Capítulo 3
En la sala de la condesa que daba a los grandes jardines delanteros de la mansión se encontraban a media tarde, reunidas junto al servicio de té, todas las damas de la familia comentando algunos de los detalles vividos en la boda de lady Eugene. Esa mañana se hubieron marchado los últimos invitados y familiares asistentes al enlace y solo permanecían los de siempre en la mansión. Lo harían, además, durante otra semana antes del regreso de todos a Londres, a excepción de los recién casados, que marcharían a su viaje de novios. Querían disfrutar de los últimos días de tranquilidad previos a la locura de la ciudad y del comienzo de la temporada. Justo cuando empezaban a servir el té, el mayordomo, tras la cortesía inicial, cruzó la estancia y con una bandeja de plata en la mano, se acercó a Amelia.
—Señorita, un caballero desea verla. Lord William Calverton III, marqués de Drundy.
Amelia lo miró un instante y, sin todavía recoger la tarjeta de visita depositada en la bandeja, dijo:
—Lo siento, Jeffries pero ¿no habrá preguntado por alguna otra de las damas de la casa? Lamento decir que no conozco al marqués.
—Señorita Amelia —dijo serio y con entrenada serenidad el mayordomo—, el caballero ha preguntado específicamente por usted y pregunta si tendría la amabilidad de recibir a su señoría.
Amelia miró a las damas que le acompañaban.
—Realmente desconozco quién puede ser.
Julianna intervino:
—¿Algún caballero que te presentaran en Londres, quizás?
Amelia la miró pensativa.
—Es posible, pero —se giró a su tía y a Eugene— ¿podéis recordarlo?
Eugene negó con la cabeza y su tía, dejando la taza de té, lo meditó unos segundos.
—Lo siento, querida, yo tampoco alcanzo a recordarlo.
En ese momento, Cliff, Ethan, Max y Jonas entraron por las grandes puertas francesas de cristal que daban a los jardines del oeste. Hicieron la cortesía oportuna.
—Buenas tardes, queridas.
Ethan sonreía de oreja a oreja, acercándose directamente a la mesa de los bocadillos y después de tomar uno, le dio un beso a su esposa en la mejilla.
—Buenas tardes. —Respondía solícita la condesa—. ¿Alguno de vosotros, caballeros, conoce al marqués de Drundy? Solicita ser recibido por Amelia, pero ni ella ni nosotras somos capaces de recordarlo.
De modo imperceptible, para todos menos para Julianna que lo observaba, Max hizo un gesto mitad preocupación mitad disgusto, y al notarlo Julianna lo picó.
—¿Quizás tú, Max, hayas coincidido con él estos días en Londres?
Julianna pensó que, por el gesto de su cara y su mirada de disgusto, el que un caballero, un marqués, preguntase por Amelia, quien decía no conocerlo, no le gustaba en exceso. Pero fue Cliff el que le libró de contestar y el que, en un gesto, que Julianna interpretó más como protector de Amelia que como ayuda a su amigo, señaló:
—Jeffries. Hágalo pasar a la sala azul. Enseguida me reuniré con él.
El mayordomo hizo una reverencia y antes de marcharse Amelia alcanzó la tarjeta de visita para verla e intentar recordar el blasón. Cliff ya se encaminaba hacia la puerta cuando ella le dio la vuelta a la tarjeta y leyó las dos palabras escritas con una elegante letra “hola, carboncillo”. Amelia susurró:
—No puede ser… —Se levantó casi de un brinco y gritó—: ¡Espere, Jeffries! —Cuando el mayordomo se giró para mirarla añadió—: Por favor, dígale a… —miró de nuevo la tarjeta— lord Calverton que le recibiré en la sala azul. —Se giró—. Si la condesa no tiene objeción. —La condesa la miró un instante y después a su tía y asintió—. En ese caso, me reuniré con él enseguida.
Tras su marcha, Cliff permaneció de pie junto a la puerta. Antes de verse avasallada por una lluvia de preguntas, Amelia miró a Julianna:
—Juls ¿podrías acompañarme?
Julianna se levantó mientras le preguntaba:
—¿Entonces, le conoces?
Amelia miró la tarjeta y sonrió.
—Eso, eso creo, es… un viejo amigo. —Negó con la cabeza y miró a su tía—. Tía ¿te parece bien?
Tía Blanche la miró un segundo y después a Julianna:
—Si te acompaña tu hermana y no os deja a solas, me parece bien. Después me explicarás.
Hizo un gesto solemne con la mano, sonriéndola. Amelia se inclinó depositó un beso en su mejilla y contestó:
—Prometido. Si es quien yo creo, tía, estoy convencida de que será de tu agrado.
En cuanto dijo eso el rictus de Max se tensó de un modo más perceptible que antes, y algo dentro de Julianna tenía ganas de gritar a Cliff “Teníamos razón, teníamos razón”. Cliff, que había permanecido en la puerta, en cuanto le alcanzaron las dos damas les ofreció un brazo a cada.
—Me encantará acompañaros y será un placer conocer a un amigo de mi querida Amelia.
Ambas lo entendieron como lo que era, ni una pregunta ni una sugerencia, sino una imposición.
La sala azul estaba a poca distancia, por lo que nos les dio tiempo a ninguno a formular pregunta alguna, “gracias a Dios“ suspiró para su interior Amelia, sin embargo, de lo que ella no se dio cuenta fue de que Max los había seguido y que presenciaría la primera parte del encuentro.
Entraron en la sala y junto a una de las puertas de acceso a la terraza se hallaba, de pie, elegantemente vestido y con una postura serena pero que rezumaba seguridad, la figura de un hombre joven, alto, de anchas espaldas y complexión atlética, con el pelo de color bronce bruñido y con algunos rizos cayendo justo hasta el nacimiento de la nuca. Se giró en cuanto los escuchó entrar e hizo una perfecta, elegante y desenvuelta inclinación. Miró a los tres anfitriones pero, en cuanto posó los ojos en Amelia, que le hacía una serena reverencia, ya no los desvió a ningún otro de sus acompañantes. Sonrió y sus enormes ojos azul aciano brillaron con cierta diversión infantil.
Amelia lo reconoció al instante, y tras un momento de indecisión en cuanto él dio un paso en su dirección ensanchando la sonrisa y diciendo: “Me alegro de verte, carboncillo“, Amelia se acercó a él decidida y lo abrazó, dejando que él también lo hiciese por unos segundos, riéndose los dos. En cuanto la soltó, Amelia, con una deslumbrante sonrisa, casi gritó
—¡Doody! —Se rio y lo miró ¿De verdad eres tú? —Se separó de él un par de pasos–. Estás, estás…
Él la interrumpió:
—Creo que tan cambiado como tú. Mírate, estás tan mayor y preciosa. Eres toda una dama por lo que veo… — Se rio.
Amelia, algo ruborizada, lo miró:
—Y tú… —Miró la tarjeta y después preguntó—. ¿Marqués? ¿De verdad? ¿Cómo es posible?
El soltó una carcajada y después se encogió de hombros:
—Es una larga historia, pero sí, soy marqués, por increíble que pueda resultar.
Se escuchó un carraspeo masculino detrás de ellos. Amelia se giró deprisa y ruborizada se acercó con un brazo extendido a Julianna y a Cliff y tomando del brazo a Juls, se giró a su invitado y señaló:
—Disculpadme todos, he sido una desconsiderada. Dood… Lord Calverton, permita que le presente a mi querida hermana lady Julianna de Worken y a su marido, lord Cliff de Worken, vizcondes de Plamisthow. Julianna, Cliff, lord William Calverton, marqués de Drundy.
—Es un honor conocer a un buen amigo de mi hermana, milord. —Señaló Julianna con cierto tono en su voz que les avisaba de que aclarasen las circunstancias de su amistad.
Cliff le extendió la mano.
—Permita darle la bienvenida a nuestra casa. —Miró a Amelia y después a él—. ¿Le apetecería unirse a nosotros a tomar el té?
Amelia lo miró con alarma. Todas las damas de la familia alrededor de Doody. Antes de que tuviere que contestar, ella se adelantó:
—Creo, Cliff, que si lord Calverton no tiene inconveniente, preferiría que diésemos un paseo por los jardines. Podremos hablar con tranquilidad y ponernos al día. Han pasado muchos años.
Sonrió a su invitado con clara intención de que no se opusiere a su sugerencia.
Se inclinó hacia Amelia haciendo una reverencia ligera y señaló:
—Me encantaría pasear y poder contarnos nuestras mutuas hazañas y desventuras de estos años.
Cliff miró de soslayo a Julianna, que hizo lo mismo con él y cruzaron una mirada.
—En ese caso, podríamos caminar por los jardines de frutales. —Sugirió Cliff—. Es el preferido de Amelia. —Hizo un gesto despreocupado con la mano en dirección a una de las cristaleras.
Lord Calverton asintió y le ofreció el brazo a Amelia, que tras tomarlo lo guio por delante de la pareja que les acompañaba.
Amelia le susurró:
—Dentro de escasos instantes querrán saber de qué nos conocemos. Toda mi familia conoce mi origen, pero dado que para una dama es muy comprometido carecer de pasado —hizo una mueca—, nadie más que ellos conoce mi origen o mi falta de él. —Miró a su acompañante y preguntó—: ¿Debo decir que nos conocimos en otro sitio que no sea el orfanato?
Él la miró y sonrió:
—No. Mi origen no es un secreto para nadie y, dado que soy varón y, además, ostento título, dudo que me perjudique, y si alguno de mis pares encuentra desdeñable o criticable el que mis primeros años los pasase en un orfanato, es problema suyo, no mío.
Amelia se rio.
—Veo que no has cambiado más que en apariencia. —Sonrió y con firmeza añadió—. Me alegro.
El posó su mano en la que Amelia tenía en su manga y tras apretársela por unos segundos añadió:
—Y yo me alegro de comprobar que no soy el único que conserva su “esencia”.
Los dos se rieron. Estaban ya a la altura de los jardines y entonces Amelia se paró y le dijo
—Entonces creo que puedes confiar en mi familia. Puedes hablar con libertad con ellos. Verás que no son como esos “pares con problemas” a los que hacías referencia. Si bien todos ostentan título desde nacimiento, por fortuna, ellos también tienen “esencia”.
La miró un instante y sonrió. Se giró para poder mirar a la pareja que camina tras ellos y cuando se reunieron a la misma altura señaló
—Imagino que se preguntarán cómo siendo tan buenos amigos Carbonci…, disculpen. —Miró divertido a Amelia—. La señorita Mcbeth…
Amelia le dio un codazo interrumpiéndole:
—Amelia, si no te importa.
Él se rio.
—Amelia no conocía mi actual situación.
Amelia se rio.
—Debe ser una gran historia, de Doody a lord Calverton.
Él carraspeó y la miró sonriendo:
—No provoques… —movió el dedo frente a ella—. De carboncillo a señorita Mcbeth.
Los dos se rieron mientras que Cliff estaba a punto de asesinarlos, aunque ya había deducido que debían conocerse del orfanato, sin embargo, el que un hombre apuesto, que ahora decía ser marqués y aparentemente rico, tuviere esa clase de familiaridad con su hermana pequeña, le empezaba a elevar el instinto de protección a cotas muy, muy altas, eso sin añadir que le enervaba esa complicidad tan manifiesta entre un caballero y Amelia. Julianna intervino entonces, y dado que aún no se habían adentrado en los jardines, señaló:
—Creo que sería mejor y más agradable que nos contase su historia en común en la terraza. Podríamos sentarnos y pedir un refrigerio. ¿Te parece bien, Mel?
Amelia asintió y los caballeros no tuvieron más remedio que asentir. Tras sentarse cómodamente en la terraza y con unas limonadas y licores extendidos artísticamente por Jeffries junto a algunos emparedados y dulces, fue Amelia la que encarriló la situación.
—Dood… Lord Calverton. —Negó con la cabeza y lo miró—. Te pido perdón pero me va a costar un poco asociarte a ese título. Tendré que hacer un esfuerzo para no llamare Doody.
Él sonrió.
—Llámame William si lo prefieres. Reconozco que hay veces que sigue extrañándome mi propio nombre.
—William entonces, al menos cuando estemos en familia. —Miró a Julianna—. Si he de ser sincera, tampoco conocía tu verdadero nombre antes.
Se encogió de hombros.
—Es más fácil para los niños llamarse por sus apodos, sobre todo, para aquellos que carecen de nada más que eso.
Amelia asintió.
—En ese caso, William. ¿Qué ha sido de ti todos estos años? Lo último que recuerdo es que una mañana, al despertarnos, tú ya no estabas y las hermanas solo dijeron que habías seguido tu camino. —Muy convenientemente ambiguo.
Por un segundo Amelia sintió la tristeza de aquel momento, la pérdida de un amigo, del único en realidad que había tenido hasta entonces.
Él pareció también recordar y casi tardó en contestar. Miró con seguridad a todos y dijo:
—Supongo que lo mejor será que empiece desde el principio. —Miró a Julianna y a Cliff y después de nuevo a Julianna—. Aún me acuerdo de vos. Era más joven que yo. La recuerdo como la hija de uno de los arrendatarios de la zona que venía a leerles a los más pequeños. Siempre aparecía cargada de libros, de dulces y golosinas para todos. Los más pequeños la llamaban Galuchí[1].
Amelia se sonrojó cuando comprobó que Julianna la miró.
—¿Galuchí? —preguntó Julianna desconcertada.
William se rio y Amelia respondió un poco avergonzada:
—¿Te acuerdas de Phil? El pequeño niño de piel aceituna que se sentaba entre tus pies en cuanto te veía leyendo. Era de origen gitano y durante un tiempo hablaba solo caló, la lengua de sus padres, y apenas entendía dos palabras de inglés. Él te llamaba Galuchí que en su lengua significa azúcar. —Julianna se puso de color grana a la vez que se enterneció—. Y lo repetía tanto que, al final, todos acabamos llamándote así. —Se encogió de hombros y añadió—: Quizás debiera habértelo contado, pero debes considerarlo con la misma intención con la que lo decíamos todos, como un halago, el mejor de los piropos. La primera vez que le diste un caramelo fue la primera que escuchamos su voz, al menos yo no recordaba haber escuchado antes la voz del pequeño Phil. —Miró a William—. Bueno, supongo que Phil fue nombre que le dieron las hermanas.
—Supongo que sí. —Asintió William.
—Es, es, es muy tierno, Mel, y desde luego, halagador —dijo Julianna visiblemente emocionada. Pero después miró a William—. Creo que le debo una disculpa porque, ni siquiera ahora, logro recordarle.
William sonrió.
—No se preocupe, milady, yo era de los mayores, incluso mayor que usted cuando empezó a visitarnos, pero por mi parte confieso que la recuerdo con nitidez. —Sonrió—. Sobre todo por los pasteles de cumpleaños. —Miró a Cliff—. Su esposa, aun siendo una niña de apenas diez u once años, llevaba a los más pequeños un pastel de cumpleaños que hacía ella misma. Recuerdo que llegaba acompañada de su padre, un hombre que, por aquel entonces, nos parecía enorme y un poco intimidante, pero siempre nos trató con mucho respeto a todos. Con los años he llegado a entender que, con título o sin él, era un caballero y trataba a los demás con respeto, en función de sus acciones, no de su origen.
Julianna sonrió.
—Gracias. Cuando aún era muy pequeña para hacer el camino yo sola, no me dejaba ir al orfanato sin él. Tenía que cruzar el pueblo y ya sabe cómo es la gente de zonas tan pequeñas. Yo también recuerdo que me llevaba y después me recogía para devolverme a casa y que, a veces, jugaba con los más revoltosos mientras me esperaba. Creo que él disfrutaba de esos momentos. —Suspiró y se enderezó un poco al tiempo que sonreía—. Todos hemos cambiado mucho desde entonces, ¿no cree?
—Desde luego. Algunos hemos recorrido un extraño camino hasta aquí. Lo que me trae de vuelta a mi historia. Carbonc…, disculpen, a mí también me resulta algo impactante asociar su recuerdo a su nombre, disculpa, Amelia. —Ella solo sonrió—. Amelia y yo nos criamos juntos en el orfanato. Yo permanecí en él hasta los quince—Se giró—. ¿Y tú Amelia?
—Hasta los catorce.
—Entiendo. Amelia y yo nos llevábamos bastantes años, ocho, si no recuerda mal, pero al habernos criado desde que éramos bebés allí, supongo que era lógico que nos conociésemos bien y desarrollásemos un vínculo especial. Hay una diferencia entre los niños que son abandonados por los padres o que los pierden cuando son algo mayores, de aquéllos que, desde la misma cuna, están solos. No conocíamos otro hogar que aquel orfanato ni otra familia que los niños que se hallaban a nuestro alrededor.
