Capítulo 10
Minutos después, Max y Amelia eran conducidos a un camarote y encerrados en él. En cuanto se quedaron a solas Amelia quiso hablar pero Max le tapó la boca y después le susurró que no hablase durante unos minutos. Se acercó a la puerta y esperó a que los hombres del otro lado se alejasen un poco. Tras eso, sin mediar palabra, recorrió la distancia que le separaba de ella y la abrazó fuerte, muy fuerte, pero Amelia no se quejó.
—Mel ¿estás bien? —Ella asintió sin separarse—. Te sacaré de esta, pequeña, no te pasará nada. Confía en mi.
Amelia no dijo nada, solo permaneció abrazada a él unos minutos, después, con cierta reticencia, se separó recordando que estaba herido.
—Max, tengo que curarte esas heridas.
Se giró para ver la estancia y vio una palangana y una jarra encima, se acercó a ella y vio que tenía agua, registró un poco encontrando una vela, una especie toallas que parecían medianamente limpias y una botella de algo con aspecto de licor. Max la miraba un poco asombrado. Unos instantes antes, estaba en sus brazos temblorosa y asustada y, ahora, estaba decidida y concentrada en la tarea. Le dieron ganas de reír. Amelia vio finalmente una especie de cama sujeta a uno de los laterales del camarote.
—Siéntate allí.
Obedeció y ella cogió todos los utensilios y se sentó junto a Max, echó agua en la palangana y un poco del licor que creía era coñac y mojó uno de los trapos. Observó a Max para determinar las heridas y contusiones que tenía y, tras limpiar con cuidado los arañazos y golpes del rostro, del cuello y de las manos, centró su vista en el hombro.
—Max, voy a tener que quitarte la chaqueta y la camisa para curarte el hombro. Espero que no necesites puntos, no creo que podamos pedirle aguja e hilo a esos hombres.
Max se rio y, sin poder evitarlo, se inclinó y la besó en la frente.
—Mel, estoy bien, deja de preocuparte, por favor, no creo que me muera de esto.
Amelia levantó de golpe la vista hacia él y le lanzó una mirada furiosa.
—¿Por qué hablas de morirte? No le veo la gracia. No digas eso, nunca más. No vuelvas a decirlo.
Sin remediarlo unas lágrimas comenzaron a correr por sus mejillas. Eran el miedo y la tensión las que hablaban.
Max alzó los brazos y la acercó a él, apoyó la cabeza de Amelia en su pecho y besó su cabello.
—Lo siento, lo siento. He sido un desconsiderado. Discúlpame. Amelia. —Le tomó el rostro en sus manos y la obligó a mirarlo—. Mel, escúchame bien. No voy a morir y tú tampoco. Saldremos de esta indemnes, te lo prometo. Dentro de muchos, muchos años, podrás contarle a unos pequeños nietecitos cómo fuistes rescatada de las manos de unos piratas por un valiente caballero de brillante armadura.
Amelia fijó sus ojos en la calidez que desprendía ese gris azulado que se tornaba más oscuro cuando se acercaba a ella y, por un segundo, pareció creer firmemente en sus palabras. Finalmente asintió.
—Pues no vuelvas a asustarme ni a, ni a... —Suspiró. Separó las manos de Max de su rostro y bajó la vista—. Deja que termine de curarte.
Max la dejó hacer. Se quitó la chaqueta y después la camisa y, aunque le gustó el modo en que Amelia le miró el torso desnudo, se contuvo de hacer o decir nada. Aún estaba asustada y dedicarse a cuidarle parecía ayudarle a recobrar cierta tranquilidad, así que, se mantuvo solícito a sus órdenes, disfrutando calladamente de sus cuidados y la delicadeza y suavidad con la que le atendía. Tenerla acariciándole con ese amor y esa ternura bien valían todas las heridas, golpes y cortes del mundo, pensaba cada vez que posaba sus delicados dedos sobre su piel.
Después de recoger todo y de ayudar a Max a ponerse de nuevo la camisa, Amelia se sentó cerca de él y, de nuevo, recorrió el camarote con la vista. Max permaneció callado observándola, quería darle tiempo porque sabía que, en escasos segundos, Amelia se derrumbaría por el cansancio, las emociones y todo el miedo que, estaba seguro, estaba controlando desde hacía horas y que estaban deseando salir por fin a la superficie. Pocos segundos después comenzó a temblar sutilmente y a encoger un poco el cuerpo y fue cuando Max supo que debía consolarla. La cogió con suavidad, la acomodó en su regazo apoyándola contra su pecho y su hombro y la abrazó mientras él permanecía sentado con la espalda apoyada en la pared de madera del casco del barco. La acomodó un poco mejor, procurándole calor y una postura que permitiese a Amelia relajarse, y la mantuvo acunada, caliente entre sus brazos hasta que pareció quedar adormilada.
—Max —lo llamó con la voz algo adormecida.
—Descansa. Mel. Yo velaré tu sueño. —Depositó un beso en la cabeza de Amelia.
—Max. —Ella movió la cabeza y alzó la vista—. ¿Por qué me dejastes sola en la casita del bosque? Dijiste, dijiste... Estaba tan enfadada contigo, tan dolida, que quería que te fueses pero tampoco quería que me dejases sola y tú, tú, me dijistes que... —Gimió.
—Mel, tienes que descansar, no creo que debamos hablar de eso ahora.
