mantón de Manila español con bonitos y coloridos bordados—. Y en vez de un chal o de una chaquetilla, te pondrás esto. —Se lo pasó por los hombros y sonrió satisfecha.

Cloe acarició y miró asombrada aquella delicada seda bordada con exquisitas flores con flecos en los bordes con nudos enrevesados formando una red de hilos de seda.

—No, no puedo aceptar. Esto es demasiado. Yo no…

Su voz se apagaba. La tía Blanche le pasó el brazo por el hombro sonriendo.

—Querida, considera que esto es lo menos que podemos hacer para compensar los meses de injusticia que has tenido que soportar.

—Además —dijo alegremente Eugene—, piensa cómo le rechinarán los dientes a tu tía y tus primas cuando te vean entrar.

Todas se rieron asintiendo.

—¡Oh! y cuando bailes. —Palmeó las manos Adele con entusiasmo–. Ese colorido te hará destacar entre todas. Ya lo puedo ver… El vals… —Suspiró con gesto soñador.

—Yo, yo no puedo bailar el vals. No tengo permiso aún para hacerlo. Cloe se disculpaba mortificada y sonrojada.

—Pero… la pasada temporada… —insistía Julianna asombrada.

—Mi tía consideró que no debía pedir permiso para mí porque se suponía que no iba a bailar en toda la temporada.

Hubo un momento de silencio, pero enseguida pasó.

—Bien, pues quedará solucionado hoy mismo —afirmó Adele con solemnidad—. La condesa pedirá, en tu nombre, permiso y lo tendrás antes del primer vals y, en cuanto hagas tu entrada, todos los solteros a este lado del Atlántico pedirán que incluyas su nombre en tu carné de baile.

—Bien, eso deja a los del otro lado del Atlántico para mí. Un reparto justo —dijo Amelia, y estallaron todas en carcajadas hasta que entró una doncella.

—Señora —llamó a la tía—, el almuerzo se servirá cuando gusten.

—Oh, vaya, ¿tan tarde es? Bien, bien, diga a Furnish que avise para que lo sirvan, que bajamos de inmediato. —Se giró—. Bien, niñas, podemos continuar esta tarde, mientras las doncellas podrán guardar todo sin que estemos nosotras incordiándolas y estorbándolas. —Se oyeron unas risas flojas de las doncellas.

Amelia se giró a Cloe y le dijo con voz dulce:

—Ponte para el almuerzo el vestido verde con las cintas lilas, creo que te quedará precioso. —Se quitó los pendientes con pequeñas esmeraldas que llevaba y se los dio—. Creo que estos encajarán muy bien con el vestido. —Se giró y salió rápida cerrando la puerta tras ella.

Las demás, que le esperaban un poco más adelante en el pasillo, la miraron con los ojos entrecerrados.

—¿Puedo saber que te propones? —preguntó autoritaria Julianna.

Amelia sonrió.

—William está abajo.

Todas sonrieron sin necesidad de más explicación.

—Solo hay un asunto que me preocupa de esto —señalaba su tía mientras caminaban por el pasillo—. Cloe es menor de edad, de modo que, para casarse, necesitará el consentimiento de su tutor, que presumo será su tío.

Amelia sonrió y entrelazó las manos tras su espalda caminando con andares traviesos—. No si se casa en Escocia tras una romántica escapada. Y cuando regrese ni siquiera su tío será tan necio ni tan imprudente de poner pegas al matrimonio con un marqués auspiciado, además, por una marquesa, una vizcondesa, una futura condesa… —Se rio.

—¡Dios mío! —Exclamo Eugene–. Tú no eres una tirana, eres la reencarnación de Julio Cesar “Veni, vidi, vinci “.

Todas las damas se rieron y Julianna, casi entrando en el comedor, señaló:

—Mely, cielo, quédate a esperar a Cloe para que no se sienta violenta entrando sola. Podéis decir que te estaba ayudando a cambiar de vestido, ¿quieres cariño?

—Sí, mami. Diré que me enganché la falda como hace tía Mel.

Julianna miró a Amelia:

—¿Pero se puede saber que le enseñas a mi niña?

—Nada que no me hayas enseñado tú antes, querida hermana mayor.

Ambas se rieron y entraron donde los caballeros ya las aguardaban.

—Jonas, querido, ¡qué alegría teneros de regreso! —Se adelantó la tía, dándole un abrazo—. Ethan, compruebo con agrado que tu esposa ha conseguido que vengáis a pasar la tarde, es un placer.

Ethan sonrió pero a su espalda se escuchó a Adele decir:

—Me encantaría atribuirme el mérito y ese poder de persuasión sobre un De Worken, pero lo cierto es que no me ha dado alternativa y ni siquiera por un motivo honorable. —Miró a su marido—. El muy tunante solo viene a devorar los postres de Julianna.

Ethan se rio a carcajadas:

—No querida, no solo a eso, pero has de reconocer que es un poderoso aliciente.

Julianna se rio y se puso de puntillas, dándole un beso en la mejilla a Ethan.

—Gracias. Solo por eso, mañana te haré llegar la creme brulee que tanto te gusta.

—Siempre he dicho que eres mi cuñada favorita… —Se rio.

—Es la única que tienes, cretino —dijo Cliff tomando la mano de Julianna para llevarla a su asiento.

—¿Y mis hermanas que son? —preguntó Adele asombrada.

—Un incordio, querida, un verdadero incordio. —Le respondió Ethan ayudándola a sentarse.

—Eso es una grosería —se quejó Adele —. Una verdad irrefutable, sin duda, pero una grosería.

—Lo siento Adele, pero me sumo al comentario de Ethan. La única de mis primas que se salvaría de una quema serías tú, y eso porque te hemos reformado —dijo Eugene sonriendo indolentemente.

—Oh, perfecto, ¿así que me habéis reformado? —preguntó medio sonriendo medio frunciendo el ceño.

Ethan se inclinó y le dio un beso en la mejilla riéndose.

—Y hemos hecho un excelente trabajo. Estamos todos muy satisfechos.

Hubo algunos aplausos y risas.