Amelia asintió corroborando esa percepción.
—Es el único lugar que conoces en el mundo.
—Yo era, por aquel entonces, uno de los más brutos.
—No es cierto. —Se quejó Amelia—. Tú eras de los más grandes, sí, pero nunca fuiste un bruto. Nunca te aprovechaste de tu tamaño ni de tu fuerza para intimidar a los demás. Lo contrario, siempre defendiste a los más pequeños y, sobre todo a mí, de los abusones y de los niños del pueblo.
—Gracias, Amelia, pero no me conviertas en un héroe. Solo defendía a los que eran como yo de aquéllos que nos consideraban… bueno, diferentes. —Suspiró—. Amelia era la más tímida de todas las niñitas pero también, lista como un ratoncito. Siempre leyendo, cuidando del jardín y del huerto y dibujando. —Se rio—. Siempre buscando carboncillos para dibujar sus paisajes y siempre con manchas por su pequeña y blanca carita por el carboncillo o la tiza. —Se volvió a reír mientras Amelia se ponía toda colorada—. Gracias a su paciencia aprendí a leer. No se rindió conmigo. Yo era, como decía, un bruto, no conseguía aprender nada.
—No digas eso, Doody. —Se enfadó—. Nunca fuiste un bruto. Eras más listo que todos los niños del orfanato y mucho más listo que yo, solo que no te gustaba prestar atención en la escuela y no estabas quieto ni dos minutos. —Resopló—. Siendo de los mayores eras más revoltoso que los pequeños.
William se rio a carcajadas.
—Y tú, en cambio, eras tan tranquila y paciente como el santo Job. Y tan tenaz y cabezota como para lograr que aprendiese a leer.
Amelia resopló y se cruzó de brazos.
—De nada, Doody. —Él se rio de nuevo—. Y ¿qué pasó para que te marchases?
—Ah, bueno —dijo en tono de resignación—. Supongo que esa es la parte interesante de la historia. Aunque, en mi opinión y experiencia práctica, también la más triste. —Miró a Cliff—. Acabo de darme cuenta de quién sois vos, milord. Le pido disculpas. Hago negocios con vos a través de uno de mis abogados.
Cliff, que a estas alturas tenía que reconocer que le empezaba a agradar ese hombre sentado frente a él con mirada tranquila y sonrisa fácil y amable, lo miró con una atención diferente, no cómo pretendiente de Amelia sino como hombre, y levantó la ceja.
—Lo lamento pero, al igual que mi esposa, no logro recordarle.
—Es lógico, ya que nuestra relación se realiza a través de una de mis empresas. Comercio con metales para las fábricas que tengo cerca de Gales. Herston Inc. Para ser exactos.
Cliff se incorporó un poco en su asiento:
—¡Vaya! Ahora sí estoy asombrado. —Miró a Amelia para aclarárselo–. El marqués es el propietario de las mayores fábricas de piezas para los nuevos ferrocarriles. Es realmente impresionante, si me permite decirlo.
Él hizo un gesto con la cabeza y señaló:
—No tanto como encontrar un aristócrata que no me censure verbalmente o con la mirada ni me reproche mi interés por el comercio y por el trabajo.
Cliff se rio con verdadero entusiasmo:
—Se sorprendería, amigo mío, se sorprendería… —Sobre todo, pensaba, cuando se enterase que su querida amiga de la infancia y su hermana y adorada esposa eran las herederas de la mayor fortuna comercial de todo el reino.
—De nuevo me he desviado. Mis disculpas. Como Amelia ha señalado tan acertadamente, tiendo a distraerme con facilidad.
—Yo no he dicho… —Negó con la cabeza–. Ah, ¡Qué más da…! —Hizo un gesto con la mano para instarlo a continuar. Él se rio divertido.
—Siempre me resultó muy fácil hacerte enfadar y empiezo a recordar lo divertido que era. —Se rio un poco y cuando Amelia iba a darle un golpe en el hombro, él se removió y puso la manos en alto—. Está bien, está bien, me disculpo de corazón, ya paro.
Bebió un poco del licor de su copa antes de continuar:
—Una tarde, la hermana Katherine me llamó a su despacho, cuando entré, sentado frente a ella, se encontraba un anciano caballero y un hombre que después supe era su abogado. Me hicieron sentar junto al caballero, que no paraba de inspeccionarme a conciencia desde el mismo instante en que abrí la puerta. Allí me informaron de mi nueva condición. La de heredero del marquesado de Drundy. Sorprendente, ¿no es cierto? En escasos diez segundos pasé de niño sin familia a futuro marqués. —Amelia notó cierta amargura y frialdad en su tono—. Pues eso solo fue el comienzo. —Respiró—. El anciano resultó ser el marqués y mi abuelo. Me explicaron, muy brevemente, que yo era hijo del anterior heredero del marquesado, el único hijo de ese anciano. Hijo que, en contra de los deseos de su padre, se casó con una joven de una posición y clase inferiores y que tuvieron un vástago varón. Ese era yo. Mi madre murió en el parto y mi padre se presentó conmigo delante del marqués. Este, que consideraba el peor de los insultos no solo la desobediencia de su hijo sino el atreverse a engendrar a un hijo con alguien que no consideraba digno ni de pulir sus botas, exigió que renunciase a mí para poder ser reconocido de nuevo como su heredero y, a pesar de haber sido fruto de un matrimonio legal y, por lo tanto, hijo legítimo, a los ojos de ese hombre no era más que sangre sucia y, desde luego, no lo bastante digno para ser el futuro sucesor de su casta, de su emblema y de su casa. De modo que me abandonaron, siendo un bebé, en Saint Joseph, y continuaron sus vidas como si no existiese. Mi padre se volvió a casar con idea de dar un heredero verdaderamente digno al marqués, y habrían ocultado mi existencia y mis derechos de no ser porque el fruto de su nuevo matrimonio fue una hija y mi padre murió sin tener más descendencia pocos años después. Justo castigo a su iniquidad, supongo. El marqués buscó entre el resto de sus parientes un varón al que ceder el título pero, al no hallarlo, recurrió al niño que podría “rescatar” para valerse de él a su antojo, al fin y al cabo, mis padres se casaron y no era ilegítimo.
Volvió a beber un sorbo de licor y Amelia notó cómo se habían oscurecido sus ojos. Había una profunda tristeza y soledad en ellos.
—Me sacaron del orfanato esa misma noche y me explicaron cuáles serían mis deberes a partir de entonces. Estuve a punto de mandar a ese viejo cruel y egoísta al cuerno y olvidar todo lo que acababa de escuchar y, aún hoy, sigo sin explicarme qué fue lo que realmente me detuvo. Quiero pensar que fue mi deseo por saber lo que se siente teniendo una familia e incluso por saber quién era yo a través de esa familia. Pero dadas las circunstancias, ahora sé que, en ocasiones, es mejor no tener familia que ser criado por buitres y gente sin corazón. —Miró a Julianna y a Amelia—. Les ruego no me juzguen duramente por la frialdad con la que me refiero a ellos, pero, siendo justo, era preferible su ignorancia y olvido al trato que posteriormente la mayoría de ellos me dispensaron.
—No se disculpe, milord. Por desgracia, algunos de nosotros conocemos de primera mano la desgracia de compartir sangre con algunas personas que no merecen ni el cariño ni la preocupación de los que algún día disfrutaron. —Dijo Julianna al tiempo que Cliff le tomaba y apretaba cariñoso la mano recordando a los tres hermanos de su esposa que no eran dignos de llamarse hombres, y menos aún hermanos de su diosa.
William sonrió agradecido por la comprensión.
—Si el desdén y el desprecio de mi abuelo lo pude comprobar y sentir desde el primer momento, el del resto de mis familiares no quedó oculto, una vez me fueron presentados, en ningún momento. Más bien, debería decir, que parecían disfrutar haciendo gala del mismo en mi presencia. Pero me estoy adelantando. Como decía, me montaron en un carruaje y empezaron a señalarme qué deberes tendría. El primero, más que un deber fue una imposición que dejaron claro no debía jamás ignorar y, menos aún, desobedecer. Me ordenaron, me advirtieron, que, desde ese preciso momento y en adelante, tenía prohibido relacionarme con nadie de mi pasado, al menos no hasta que fuese marqués y, para entonces, esperaban haberme reformado tanto que estaban convencidos de que sería yo el que no querría recordar mi vida y mis experiencias anteriores. Craso error por su parte, he de decir. No hubo día en que no recordase mis años en Saint Joseph porque, a la postre, fueron mejores que los inmediatamente posteriores. Además, no era yo el que debía avergonzarse de haber estado en un orfanato, sino ellos por ser los responsables de que, en mis primeros años de vida, careciese de familia, de medios y de la educación y modales que ellos estimaban necesarios para asumir mi nueva posición en la sociedad. Me llevaron a una propiedad del marqués cerca de Edimburgo, es decir, lo más lejos posible de conocidos, familiares y amigos, al menos hasta que me hubiesen “pulido”. Allí permanecí hasta los dieciocho años rodeado de instructores, preceptores, profesores de todo lo que se consideraba necesario para un caballero y más todavía, para un marqués. Transcurrido ese período y, cuando el viejo dragón de mi abuelo, al que solo vi en dos ocasiones durante esos años, consideró que estaba preparado, me llevaron hasta la casa ancestral familiar donde fui “presentado” al resto de ellos. Eran tan arrogantes, pomposos y tan fríos como el viejo, y dejaron claro que me consideraban, a pesar de haberme “pulido”, un bárbaro, un bruto, o simplemente basura o calaña. Durante los años en que estudié en la universidad y, posteriormente, recibí formación para llevar adecuadamente el marquesado, muchos de ellos me despreciaron a la cara o me negaban en público y, desde luego, no tuvieron reparo en intentar dejarme en evidencia a la menor ocasión. Claro que, el destino pone a cada uno en su sitio, o eso me gusta creer. Ahora que el viejo ha muerto y soy el marqués, muchos de ellos dependen de mi generosidad, de modo que se cuidan mucho de desairarme o hacerme algún desplante en público. A mis espaldas… bueno, eso ya es otra cosa, pero ya se cuidarán de que no llegue a mis oídos por su propio bien.
—¿Y tu hermana? —Preguntó Amelia–. Dijiste que tenías una hermana ¿verdad?
Él asintió.
—Si mi abuelo era frío, ella es un témpano. La educaron para ser fría, calculadora, egoísta y altanera y no puedo sino afirmar que ha sido una alumna aplicada y aventajada. Es tan arrogante y soberbia como el resto de la familia. Me mantengo muy lejos de ella. He asumido mi responsabilidad para con ella pero me niego a que, si algún día tengo familia, ella esté cerca para transmitirles a mi esposa o a mis hijos los valores, principios y la crueldad de la que hace gala con orgullo. —Negó con la cabeza y después se rio—. Si me desprecian por ser hijo de quien soy hijo, imagínense lo que provoca en sus sangres azules saber que el marqués y cabeza de familia se dedica de forma habitual a algo tan sucio y depravado como el comercio y los negocios. Aunque eso me ha convertido a mí y al marquesado en un hombre y una casa con una vasta fortuna.
—Es increíble, Dood… William. Realmente no sé si decirte que me alegro de que ahora seas marqués o que lamento que hayas tenido que pasar por esas experiencias.
Amelia lo observó algo apenada.
—No te apenes, carboncillo. Sigo siendo yo, solo que ahora soy más culto, al menos en apariencia. —Sonrió malicioso—.Más rico y sobre todo, más temible para aquellos que se meten o abusan de los “diferentes” —Se rio despreocupado—. De lo único que me arrepiento es de haber cumplido la promesa que me forzaron a hacer de alejarme de Saint Joseph. El viejo murió hace unos meses y es ahora cuando he podido, con la conciencia tranquila, regresar. —La miró y sonrió—. Y ¡qué sorpresa me he llevado cuando la hermana Katherine me ha contado tu nueva vida!
Amelia gimió y ella y Julianna se miraron.
—Tendremos que hablar con la hermana para que no… —dijo Amelia antes de ser interrumpida.
—Hazlo Amelia, pero no te preocupes por mí. Para mí siempre serás carboncillo, pero ante el resto del mundo fingiré que eres la señorita Mcbeth a la que unos conocidos me han presentado, amablemente, y a la considero un digno ejemplo de joven dama.
—Vaya, señor marqués, muy amable, sobre todo viniendo de alguien capaz de colarse en el presbiterio de una iglesia para robar el vino de la comunión.
Amelia alzó la barbilla en falso enfado. Él se rio a carcajadas.
—¡Santo cielo! ¡Sí que tienes memoria! ¿Qué edad tenías entonces, cinco, seis años? ¿Cómo es posible que lo recuerdes?
—Cinco. Y por la sencilla razón de que, para que no te pillasen con él, nos lo diste a beber a todos los del cuarto del desván y acabamos todos beodos.
Él volvió a reírse al igual que Cliff y Julianna.
—No recordaba esa parte. —Sonrió y entrecerró los ojos—. Pero tienes razón, gracias a eso me libré de una severa reprimenda y de un castigo de las hermanas.
—No te sientas tan orgulloso —dijo Amelia riéndose por fin—. Eras una mala influencia.
—¿Dónde se aloja, milord? —preguntó Cliff.
—William, por favor. He comprado Hertbel Hall y la estoy reformando antes de regresar a Londres. Quiero reformar Calverton House y convertirlo en un hogar, no en el recuerdo de un viejo avaro y egoísta.
—¿Has comprado Hertbel? ¿De veras? —Lo miró con los ojos muy abiertos.
—Cada vez que pasábamos por allí todos los niños del orfanato decíamos que algún día la compraríamos, ¿recuerdas?
Amelia asintió.
—Pero creo que tú eras el único que lo decía en serio. Me alegro, Doody. Siempre te gustó la casa. Pero estará muy deteriorada, ¿no?
Él sonrió con clara satisfacción.
—Ya no. Aún quedan algunas reformas y decorar una gran parte de ella, pero lo más importante ya está terminado. Me encantaría enseñártela. Si no recuerdo mal, siempre creíste que debía tener un jardín magnífico y, aunque requiere tanta reparación y cuidado como la casa, puedo asegurarte que, una vez acabemos, será tan magnífico como imaginabas. ¿Sigues cultivando plantas, flores y teniendo un huerto o ya no te gusta ensuciarte los bonitos vestidos? —dijo alzando una ceja, desafiante.
Ella sonrió y orgullosa alzó la barbilla y dijo:
—Ahora soy peor.
—Mucho peor —dijo Julianna
—Infinitamente peor. —Añadió con un deje burlón Cliff mirando socarrón a Amelia.
Amelia les miró con el ceño fruncido y después se rio.
—No les hagas caso… O quizás… —Hizo una mueca compungida—. Y tú. ¿Sigues haciendo esas figuritas de madera? —Miró a Julianna–. Tenía verdadero talento esculpiendo en cualquier tipo de madera. Hacía juguetes en Navidad para que los pudiésemos compartir todos.
—Oh. ¿El caballito de madera que conservas del orfanato es suyo? —Preguntó Julianna, y Amelia asintió—. Verdadero talento, milo… William, desde luego, más teniendo en cuenta que lo haría siendo un niño. Es magnífico.
—¿Verdad que sí? —dijo sonriendo orgullosa Amelia–. Nos hizo uno a cada una de las niñas que nacimos en el orfanato. Bueno, a las que nos entregaron siendo bebés.
William se sonrojó apenas un poco.
—No creo que tenga excesivo talento, pero he de reconocer que sigo con esa afición. Me ayuda a relajarme y a pensar.
—Tiene verdadero talento, William —dijo segura Julianna—. Mi hija mayor está enamorada de esa figurita. ¿Verdad, Amelia? Si algún día desaparece, ella será la primera sospechosa, me temo.
Amelia se rio.
—Pobrecilla, no es capaz de eso. —Miró a William y añadió—: Pero es cierto que la admira sobremanera y cada vez que duerme conmigo se la pone en la mesilla de noche para mirarla hasta dormirse.
—William —intervino Cliff de nuevo—. Pues si tan cerca está, nos encantaría que cenase con nosotros esta noche. Estoy convencido de que a toda la familia le gustará conocerlo, especialmente, a la tía de mi esposa y de Amelia. Si no tiene un compromiso previo, podría acompañarnos.
William miró a Amelia y después a él.
—Me encantaría, por supuesto. Sería un honor, pero no quisiera causar ningún inconveniente.
—Por supuesto que no. —Intervino Julianna—. Cenaremos a las ocho. Por favor, no se preocupe si se retrasa un poco. Comprendemos que es muy precipitado y que aún tiene que regresar a casa y volver.
—Doody, te acompaño a la puerta y así te dará tiempo. Además, tendremos aún toda la noche para hablar. —Se pusieron de pie y cuando ya se alejaba caminando con él, añadió—: De verdad, he sido afortunada, comprobarás que mi familia es una bendición.
Sonrió como ella hacía cuando hablaba de ellos y a William le brillaron los ojos especialmente. Amelia se marchó con él unos minutos para despedirlo y mientras, Cliff y Julianna entraron en la casa cogidos de la mano.
—Veo que no soy el único que encuentra esto interesante —dijo mirando la sonrisa de Julianna—. Creo que Max va verse obligado a competir por Amelia porque, de momento, él tiene su corazón pero lord Calverton tiene una infancia en común con ella y, por lo que revelan sus ojos, un vívido interés en hacer de ella una marquesa.
Julianna se rio suavemente.
—Creo que esto hará que Max se vea obligado a revaluar sus sentimientos más rápidamente. Solo espero que no sea demasiado tarde cuando comprenda lo mucho que ama a Mel. Hasta un ciego puede verlo. —Su gesto se puso serio—. Cliff, tenemos que hacerle ver la verdad, antes de que su testarudez o su orgullo lo alejen de Mel.
Cliff se llevó su mano a sus labios, la giró y besó con ternura la parte interna de la muñeca.
—Lo intentaremos, cariño. No nos rendiremos. Ninguno de nosotros conoce la palabra rendición ¿verdad? —Julianna asintió.
Max se vestía con ayuda de su valet para la cena. Rechazó varios lazos. Varias veces desató el nudo que su ayuda de cámara había tardado muchos minutos en hacer. Incluso derramó parte de la esencia que usaba tras el afeitado sobre la mesa del vestidor. Estaba de mal humor. Era evidente. Pero nada en comparación a como lo estaría escasos minutos después. Llamaron a la puerta mientras se terminaba de acicalar. Su valet abrió y permitió la entrada de Cliff, que se sentó en la otomana cercana a la ventana. Permaneció en silencio varios minutos.
—¿Y bien? —Le apremió Max mirándolo de soslayo–. Me imagino que no habrás venido a ver cómo me anudo el corbatín.
Cliff se rio.
—Por muy entretenido que pudiere resultar, lo cierto es que no. He venido a advertirte de que tenemos un invitado a cenar. El marqués de Drundy.
Haciendo un esfuerzo por no girarse con fuerza y preguntarle a gritos qué demonios hacía. ¿Cómo se le ocurría invitar a un depredador a cenar? Se controló y mirando por encima de su hombro e intentando mostrar indiferencia señaló:
—Advertido quedo. ¿Y la razón de que sea necesario advertirme es…? —Alzó la ceja impertinentemente.
Cliff sonrió intentando controlar una carcajada mientras contestaba con aire de relajada indiferencia a su tono:
—La razón es que Juls me ha pedido que te diga que espera seas amable con él. Le ha causado una agradable impresión esta tarde y, lo que es más importante, Amelia parece tenerle sincero aprecio. Así que, en palabras de mi querida esposa “sé bueno”.
Max se giró con suavidad, procurando no parecer ansioso.
—¿Intentas decir que nos hallamos ante un nuevo pretendiente?
“Ahí está”, pensó Cliff, “El juego ha empezado…”.
—Intento decirte que, de momento, no sé qué intenciones tiene el marqués pero, de tener alguna, ha empezado con buen pie. No solo parece agradar a mi esposa y, por lo tanto, a su posible futura cuñada, sino que, además, es el único por el que Amelia parece haber mostrado algo de interés.
—Así que le gusta ese marqués —inquirió él tragándose para sí un exabrupto.
—Si por gustarle te refieres a algún interés romántico, creo que es pronto para aventurarse en ese tipo de pronósticos, pero lo que sí puedo aseverar, sin riesgo a equivocarme, es que parece la clase de hombre que podría llegar a interesar a Amelia seriamente. Tienen un pasado común, parecen compartir cierta afinidad y, si quieres mi opinión, el marqués parece realmente interesado en ella. Al menos después de esta tarde. He notado cierto… —Hizo un gesto teatral con la mano.
—Cierto ¿qué?
Max ya empezaba a revelar su ansiedad, que era lo que Cliff quería, ponerlo en guardia y hacerle ver la necesidad de prestar atención o, de lo contrario, acabaría lamentándolo.
—Oh, vamos, Max —respondía con aire de pesadez—. Tú y yo hemos estado miles de veces en una situación similar. Presumo que tú seguirás encontrándote en esas situaciones a menudo, yo hace tiempo las dejé atrás.
—¿Quieres, por favor, traducir esa sarta de tonterías? ¿Qué situaciones?
El mal humor de Max parecía llegar a cotas considerables.
—¡Por Dios, Max! ¿Desde cuando eres tan obtuso? Mirar a una mujer con deseo.
—¡Por todos los santos, Cliff! Se supone que has de cuidar de ella, no dejarla en bandeja de plata a todo depredador que se le acerque.
—Salvo que ese depredador tenga intenciones firmes y honorables y la dama consienta sus atenciones. No solo es a Julianna a la que ha agradado el marqués. Puedo asegurarte que, de todos los pretendientes que han asediado a Amelia este año, este es el único al que me plantearía conceder su mano si es que ella llegase a aceptarlo. Parece un candidato idóneo. Título, fortuna, inteligencia y encajaría bien en la vida de Mel. —Se había levantado de su asiento y se dirigía a la puerta cuando giró y añadió—: Yo que tú me andaría con cuidado, parece que otro lobo se acaba de meter en tu gallinero.
Cerró la puerta tras de sí, dejando a Max mirándola por varios minutos.
“Qué estupidez. Si es un buen partido, pues adelante. ¡Qué más me da a mí ¡Le tengo cariño a Amelia, pero no es mi gallinero. Por mí que se la quede…”. En cuanto este pensamiento fruto de su mal humor le cruzó por la mente algo en su interior se removió. Algo dentro de él clamaba al cielo. Respiró hondo para desprenderse de esa sensación y bajó al salón.
Permaneció unos minutos sin entrar en la sala, lejos de la vista de todos que no habían notado aún su presencia. De nuevo esa sensación. Había clavado los ojos en Amelia y era incapaz de apartarlos de ella. Vestida con un bonito tono verde musgo que realzaba la nívea suavidad de su piel contrastando maravillosamente con el azabache de su melena, que caía en un recogido flojo alrededor de sus hombros, parecía un sensual duendecillo recién salida del bosque. Departía sonriente con su tía y el conde. Sonreía, reía y ese sonido musical, suave y cautivador parecía llamarle desde lo lejos. Esa dulzura e inocencia se mezclaban ahora con una sensualidad y una exquisitez femenina que él no había percibido antes en ella, ¿o sí? Notaba una conocida tensión en ciertos músculos de su anatomía. La risa ronca y fuerte de su padre al otro lado de la estancia le sacó de su ensoñación. ¿Qué estaba haciendo? ¿En qué demonios pensaba? Era Amelia, la pequeña Amelia. No era de la clase de mujeres en las que se fijaba. Él las prefería experimentadas, maduras, sin complicaciones. De nuevo se removió incómodo en su interior y aparcó a un lado esas sensaciones. Respiró hondo y entró, evitando deliberadamente el sitio donde había visto a Amelia, incluso esta noche de buena gana charlaría con su reciente cuñado.
El mayordomo anunció al marqués y fueron Cliff y Amelia los que se acercaron a darle la bienvenida y, posteriormente, lo presentaron al resto de los presentes. Max lo observaba, lo estudiaba mientras saludaba a sus parientes. Por un instante, realmente se sintió como un lobo al que invadían su gallinero, porque en más de una ocasión, en esos escasos minutos, se le cruzó por la cabeza la frase “son míos, mi familia, míos”, y viendo a Amelia de su brazo, sonriente, haciendo las oportunas presentaciones, tuvo el impulso de agarrarla y alejarla de él, apoyar su mano en su brazo y reclamar ese lugar como su lugar, como el sitio adecuado para ella. De nuevo, se removió cada vez más tenso, cada vez más incómodo.
—Max, permite que te presente a un viejo amigo. Lord Calverton, William, lord Maximiliam Rochester, un gran amigo de la familia. Es hijo del almirante y hermano de lady Eugene. Lord Rochester, Max, lord William Calverton, marqués de Drundy.
Ambos hicieron la cortesía de rigor.
—Es un honor, milord —dijo William con seguridad y con la mano de Amelia aún sobre su manga.
El deseo de Max de separarla de él cada vez era mayor, tenía feroces deseos de arrancarla de allí y darle varios azotes, u otras cosas. Suspiró en su interior.
—Milord —contestó con aire aparentemente ausente Max—. Díganos ¿qué le ha traído por estas tierras? Si me permite preguntarlo.
—Por supuesto. Varios son los motivos que me han traído de vuelta al condado. El primero es que estoy reformando Hertbel Hall. Es una propiedad a la que me siento sentimentalmente unido y, por fin, he conseguido adquirirla y reformarla para hacer de ella un hogar.
Max alzó una ceja, pero fue Amelia la que señaló:
—Estoy segura de que sabes de qué propiedad se trata, Max. Es la que está cerca de las colinas de Norte, al otro lado del bosque. La casa de los dos grandes torreones.
Max asintió mientras que Julianna y Cliff se acercaban a ellos y se unían al grupo.
—Sí, recuerdo la casa. Le felicito, lord Calverton, es una magnífica adquisición, sin duda. Aunque si no recuerdo mal estaba en una condiciones algo descuidadas.
William se rio.
—Ese es un eufemismo muy amable, no cabe duda. —Se rio negando con la cabeza claramente divertido—. Estaba casi en la ruina. Prácticamente hemos tenido que reformarla desde los cimientos manteniendo, no obstante, la estructura original. Sin embargo, y aun cuando está resultando un trabajo harto complicado, lograr, paso a paso, devolver la vida a ese enorme caserón, aún es más gratificante de lo que había imaginado. Como si recuperase o trajese al presente una parte del pasado y hacerlo en base a los sueños, casi olvidados, de la infancia. Creo que será un hogar magnífico una vez esté terminado.
A Max se le erizó la piel con la mirada de soslayo que lanzó a Amelia cuando hablaba de hogar “maldita sea”, meditó, “ofrecer a Amelia una magnífica propiedad cerca de los suyos y calificarlo de hogar era un aliciente difícil de ignorar”.
Max miró a Cliff, que sonreía y que le lanzaba miradas de “ya te lo advertí, amigo, luego no vengas a quejarte”. Pero ¿qué le pasaba? Tenía que ser su instinto de protección, perfeccionado a lo largo de los años con Eugene. Sí, sí era eso porque la alternativa… de nuevo se removió en su interior cada vez más incómodo. No, no, él no tenía celos, solo se preocupaba de Amelia como lo que era, casi una hermana. De repente resonaba con fuerza como un eco punzante el “casi”.
Las voces de la conversación que continuaba a su alrededor parecían mitigadas en su mente. Observaba al marqués, las sonrisas y las miradas que lanzaba a Amelia y ella no parecía cohibida ni incómoda a su lado. Le sonreía e interactuaba con él con naturalidad. De nuevo ecos en su cabeza “esas sonrisas son mías, esas miradas son mías, ¿cómo se atreve a venir a quitármelas?¿Qué le estaba pasando? ¿Desde cuándo esas sonrisas, esas miradas se habían convertido en suyas? Y ¿por qué le incomodaba más el hecho de que se las dedicase a otro que el hecho de pensar en ellas como suyas? “Maldito Cliff, esto es culpa suya por meter esas ideas en mi cabeza…”.
La cena fue para Max una tortura y toda una prueba de autocontrol. Sentado frente a Amelia, que tenía a un lado a Cliff y al otro al marqués, se pasó la noche aguantando las risas entre ellos, las bromas, los recuerdos compartidos y de los que hicieron partícipes a los demás. El marqués parecía agradar a la familia y este parecía agradecido y encantado por el recibimiento. “Válgame el cielo, si hasta parece haber agradado a tía Blanche”, que sentada al otro lado del marqués departía con él con afabilidad y cortesía. Para cuando llegaron los postres, Max deseaba gritar. Lo peor de todo era que cada vez que miraba a Amelia notaba cómo se le calentaba la sangre. Llevaba días sintiéndose algo incómodo con su proximidad, incluso sentía cierta energía física flotar entre ellos pero esto era, era, era… “Dios bendito, era deseo”. Bueno y ¿por qué no? Él era un hombre sano, con gusto por las mujeres bonitas y, sin duda alguna, Amelia era bonita. La miró un poco más. Era más que bonita, ¿a quién pretendía engañar? Era hermosa, sensual, atractiva y atrayente. Pero era Amelia, una cosa era encontrarla atractiva y otra desearla. De nuevo descartó la idea. Era hermosa, sí, y él podía reconocer eso sin que implicase nada más. Ella era Amelia, la pequeña Amelia, prácticamente una hermana pequeña. De nuevo resonaron en su mente “casi una hermana, casi, casi, casi…”.
Para cuando las damas se retiraron de la mesa dejando a los caballeros con el oporto, el brandi y el coñac, Max sentía la necesidad de agarrar una de las botellas y llevársela a un rincón.
Cliff se sentó junto a él.
—Bueno, ¿qué te parece el marqués?
—Es un hombre cabal, supongo. Aunque el hecho de no importarle declarar a quien quiera escucharlo, que su familia lo repudió y lo ignoró desde su nacimiento hasta los quince años, no creo que le granjee grandes amistades entre algunos de los nobles de la vieja guardia ni entre las damas y matronas más recalcitrantes y, por extensión, ese recelo lo resentirá la dama que elija por esposa.
Cliff bebió un sorbo de su copa y después jugueteo con ella.
—Vamos Max, no puedes considerar eso tan grave para que incluso la vieja guardia no lo deje pasar. Al fin y al cabo, el marqués es uno de los nuestros, una oveja traída al redil, por decirlo de alguna manera. Además, es hijo legítimo, ahora es el legítimo marqués, ha recibido una educación esmerada y no solo es inteligente sino que, además, ha demostrado su valía ya que se ha hecho rico incluso antes de heredar el título.
—Sí, bien, Cliff, eso está muy bien. Pero atrae la atención sobre su persona sin importarle lo más mínimo y, supongamos que realmente decide que Amelia es la candidata adecuada para ser su marquesa —al decir estas palabras su marquesa, Max notó cómo se le formaba un nudo en el estómago y algo se removió de nuevo en su pecho—, acabará centrando atención sobre ella y no nos debemos olvidar de sus orígenes, o mejor dicho, la falta de ellos. Él podrá ser un hijo legítimo recién descubierto, pero Amelia carece de padres reconocidos.
Cliff lo miró con severidad y con cierto disgusto en su voz le reprochó el comentario:
—Max, creo que es la primera vez que te escucho recordar eso como algo realmente deplorable de Amelia y creo…
Max le interrumpió:
—Me has entendido mal. Jamás consideraría esa circunstancia como algo achacable a la propia Amelia, y menos algo que deba ser considerado como un aspecto negativo de su carácter ni de su persona, pero ambos llevamos demasiado tiempo recorriendo los salones, los clubs y las casas de nuestros pares como para ignorar el riesgo que ello supondría para Amelia de ser descubierto.
—Dudo que el marqués ignore ese peligro. De hecho, esta tarde aseguró no solo guardar el secreto sino que, a los ojos y oídos de los demás, afirmará haber sido presentado a Amelia por un amigo común recientemente. Negará cualquier pasado con ella y difícilmente se podrá conocer el origen de Amelia si solo lo conocemos nosotros.
Max, empecinado, insistió:
—Sigue siendo un riesgo.
Cliff, viendo que había dado en hueso, no quiso insistir, pero aun así volvió a recordarle a su amigo que ahora no solo el tiempo corría en su contra, sino que tenía un serio competidor en liza y que le ganaría la mano si seguía negando la mayor.
—Max, de cualquier modo, reconocerás que es un candidato apto para Amelia y, de momento, yo carezco de motivo alguno para negarle su presencia o sus visitas, y ya ha dejado claro que espera coincidir con ella en Londres.
Max centró su atención en el marqués antes de volver a Cliff.
—Pues sigo sin fiarme de él.
Cliff estuvo a punto de escupir el último sorbo por un ataque de risa.
—¡Por todos los santos, hombre! Reconoce que estás al menos un poco celoso.
—Cliff, no insistas con eso de nuevo. Tengo mucho cariño a Amelia, pero dudo que mis sentimientos hacia ella disten mucho de los tuyos. Es casi una hermana para mí. —De nuevo el eco del “casi” en su cabeza parecía taladrarle el cerebro—. Sin mencionar que es muy joven y una inocente.
Cliff volvió a reírse.