—Bueno —dijo falsamente indignada—. Si estáis tan satisfechos ya no hay nada más que decir. —Resopló.

En ese momento entró Cloe con Mely de la mano.

—Lo siento, nos hemos retrasado. Disculpas.

Los caballeros se levantaron e hicieron las oportunas cortesías. Amelia se levantó y se dirigió de inmediato a ellas.

—Oh, peque, veo que te has cambiado de vestido, menos mal. —Le guiñó un ojo a la niña, que sonriendo se fue al regazo de su padre—. Ven, Cloe. —La tomó del brazo—. Creo que al único que aún no conoces es a William. —La llevó hasta su lado—. Cloe, permite que te presente a mi viejo y querido amigo lord Calverton, marqués de Durndy. William, la señorita Cloe Makerson.

—Milord —saludaba con cortesía mientras hacía una suave reverencia.

—Señorita Makerson —le tomó la mano y besó con suma cortesía—, un placer.

—William, Cloe se quedará con nosotros y espero que seas amable con ella, queremos que se sienta bien acogida.

—Por supuesto —contestó mirando la sonrisa de Amelia, que conocía e interpretaba a la perfección—. Haré todo lo que esté en mi mano.

—¡Perfecto! Puedes comenzar retirando la silla. —Se giró a Cloe—. Ya que estás aquí, puedes sentarte ahí, así estamos bien colocados sin ningún hueco.

Se giró sobre sus talones y se encaminó al otro lado de la mesa para tomar asiento al lado de Jonas y de Max.

Cuando pasó junto a Cliff, este le susurró de modo que lo oyeron Ethan, Adele, y Julianna:

—El término sutileza no está en tu vocabulario, ¿verdad pequeña?

Amelia le sonrió orgullosa, contestando también en voz baja:

—A situaciones desesperadas, medidas desesperadas.

Se rieron todos los de esa banda de la mesa. Aunque no sin cierto grado de satisfacción al comprobar que William y Cloe ya habían empezado a charlar animadamente y que él se inclinaba sutilmente y ella se sonrojaba suavemente.

Hablaron sobre el viaje de Jonas y Eugene, de los planes para el baile de esa noche al que todos acudirían juntos puesto que, los que no residían en la casa, habían llegado con sus ropas y sus ayudas de cámara y doncellas para arreglarse en la mansión, a excepción del marqués, claro. Hubo un momento en el que a Cloe todos les recordaron a los hombres de su padre cuando se preparaban para una batalla y cuando lo dijo en alto todos prorrumpieron en enormes carcajadas.

—Solo hay un fallo en ese símil —dijo tía Blanche divertida—, aquí todos actuamos como generales, ninguno como soldado raso. No admitimos órdenes. Como ejército seríamos todo un fracaso.

—Muy cierto —señaló Ethan—. Las damas de la familia son Napoleones con faldas —dijo riéndose mientras las damas se quejaban profusamente.

—Muy cierto —inquirió sarcásticamente Eugene—. Mientras que los caballeros sois mansos corderitos…

Las damas aplaudieron.

—Corderitos a los que llevaron al matadero esos Napoleones —señaló Cliff todavía más sarcásticamente.

—¿Hay corderitos en casa? —le preguntó Mely a Maxi que se encogió de hombros—. Yo quiero verlos.

—No, cariño. —Se rio Cliff—. Pero dentro de unos días os llevaré al zoo y podrás ver algunos.

A partir de ese momento todo fue un poco cáustico todos hablaban, reían, bromeaban entre sí, y así hasta después del té. Amelia y Cliff se despidieron de William en la puerta antes de que todos se retirasen a prepararse para el baile.

—¿Hay corderitos en casa? —le preguntó Mely a Maxi, que se encogió de hombros—. Yo quiero verlos.

—No. Las pocas veces que vine a Londres, mientras el viejo dragón vivía, era por motivos de trabajo o por algún compromiso concreto. No he hecho demasiada vida social entre los salones de la aristocracia.

—En ese caso —dijo Cliff dándole una palmada—, lo mejor será que acudas dentro de la protección de una manada. —Se rio —. ¿Por qué no te reúnes con nosotros en la entrada y te unes a nuestro grupo? Créeme, es más fácil defenderse de los lobos en grupo.

William se rio.

—Me asusta preguntar quiénes son los lobos, aunque supongo que en pocas horas lo descubriré.

Cliff sonrió.

—Bien, supongo que esta noche os defenderemos a ti y a la encantadora Cloe de todos ellos.

William lo miró sin decir nada, pero se despidió, y en cuanto Furnish cerró la puerta Amelia puso las manos en jarras y riéndose preguntaba divertida a Cliff:

–¿Y yo soy la que carece de sutileza? Menudo ejemplo das.

Cliff se rio:

—Eras tú, querida Amelia, la que hablaba de medidas desesperadas, ¿no es así?

Una hora más tarde todas las damas se hallaban perfectamente vestidas para la ocasión, menos Cloe, a la que por petición de la tía habían hecho todo tipo de tratamientos de belleza para el pelo, la piel, las manos… Los caballeros, ya perfectamente engalanados, tenían órdenes expresas de no molestar, por lo que se reunieron en la sala de billar con unas copas de coñac y muchas ganas de bromear.

Cuando terminaron de arreglarle el pelo a Cloe, a la que no dejaron las doncellas mirarse al espejo mientras lo hacían, entraron las damas en tropel. Cloe se giró y pensó que era el grupo de mujeres más bellas que había visto en su vida, todas distintas, todas con unas características y un estilo distinto, pero todas espectaculares, elegantes y resueltas y con una alegría en la mirada que le recordaba a la de su madre.

—Marguerite, te has superado —decía tía Blanche a la doncella–. Eres una artista, ese peinado es perfecto.

Por fin dejaron a Cloe mirarse y se quedó atónita. Era un peinado aparentemente muy sencillo, pero al mirarlo con detenimiento era intrincado y laborioso, dejaba mechones sueltos alrededor de su rostro enmarcándolo y algunas hebras cayendo graciosamente por sus hombros. Tenía entrelazadas varias cintas de las que aparecían, discretas y graciosas, algunas hojas diminutas de flores de varios colores.