—Como si entre las cualidades de tu futura duquesa no encabezasen la lista precisamente la inocencia y la virtud. Vamos, Max, una cosa es lo que has estado buscando y disfrutando en tus compañías femeninas hasta ahora, y otra lo que buscas en tu futura esposa y madre de tus hijos.
—Razón por la que me veré obligado a alternar de nuevo en los salones de Mayfair con las matronas y sus hijas. —Frunció el ceño—. Gracias por recordármelo, amigo.
—Max, espero no te arrepientas en el futuro, porque no solo la perderás a ella sino la posibilidad de lograr lo que realmente deseas y buscas.
—¿Ahora me vas a decir qué es lo que deseo?
Cliff se levantó de la silla para seguir a los demás al salón y unirse a las damas.
—Max, me ayudaste a conseguir la felicidad junto a Julianna, no puedo por menos que desearte lo mismo. Conseguir a la persona que realmente te complete. Recuérdalo, amigo. —Se giró para mirarlo una vez más—. No es cuestión de encontrar una dama adecuada, sino de encontrar la dama adecuada para ti.
Max se quedó solo sentado en la mesa, dándole vueltas a las sensaciones que desde su regreso a la mansión le atenazaban hasta el extremo de empezar a sentir una inexplicable claustrofobia dentro de su propio cuerpo. Tenía que reconocer que, en el pasado año, Amelia había madurado físicamente y todo su cuerpo parecía haberse convertido en una cautivadora atracción para sus sentidos. Pero eso no justificaba el por qué se empeñaban todos en ir más allí. Sí, era bonita, más aún, era hermosa y de una sensualidad que parecía reclamar la virilidad de todo varón en millas a la redonda. Él era un hombre. Era lógico que sintiese ese tipo de atracción. Pero ir más allá de un poco de deseo era llevar las cosas demasiado lejos. También era lo suficientemente honrado e inteligente para afirmar que le molestaba ver a la pequeña Amelia rodeada y asediada por jóvenes y no tan jóvenes como si fuera un pastel a punto para ser devorado. Pero no eran celos. No lo eran. No podían serlo. Era solo su instinto de protección que salía en la defensa y cuidado de las damas de su familia. Había actuado igual con su hermana Eugene.
Mientras meditaba sobre ello, sentía un cosquilleo en los dedos, un hormigueo bajo la piel. Sabía que algo no andaba bien. No podía seguir negando que la atracción física por Amelia comenzaba a obsesionarle, no solo porque no recordaba haber experimentado antes una atracción similar por ninguna mujer sino porque sabía, por mucho que lo negase, que junto a ese deseo físico, a esa lujuria por el cuerpo bonito de una mujer, subyacía algo más. Durante la cena había prestado demasiada atención a sus gestos, a sus movimientos, y no solo a sus bonitos hombros, a esas bonitas manos que al moverse parecían bellos gorriones bailando al son de la más perfecta sinfonía, esa sonrisa dibujada en unos dulces y sabrosos labios, esas mejillas que se arrebolaban cuando reía, ese denso, sedoso y brillante cabello azabache que pedía a gritos que hundiese en ellos las manos para acariciarlo desde la raíz hasta las puntas. Y esos ojos, esos profundos, sinceros y cálidos ojos negros eran lo más llamativo de ese precioso rostro. Unos ojos que, además, revelaban una inteligencia hábil, despierta, su innato sentido del humor, esa compasión y bondad que desprendía por cada ser vivo con el que se cruzaba y esa fuerza de voluntad, ese sentido común que luchaba con una naturaleza indómita, romántica e imaginativa. Esos ojos rodeados de unas densas y largas pestañas que servían de telón a una mirada que cuando se abría a los mortales producían un efecto hipnótico que aturdía su mente. “¡Buen Dios!” Max se sacudió y resopló “hablo como un muchachito de escuela, como un inexperto jovenzuelo obnubilado por una cara bonita y un cuerpo hermoso”.
—¡Maldita sea, esto es más que deseo…! —dijo a una sala vacía mientras se levantaba y caminaba en dirección al salón donde todos departían y charlaban relajados.
Aún mascullaba esas sensaciones junto a su creciente mal humor cuando entró en la sala y, junto a tía Blanche se hallaban el marqués y Amelia que reían relajados.
—Maldita sea —maldijo de nuevo.
Se dirigió a la mesa, donde Ethan vertía un poco del mejor coñac del conde en unas copas, al verlo se giró, ofreciéndole una que él asió al instante. Escuchó de nuevo la risa de Amelia mezclada con la de su tía y la de la condesa un poco más allá. Ethan siguió su mirada para ver hacia dónde volaban los pensamientos distraídos de su amigo y, al verlo, una sonrisa maliciosa se dibujó en su rostro. Intercambió una mirada con su hermano, que se acababa de acercar para tomar una copa.
—Max, amigo, ¿serías tan amable de acercar a tía Blanche esta copa de jerez y a nuestro invitado este coñac?
De reojo Ethan pudo comprobar el destello de pura diversión que brilló en los ojos de su hermano mientras él aguijoneaba sin remordimiento el maltrecho estado de ánimo de Max. Este giró el rostro hacia Ethan, y aunque por su mirada estaba claro que le disgustó en extremo la petición, por pura cortesía no pudo negarse.
—Cómo no.
Tomó las copas y se encaminó hacía el grupo y creyó escuchar a su espalda la risa ahogada de los dos “caballeros” antes conocidos como sus amigos.
—Mi querida Blanche —dijo ofreciéndole la copa a la dama empleando ese tono suave, seductor y algo irreverente del que solía hacer gala en los salones de Londres.
—Gracias, querido, eres encantador —contestó ella deleitándole con una de esas sonrisas amables, sinceras y familiares que siempre le hacían sentir cercano y relajado en su presencia
—Un placer, mi dama. —La sonrió provocativamente y se vio recompensado con una risa sincera no solo suya sino también de Amelia devolviendo a sus dedos ese cosquilleo que empezaba a ser realmente algo adictivo.
Al mirarla se dio cuenta de que desplazó sus ojos de él hacia el marqués unos segundos para volver a posarlos en él. Pero esos segundos, esos breves instantes en que dejó de verse reflejado en sus ojos por culpa de ese hombre… “Demonios”, masculló para sí.
—Milord, ¿una copa de coñac? —le ofreció la copa al marqués.
—Es muy amable, gracias, lord Rochester —respondió tomando la copa de su mano.
—Max, por favor. No me las dé. Debo haber estado ofendiendo de algún modo a mis viejos amigos, pues he pasado de invitado a camarero en un leve suspiro —respondió.
De nuevo escuchó la refrescante risa de Amelia, que posó sus ojos en él. Le gustaba esa sensación de ser capaz de atraerla y hacerla reír.
—Si me gustase apostar, diría que esta mañana ganaste la carrera a caballo, ¿no es cierto? —dijo Amelia, le miró y el asintió. Ella se rio—. Pues, en ese caso, es justo castigo. Ethan lleva dos semanas entrenando a su nuevo bayo para ganaros a todos y tenéis la osadía de vencerle en su propio campo y sin ningún remordimiento. —Se rio de nuevo—. Creo que sois afortunado de no encontraros durmiendo en los establos, milord.
Esta vez fueron él y Amelia los que se rieron.
—Oh, vamos, querida, vencer en justa liza no puede ser considerado ni afrenta ni osadía, sino merecida recompensa a una mejor montura y a la excelencia del jinete. —Se rio petulante.
—Arrogancia y vanidad junto a falta de humildad y ausencia de modestia, pero señor ¿qué les enseñan en la marina a nuestros compatriotas? —Se rio desafiante.
—El talento para la equitación y el ojo certero y experto en la selección de los mejores y más hábiles ejemplares no es algo que se enseñe en la Marina. Mas por el contrario, dudo que pueda enseñarse. Debe ser considerado como lo que es, un talento innato que parece que algunos caballeros menos dotados no sobrellevan bien encontrándolos en otros próximos a ellos, aun cuando se cuenten entre sus más viejos y queridos amigos.
Ambos se rieron mientras tanto el marqués como la tía Blanche permanecían en silencio observando el intercambio entre ellos. Max reconocía el deleite y disfrute más placentero que siempre le producía intercambiar bromas con Amelia. Era demasiado hábil, ágil de mente y despierta para saber despertar en él esa satisfacción de una conversación inteligente y amena, llena de curvas ingeniosas y divertidas y giros a veces totalmente inesperados.
Justo en ese momento se acercaron Ethan y Cliff, con sus copas, el primero de los cuales preguntó sonriente y provocativo:
—¿Podemos saber quién es el desgraciado blanco de vuestras chanzas?
Mel y Max se rieron y miraron varias veces de soslayo y entre risas contestó ella:
—Me temo que vos, milord.
Ethan levantó las cejas.
—Y puedo saber, pequeña, cuál de mis incontables defectos resulta ser la diana de sus jocosos comentarios.
Amelia sonrió.
—No de los míos, milord, os ruego la indulgencia de no hacer recaer sobre mi pobre persona hechos o palabras maliciosas ajenas y convertirme así en objeto de posibles represalias, pues soy una mera espectadora e inocente observadora de tales comentarios. Es más, considero ajeno a mi carácter y al cariño que os profeso esa capacidad de mofa en cuanto a posibles defectos.
Max resopló.
—Cobarde —le susurró en claro reto, aunque con clara intención de que todos lo oyeran—. No tan inocente, pequeña, no tan inocente —remarcó despacio moviendo un dedo frente a su rostro.
Ella sonrió mientras respondía:
—No te atrevas, Max, a acusarme, o me veré obligada a añadir junto a la arrogancia, la vanidad y la ausencia de humildad, la total indiferencia y menosprecio a la verdad. —Levantó un poco la barbilla para dar más énfasis a sus palabras.
Max se rio al igual que Cliff y Ethan.
—Sin duda, amigo, te conoce bastante bien —dijo Cliff mirándole desafiante.
Max miró a Cliff y después a Amelia con una mirada de inocencia y llevándose teatralmente la mano al corazón, señaló alargando la cadencia de su voz:
—Me siento agraviado por la dama.
Ethan hizo un gesto divertido con la mano y señaló:
—Agraviado o no, creo de mayor interés conocer la razón por la que soy vilipendiado y objeto de infames crueldades —dijo con la misma petulancia y teatralidad de Max.
—Pues —Amelia sonrió y lanzando una mirada de castigo nada sincero a Max, miró a Ethan y contestó—, se ha puesto en tela de juicio ciertas de sus habilidades.
Ethan frunció el ceño.
—Creo que debería preguntar, antes de escuchar cuáles son esas habilidades, si necesitaré desempolvar mis pistolas de duelo.
Max resopló.
—Deberías, sin duda, pero lo importante es ¿sería aconsejable?
Los tres se rieron. Ethan miró a Amelia.
—Ahora más que nunca insisto en conocer cuáles de mis innumerables virtudes o habilidades han sido cuestionadas.
Amelia puso los ojos en blanco.
—Sin duda la modestia no. —Suspiró—. Si insistís en saberlo su, ¿cómo lo llamó…? —Se dio un leve golpecito con el dedo en la barbilla—. Ah, sí, talento para la equitación y su ojo experto para la adecuada selección de monturas. —Miró a Max—. ¿No era así, milord? —añadía alargando esta última palabra mientras se reía.
—¡Las necedades que uno ha de escuchar a lo largo de su vida! —exclamaba Ethan poniendo los ojos en blanco y mirando a su amigo–. Querido compañero, ¿has pasado mucho tiempo al sol en la cubierta de tu barco en los últimos meses? —Le dio un leve golpe en el hombro–. Debe ser eso, pues de otro modo solo podría explicarme esta falta de lucidez y capacidad de asumir la realidad como adelantados achaques de senilidad.
Se rieron y Max contestó divertido:
—Ah, pero ¿quién tiene esos achaques? —Miró levantando la ceja impertinente a Ethan—. La realidad, querido amigo, es que os he vencido a todos esta mañana y con un caballo que no puedes negar, es un magnífico semental digno de elogio y de provocar envidias en los menos afortunados. —Al igual que antes alargó las palabras finales y la mirada de diversión dirigida a su compañero.
Tenía que reconocer que se estaba divirtiendo de lo lindo, sobre todo, al poder bromear con esa inteligente provocación con Amelia. Apenas era capaz de recordar la última vez que pudo conversar de esa manera con una dama, y menos aún con una que pudiere despertar así su interés no solo físico sino también… de nuevo removió interiormente esas sensaciones y las puso a un lado.
—¡Es grandioso, Max! Una mera victoria, y te crees Poseidón domando las aguas. —Resopló Ethan antes de tomar un trago.
A partir de ahí todo fue un poco más sobre ruedas a los ojos de Max pues, de nuevo, parecía ser capaz de centrar la atención de Amelia sobre él más que sobre el marqués, aunque este parecía más interesado en ver y conocer a la familia de Amelia y la interacción entre ellos que en procurar la atención de Amelia. De cualquier modo, le gustase o no, al tener el papel de anfitriona del marqués, ella lo atendía con la cortesía y educación pertinente y, por lo tanto, también era objeto de su atención y por ello el marqués no debía esforzase en exceso.
Max empezaba a tener ese regustillo amargo en la garganta. Empezaba a experimentar la lenta, pesada e intensa quemazón de los celos en cada poro de su ser y algo de él parecía querer salir y revelarse. Y a ello no ayudó verla salir a la terraza a pasear con el marqués para enseñarle la zona de acceso a los jardines, aunque fuesen acompañados de Eugene y de Adele, ni tampoco el despedirse del marqués aceptando que le besase los nudillos más tiempo del que a su gusto era educado, y menos aún el hecho de que Amelia y Julianna aceptasen una invitación para ir a conocer las mejoras y las obras realizadas en la mansión del marqués, en ese caserón que ambas conocían bien de su infancia y que parecía despertarles un ávido interés. No, no, sin lugar a dudas, todas esas cosas no aliviaron esa quemazón ni el nudo en el estómago.
A la mañana siguiente se levantó temprano, aunque sería más correcto decir que simplemente salió de la cama, pues no logró descansar demasiado después de retirarse. En la sala del desayuno se encontraban el conde junto a los gemelos, que esperaban a Amelia para ir a dar un paseo a caballo. Parecía haberse convertido en una costumbre el montar a caballo en compañía de su tía y de su padre. Saludó nada más entrar y se dirigió al aparador, seleccionó su desayuno y se disponía a sentarse cuando apareció en la puerta Amelia elegantemente ataviada con unos de esos bonitos trajes de amazona que le sentaban tan deliciosamente bien. Saludó y se sentó junto a la pequeña Mel.
Desayunaron sin apenas intercambiar ni una palabra, ya que los pequeños les mantuvieron entretenidos justo hasta que llegó Cliff con la pequeña Anna en brazos.
—Buenos días. —Los gemelos se le acercaron y le dieron un beso—. Siento retrasarme pero la peque está revoltosa y solo se queda tranquila si la cojo. Ha tenido fiebre toda la noche y Juls está agotada.
Amelia se levantó y se le acercó.
—Déjamela, Cliff. Yo la acuno mientras desayunas tranquilo.
—Gracias, Mel, pero parece que solo se queda quieta conmigo… —Mientras decía esto Mel ya se la había quitado de los brazos y Anna ni siquiera pareció notarlo. Cliff sonrió—. Solo contigo, solo contigo, querida, realmente tienes un don con los bebés.
Amelia sonrió y se sentó con la pequeña en sus brazos.
—Desayuna antes de que a tus otros dos monstruitos les dé por ir a montar sin nosotros.
Max, que había permanecido callado, intervino entonces:
—Cliff, quédate en casa si quieres, yo me llevo a los pequeños a dar su paseo. Tú cuida a la pequeña y a tu esposa.
Cliff lo miró mientras bebía un poco de café.
—¿Seguro?, aún hay que vigilarlos mucho.
Max asintió.
—No te preocupes, hombre, los controlaré con mano dura. —Miró a los gemelos y les guiñó el ojo.
Escucharon la risa suave de Amelia al otro lado de la mesa y la observaron acariciar la tripita de la pequeña con una mano y canturrearle al oído mientras Anna sonreía sin abrir los ojos. Para Max aquella era una imagen hipnótica, e incluso sentía como todo lo que había a su alrededor se volvía borroso, solo veía a Mel con la bebé.
Cliff se inclinó a su lado y le susurró al oído.
—Todo sería más fácil si lo admitieras de una vez.
Max se giró para mirarlo con unos ojos acerados, pero Cliff lo ignoró y siguió tomando con tranquilidad su desayuno.
—Cliff —susurraba Amelia para no despertar a la pequeña—. Creo que sigue teniendo fiebre. Deberíamos llamar al médico.
Cliff se levantó enseguida y se acercó a ella, se sentó a su lado y tocó con suavidad la frente del bebé.
—Jeffries, mande llamar al doctor enseguida.
El mayordomo se marchó y él miró a Amelia y esta a Max.
—Max ¿te importaría que me una a vosotros más tarde? Prefiero quedarme y saber qué dice el doctor.
—Por supuesto. Iremos por los senderos del norte. Puedes reunirte con nosotros por la zona de las colinas si te parece bien.
Amelia asintió.
—En ese caso —se puso de pie con el bebé aún en sus brazos—, creo, Cliff, que deberías despertar a Juls, seguro querrá estar presente cuando llegue el doctor. Además, debería revisar también a Sebastian y a Marian por si acaso, los bebés se lo contagian todo con mucha rapidez. —Cliff la miró debatiéndose entre coger a su pequeña o dejarla tranquila en brazos de Mel—. Cliff ¿prefieres que yo despierte a Julianna y tú te quedas con Anna?
Parecía leerle la mente. Él asintió y tomó a su hija con clara preocupación en el rostro. Amelia acarició a la niña y añadió sonriendo:
—Creo que solo es un resfriado, no te alarmes.
Miraba a Cliff, que por un segundo pareció contener la respiración.
Max y los gemelos regresaron casi tres horas después del paseo y después de dejarlos en manos de la niñera y el profesor en el cuarto de los niños, se acercó a preguntar por el bebé algo alarmado por la ausencia de Amelia. Si fuera algo sin importancia ella se habría reunido con él y los niños, pero al no hacerlo se preocupó. El mayordomo le informó de que se encontraba en la sala privada de la vizcondesa y al entrar con cuidado, pues la puerta estaba entreabierta, se encontró con Amelia sentada en un sillón orejero con los mellizos de Ethan y la pequeña Anna en su regazo. Se acercó a ella después de que le hiciese un gesto para que entrase sin hacer ruido. Señaló con la cabeza a los tres bultitos regordetes que acunaba con esmero y susurró:
—Están dormidos.
—¿Qué ha dicho el médico? —preguntó en voz baja.
—Están acatarrados. Solo hay que mantenerlos abrigados y procurar que beban —contestó con el mismo tono suave, pero esta vez le sonrió.
A Max le daba un vuelco el corazón cada vez que le sonreía. Antes le gustaba que ella le sonriese, que le dedicase una mirada y que se sonrojase frente a él. Pero, ahora, esa sensación era abrumadora y empezaba a sentirse nervioso ante ese descubrimiento.
—Les preparé antes unas tisanas y parece que les están sentando bien, porque consigue adormilarlos.
—¿Cliff, Julianna, Ethan?
—A Julianna y a Cliff los he mandado a dormir. Ninguno de los dos ha descansado nada la pasada noche y era mejor que durmiesen algo porque el médico ha dicho que a lo mejor esta noche también la pasaría un poco inquieta la pequeña. Ethan ha ido a llevar de vuelta a casa al doctor por algo de un fallo en el eje de su carrocín. Adele está con el ama de llaves dándole las instrucciones del médico y preparando la habitación de los mellizos para que estén calentitos y bien abrigados.
Max la miró un poco más detenidamente.
—¿Cuánto tiempo llevas con los niños así?
Mel hizo una mueca con la boca.
—Umm, no sé, una hora o quizás algo más. Estaban tan tranquilitos que no he querido moverlos.
Max se acercó un poco y con suavidad se sentó en el brazo del sillón.
—¿Te relevo un poco mientras vas a por la señorita Donna y que los vigile ella?
Mel negó con la cabeza.
—Le prometí a Juls vigilar a Anna y no quiero dejarla sola, y a los mellizos tampoco les gusta quedarse solos con la niñera.
—Al menos deja que los coja un rato mientras paseas o llamas a que te traigan un poco de té o mejor café, creo que mejor estar despejados.
Amelia le sonrió.
—¿Te vas a quedar aquí?
—Ajá, salvo que creas que no soy capaz de cuidar de unos enanos.
Elevó las cejas a modo de desafío y Amelia volvió a sonreírle
—Me vendría bien estirar las piernas. ¿Te atreves? —preguntó cogiendo a Sebastian. Max asintió—. Creo que lo mejor es que te pase a dos y después te sientes para pasarte al tercero. —Le sonrió—. Es más fácil dejarlos en el regazo, deben pensar que siguen en sus blanditas cunas.
Max se inclinó y tomó a Sebastián en brazos y tras acomodarlo en uno, Amelia le colocó a Anna en el otro. Tras coger bien a Marian se levantó, cediéndole el sillón a Max, y cuando este se sentó, le colocó a Marian en el regazo y pasó a ayudarle a acomodar a los demás. La imagen de ese hombre tan grande, fuerte y capaz, con tres bebes en el regazo y una mirada tierna en su rostro, le resultó del todo impactante y, por unos segundos, se quedó mirándolo fijamente sin moverse hasta que notó que él alzaba la vista para mirarla. Reaccionó y tiró del cordón esperando que la aparición de algún criado le ayudase a recobrar la compostura. Ni siquiera se atrevió a girarse para volver a mirarlo hasta que cruzó el umbral una de las criadas.
—¿Podría subirnos una bandeja con café y algunos bocadillos? Y, por favor, busque a la señorita Donna para que nos ayude a cuidar a los niños, Gracias.
—Enseguida señorita, milord.
Tras la oportuna reverencia se marchó, dejándolos solos. Por fin respiró hondo y volvió a acercarse a Max.
—Debes de estar hambriento si has estado correteando con los gemelos por el campo.
Max se rio suavemente y asintió, intentando no moverse demasiado.
—Son un terremoto. —Sonrió divertido—. Además, parecen comunicarse con solo mirarse, son temibles cuando unen fuerzas.
Se rio y Amelia también, acercándose un poco más.
—Por suerte Anna es más tranquila. Se parece mucho a Julianna, es muy dulce y sosegada y sonríe mucho. Es deliciosa.
Le acarició la mejilla y al separar su mano rozó la de Max. Ambos lo notaron, ambos se quedaron un mero instante sin decir nada y sin moverse pero sabiendo que algo había ocurrido. Casi como si le asustase la forma en que Max la miró, Amelia se levantó como un resorte
—Entonces… —titubeó mientras caminaba un poco—. ¿El paseo ha ido bien?
Notaba cómo Max la miraba fijamente y el tiempo que tardó en contestar se le hizo eterno, pero no se atrevió a darse la vuelta. Se sentía como una cobarde.
—Sí, han aprendido muy rápidamente a dominar a sus caballitos, aunque sigo sin entender lo de los nombres que les han puesto Silver y Gold[2]. No sé por qué siguen disgustados con ellos.
Amelia se rio suavemente.
—Mely creyó al principio que su pony era hembra y cuando le dijimos que era macho quiso ponerle de nombre Furnish.
Max la miró con los ojos abiertos.
—Furnish, ¿como vuestro mayordomo?
Amelia asintió y se rio suavemente.
—Decía que porque siempre la monta a caballito. —Max tuvo que contener una carcajada—. Le explicamos que no era “de buena educación” bautizar a su pony con el nombre de una persona y desde entonces no paraban los dos de discutir nombres. Al final, Cliff cortó de raíz el problema y los bautizó como los nombres de los dos primeros caballos que tuvieron él y Ethan. Ahora los gemelos piensan que deberían cambiarlos porque no son “originales”. —Suspiró—. Te ruego no saques a colación el tema o nos volverán locos a todos.
Max se rio y justo en ese momento entró la criada con la bandeja. Mel acercó una otomana a Max, puso la bandeja a uno de los lados y ella se sentó en el otro.
—No te preocupes, Lucy. Yo me encargo de servirlo, gracias. —La miró un segundo—. ¿Dónde está la señorita Donna?
—Me ha pedido que le ruegue la disculpe, que enseguida se reúne con ustedes. Ha ido a por ropa limpia para los bebés y por las mantas para sus cunas.
Amelia asintió.
—Gracias, Lucy. Por favor, no cierres la puerta al irte, pero déjala entornada.
De nuevo hacía una formal reverencia al tiempo que casi susurraba:
—Señorita, milord.
Max enarcó una ceja.
–¿Desde cuándo te preocupan esas formalidades y reglas de decoro?
—Desde que he sido presentada, por supuesto. —Se apresuró a contestar orgullosa levantando la barbilla, pero enseguida dibujó una sonrisa burlona en los labios—. No pensaba en eso, Max, es que no quiero que los ruidos despierten a los niños pero tampoco que al llamar y abrir la puerta se sobresalten.
Max sonrió.
—Ahh, esa sí es mi Mel.
Amelia enrojeció como una amapola. Había algo en el tono que empleó que le provocó a la vez una oleada de placer y una incontrolable necesidad de esconderse bajo la silla. Max pareció notar también el tono que empleó así como la reacción de Amelia, porque también se ruborizó un poco, carraspeó y fijó su vista en los bebés. Lo que para Amelia aún fue peor porque, verlo así con los niños le daban ganas de lanzarse a su cuello y besarlo sin control.
Se obligó a mantenerse ocupada.
—Solo y sin azúcar ¿verdad?
Max asintió.
—Veo que te acuerdas.
—Solo tú y el almirante parecéis tener un gusto extraño por el café amargo y por el pan especiado. “Y si es necesario puedo decirte sin pensar tu comida preferida, color, música, caballo, e incluso recuerdo que te gusta dormir con la ventana abierta aun en los días más fríos de invierno”, pensaba intentando parecer distraída y despreocupada.
Max se rio.
—Supongo que se debe a las costumbres en el mar. Cuando hay tormenta los hornos en los barcos se cierran y si dura demasiado pueden pasar dos o tres días sin tener una comida caliente, así que el café frío y el pan duro se convierten en el sustento principal, y si es pan especiado para darle algo de sabor, en esas circunstancias, te sabe a gloria. Acabas adorándolo.
Amelia sonrió.
—No me imagino al almirante sin dulces durante varios días.
Max sonrió.
—Eso es porque siempre lleva barritas de caramelos escondidas por todo el camarote.
Amelia se rio y le pasó una taza de café con dos bocadillos de salmón y de lomo sabiendo que eran sus preferidos. Detalle que a Max no le pasó desapercibido y se sintió de repente orgulloso y satisfecho consigo mismo.
Ella se sirvió su café y antes de edulcorarlo, Max dijo con suavidad:
—En cambio, tú lo tomas con dos terrones de azúcar y unas gotas de leche.
Amelia se ruborizó y lo miró extrañamente halagada pero al tiempo visiblemente incómoda.
Max se encogió de hombros, pero supo al instante que con ese gesto acababa de revelar mucho más de lo que quería, incluso más de lo que él mismo sabía. Comprendió que conocía a Amelia tan bien como a sí mismo, y lo extraño no era eso, sino el ser capaz de conocer detalles de ella que desconocía de su propia hermana. Le dio un bocado a uno de los bocadillos intentando digerir aquella revelación.
La señorita Donna eligió ese momento para entrar seguida por Julianna, que miró a Max y conforme caminaba dibujaba una radiante sonrisa. Se acercó al sillón y se arrodilló junto a uno de los brazos para poder tocar a los bebés. Acarició las mejillas de las niñas y miró a Amelia.
—Les ha bajado la fiebre.
Amelia asintió.
—Sí, hay que mantenerlos abrigados y probablemente les suba un poco de nuevo esta tarde o esta noche.
Julianna asintió.
—Adele iba a revisar las ventanas del cuarto de juegos. Cree que debe haber corriente allí y por eso deben haberse enfriado los tres. Los vamos a dejar hoy aquí. —Miró a Max—. ¿Estás muy incómodo con ellos?
Max sonrió y negó con la cabeza.
—Al contrario. Resultan muy agradables y me cogen con fuerza. —Señaló con los ojos la mano cuyos dedos estaban fuertemente asidos por las dos niñas—. Les gusto, es inevitable. Las mujeres bellas me adoran y una vez me atrapan, no me sueltan. —Le lanzó una mirada provocativa a Julianna, que se reía.
—Demasiado jóvenes para ti, Max.
—Apenas has dormido unas horas. Deberías descansar un poco más.
Amelia miraba con el ceño fruncido a su hermana.
—Estoy bien. Solo necesitaba cerrar los ojos un par de horas. El que no ha dormido nada esta noche ha sido Cliff, por eso lo he dejado descansar un poco más.
Amelia la miró marcando más el ceño fruncido, pero no insistió.
—¿Quieres un café, Juls? Y deberías comer algo, hoy no has probado bocado —dijo acercándole, sin esperar respuesta, uno de los platos con bocadillos y bollos.
—Gracias, Mel. —Cogió uno—. No te rechazaré esa taza de café, gracias.
Max la miraba, le conmovía lo protectora que era con las personas que quería. Se fijaba en cada pequeño detalle asegurándose de que todo iba bien. Y era un comportamiento innato, algo inherente a su carácter, pues lo hacía sin pensar y sin darle importancia. Siempre se preocupaba antes por los demás que por sí misma. Le enterneció y conmovió. Era extraña la mezcla de sentimientos y sensaciones que le provocaba. En un instante quería devorarla y al siguiente abrazarla y protegerla. De nuevo se removió incómodo por esos pensamientos y volvió a obligarse a aparcarlos a un lado. Miró a Julianna y antes de dar un último sorbo a su café, dijo:
—Juls. Los gemelos querían visitar el puerto, si quieres me los llevo esta tarde y así puedes descansar algo más.
—Te lo agradezco, Max, pero esta tarde iba a salir de todos modos. —Miró a Amelia—. Tenemos la cita con el marqués.
Amelia dio un pequeño respingo y se sintió mortificada por haberlo olvidado.
—Creo que sería mejor enviarle nuestras excusas y retrasarlo a mañana. Estoy segura de que no le importará.
—¡Tonterías, Mel! Fue muy amable invitándonos, y me sabría muy mal recompensar su cortesía de ese modo.
Miró de soslayo a Max, cuyo semblante había cambiado bruscamente.
—Juls, no se molestará, estoy segura.
Antes de poder contestar Julianna se vio interrumpida por Max:
—En ese caso, decidido. Enviad una nota de disculpas y retrasad la cita para mañana, —“o nunca”—, y me acompañas en la excursión de los gemelos. — Miraba a Amelia, que se había quedado atónita.
—¡Perfecto! —insistió Max ante el silencio de ambas—. Señorita Donna ¿por qué no avisa a los gemelos y les pide que estén preparados para después del almuerzo? Los llevaré en mi Tílburi, por lo que se arreglen con ropa de paseo no de montar.
La señorita salió presta de la habitación mientras Julianna miraba a Max con absoluta satisfacción y a Amelia, que se había quedado muda y asombrada, como a una estatua.
—Max. —Amelia le miró de repente con el ceño fruncido—. No creo que sea adecuado que retrase una cita y salga de paseo contigo en su lugar.
—Claro que sí —insistió de nuevo—. No es por tu culpa por lo que la retrasas, sino porque otra de las invitadas se halla temporalmente ocupada con la atención de su hija, que es obviamente prioritario a cualquier otra cosa.
Miró triunfante ante su razonamiento a ambas damas.
—Aun así, si nos viese o llegase a sus oídos, podría sentirse ofendido y, con razón, y no querría que eso ocurriese. Dood…, William es mi amigo.
—Y por ser tu amigo lo comprenderá y no se sentirá ofendido, por supuesto.
Aquello era una batalla absurda pensó, no sin cierta satisfacción, Julianna.
—No te preocupes Mel. Yo le enviaré la nota y le contaré lo sucedido para que comprenda que el cambio de planes se debe a mi situación. Y para que no se moleste si llega a sus oídos el que has salido de excusión, le explicaré que te has ofrecido a cuidar de los gemelos para ayudarme.
Amelia la miró con el ceño fruncido visiblemente molesta por verse enredada en los tejemanejes de los dos sin poder decir nada, pero finalmente aceptó:
—Está bien. Pero que conste que no me parece honesto.
—Tomamos nota —dijo desafiante Max sonriéndole con una petulante y provocativa sonrisa. Lo sentía como un triunfo sobre el marqués. Se sentía poderoso, claro vencedor de una batalla que, al parecer, solo él estaba librando.
Permanecieron una hora charlando tranquilos con los bebés medio adormilados hasta que los dejaron en sus cunas con las niñeras y la señorita Donna vigilándolos. Amelia se retiró para cambiarse antes del almuerzo y Max bajó a la biblioteca para departir con su padre y el conde un rato a solas. Julianna salió de la sala y entró en el dormitorio para despertar a Cliff. Estaba sonriendo satisfecha por ser capaz de manejar tan bien a esos dos sin que ninguno pareciese darse cuenta.