—Bien. —Palmeó Adele—. Ahora el vestido.

Dos doncellas se lo colocaron con cuidado de no arrugarlo. Se lo ajustaron y los cerraron con minuciosidad.

—Es una maravilla, sin duda —decía Amelia acercándose observándolo al detalle—. Y ahora esto.

Julianna le acercó una caja de terciopelo que al abrirla descubrió un juego de pendientes, collar y pulsera de topacios y diamantes. Cloe abrió mucho los ojos.

—Me lo regaló Cliff cuando nació Anna, creo que te quedarían perfectos con ese vestido y sería un honor que lo llevases en tu primer baile —dijo sonriendo y empezando de abrocharle el collar—. Porque este, querida Cloe, va a ser tu primer baile.

Sin tiempo para reaccionar, Eugene se le acercó.

—Y este es el abanico que has a llevar. Puesto que ahora eres la protegida del marquesado has de llevar el emblema que te corresponde.

Puso en sus manos un delicadísimo abanico de marfil tallado con un cordón para sujetarlo en la muñeca y al final del cordón un elaborado cierre de oro con el blasón del marquesado.

—Y como joven patrocinada por el conde y la condesa, has de llevar este tradicional ridículo con el emblema de la casa De Worken y este será tu pañuelo con el blasón del conde. Ya lleva grabadas tus iniciales, por lo que es tuyo por derecho —dijo Adele sonriendo y alzando la barbilla.

—Y como falto yo —dijo Amelia—. te hice, hace unos días, este perfume. Como decías que te gusta el olor de las orquídeas negras pensé que te gustaría, con un poco de gardenias y peonías para hacerlo más suave.

Cloe lo olió y se sorprendió.

—Es delicioso, deberías dedicarte a hacer perfumes. —Le pasó el frasco a las demás.

—Qué suave —murmuró Eugene aprobatoria.

—Oh, qué fragancia. Es suave pero tiene un toque… provocativo. Señaló Adele con una sonrisa pícara.

Amelia se rio.

—Ese toque debe ser por las orquídeas. Creo que Cloe tiene un lado malicioso porque esas flores se consideran algo eróticas.

—¡Mel! —gritaron a la par tía Blanche y Julianna—. Eres una inocente. ¡Qué sabrás tú de eso! —dijo Julianna riéndose.

—Inocente puede, pero no ignorante —respondió riéndose y alzando la barbilla con gesto exagerado.

—¡Menuda lagarta! —dijo divertida Eugene. Todas la miraron y ella se rio—. Es mi nueva palabra preferida. La escuché en el barco de soslayo en una conversación entre unas mujeres.

—Ni se te ocurra decirla delante de los gemelos, son como loros repitiendo lo que escuchan —le advirtió Julianna mirándola con el ceño fruncido.

—Señora, ya está.

Se escuchó la voz de una doncella al tiempo que le entregaba a Cloe los guantes con el sello del duque de Frenton bordado junto a la botonadura. Todas se giraron y la miraron.

—Cloe, vas a causar sensación. Estás deslumbrante —dijo Amelia entusiasmada.

—Es cierto, querida, vas a hacer que… —la tía Blanche se giró hacia Eugene—. ¿Rechinen los dientes, decías? —Ella se rio y asintió mientras tía Blanche se volvió a mirar de nuevo a Cloe—. Pues eso, que rechinen los dientes de todas las damas del salón y los caballeros suspiren a tu paso. —Cloe se rio al tiempo que se sonrojaba—. Bien, niñas, vámonos antes de que los caballeros acaben con el coñac desesperados por nuestra tardanza.

Con un revuelo de sedas, risas y bromas salieron todas y se reunieron en el vestíbulo con los caballeros.

—Señorita Makerson, esto no está bien. Obligarnos a llevar pistolas en su primer baile —dijo Cliff divertido—. ¿Ethan?

—Tranquilo, hermano, llevo un juego bajo el asiento del coche. —Sonrió.

—Y yo mi sable de caballería. Añadió Jonas.

—¡Por Dios bendito! ¿Tan difícil resulta decir que está espectacular en vez de hacer alarde de esa fanfarronería y autocracia masculina? —Resopló Adele poniendo los ojos en blanco. Se volvió a Cloe y Añadió—: Querida, lo que los caballeros intentan decir en un lenguaje que solo ellos parecen entender es que estás preciosa y que te acosará todo hombre con ojos en la cara. —Suspiró mientras los caballeros prorrumpían carcajadas.

—Con lo bien que estaban quedando nuestras elaboradas alabanzas… —Se rio Ethan dando un beso en el dorso de la mano de su mujer—. Señorita Makerson, está usted preciosa y me reservo el derecho de un baile.

Cloe se rio.

—Será un honor.

—Bueno, bueno… —dijo tía Blanche, e hizo un gesto con la mano— será mejor que nos pongamos en marcha o llegaremos muy tarde y esta señorita ha de hacer una entrada digna de ser comentada por todos.

En cada uno de los coches se fueron haciendo planes. En el primero iba Cloe con el almirante, tía Banche y los marqueses. Detrás Ethan, Adele y Max y frente a ellos Cliff, Julianna y Amelia.

—Cloe, recuerda no bailar más de dos bailes con ningún caballero. Reserva el baile de la cena y el último para el caballero que te sugiramos, porque es comprometido verte obligada a cenar con alguien poco adecuado. Y el primer baile en los de la condesa Tulipán es un vals, por lo que lo bailarás con mi padre. Será toda una declaración a los ojos de los demás. Y además, lo baila de maravilla —decía Eugene sonriendo encantadora a su padre.

—Gracias, hija —contestó él orgulloso.

—Hemos pensado que el vals de la cena y el último debiera reservarlo para William —iba diciendo Amelia en el otro coche. Por un momento Max lo miró con el ceño fruncido, pero no dijo nada, ya que Amelia continuó—: Ya me encargaré de que él se lo pida, y lo mejor sería que bailase los valses con los guapos caballeros de la familia y el resto con jóvenes que se lo pidan.

Todos asintieron.

—Creo que te faltan dos valses libres. Veamos, el hermano de Eleanor está prendado de ti, Mel, puedes pedirle que saque a Cloe en uno de los valses intermedios. Es uno de los solteros más cotizados y francamente atractivo —sugirió Adele.

—¿Rayne? —preguntó frunciendo el ceño Max.

—Sí, Max, lord Brustter. Creo que el que galantee a Cloe en su primer baile el vizconde de Morray sería excelente para ella. Muchas matronas se morirán de envidia. —respondía contenta mirando los ojos celosos de Max.

—¡Oh, sí! Y el otro podría reservarlo para lord Trenford —dijo Julianna—. Es uno de los pocos duques solteros que quedan y de todos es conocido que no parecen interesarle las debutantes ni las jóvenes casaderas. —Miró de soslayo a Max—. Excepto Amelia. Pero ella no parece muy dispuesta a fomentar sus galanteos. —Hizo un gesto despreocupado con la mano mientras de soslayo miraba a su marido, que se agarraba al asiento para no romper en carcajadas.

La mirada fulminante que le echó Amelia fue del todo menos indecisa.

—¿Se puede saber hacia dónde mirabais vosotros dos mientras Amelia era acosada por dos de los mayores libertinos del reino? —preguntaba Max mirando a sus dos amigos.

—Acosada es un término algo exagerado, ¿no te parece? —respondió con sorna Ethan mirando a Cliff, que claramente estaba conteniendo la risa.

—Cierto, yo diría que más bien era la dama de su predilección. Apuntilló Cliff con mofa.

—Oh, bueno, si solo era eso… —dijo Max malhumorado mientras los demás hacían verdaderos esfuerzos para no estallar en carcajadas, salvo Amelia, que se encogía en su rincón muy colorada con ganas de gemir.

Al llegar a las escaleras después de descender de los carruajes vieron a los condes en animada conversación con William esperándolos. Se acercaron a ellos y tras las oportunas cortesías hicieron algunos planes.

—Querida, la condesa de Worken tomó a Cloe del brazo y la fue llevando con ella—. Vamos a solucionar, antes de entrar al salón de baile, tu pequeño inconveniente. Te diré lo que vamos a hacer. Entrarás del brazo del almirante, que es bajo cuya protección te encuentras y, a vuestro lado, iremos el conde y yo misma para afianzar tu presentación. Cuando te presentemos a nuestra anfitriona, antes de entrar en el salón de baile, la abordaré directamente para que te conceda la venia para el vals, puesto que la condesa Tulipán es una de las patronas de Almack’s y, como buena amiga mía y de Blanche, estoy segura que nos concederá el capricho sin pensárselo dos veces.

Y dicho y hecho. Minutos después se encontraban todos a punto de ser anunciados para la entrada del salón después de saludar preceptivamente a la anfitriona. Primero entró Julianna del brazo de Cliff con William a su lado y tía Blanche de su brazo. Después Ethan y Adele y a continuación Max con Amelia de su brazo, que iba refunfuñando por el gesto después de que este posase su mano en su brazo y no la dejase soltarse.

—¿Estás loco, Max? No puedo entrar de tu brazo. Eso es casi como decirle a las damas de la sala que soy la dama a la que cortejas. Suéltame, Por Dios…

“Y eso, pequeña, es lo quiero dejar claro, pero no solo a las damas sino, sobre todo, a cualquier caballero del salón”, pensaba.

—Vamos, no hagas tantas alharacas, Mel. Hace cuatro años también entraste de mi brazo en este salón.

Ella lo miró desafiante.

—Pero hace cuatro años yo era casi una niña y tú no habías declarado abiertamente tu intención de volver a casa y asumir tus obligaciones ducales.

Sin decir nada más la llevó hasta el borde de la escalera, donde una vez anunciados sus nombres no quedaba otra que dejarse arrastrar.

A continuación, entraron los marqueses de Furllintong en su primera aparición tras su boda, lo que unido a la impresión de ver al soltero más codiciado de la temporada del brazo de una dama casadera fue lo bastante impactante para abrir camino, como habían planeado las damas de la familia, a los condes y al almirante llevando del brazo a su joven protegida. Aquello era toda una declaración de intenciones, como bien apreciaron todas las grandes dames de la fiesta y cualquiera que tuviese un mínimo de raciocinio. Al llegar al pie de la escalera, Amelia se colocó junto a Cloe con Max a su lado y William en otro, mientras que el almirante se retiró un poco para dar la posibilidad a los jóvenes de acercarse a las damitas. William miraba en derredor con claro interés.

—Creo que ahora sé cómo se siente el zorro frente a la partida de caza.

Max alzó la vista y fingió un escalofrío mientras que Amelia los miró a los dos de modo intermitente.

—Oh vamos, no exageréis, tampoco será tan malo… —Miró en derredor y vio cómo las damas y sus hijas miraban a los dos caballeros que le acompañaban como un pastel en un escaparate—. Bueno, quizás es un poco.

—Mel, por favor, reclamo la recompensa que me debías. —Dijo Max, y ella lo miró—. Veamos, el vals de la cena y el último me los reservas y, señorita Makerson, espero me conceda el honor de uno de los valses y cualquier otra danza libre que desee concederme.

—Excelente estrategia —asintió firme William—. Señorita Makerson, ¿me otorgaría el honor de concederme el vals de la cena y el placer de ser su acompañante durante la misma? Y si no es un abuso, ¿podría reservarme el último vals? No veo mejor forma de acabar la velada que con ese placer y privilegio.

Amelia estaba realmente complacida y le susurró a Cloe:

—No te lo pienses, di que sí.

Rápidamente una sonrojada Cloe aceptó, y tras anotar los valses para Jonas, Ethan y Cliff, se acercó el conde, colocándose entre ambas jóvenes.

—Señorita Makerson, no puedo sino esperar que me conceda el honor de bailar uno de los valses conmigo, si es que estos jovencitos han tenido a bien respetar mi condición y dejar un hueco para mí. —Lanzó una mirada imperiosa con una sonrisa sárdonica a sus hijos.