Se echó junto al cuerpo desnudo de su marido, que yacía boca abajo y cubierto solo hasta la cintura por una sábana de seda y sintió esa punzada de deseo que siempre le provocaba el simple hecho de mirar su perfecto y masculino cuerpo. Y era suyo. Sonrió el inclinarse sobre su espalda y depositar un beso en su nuca mientras le acariciaba a placer
—Cliff —susurró antes de volver a besarlo—. Despierta, amor.
Cliff giró sobre sí mismo, llevándosela consigo y atrapándola entre sus brazos, dejándola cara a cara sobre él. Sonrió y la besó en la barbilla.
—Buenos días, amor. ¿Cómo sigue mi gatita?
Julianna sonrió.
—Buenas tardes, más bien. Será mejor que te apresures o llegaremos tarde al almuerzo, y Anna esta mejor, la fiebre ha bajado. Está dormida y abrigada.
Cliff la apretó un poco.
—Bien, en ese caso… ahora iré a verla. —Besó a Julianna, que sonreía con un brillo en los ojos de satisfacción. Cliff la besó una vez más antes de preguntar—: ¿Por eso estás tan satisfecha de ti misma? —Enarcó una ceja.
Julianna se rio.
—En parte. —Besó ligeramente a Cliff—. Tengo que reconocer que Max parece entrar en razón. Lentamente, sí, pero va entrando en razón. —Culebreó un poco encima de Cliff para amoldarse mejor a él.
—¿Qué quieres decir?
—Está celoso, por mucho que lo niegue.
Cliff giró, dejándola de espaldas a la cama y con su cuerpo ya totalmente descubierto cerniéndose sobre ella.
—Creo, Juls —la besó en el cuello —, que debemos empujar sin presionar, porque Max está en la fase de la negación. Y, por experiencia te digo que, como se asuste, correrá en dirección contraria hasta que admita la verdad y puede que cuando regrese sea demasiado tarde. Hay que andar con cuidado. Max es muy cabezota.
Comenzó a desabrocharle el vestido a su mujer y a lamerle los pechos.
—Cliff —dijo con la voz ahogada mientras él levantaba su falda con una mano. —El… el… almuerzo…. —Estaba casi sin pensarlo guiando a Cliff colocándolo mejor y apretando sus nalgas para atraerlo hacia ella —. Llegaremos tar… —Ni siquiera pudo acabar la frase cuando su marido ya la había penetrado.
—Lo primero es lo primero —afirmó él con una mirada que quemaría la casa de no estar concentrada en el rostro sonrosado de deseo de su esposa–. Estoy más hambriento de ti ahora mismo.
Julianna gritó de puro éxtasis, y minutos después ambos gritaban de nuevo totalmente desbocados. Jadeante y besando a su esposa desmadejada y medio desnuda bajo él dijo:
—Creo que prefiero comer aquí. —De nuevo se movió en su interior—. De hecho, creo que quiero un segundo plato.
Julianna se rio, y aferrándose a él, logró contestar
—Será un placer servirle, mi señor, pero… —Se arqueó y gimió— Tendremos que bajar… —de nuevo gimió— más tarde… —Se rindió.
Al final consiguieron bajar al almuerzo, tarde, por supuesto. En el fondo Cliff quería disfrutar un rato importunando a Max así que, con cierto esfuerzo, logró soltar a su esposa y tras ir a ver a su pequeña bajó a almorzar.
Se sentó entre los gemelos, que estaban extrañamente callados. Al cabo de un rato, cogió a la pequeña Mel y la sentó en su regazo y, de inmediato, la pequeña se apoyó en su pecho, parecía francamente cansada. Cliff la abrazó y le besó con ternura la frente. Estaba muy caliente. Estiró el brazo para tocar la de Maxi en el otro asiento y colocándose bien a Mel, se levantó.
—Disculpadme todos, pero voy a subir a la cama a los gemelos, creo que también han enfermado.
Julianna se levantó, e iba a tomar a Maxi en brazos, pero Ethan la detuvo:
—Déjame a mí, por favor.
Tomó al pequeño en brazos, que prácticamente se dejó caer sobre él.
—Mami… —susurró—. Dile a la habitación que deje de dar vueltas…
Julianna le tocó la frente Y señalaba con alarma en el rostro y la voz:
—¡Está ardiendo!
Miró a Amelia, que se encontraba junto a Cliff revisando a Mel mirándole los ojos y después palpándole el cuello y un poco el pecho abriendo ligeramente el trajecito.
—No te asustes Juls, será solo un resfriado. Llevadlos a la cama, ponedles el camisón y abrigadlos bien. Les prepararé unas infusiones y una crema para que se la pongas en el pecho. Les ayudará a respirar mejor. En un par de días estarán bien. Vamos a mantenerlos separados de los bebés, que ya se están recuperando.
Hizo un gesto a su tía cuando los tres hubieron salido del comedor con los niños.
—Tía, manda un aviso urgente al lord Wellis, que venga de inmediato.
Enseguida el conde y la condesa se hallaban junto a ella alarmados.
—¿Lord Wellis? ¿El doctor de la escuela de caballería? —preguntó preocupado el conde.
Amelia asintió.
—Es experto en enfermedades víricas. Ha de llegar lo más rápido posible.
—Pero… —preguntó detrás de ellos una voz.
—Milord —se apresuró a decir Amelia intentando no alarmarlos más pero mirando seria al conde—. Los gemelos no están resfriados. Creo que se han infectado con un virus que ha asolado Londres este invierno. Los síntomas son parecidos a un resfriado común, por eso a muchos no se les trató correctamente. Es grave si no se detecta a tiempo. Pero no es nuestro caso. Sé cómo tratarlo y preparar los medicamentos, pero preferiría que el doctor viniese personalmente. Confío en él y lady Eleanor seguro querrá acompañarlo.
—Daré aviso de inmediato y haré que tengan un barco y un carruaje listo para ellos y que lleguen lo antes posible —contestó serio. Después de dar las órdenes al mayordomo para ir preparando unos mensajeros se volvió a Amelia y preguntó—: ¿Cómo lo han cogido?
Amelia lo miró, negando con la cabeza.
—Aún no se sabe cómo se ha extendido. Sí sabemos que ataca especialmente a los niños, deben ser más vulnerables. —Miró a Adele—. No creo que los bebés lo tengan y su fiebre es solo un enfriamiento, pero, de cualquier modo, es mejor no correr riesgos, creo que deberíamos llevarlos al pabellón de invitados para alejarlos de los gemelos unos días. Prepararé una infusión para ellos y así nos aseguraremos de que están medicados también, pero no pueden coger frío ni acercarse a los gemelos.
—Me encargaré de los preparativos —aseguró tajante la condesa—. Adele, querida, ¿te encargas tú de los bebés y su traslado?, Eugene ¿podrías ayudarla?
Ambas asintieron y salieron de la sala casi corriendo.
—Tía, por favor, diles a Cliff y a Julianna que enseguida subo y que no dejen a los gemelos solos, hablaré con ellos para explicarles la situación.
—Sí, querida, yo me ocupo.
Max que permanecía de pie junto al conde preguntó:
—Mel ¿qué puedo hacer? ¿Cómo puedo ayudar?
Amelia lo miró un momento, dudando:
—Pues, si salieses en el barco que tiene Cliff en el embarcadero del sur, ese que está a menos de una hora de aquí, es posible que llegases a Londres antes que el mensajero y podrías traer sin dilación a Lord Wellis y a lady Eleanor ¿verdad?
Max sonrió.
—Si salgo de inmediato, os doy mi palabra de que los tendréis aquí mañana por la noche.
Lanzó una mirada al conde y, tras inclinarse, se marchó de la sala.
El conde miró al almirante y después a Amelia:
—Dime la verdad, ahora que solo estamos los tres ¿Es muy grave? ¿Mis nietos corren peligro?
Amelia asintió.
—Sí, es grave, pero los gemelos son muy fuertes y creo que con ayuda de las hierbas, unos preparados para ayudarles a respirar y de lord Wellis, dentro de poco esto quedará en un mero recuerdo. Pero hay que actuar deprisa.
—Está bien, pequeña, estamos en tus manos ¿Tienes todo lo que necesitas? Si requieres algo, lo que sea, pídelo.
Asintió.
—Creo que hemos cultivado todo lo necesario en el jardín de hierbas de atrás. Y me consta que lord Wellis traerá también un buen surtido de medicinas. Llevamos tiempo viendo casos similares en Londres. Creo que escribiré unas líneas para que Max se las entregue nada más verlo.
El conde le apretó la mano en agradecimiento y apoyo.
Amelia estaba en la cocina preparando las hierbas y las infusiones. Había dado instrucciones de que le cediesen una sala tranquila para poder hacerlo y concentrarse mejor. Max entró y la miró un instante. Se acercó y, cuando se puso frente a ella, Amelia se sobresaltó, perdiendo el equilibrio al echarse hacia atrás.
—Disculpa, no quería asustarte —dijo asiéndola del codo para equilibrarla.
—No, no. Soy yo la que ha de disculparse. Estaba demasiado absorta.
Tenía a Max tan cerca que le costaba centrarse en un pensamiento coherente.
—Quería despedirme. Traeré a lord Wellis de inmediato. No te preocupes.
Ella asintió, pero ninguno de los dos se movió. Casi estaban abrazados. Después de unos instantes Max se inclinó y la besó en los labios. Mel se quedó por unos segundos paralizada, pero cuando él la acercó y la abrazó profundizando en el beso empezó a responder. Cuando le atrapó el rostro entre sus manos cálidas, fuertes, poderosas, Mel se sintió temblorosa, pero no quería parar. Aquel beso lento, suave y ardiente al mismo tiempo y tan sensual hizo que le ardiera el cuerpo entero como si en vez de besar solo sus labios la estuviese besando entera. De nuevo bajó una de sus manos, se la posó en la espalda acercándola un poco más a él y ella se sintió derretir al notarlo. Amelia se agarró de sus hombros, pues notaba las rodillas fallarle. Cuando gimió, Max sintió una punzada de ardor, pasión y satisfacción mezclada con remordimientos y culpabilidad. Se apartó bruscamente, dejando a Amelia algo confundida, aturdida y casi al borde del desmayo.
Abrió con lentitud los ojos, intentando centrarse y, sobre todo, no dejarse abrumar por las miles de estrellas que brillaban en su cabeza en ese momento. Se encontró con Max mirándole con una expresión intensa y con un azul oscureciendo el gris del fondo de sus ojos. Casi se le corta la respiración si no se encontrase aun recobrándola. Max dio un paso atrás sin dejar de mirarla con una expresión de aturdimiento y asombro que no había visto nunca en él.
—Mel. —Bajó la mirada—. Mel, te pido disculpas. Esto, esto, no ha debido pasar. No sé qué me ha ocurrido. Ha sido un error.
Mel casi pudo oír cómo se resquebrajaba su corazón, “Esto no ha debido pasar… ha sido un error…”, de pronto esas palabras resonaban a lo lejos de su mente como un eco. Quería gritarle, quería llorar, quería decirle que era un estúpido. Pero se quedó quieta, en silencio, intentando mantenerse de pie. Se miraron un segundo.
—Mel. —Su voz sonaba mortificada—. Por favor, perdóname.
Alzó la mano como si fuese a tocarle la mejilla, pero ella se apartó bruscamente, se dio la vuelta notando cómo las lágrimas amenazaban con derramarse sin control.
—Max. —Respiró y se enderezó sin volverse a mirarlo para no perder la poca compostura que con dificultad mantenía—. Tienes que marcharte. Tienes que traer al médico y yo estoy ocupada.
Max sintió una punzada de dolor por el tono de su voz, y aunque no le viese el rostro sabía que lloraba. Le había hecho daño, lo sabía, y eso lo atravesó como un rayo. Necesitaba desesperadamente abrazarla como no había necesitado nada antes, apretarla contra él y suplicarle su perdón y decirle que jamás la volvería a dañar. Necesitaba besarla para que olvidase sus palabras y para que volviese a sentir ese calor que estaba seguro la inundó cuando la besó, porque a él también lo abrasó. Como si fuera un títere extendió el brazo para tocarla, pero ella, sin querer mirarlo, se alejó como si notase que quería tocarla
—Vete, Max. Por favor, vete. Los gemelos.
Max salió a grandes zancadas de allí con un fuerte dolor en el pecho y una sensación de vacío desconocida. Mel tardó unos minutos en controlarse. El cuerpo empezó a temblarle en cuanto oyó a Max alejarse, necesitó dejarse caer en una de la banquetas para no desplomarse allí mismo. “Ha sido un error… ha sido un error…”, ese eco… las lágrimas comenzaron a derramarse en un llanto ahogado y silencioso. Se obligó a mantener la calma por los gemelos, por Julianna e, incluso, por ella misma. No era el momento de sopesar ni su corazón ni los posibles efectos de lo que acababa de pasar, pero sí sabía que, en un segundo y por un comentario de arrepentimiento de Max, había pasado de ser el mejor y más maravilloso momento de su vida a ser el más doloroso.
Se limpió las mejillas, respiró hondo varias veces y se puso a trabajar centrando su atención en los gemelos, solo en ellos.
Subió al cabo de unos veinte minutos con una bandeja llena de cosas a la habitación de sus padres, donde subieron a los gemelos porque los niños habían pedido permanecer juntos y porque ni Julianna ni Cliff parecían dispuestos a alejarse de ellos, sobre todo después de que Amelia les explicase lo que ocurría. En cuanto cruzó el umbral de la puerta, Cliff se apresuró a liberarla de la bandeja y dejarla en la mesilla de noche. Julianna permanecía sentada en uno de los laterales sujetando la mano de la pequeña Mely, que tosía trabajosamente. Miró a Amelia y preguntó alarmada:
—Mel. ¿Qué les pasa?
—Juls, es la primera fase de la enfermedad. Tenemos que intentar bajarles la fiebre y ayudarles a respirar y controlaremos el riesgo de que esto vaya a mayores. Cliff, por favor, quita la camisa a Maxi, déjale solo los pantaloncitos de dormir. Juls, haz lo mismo con Mely, por favor. Dejadlos boca arriba.
Los niños permanecían sudorosos, con fiebre alta y cada vez más cansados por el esfuerzo de respirar y contener las toses. En una hora habían empeorado mucho pero Amelia sabía que aún empeorarían más antes de mejorar. Susurraban entre toses “papi, mami y tía Mel” como si suplicasen su ayuda. Era angustioso verles tan indefensos, pero sabía que uno de los tres adultos de esa habitación debía mantener la cabeza lo más fría posible. Respiró hondo. Se sentó junto a Maxi y, cogiendo un tarro del ungüento que había preparado, tomó un poco y se lo pasó a Julianna.
—Extiéndeselo así a Mely, en pequeños círculos. —Ella posó las manos en el pecho de Maxi y extendió con suavidad y ternura el ungüento—. Lo sé, peque, lo sé, pica un poco pero solo dura unos segundos. —Le susurró con cariño cuando Maxi gimió. Le dio un beso en la frente—. Pero huele a menta y a ti te gusta la menta, además, te aliviará, te lo prometo. —Le pareció vislumbrar un amago de sonrisa en el pequeño, era tan orgulloso como su padre.
Cuando terminó, les dio a ambos una taza del té que había preparado y unas cuantas cucharadas del caldo de pollo preferido de los niños. Miró a Cliff, que no paraba de moverse nervioso y claramente enfadado consigo mismo sintiéndose inútil.
–Cliff, hemos de darle el té cada dos horas ¿puedes estar pendiente de la hora y avisarnos cuando sea el momento de la siguiente toma? —Él la miró y asintió–. Vamos a coger unos trapos y a mojarlos en agua fría y los cubriremos un rato con ellos para bajar un poco su temperatura.
Julianna se encargó de mojar unas toallas de fino hilo egipcio que trajeron de un viaje y que Cliff había casi ordenado a gritos que usasen porque eran más suaves que cualquier otra tela y quería a sus pequeños lo más cómodos posibles dada la situación. Cubrieron a los pequeños y tanto Cliff como Julianna se sentaron a su lado. No dejaban de acariciarlos, de cogerles de las manos, de susurrarles cosas. Cliff palidecía cada vez que uno de ellos tenía un ataque de tos, pero Mel enseguida les pasaba un vaso de una especie de limonada especiada que parecía aliviarles la garganta. A las dos de la madrugada, después de muchas horas sin conseguir dormir los gemelos por fin parecieron rendirse al sueño, aún con fiebre y aún con algo de tos, pero al menos dormían y respiraban mejor. Mel les pidió a Cliff a Julianna que los tapasen y los mantuviesen abrigados. Pero, en cuanto los pequeños, agarraditos de sus manos, no queriendo separarse el uno del otro, empezaron a dormir con una expresión más tranquila, Amelia consiguió separar a Cliff y a Julianna de la cama y hacer que se sentasen en unos sillones obligándoles a comer y beber.