Cloe hizo una reverencia, aunque le costaba mantener la compostura entendía bien el honor y el significado de esa deferencia:

—Será todo un privilegio, milord.

Diez minutos después, con el carné de baile repleto de nombres, después del aluvión de jóvenes que se le acercaron, todos caballeros de la más alta condición, paseaba por el salón del brazo de William flanqueada por Cliff y Julianna, seguida por los jóvenes de la familia y notando por primera vez ojos de admiración posados en ella.

—Cloe.

Se giró al escuchar su nombre y vio a su tía flanqueada por sus hijas y dos matronas.

—Vaya, vaya, ¿qué ven mis ojos, sobrina? Parece que has de considerarte de sobra afortunada. Dinero y protección a tu servicio. Sin duda la pátina de una conveniente fortuna te ha reportado grandes frutos —dijo en tono desdeñoso mirando de soslayo a sus acompañantes—. No puedo imaginar qué habrás tenido que hacer para ganarte esos favores.

Cloe se sonrojó por el insulto directo a su persona, pero más aún a sus amigos, pero antes de que pudiere responder, fue Cliff el que lo hizo en un tono aparentemente cortés pero frío como un témpano.

—Nada, baronesa, excepto ser la extraordinaria damita que es y, por supuesto, tener el orgullo y honor de ser hija de uno de nuestros mayores héroes, el capitán Makerson.

Los ojos de la baronesa se abrieron de par en par ante el freno en seco de cualquier insulto a su sobrina y más aún a las personas que en un abrir y cerrar de ojos rodearon a Cloe.

—Cloe, querida —dijo Eugene con un toque altanero que hasta la más experimentada dama entendía como lo que era, un recuerdo a su rango y título, marquesa e hija de un duque—, ¿querrías hacer las presentaciones oportunas? No es de buen talante y menos de buena educación abordar a desconocidos de ese modo.

La baronesa enrojeció de vergüenza y de ira y la miró iracunda.

—Yo no he abordado a nadie y ella no es ninguna desconocida. Es mi sobrina.

—Permítame presentarle, tía —dijo la palabra con tal desprecio que hasta su tía notó el frío en su rostro—, a mis acompañantes. Tía Otulia, le presento a unas extraordinarias personas que me han concedido el privilegio de poder considerarlos amigos, lord y lady Bellintong, marqueses de Furllintong; a lord y lady de Worken, vizcondes de Plamisthow; lord Calverton, marqués de Drundy; lord y lady de Worken; lord Rochester y la señorita Mcbeth. Milores, miladies, señorita Mcbeth, les presento a la baronesa de Fornes, hermana de mi difunto padre.

Todos hicieron la inclinación y reverencia oportuna, pero para hacer más patente su desprecio se despidieron con cierto aire de desapego y con la mayor brevedad y la dejaron con la palabra en la boca en medio del salón, rodeada de dos abochornadas amigas y de sus hijas, que no hacían más que mirar asombradas al grupo de caballeros que rodeaban a su prima.

La sonrisa de todos los que se habían congregado alrededor ante la cara descompuesta de la baronesa por el escarnio al que se veía sometida después de desairar a algunos de los invitados más ilustres de la fiesta era patente. Si bien un par de ojos se centraban más en Max y Amelia que en los demás. Lady Mariella. Ella estuvo pendiente de todo para poder sacar tajada más tarde e intentar quitarse de encima a una rival con la que no contaba, sobre todo, después de soportar los cuchicheos a sus espaldas durante días por la pérdida de interés en su persona de Max, de hecho, empezaba a dudarse la veracidad de ese pasado interés y no tanto de la posibilidad de que fuere un rumor promovido por la propia lady Mariella. Llevaba días intentando coincidir con él para poder abordarlo, pero le había resultado imposible, y ahora que era su ocasión se presenta con esa, esa… Bullía de rabia en su interior.

La velada se desarrolló como habían previsto para satisfacción de Amelia y del resto de las damas. No hacían más que escuchar palabras de alabanza hacia Cloe, su belleza, su dulzura. William permaneció, para alegría de Amelia, siempre cerca de Cloe y no prestó atención alguna a ninguna otra joven y ella… bueno, tenía que reconocer que tener a Max cerca, notar cómo acudía a su lado nada más terminar cualquier baile deslizando sutilmente su mano en su manga, dejando claro al resto de caballeros algo más que una actitud protectora, estaba empezando a provocarle verdaderos escalofríos de placer.

Aún no había empezado el vals previo a la cena, por ello, tanto Amelia como Cloe aprovecharon para ir a la sala de retiro a refrescarse, pero antes de llegar en una sala previa conectada por grandes puertas cristaleras abiertas de par en par al salón de baile se vieron abordadas por las dos primas de Cloe y lady Mariella. Estaba claro, por la actitud de esta, quién había promovido tal acercamiento.

—Querida prima —la detuvo una de ellas con una expresión que parecía ensayada, alzando la voz para atraer las miradas curiosas todo lo posible—, permíteme alabar ese magnífico vestido. —Sonrió altanera—. Es cierto lo que dicen; un vestido elegante puede lograr maravillas y convertir en una dulce palomita hasta al más oscuro de los cuervos.

Cloe alzó la barbilla y, esta vez, sin achantarse respondió al insulto:

—Si esa es tu opinión no me queda más que alabar tu presteza de entendimiento, prima Dorotea. “En una bandada de blancas palomas, un cuervo negro añade más belleza incluso que el candor de un cisne”[3].

Su prima la miró algo desconcertada.

—¿Qué quiere decir eso?

“Inculta”, pensó Amelia molesta.

—Oh, querida —intervino entonces con tono de inocencia mirando a Cloe—, siempre me ha gustado la capacidad de apreciar las verdades de la vida de Boccaccio, veo que no soy la única. —Sonrió a Cloe, que le hizo un gesto con la cabeza sonriendo.

—Para no ser más que la hija de un mísero capitán de caballería es usted muy altanera, señorita Makerson —señaló despreciativa y alzando la voz para que todos la oyesen lady Mariella viendo que aquello podía torcerse de dejarlo en manos de las hijas del barón.

Ni ella ni el resto de las jóvenes se dieron cuenta que se había congregado un numeroso grupo de invitados en las puertas de acceso al salón de baile, muchos de ellos militares de alta graduación de la Marina Real y del Cuerpo de Caballería que fruncieron el ceño ante el desprecio a su condición. Cloe afianzó sus pies y adoptó una posición envarada y de enfado ante la joven.

—Si considera que ser miembro del regimiento de Caballería de su majestad es motivo de miseria, milady, he de gritar a pleno pulmón “que vivan los miserables” y si espeta el título militar de mi padre como un insulto, he de advertirle que me considero gratamente insultada. Siento un orgullo inmenso por ser hija de mi padre, un mayor orgullo por su actuación como militar de nuestro ejército y, si cabe, un mayor orgullo aún porque fuera miembro del Real Cuerpo de Caballería.

—Eso no hace más que confirmar que no es más que una persona insignificante en esta reunión, incapaz de valorar la situación que de verdad le corresponde en esta vida —continuó lady Mariella lanzándole una mirada desdeñosa.

—Tiene usted razón, milady —intervino firme Amelia—. La señorita Makerson es demasiado modesta para exigir el respeto a que su situación y condición le dan derecho. Es usted una estúpida si desprecia a un héroe de nuestro país, a un hombre destacado por sus acciones dentro y fuera del campo de batalla. Más estúpida aún por despreciar a los hombres de nuestra nación que arriesgan sus vidas y, en muchos casos, la entregan, por defender nuestra bandera, nuestros principios y nuestra forma de vida. Debería mostrarles respeto, hablar de todos ellos con orgullo y no con desprecio o desdén. Dice mucho de la señorita Makerson el estar orgullosa de su padre no solo por ser su padre, sino por ser miembro de la Caballería Real. Demuestra que es una buena hija, una buena inglesa y una agradecida dama, digna del más alto honor y consideración por nuestra parte, más aún teniendo en cuenta que fue la defensa de esos ideales y de nuestra nación los que la privó de sus padres en tierras lejanas y fue el valor de su padre el que trajo a casa a muchos de sus hombres sanos y salvos. De modo que, milady, la declaro una estúpida. —Hizo un gesto despreocupado con la mano evitando de raíz la posible intervención de la joven para responder, pues rápidamente continuó—: Lo sé, lo sé… “nadie está libre de decir estupideces, lo malo es decirlas con énfasis”[4]. No se preocupe, milady, le otorgaré, al menos, el beneficio de considerarla una enferma porque, como decía Voltaire: “La idiotez es una enfermedad extraordinaria, y no es el enfermo el que sufre por ella, sino los demás”. De modo que tendremos que sufrir con resignación por su enfermedad. —Hizo un gesto con la mano a modo de disculpa fingida—. Sin embargo, hay una cosa que no perdono, ni creo que merezca ser perdonada. Su crueldad valiéndose de esas palabras con el único objetivo de despreciar a un héroe cuyo nombre es recordado con orgullo y admiración por sus compañeros y a una joven digna, irreprochable en su comportamiento y de gran corazón, y todo por el grotesco y cruel placer de causar daño, mas, milady. “La sola idea de que una cosa cruel pueda ser útil es ya de por sí inmoral”[5]. Sus palabras y acciones son inmorales y la inmoralidad debería ser objeto de desprecio, de modo que sin atisbo de rubor ni remordimiento declaro que no solo es usted estúpida e inmoral sino, además, despreciable y puesto que “no se debe usar el desprecio sino con gran economía, debido al gran número de necesitados”[6], creo que haremos uso de esa economía y no le dedicaremos ni un solo segundo más nuestra atención, de modo que, buenas noches, milady.

Después de eso agarró imperiosa el codo de Cloe y giraron para entrar en el salón, pero se quedaron petrificadas al ver las docenas de ojos y orejas centrados en ellas. Por un momento se hizo tal silencio que se habría oído hasta un alfiler cayendo.

—¡Bravo! —Se escuchó de repente la voz de Max justo antes de comenzar a acercarse a ellas alzando la barbilla y sonriendo petulante—. Como recién retirado caballero de la Marina Real no puedo sino agradecer esas palabras, señoritas, y declararme su más fervientes admirador. —Se inclinó y besó la mano de ambas.

—Y si me lo permiten. —Se adelantó Jonas—. Me apropiaré del honor de agradecerlo en nombre de los miembros de la Caballería Real a la que tuve el orgullo de pertenecer y servir, pues esa defensa de la valentía de nuestros hombres merece todo mi reconocimiento y agradecimiento. Señoritas… —Se inclinó y besó la mano de Cloe y de Amelia, que estaban tan rojas como las peonías.

Todos los militares presentes en la sala y muchos de los caballeros prorrumpieron en aplausos, y Amelia, por impulso, se escondió un poco detrás de la espalda de Max, que riéndose la tomó de la mano, la puso en su manga y la situó fuerte a su lado, llevándola de nuevo al salón, dejando a una muy abochornada lady Mariella detrás que juraba para sí vengarse de esa humillación. Jonas se llevó consigo a Cloe, dejándola al llegar junto a William.

—¡Por Dios bendito, Max! Podrías haberte hecho notar o hacerme una señal para saber que no estábamos solas —decía escondiendo como podía la cara en su hombro intentando no perder mucho el decoro.

Max se rio.

—¿Y perderme la oportunidad de ver cómo ponías en su sitio a esa arpía?

Amelia le lanzó una mirada furibunda. El conde se acercó sonriente a Amelia.

—Me alegra comprobar que haces buen uso de la biblioteca de la mansión, pequeña. Creo que nunca he escuchado a nadie usar con esa soltura y seguridad citas de nada menos que Voltaire, Cicerón e incluso Montaigne, y todo enlazando una con otra como quien enlaza notas de una melodía. Querida, voy a tener que pedir que revises mis discursos para la Cámara de los Lores. Al menos si no tengo razón en algo, lo diré con elegancia. —Se rio y Amelia, liberando por fin tensión, no pudo sino reírse con él.

—Pero no le prometo no intercalar ideas mías en ellos, milord.