Amelia sintió una punzada de envidia pero, sobre todo, se sintió conmovida viendo cómo Cliff se sentaba cerca de Julianna y le acariciaba o le daba un beso ligero para tranquilizarla y Julianna hacía lo mismo con él en cuanto notaba que empezaba a ponerse de nuevo nervioso. Eso era lo que ella quería. Alguien que le quisiese, que le comprendiese mejor que ella misma, alguien que se preocupase por ella tanto como ella por él, alguien que compartiese los buenos momentos y también los malos. Y para su desesperación, ese alguien para ella era Max. Lo sabía y le dolía pensar que a lo mejor él no sentiría jamás lo mismo. Se obligó a no pensar de nuevo en el beso y, peor aún, en la respuesta posterior de Max.
—Juls, voy a ver a Anna y a los mellizos.
Necesitaba desesperadamente mantenerse ocupada.
—Te acompaño, Mel. Es tarde y estás cansada. No quiero que andes sola por la casa. Además, quiero ver a mi gatita. —Decía Cliff antes de depositar un beso en la frente de Julianna—. Enseguida vuelvo, amor, intenta dormir un poco.
Salió de la habitación con Amelia y antes de empezar a recorrer los pasillos le posó la chaqueta en los hombros para abrigarla. Ella lo miró agradecida.
—Cliff. Se van a poner bien. Lord Wellis llegará mañana y antes de que nos demos cuenta estarán haciendo trastadas.
Cliff intentó sonreírle, pero apenas lo logró, y con un tono de profunda preocupación dijo:
—Son muy pequeños.
—Pero son fuertes y cabezotas como sus padres.
Esta vez sí consiguió sonreír. El resto del camino lo recorrieron en silencio pero antes de entrar en la habitación de los bebés entraron en la sala contigua para lavarse bien con un jabón que Amelia preparaba desde hacía años. Para sorpresa de ambos se encontraron a Ethan sentado en un sillón cerca de la cuna y a Adele en el de enfrente profundamente dormida.
Miraron a Ethan, que se levantó enseguida y se acercó a ellos.
—Los bebés están bien. Ya no tienen fiebre.
Se acercaron a las cunas, donde Amelia los tocó y comprobó que respiraban bien. Se giró y asintió.
—Están mejor.
Cliff cogió a Anna en brazos, lo cual pareció calmarle un poco. Ethan se acercó a Amelia y le preguntó casi en susurro:
—¿Cómo siguen los gemelos?
Amelia lo miró.
—Es pronto para saberlo, pero no han empeorado. Les ha subido la fiebre y todavía tienen tos, pero es lo que esperaba. Me preocuparía si tuvieran otros síntomas.
Ethan sonrió animoso:
—Creo que nunca podremos estar más agradecidos por los años que has pasado ayudando en el hospital y aprendiendo sobre plantas curativas. Gracias, pequeña.
Para sorpresa de Amelia, la besó en la frente con un gesto más cariñoso que nunca. Siempre se había mostrado amable, gentil y casi como un hermano con ella, pero no tenía la relación tan estrecha que mantenía con Cliff, así que, en cierto modo, se vio algo sorprendida, pero sonrió agradecida y algo conmovida.
Se giró hacia Cliff, que parecía absorto con Anna. Realmente adoraba a esa niña y en gran parte se debía a lo parecida que era a Julianna. “Su gatita”, como él la llamaba, era lo que más conseguía conmoverlo. Era un padre cariñoso y entregado con todos sus hijos pero Anna era para él la prueba de lo mucho que quería a su esposa. Le brillaban los ojos cuando la tenía en brazos de un modo especial. Se transformaba en un padre embelesado por unas mejillas sonrosadas y unos ojitos miel que lo adoraban. Parecía que la niña también reaccionaba a su padre por encima de ninguna otra persona. Reconocía su voz incluso desde otra habitación, siempre que estaba cerca lo buscaba con los ojos y sus manitas y parecía que el único sitio en el mundo en el que le gustaba estar era en brazos de su padre porque le sonreía aun cuando se quedase dormida en ellos.
Mirándolos sintió una punzada de dolor imaginándose a Max acunando de igual modo a una hija suya preguntándose quien sería la madre del bebé, ya que él no parecía dispuesto a concederle a ella ese honor aunque sintiese en lo más profundo de su ser que ese era su mayor deseo, llevar y tener hijos de Max.
Sin poder evitarlo tuvo que reírse con las frases tontas que Cliff le decía a su pequeña, que dormida le agarraba el dedo de la mano y parecía sonreírle como si entendiera lo que le decía. Movió la cabeza divertida ante la imagen.
—Cliff. Te dejo un rato con ella. Yo vuelvo con los gemelos y Julianna. Cuando subas, por favor, pide que nos traigan un poco de hielo y agua hirviendo para preparar más infusiones, y asegúrate de que los bebés están abrigados y que beben un poco de la infusión que les preparé, pero tibia, que no se la den caliente, que es un poco amarga.
Él la miró y se acercó a ella serio. Se inclinó y también la besó en la frente .
—Lo haré. ¿Ethan? ¿Te importa acompañarla? Es muy tarde para que recorra los pasillos ella sola tan cansada. Me quedaré hasta que regreses.
Ethan le ofreció el brazo a Amelia después de coger una de las lámparas de aceite.
— ¿Vamos?
Ella asintió y se dejó llevar hasta el dormitorio. Él entró un momento para ver a los gemelos, que estaban dormidos pero se removían cubiertos de sudor, pálidos y con mucha fiebre aún. Miró a Amelia alarmado pero ella lo tranquilizó.
—Es buena señal que solo tengan fiebre. Ahora se la bajaremos con las infusiones y los paños fríos. Todo va bien, no te alarmes.
Ethan observó un momento la palidez y el cuerpecito indefenso de sus sobrinos antes de asentir algo dubitativo.
—Hacednos llamar si necesitáis cualquier cosa, sea la hora que sea —dijo acercándose a Julianna. La besó la mejilla antes de abrazarla.
Fueron una noche y una mañana largas y agotadoras en las que ninguno de los tres se separó de los gemelos salvo para ver unos minutos a los bebés o, en el caso de Amelia, para preparar más hierbas y ungüento. Su tía entraba a ratos con tazas de té o café y algunas pastas o bocadillos. El conde y el almirante parecían hacerlo para inspeccionar a sus tropas y la condesa para asegurarse de que el servicio estaba atento a cada cosa que necesitasen. Para su tranquilidad, a la hora de la cena ya habían remitido las toses y parecía que respiraban mucho mejor, aunque todavía tenían fiebre alta y les costaba comer. Por suerte, a ambos parecía gustarles mucho el caldo de pollo que preparaba el chef de la mansión y, al menos, toleraban unas pocas cucharadas tras los ruegos de su madre y su tía.
Les subieron algo de cena a los tres a las habitaciones de Cliff y Julianna, puesto que aún se negaban a separarse de ellos. Amelia esperaba que llegase pronto lord Wellis, porque empezaba a notar el cansancio y no dejaría a los gemelos sin la supervisión adecuada, es decir, sin que ella o lord Wellis estuviesen junto a ellos.
Max cumplió su promesa. A medianoche llegó con lord y lady Wellis que, de inmediato, fueron conducidos con los gemelos. Los examinó con minuciosidad, dio unas pequeñas instrucciones a la señorita Donna para que los vigilase mientras hablaba fuera con los padres y con Amelia y, para su sorpresa, a la puerta de la habitación esperaba toda la familia y un poco más a lo lejos, muchos de los sirvientes, deseosos de tener noticias.
—Lo primero que he de decirles es que los pequeños están fuera de peligro. —Hubo un suspiro general y Amelia pudo ver cómo la tensión de los hombros de Cliff y la expresión de Julianna por fin se relajaban después de tantas horas—. No puedo sino asombrarme por tu perspicacia. —Miraba a Amelia—. Si no los hubieses atendido tan rápidamente puede que no hubiese llegado a tiempo y —la sonrió—, creo que vas a tener que darme la receta de tus infusiones. Pienso que son más efectivas que las mías.
Mel se rio por fin y se relajó. Cliff la abrazó con fuerza.
—Cliff, no puedo respirar. —Se quejó y él la soltó, riéndose.
—Lo siento. No volveré a burlarme de tus hierbas, lo prometo. —Le besó la mano con cariño, aunque Mel resopló incrédula ante esa promesa.
Lord Wellis miró a Julianna.
—Veo que están exhaustos, creo que lo mejor es que vayan a descansar unas horas. Yo me quedaré con ellos, les seguiré administrando las infusiones de Amelia y un poco de belladona para mantenerlos aletargados, además del ungüento que, sin duda, parece ayudarles a respirar y unas raíces para mantenerlos fuertes.
Julianna y Cliff parecían querer protestar para mantenerse junto a sus hijos, pero el médico insistió:
—Sus hijos les necesitarán fuertes y en perfecto estado cuando se despierten. Si hay algún cambio les haré llamar de inmediato.
Eso les calmó, al igual que al resto de los presentes.
—Amelia, aunque sé que estás cansada, te rogaría me acompañases a la cocina para preparar más infusiones y un poco más del ungüento. Te daré unas raíces para que las añadas a la crema que preparas como jabón para usarlo en el baño de los gemelos a primera hora de la mañana.
Amelia asintió:
—Milord, también me gustaría que revisase a los bebés. Creo que están bien, pero nos quedaríamos todos más tranquilos si los viese —dijo Amelia.
—Por supuesto.
Después de eso todos se retiraron a dormir mientras que ella acompañaba al doctor, junto con Ethan y el conde, a ver a los más pequeños. Después de cerciorarse de que, efectivamente, estaban bien, se encaminó con él a la cocina.
—Amelia. —El conde le paró antes de separarse de ellos—. No queremos que tú caigas también enferma. Cuando termines lo que te ha pedido lord Wellis, por favor, retírate a descansar. Mis nietos estarán bien atendidos.
Amelia asintió.
—Lo haré milord, lo haré.
Él le sonrió y se despidió de ambos inclinando la cabeza.
Casi una hora después dejó al doctor en la habitación donde permanecían los gemelos. Cerró la puerta al salir y se apoyó exhausta en ella y cerró los ojos con la cabeza un poco hacia atrás. No había notado que Max permanecía frente a ella a unos metros, observándola desde el otro lado del pasillo, y cuando la vio tan cansada se acercó a ella con la mera intención de sujetarla.
Amelia abrió los ojos justo cuando estaba a menos de un metro y se enderezó de golpe en cuanto lo vio y, por primera vez desde que lo conoció cuatro años atrás, no sintió la alegría desbordante de siempre, sino más bien se sintió enfadada, furiosa. No podía negar el cosquilleo bajo la piel, el calor en sus entrañas y el anhelo de tenerlo cerca, pero por una vez, por primera vez, estaba más furiosa que emocionada.
Lo miró con fijeza. Max se paró en seco en cuanto ella abrió los ojos y se envaró frente a él. No dijo nada pero no necesitaba oírla hablar para saber lo que pensaba. Lo miraba con frialdad, con enfado. Se sintió turbado, avergonzado y molesto. No soportaba verla enfadada con él, y menos aún esa sombra de dolor en su mirada. Quería volver a disculparse con ella, pero no sabía cómo, y lo más perturbador era que no sentía haberla besado ni haberse sentido extrañamente bien haciéndolo, sino solo lamentaba haberle dicho que fue un error. Durante todo el día pasado, aunque no tuvo tiempo de pensar demasiado, no hacía más que escucharse a sí mismo diciendo esas palabras y la mirada de ella al escucharlas que, además, se le había quedado clavada en el corazón. Se sentía como un canalla por haberle hecho daño, y más aún por sentirse bien al besarla. Ella estaba prohibida para él. Por todos los cielos, era como una hermana, era demasiado joven, demasiado inocente, era Amelia.
Aún no lograba entender la necesidad visceral que se apoderó de él antes de besarla, pero no hubo forma de contenerse. Solo sabía que quería desesperadamente besarla, que necesitaba abrazarla mientras acariciaba y sentía esos labios dulces y tan carnales sobre los suyos. Se decía que era solo un ataque de locura o de lujuria mal dirigida hacia la mujer menos indicada para ser objeto de sus apetitos y deseos carnales. Por unos minutos, con ella en sus brazos y respondiendo a sus besos, se sintió en el cielo y en el peor de los infiernos. Pero no podía explicarle eso a ella, pues ni él mismo conseguía entenderlo. Siempre había sabido controlarse. Había sido asediado por mujeres demasiados años, la mayoría auténticas bellezas, y siempre había sabido dirigir sus atenciones sin sobrepasar unas normas y unos principios que respetaba escrupulosamente. Jamás se aprovecharía de una dama inexperta ni se sobrepasaría con una inocente y virginal debutante. ¿Qué demonios le había pasado? Decidió intentar obviar ese momento pasado.
—Mel, se te ve agotada, permíteme acompañarte a tu habitación. Parece que vayas a caer rendida a medio camino.
Se acercó como si no esperase respuesta ni aprobación y, aunque la voz de Amelia no sonó demasiado fuerte, sí fue lo bastante firme:
—No. Puedo llegar sola. Gracias.
Se giró y caminó hacia su habitación. Por un segundo Max permaneció quieto, pero después caminó a unos escasos pasos detrás ella hasta que se giró bruscamente y, alzando la barbilla, le espetó:
—Milord, su compañía no es requerida ni deseada. Además, no querría obligarle a cometer nuevos errores, como caminar a solas, a altas horas de la noche, con una joven soltera cuya compañía es evidente no desea.
Se giró de nuevo y apretó tanto y tan deprisa el paso que a Max no le dio tiempo a sujetarla antes de girar.
—Amelia, por favor.
Ella no se paró ni se giró a mirarle. Solo negó con la cabeza y solo añadió con desagrado dándole la espalda:
—Buenas noches.
Con ello, Max se quedó clavado en su sitio tan aturdido como si le hubiesen golpeado fuertemente en el estómago. Ni siquiera quería escucharlo ni mirarlo, y había dejado claro que no quería ni que la rozase. Se sintió impotente por primera vez en su vida ante una mujer. Era más que un mero enfado lo que Amelia sentía, e incluso más que una simple reacción a un daño infligido si este daño fuese temporal. Y eso era lo que Max empezaba a temer, que la hubiese herido de veras, de un modo profundo e irrevocable. Esa idea le causó una sensación aguda de tristeza y pena y, especialmente, de soledad, mucha soledad en el corazón.
Se retiró a su dormitorio con unas irresistibles ganas de ir hasta el de Amelia, tirar la puerta abajo y no salir de allí hasta arrancarle su perdón a besos. “Maldita sea, maldita sea. Tengo que alejarme de ella, tengo que evitar hacerle más daño y tengo que alejarme de ella hasta no saber controlarme”. Aquella idea que de pronto se convirtió en una decisión tomada le provocó una fuerte punzada en el corazón y una sensación de vacío indescriptible, pero era lo más honrado, lo más noble e incluso lo más sensato, porque cuanto más cerca estaba de ella más parecían querer salir sus más primitivos impulsos. Tenía que marcharse a Londres antes que los demás, buscar una amante con la que poder descargar la tensión y ya de paso iniciar la dichosa búsqueda de una esposa. Quizás así mantuviese a salvo a Amelia. Quizás así pudiese protegerla de sí mismo. En cuanto estuviese seguro de que los gemelos estaban a salvo y bien, se marcharía a Londres.
Tres días pasaron hasta que los pequeños consiguieron salir de la cama, y aunque necesitarían unos días para recuperarse del todo, ya el peligro había pasado. Durante esos días Amelia apenas se separó de los niños, del doctor o de Julianna. En las pocas ocasiones en las que se cruzó con Max, procuró ignorarlo. Le dolía demasiado su rechazo, le dolía saberse “un error” para él. Al menos había estado tan ocupada que los pocos momentos que tenía para descansar estaba tan exhausta que apenas llegar a la cama y apoyar la cabeza en la almohada caía en un profundo sueño.
Durante la cena Max había anunciado que regresaría a Londres con lord y lady Wellis y que ya se quedaría allí para la temporada. Se marcharía al día siguiente y no parecía dispuesto a considerar preferible esperar unos pocos días más y regresar con el resto de la familia. Fue entonces cuando en la mente de Amelia parecía abrirse camino la idea de que Max se marchaba porque no la quería cerca, se marchaba en busca de alguna amante o de alguna duquesa más apta, y esa idea empezó a resquebrajar poco a poco su corazón, amenazando con hacerlo añicos sin remedio.
Tras la cena subió a ver la los gemelos antes de retirarse.