—Milord, le ruego nos disculpe pero escucho los primeros acordes de un baile que me pertenece. ¿Querida? —decía Max ofreciéndole el brazo mientras ella hacía una reverencia al conde y al pasar por su lado le dio un beso en la mejilla, pero no lo miró, y después solo escuchó la risa del conde a su espalda.

Pasaron junto a Cloe y a William y se pararon al ver que Cloe estaba un poco pálida.

—¿Cloe? ¿Te encuentras bien? —preguntó Amelia con suavidad acercándose y tomándole la mano.

Ella asintió.

—Sí, sí, pero creo que les he abochornado dos veces esta noche y…

Max la sonrió animoso.

—No debes mortificarte, pequeña. Has estado soberbia, créeme. Estamos todos muy orgullosos de cómo te has conducido esta noche, con dignidad, aplomo y sin perder un ápice de la compostura que, cualquier otra dama, habría perdido con histrionismo. —Ella lo miró y pareció respirar un poco—. Y ahora, si no me equivoco, este es el baile de lord Calverton, de modo que, ¿por qué no nos acompañáis a la pista y enseñamos a todos cómo se baila el vals y los bellísimas que están nuestras damas?

Amelia frunció el ceño por el empleo deliberado de “nuestras damas”, pero no dijo nada delante de William y Cloe, tomando nota mental de hacerlo en un momento posterior. Sin embargo, ese momento pareció no llegar bien porque se le acabó olvidando bien porque, en el fondo, disfrutaba de esa expresión más que de ningún otro halago que hubiese escuchado esa noche.

Esa fue la primera de muchas noches en las que Cloe se convirtió en una de las sensaciones de la temporada y en las que lady Mariella y las hijas de la baronesa se vieron relegadas a un segundo plano.

Por el día, Amelia llevaba la vida de siempre, montando temprano, visitando el orfanato y la clínica, pero todo ello intercalado con visitas, salidas improvisadas y paseos por el parque o por la ciudad con Max y muchos, muchos besos y caricias robadas.

Después de tres semanas, llegó una nota de William. Entrando corriendo y sin aliento, moviendo la nota como loca en el comedor donde todos almorzaban incluidos los condes, Adele y Ethan, tras haber estado en el parque viendo un teatro de títeres con los niños.

—¡Lo han hecho!, ¡lo han hecho! —Empezó a reírse y a dar saltitos.

—Amelia, querida, si no respiras y dejas de dar saltos no podremos entenderte, te pareces a los gemelos… —dijo sin alterarse su tía.

—Doody… Cloe… Gretna Green… —Empezó a reírse—. Mirad.

Le cedió la nota a Julianna, que la leyó en alto:

 

Nos hemos fugado. Después de la boda viajaremos y a nuestro regreso agradeceremos, como es debido, a nuestros amigos su ayuda y su cariño.

Gracias, Carboncillo. Gracias a todos.

Doody

P.D.: Mi futura esposa os envía su agradecimiento y cariño más sincero.

 

Le siguieron comentarios de alegría y exclamaciones de emoción.

—Creo, Furnish, que aunque nos veamos privados de asistir a la boda por razones perdonables, podemos brindar por los novios, por favor, traiga unas botellas de champán y por favor que también lo celebre el servicio. Es una ocasión especial, sin duda —dijo una sonriente tía Blanche.

Después del almuerzo se reunieron todos a tomar el té, algo achispados tras las botellas de champán.

—Creo —dijo el conde— que podríamos aprovechar esta circunstancia para pasar una semana en el condado. —Tomó al pequeño Max y lo subió a su regazo—. Si no me equivoco, dentro de unos días es el cumpleaños de mis dos primeros nietos, y podríamos celebrarlo con una gran fiesta en el jardín.

—¿Podemos? —Maxi miraba con los ojos muy abiertos a su enorme abuelo.

—Invitaríamos a muchos niños del condado —dijo el Conde mirando al pequeño.

—¿Nos llevaríamos a nuestros caballitos? —preguntó entusiasmado.

—Pues claro.

—¿Y a Doody? —preguntó Mely.

—Claro, nenita.

—¿Y a Furnish? —preguntó de nuevo Mely.

—Cariño, no creo que Furnish deba abandonar su puesto —respondió con resignación Julianna.

—Realmente es una buena idea. Unos días en el campo nos vendrían de maravilla a todos —intervino Cliff, que solo pensaba en la casita del bosque mientras miraba a su esposa, que por el rubor de sus mejillas parecía entender a la perfección el significado de fondo de sus palabras.

—Podríamos marcharnos en dos días. Tendría listo los baúles y los enseres de los mellizos para entonces —dijo Adele.

—Umm, a mí me bastaría para organizarlo todo en el orfanato y en la clínica —convino Amelia.

—Yo he de despachar con el almirantazgo, pero en tres días podría seguiros —añadió Max.

—¿Vas a reclamar el botín del Portugués? —le preguntó Cliff.

—No iba a hacerlo, pero estimo lo más justo reclamarlo porque, de otro modo, no podrán hacerlo mis hombres y es una buena suma que a muchos de los que tienen familia les vendrá muy bien.

—Sacia mi curiosidad, por favor, ¿de cuánto hablamos? —preguntó Cliff francamente expectante.

—El doble de la captura del Inferno.

El almirante se puso recto como una vela y Cliff se estiró en su asiento y alzó las cejas.

— ¿Hablas en serio? Pero si la captura de ese navío es la mayor realizada por un barco inglés en los últimos veinte años.

Max se encogió de hombros y sonrió.

—La fortuna, supongo. Nos mantuvimos a la espera hasta que recogiese su tesoro escondido y se encontraba en sus bodegas cuando lo apresamos. —Sonrió más aún—. Nos ha costado años dar con él, pero cuando lo hemos hecho, le hemos privado de los beneficios de todos sus años de piratería. Justo castigo, ¿no creéis? Aunque él se escapase lo ha hecho sin su botín.

—¡Canalla! Ahora entiendo por qué el almirantazgo te ha propuesto para ese cargo.

—¿Qué cargo? —preguntó sorprendido el almirante.

—El de asesor del Ministerio en asuntos de la Marina —respondió Cliff mirándole con una sonrisa arrogante.

—¡Max, hijo! ¡Eso es extraordinario! No creo que le hayan otorgado ese honor a nadie tan joven nunca. Estoy orgulloso. —Se levantó y abrazó a su hijo.

—Bueno, padre, hasta dentro de tres días no será oficial.

—¡Pamplinas! Eso habrá que celebrarlo.

—Deberíamos dar una fiesta en tu honor —ofreció feliz la condesa—. Llenaremos la mansión y tendrás que darnos una lista de los compañeros que quieras invitar.

Max y Cliff pusieron los ojos en blanco y suspiraron con resignación.

Cuatro días más tarde todos, menos Max, estaban ya instalados en la mansión. Amelia se dirigía a los establos cuando le entregaron una carta a su nombre.

 

Estimada Señorita Mcbeth;

Puede que usted y su querida amiga la señorita Makerson no sepan cuál es su lugar en nuestra sociedad, pero parece que nuestro lord Rochester sí lo hace y tras recapacitar como es conveniente en las personas del rango que ambos compartimos, ha decidido reanudar la amistad de las jóvenes más idóneas para el futuro papel de duquesa de Frenton.

Sin duda esta noticia le causará un hondo pesar, pero no se preocupe, seguro que su tía puede comprarle un marido acorde a su valía

Lady Mariella

 

Amelia se quedó mirando la nota con cierta incredulidad al principio pero, después, no era capaz de quitarse cada una de las palabras de la cabeza. Procuró disimular en su paseo con los gemelos, en el rato que pasaron las damas organizando la fiesta de cumpleaños de los gemelos y en el almuerzo. Por la tarde, necesitó de nuevo cabalgar para no llorar delante de la familia y pensó que habría encontrado un poco de paz a la hora de la cena, pero el corazón parecía estallarle en el pecho y a duras penas pudo contenerse, por lo que se retiró temprano alegando tener que contestar sin falta algunas cartas del orfanato. Al llegar a su dormitorio percibió el aroma de Max en su habitación, miró a su alrededor pero no lo vio. Se acercó al tocador y vio una caja de terciopelo con un enorme lazo rojo y una nota. “Te veré en el desayuno. MR”. Abrió la caja y dentro había una pequeña colección de libros muy antiguos a juzgar por las cubiertas con el nombre grabado de un escritor o filósofo o humanista famoso. Cicerón, La Fontaine, Voltaire, Julie de Lespinasse, Stendhal, John Fletcher, Bacon… pequeños libritos formando una curiosa colección. Sintió una punzada en el corazón, pero, por primera vez en muchas semanas, no supo si era de emoción o de dolor.

Se tumbó en la cama y lloró hasta quedarse dormida agarrando en una mano uno de los libros y en la otra la nota de esa estúpida de lady Mariella.

Decidió abrir los ojos por fin y, al comprobar que aún era muy temprano, vestirse con un traje de montar abrigado y salir a cabalgar para despejarse antes del desayuno, antes de encontrarse con nadie pues no tenía ni ánimo ni fuerzas para disimular. Necesitaba el aire frío de la mañana para despejarse.

Quince minutos después estaba en los establos esperando que Polly terminase de preparar su montura.

—Buenos días. ¿Te escapas al amanecer?

La voz de Max a su espalda la sobresaltó.

“Estupendo la última persona con la que puedo hablar”. Se giró y lo miró sin decir nada. Max frunció el ceño y la agarró de la mano, pero ella se soltó bruscamente.

—¿Qué ocurre, Mel?

—Nada —contestó tirante, y se volvió a ver a Polly, que seguía con su tarea.

Max la agarró de la mano y la separó de la puerta de los establos. Polly miró un momento, pero después de unos segundos continuó ensillando los caballos.

—No digas nada sin más. Algo te pasa. Tienes los ojos enrojecidos, has estado llorando y sales al amanecer a montar tú sola. Dime qué ocurre.

Amelia no lo miró, le dio la espalda. Se sentía ridícula preguntándole como una novia celosa, más aún cuando no era su novia, al menos él no se lo había pedido. Pero en algo él tenía razón, pasaba algo, y lo mejor era enfrentarlo, preguntarle sin más y esperar que no fuese lo que ella tanto temía. Suspiró y se giró.

—¿Has vuelto a ver a lady Mariella? —le preguntó sin ambages.

Por un momento Max se quedó mirándola firmemente. Amelia sentía esos segundos como puñales en su corazón.

—No —respondió tajante—. No he querido ni quiero ver a lady Mariella, ni ahora ni en el futuro. —Se tomó un momento y cuando Mel alzó la vista claramente aliviada fue él el que preguntó—: ¿Por qué preguntas eso? ¿Qué razón te induce a sacar a colación ese nombre y precisamente ahora?

Por unos segundos Amelia no respondió pero, después, suspiró, sacó la carta y se la enseñó. Max la leyó “¡maldita bruja…!”, maldijo para sí. Max rompió la misiva sin más y miró firme a Amelia.

—Te prohíbo hacer caso de lo que diga esa mujer nunca más. Se siente claramente despechada y no es digna de que una lágrima tuya caiga por su culpa. —Se acercó y tomándole el rostro entre las manos la besó tiernamente—. Mel, prométeme que ignorarás a esa mujer igual que yo lo hago. —Separó ligeramente la cabeza para verle el rostro. Amelia suspiró y asintió—. Bien, en ese caso, ¿puedo acompañarte en tu paseo?

Ella sonrió por primera vez desde que había regresado, y eso le tranquilizó:

—Me encantará. Max. —Le agarró por las solapas—. Los libros.

Max la besó con delicadeza.

—Son material de lectura para que puedas arrojarme aguas destempladas cuando en el futuro discutamos.

Se rio y Amelia también,

—En ese caso, he de darme prisa para leerlos. Tú siempre necesitas que te reprendan, además, será bueno contar con material de defensa ante un alto cargo del ministerio.

Los dos se rieron mientras él la atraía suavemente a sus brazos besándole la sien y manteniéndola unos segundos en ellos.