— ¿Amelia?
La voz de Julianna sonó a su espalda cuando se disponía a entrar en la habitación. Amelia se giró
—Shh —le hizo un gesto—. Están dormidos.
Julianna se acercó y acarició las mejillas de sus niños y después le hizo un gesto para que se sentasen en los sillones junto a la chimenea.
—¿Y Cliff?
—Está abajo con los demás. Necesita relajarse un poco después de estos días. Te he visto subir y te he seguido. Has estado muy callada. —Amelia hizo un gesto como para hablar, pero Julianna la interrumpió—. Y no vayas a decir que estás cansada, porque no te creeré. Esto es por Max y su regreso a Londres, y creo que hay algo más que eso. Te he oído llorar en un par de ocasiones y me tienes preocupada.
Amelia la miró. Ni siquiera con lo preocupada que había estado con sus hijos a Julianna se le escapaba ningún detalle sobre ella. Amelia suspiró.
—Juls… —Tenía un nudo en la garganta que amenazaba con hacerla llorar como una niña pequeña—. Me besó, Juls, me besó. Y fue, fue… ni siquiera sé cómo fue. Todo desapareció, todo a mí alrededor pareció desvanecerse. Era como estar en una nube. —Los ojos de Amelia parecía brillar de puro entusiasmo, pero agachó la cabeza y con varias lágrimas cayéndole por la mejilla y retorciendo las manos en su regazo añadió con la voz ahogada—: Pero enseguida me dijo que había sido un error, Juls, para él soy un error.
Comenzó a llorar mientras Julianna se sentaba a su lado y la abrazaba.
—Mel. —Besó su frente y la hizo inclinarse para que reposase su cabeza en su regazo—. Cuánto lo siento, cariño.
Ya no sabía si alentarla diciéndole que Max solo estaba confundido o dejar que intentase seguir otro camino e incluso que lo intentase con el marqués, aunque en el fondo sabía que el corazón de Amelia pertenecía sin remedio a Max. Se lo entregó cuatro años atrás y no estaba libre para que lo ocupase ningún otro hombre. Le acarició el pelo mientras la dejaba llorar para desahogarse. Con cautela le preguntó:
—¿Mel? ¿Qué quieres hacer?
Amelia se incorporó y se secó la cara. La miró unos segundos y suspiró.
—No lo sé, Juls. De veras, no lo sé. Me duele demasiado y no sé qué camino seguir. Intentar conquistarlo empieza a parecerme una quimera. No creo que llegue a verme como yo a él, y menos aún amarme, cada vez me duele más porque no puedo dejar de quererle. ¿Qué puedo hacer? —Intentó respirar hondo para evitar volver a llorar—. No creo que soporte verlo casándose con otra, y ambas sabemos que ese es su principal motivo para regresar a Londres. Necesita una futura duquesa y un heredero, y no creo que tarde mucho en hallar, entre todas las hijas de la nobleza, a alguna que cumpla sus expectativas. Una dama educada desde la cuna para asumir ese papel, una joven hermosa, refinada y que pueda lucir allá por donde vayan. Es egoísta quererlo para mí, lo sé, y lo que también es horrible es saber que no podré entregarle mi corazón a nadie más, y siendo así ¿cómo podré casarme con otro hombre? No podré ser feliz ni podré hacer feliz a un hombre al que no ame. Sería terriblemente injusto y cruel no ser capaz de entregarme a aquel con el que me case. Sería deshonesto por mi parte. Además, no me veo capaz de mirar siquiera a nadie más. Prefiero quedarme soltera, Juls. No sería tan malo, ¿verdad? Ahora no es como antes. No estoy sola, tengo muchas personas a las que quiero.
Volvió a dejarse caer en el regazo de su hermana. Julianna permaneció callada un rato. La había dejado desahogarse y le desgarraba verla tan herida y sobre todo tan rendida, tan vencida. Sonaba resignada y apagada.
—Mel. Creo que ahora mismo estás agotada, abrumada por todo lo que hemos pasado y especialmente impactada por la noticia. No tomes ahora ninguna decisión precipitada. Date tiempo, unos días al menos. Dentro de una semana regresaremos todos a Londres. Acudiremos a muchos bailes, recepciones y reuniones, te distraerás y podrás ver las cosas con algo de perspectiva. Y Max también lo hará. No quiero verte tan derrotada, me duele verte tan triste. Pase lo que pase has de mantener la esperanza de que serás feliz. “Y espero por el bien de ambos, sobre todo de ese cabezota, que sea estando juntos”.
—Juls. —Amelia se incorporó—. Me gustaría dormir en la casita del bosque.
—¿Esta noche? —preguntó seria. Amelia asintió—. Cariño, es muy tarde, no sé si…
La expresión triste de Amelia le rompía el corazón. Comprendía bien cómo se sentía. Cuando creyó que Cliff y ella no podrían estar juntos antes de casarse todo le parecía oscuro, sin interés ni valor y solo quería estar sola para poner en orden sus pensamientos y sentimientos. Ella sabía que Amelia necesitaba un poco de espacio. Suspiró.
—Está bien, cariño, pero irás acompañada de algún mozo.
—Juls, no, por favor. Tú te has paseado por el bosque sola miles de veces. Estaré bien. Iré a caballo y prometo tener cuidado. Solo prométeme que no se lo dirás a nadie. Bueno, a la tía sí. No quiero preocuparla. Pero no a los demás. Si preguntan por mí solo diles que estoy descansando. Por favor.
Julianna la miró unos segundos. Ella menos que nadie podría negarle algo así.
—Juls, por favor —insistió—. No me pidas que esté aquí cuando se vaya de nuevo… por favor…
Julianna la abrazó.
—Está bien, Mel, está bien. Pero en cuanto se haya marchado iré a verte, dejaré a los gemelos en manos de Cliff y de la tía y pasaremos unas horas solas, te llevaré ese pastel que tanto te gusta de crema y nos quedaremos hablando o haciendo lo que quieras, como cuando las dos vivíamos allí.
Amelia hizo un amago de sonrisa y asintió. Media hora después salía del establo a lomos de Granada. Max, que estaba mirando desde la ventana de la sala, la vio cruzar por unos de los laterales del jardín montando su yegua. Tres días sin que le hablase, sin que le dirigiese ni una mirada y sin una sola sonrisa se habían convertido en un infierno. No se había dado cuenta hasta entonces de lo mucho que le gustaban sus sonrisas, y especialmente las que le dedicaba solo a él, y lo que era aún más grave, de lo mucho que las echaba de menos, de lo mucho que las necesitaba. “Maldición”, masculló. Salió por una de las grandes puertas acristaladas y fue directo al establo. Ensilló sin ayuda un caballo y tomó el mismo camino que ella. Enseguida supo adónde se dirigía y por un instante dudó en seguir adelante, porque estar a solas en una casa con Mel de repente le pareció la peor idea del mundo, pero no podía marcharse sin hablar con ella.
Al llegar a la casa había luz en las ventanas del piso de abajo. Ató el caballo y se quedó unos minutos delante de la puerta decidiendo si entrar o no.
Finalmente llamó. Al abrir se encontró a Amelia aún vestida con su traje de amazona pero sin la chaqueta. Se había soltado el pelo, que le quedaba ligeramente suelto sujeto solo por una cinta de terciopelo y deseó con todas sus fuerzas hundir sus manos en ese sedoso y lustroso cabello azabache. Tenía las mejillas sonrosadas y una mirada de sorpresa e incredulidad, reflejo de su perplejidad, y lo que le partió el alma, había estado llorando
—¿Qué haces aquí? —preguntó después de un eterno minuto mirándolo.
—¿Puedo pasar?
De nuevo Mel tardó un poco en responder, simplemente dio un paso a un lado para dejarle entrar. Max entró y Mel le señaló con la mano el salón.
—Max, es muy tarde, querría descansar.
Él se giró para poder mirarla.
–¿Y por eso te has venido sola hasta aquí?
Mel no podía ni quería explicarle nada, estaba demasiado dolida, demasiado confusa para hacer o decir nada y, como Julianna le había aconsejado, no debía precipitarse en tomar ninguna decisión, pero el tenerlo en ese momento allí no facilitaba en nada las cosas.
—Max. ¿Qué quieres?
Su voz sonaba poco firme y ella lo notaba. La presión en el pecho empezaba a ahogarla.
—No estoy seguro. Despedirme, supongo. —Ella lo miró pero de nuevo no dijo nada. La expresión de dolor en sus ojos le recordaba la de los días anteriores, y Max no podía dejarla así—. Quería pedirte de nuevo disculpas por mi inexcusable comportamiento y asegurarte que no se repetirá. —Ella seguía mirándolo con esa expresión confusa, enfadada, aturdida, dolida—. Mel, en estos días, me he estado comportando de un modo extraño, lo sé y no…
Ella le interrumpió, no queriendo escucharle decir de nuevo que fue un error:
—¿Por qué me besaste? —La miró un poco aturdido por la sorpresa. Ella lo miró a su vez y después bajó la vista—. Solo dime por qué.
—No lo sé. —Ella alzó la vista para sostenerle la mirada como si fuese incapaz de creerle y como si esas simples palabras no le bastasen—. Realmente no sé lo que me impulsó a hacerlo, Amelia. —Se pasó la mano por el pelo, torturado por ser incapaz de explicar lo que para él era incomprensible. Gruñó casi imperceptiblemente y se puso a caminar por la habitación—. Estuvo mal, Amelia, prácticamente eres mi hermana pequeña. Pero no lo eres. De cualquier modo no puedo mirarte como a una mujer porque, porque… —De nuevo se tocaba el pelo nervioso—. No eres una mujer. —Amelia lo miró más dolida que enfadada—. No una mujer cualquiera, eres tú, eres Amelia. A mis ojos no debo verte de otro modo.
Amelia empezó a sentir nuevamente la punzada de dolor. “Para él solo seré una niña, nunca me verá como una mujer, no me querrá ni deseará de ese modo. Me engaño”. Se volvió para que no la viese así, no quería que notase su vergüenza, su humillación.
—Mi comportamiento fue propio de un canalla. Tú eres una inocente, una joven que ha de verse cortejada por los pretendientes adecuados.
De repente cruzó por su mente la imagen del marqués, y odiándose a sí mismo por lo que iba a hacer, tomó aire y se envaró en su sitio:
—Amelia, debes escoger a un hombre que te mire, te desee y te ame como la única mujer para él en el mundo. Que te proteja, te mime y asegure tu bienestar y el de vuestros hijos. Alguien que desee casarse contigo.
En cuanto terminó ese cada vez más falso discurso se sintió morir, porque cuanto más cerca estaba ella, cuanto más la veía, más la deseaba, más la quería solo para él, “Dios bendito esto raya la depravación…”.
Amelia tuvo que morderse el labio para no gritarle: “No como tú, que no desearías casarte conmigo ni aunque fuese la última mujer sobre la faz de la Tierra. Pero me besaste y lo hiciste con deseo, hasta alguien inocente como yo se dio cuenta de ello”. Se quedó quieta de espaldas a Max esperando el siguiente golpe, ya que sentía cada una de sus palabras como eso, golpes directos en su maltrecho corazón.
—Amelia. —Hizo acopio de valor y al final dijo—: Tienes a muchos pretendientes detrás de ti, no le des importancia a lo que pasó. Por favor, fue culpa mía, solo mía. No hiciste nada malo ni nada que hayas de reprocharte o de lo que avergonzarte ante ninguno de esos pretendientes. Solo has de escoger al que creas que te hará más feliz, al que puedas querer y que te quiera como mereces. —Max notó una oleada de aire frío helador recorriéndole la espalda—. Parecías muy contenta con lord Calverton, se os veía muy compenetrados… “Maldita sea”.
Amelia se giró de golpe para enfrentarle y simplemente se quedó callada con los ojos abiertos. “Eso quiere, que me case y podrá olvidarse de mí. No tendrá que preocuparse más”. Max tuvo el impulso de recorrer la distancia que les separaba, abrazarla y hacerle olvidar todo lo que acababa de decir, besándola, atrapándola entre sus labios, sus manos, sus caricias. Apretó los puños a sus costados al sentir una furia recorriéndole todo el cuerpo. Quería tomarla, hundirse en ese sedoso, dulce y sensual cuerpo. Quería devorarla, reclamarla y marcarla como suya…
—Max. —Logró decir no sin esfuerzo—. Lo he comprendido. —Se giró y caminó hacía la puerta, la abrió y la mantuvo así—. Es tarde. Necesito descansar y tú también, ya que te espera el regreso a Londres. Seguramente, la próxima vez que nos veamos será en alguno de los bailes o salones. Y puedes estar seguro de que estudiaré con detenimiento tu consejo. Sin duda, lord Calverton sería un excelente marido. Buenas noches, Max.
La punzada en el corazón de Amelia no fue nada en comparación con el rayo que atravesó el de Max.
Tardó en mover los pies. ¿Era posible que acabase de echar a Amelia a los brazos de otro hombre? Tenía un deseo irrefrenable de ponerse a gritar y romper cosas. Ella esperaba en la puerta y de nuevo insistió:
—Buenas noches. Te deseo un agradable viaje. Por favor, cierra la puerta al salir.
No esperó a que Max saliese, simplemente subió las escaleras y cerró tras ella la puerta de la habitación en la que entró.
Estuvo a punto de entrar varias veces en los diez minutos que permaneció de pie inmóvil frente a la puerta. Aún sentía el frío en la espalda y esa sensación de soledad y vacío de los minutos anteriores cuando ella le miró como si algo entre ellos hubiere cambiado irremediablemente.
Regresó a la mansión y subió directamente a su dormitorio donde, en vez de su valet, le esperaba Cliff sentado en uno de los sillones.
—No deberías haber ido —dijo sin más poniéndose de pie y escrutándolo serio—. Dime que no has cometido ninguna imprudencia.
Max lo miró ceñudo.
—No. No he hecho nada y no eres el más indicado para preguntar algo así ¿no crees? Tú que te colabas en la habitación de Julianna trepando por las enredaderas.
Cliff se rio suavemente.
—Max, es mi hermana pequeña y tú, mi amigo. No seas idiota.
Se miraron unos segundos hasta que, finalmente, Max preguntó:
—¿Una copa? Yo la necesito.
Cliff asintió y se acomodó en el sillón que ocupaba mientras Max se acercaba a la mesa donde estaba la licorera y servía dos copas de brandi añejo. Estuvieron unos minutos en silencio.
—Max, te vas a arrepentir toda la vida como dejes escapar a Amelia.
Max no lo miró, simplemente jugueteó con el líquido de su copa.
—Estáis empeñados en algo que no existe, Cliff. Crees que siento por Amelia lo mismo que tú por Julianna, pero no es así. Le tengo un profundo cariño y me preocupo por ella, eso es todo.
Empezaba a darse cuenta de que ni él mismo era capaz ya de creer semejantes palabras.
—Max, no la miras como si solo le tuvieras cariño. No te comportas como si solo le tuvieras cariño. Será mejor que empieces a aceptar lo inevitable y pedirme tener una conversación seria.
—¿Hablas en serio?
—¿Cómo es posible que vivas tan ajeno a la realidad? Incluso yo fui capaz de admitir lo inevitable.
—Lo inevitable es que yo regreso a Londres, donde espero no tener que lidiar con demasiadas matronas ansiosas para encontrar a una duquesa adecuada. Amelia regresará a los salones, a su cohorte de pretendientes y a la elección de uno de ellos como marido.
Cliff bebió de su copa.
—Sé sincero Max, si no conmigo al menos contigo mismo. ¿Realmente piensas que existe alguien más apto para el papel de tu duquesa, de tu esposa, de la madre de tus hijos, que Amelia? —Se levantó y dejó la copa en la repisa de la chimenea antes de encaminarse hacia la puerta—. ¡Demonios, Max! No hay nadie mejor para ese papel que Amelia por la sencilla razón de que es a ella a la que quieres y no me refiero a que la quieras como una hermanita pequeña. Yo la quiero como una hermana pequeña, tú, amigo mío, como un hombre enamorado. Cuanto antes lo admitas y lo aceptes, antes podrás ser feliz. —Se paró un momento para mirarlo—. Y lo que es más importante, ella también podrá ser feliz. Y ya que hablamos de su felicidad. ¿No habrás cometido la estupidez de empujarla en la dirección del marqués, verdad? —Max lo miró fijamente sin decir ni una palabra—. Sinceramente, pienso que corres el riesgo de que al final de ese camino no seas tú el que acabe junto a Amelia en el altar, sino precisamente aquel de quien deberías cuidarte, no animar. Si lo permites, ella acabará enamorándose de él.
Después de eso se marchó, dejando a Max a solas con el brandi y un cada vez mayor dolor de cabeza.