Ella se incorporó un poco y le miró con fijeza.
—Max, no lo entiendo. Dices que no soy tu hermana y tampoco quieres que sea, que sea, bueno, lo que se suponga que sean un hombre y una mujer. —Se ruborizó recordando los momentos en la casita del bosque anteriores a que él se marchase—. Y, después, te enfadas si se me acerca algún hombre. ¡Por Dios! Si te has estado enfureciendo durante semanas cuando se me acercaba algún caballero en un baile —Bajó la mirada—. Y luego, me besas y me dices cosas. Y me duele. Me duele pensar que tú no... que tú no me quieres como... —Su voz se quebró y comenzaron a brotar lágrimas de sus ojos.
—Mel. —Sus ojos se oscurecieron fijos en ella.
—No, no, Max. Quiero que contestes. —Alzó los ojos llorosos para mirarlo—. ¿Qué eres Max? ¿Qué somos? ¿Qué quieres de mí?
Cada vez que notaba el contacto de Amelia sobre él, el calor de su cuerpo, su aliento, el roce de su piel, la sangre de Max bullía enfebrecida, pero tenía que protegerla. Era Mel, su Mel. No podía dejarse llevar sin más, no podía hacerle daño y, sin embargo, se lo estaba haciendo, y saberlo le atravesaba el corazón como si le clavasen espadas. Pero tenerla tan cerca, tan cerca, y ella le miraba de esa manera...
—Mel.
Max acarició su mejilla con suavidad, casi con reverencia. Amelia inclinó la cabeza un poco para apoyarla en su mano y alzó la suya para cogérsela.
—Max, por favor.
Se inclinó hacia ella casi por inercia y, finalmente, rozó sus labios con los suyos, primero como si simplemente quisiese rozarla, sentir su calor pero, después, comenzó a besarla con verdadero anhelo. Tras unos segundos le habló con los labios rozando los suyos, sosteniendo con suavidad su cara entre sus manos.
—Mel, esto me mata. Llevo semanas deseándote hasta volverme loco. No sé cuándo pasó, no se cómo pasó pero sé que te deseo como no he deseado a nadie ni a nada en esta vida.
Acarició con sus labios sus mejillas, su barbilla, la curva de su cuello. Amelia se arqueó un poco al tiempo que alzaba los brazos depositando las manos en la parte de atrás de su cuello, comenzando a acariciar su pelo con los dedos y con las uñas, lo que excitó a Max, convirtiendo el tocarla, el saborearla, en una verdadera necesidad y en un tormento, en un delicioso tormento.
Comenzó a besarla con avidez por el cuello, descendiendo poco a poco mientras con las manos iba liberándola de sus ropas dejando expuesta la suave y tersa piel de Amelia. Tomó con su mano uno de sus pechos y lo acarició, llevándoselo después a la boca, escuchando leves gemidos de Amelia con cada uno de sus contactos, de sus caricias. Lamió a placer cada una de sus curvas notando cómo respondía a cada una de sus caricias. Sin dejar de tocar y recorrer su cuerpo con las manos alzó la cabeza y se apoderó de sus labios mientras la iba tumbando con cuidado.
Amelia se sentía arder, sus manos sobre su piel, sus labios, su cálido aliento y esa forma de recorrer su cuerpo. Lo quería, lo amaba y lo necesitaba dentro de ella.
—Max, Max.
Él alzó de nuevo la vista, separando ligeramente sus cabezas, y tomó su rostro en sus manos.
—Amelia, dime que me detenga, dímelo porque yo he perdido toda mi voluntad.
El tono ronco, el deseo que manaba de él, de esos ojos oscurecidos, de ese leve temblor de excitación en su piel…
—Max.
Se ruborizó y, armándose de valor pensó que si, finalmente, esos podían ser sus últimos días, quería pasarlos con él, de un modo pleno, lo quería todo de él y quería darle todo de ella. Tomó aire mirándole directamente a los ojos.
—Max. —Alzó la mano y le acarició la mejilla—. Te quiero, te amo y no me importa si tú no me quieres igual, solo quiero, solo quie…
Max la interrumpió, apoderándose de sus labios, y tras unos segundos se separó, manteniendo sus rostros a escasos centímetros.
—¡Dios, Amelia! —jadeó—. Te amo, te amo. Antes, eso me estaba matando porque creía que no podía, que no debía… ¡por todos los santos, Mel! —De nuevo se apoderó de sus labios—. Eres mía, pequeña, eres mía, dime que eres mía —le pedía mientras recorría con sus labios, con su lengua, sus mejillas, con la nariz la instó a echar la cabeza atrás para darle mejor acceso a su cuello, a su pecho—. Mel, dime que me perteneces, dime que eres mía, porque yo soy tuyo, todo lo que soy te pertenece, Mel.
El tono ronco de su voz, la pasión casi sagrada con que envolvía su aterciopelada voz, cada palabra, provocaba ríos de amor y deseo bajo la ya excitada piel de Amelia.
Ella lo acercó más a su cuerpo, empujándolo suavemente con las manos que tenía depositadas en su cuello y en su hombro:
—Soy tuya, Max, solo tuya. Por favor, por favor…
Ya no había vuelta atrás y ambos lo sabían.
Se separó de ella y se puso de pie cogiéndola de la mano. Después, y tirando de ella para dejarla frente a él aún un poco temblorosa, ruborizada y con los ojos brillantes, sin dejar de besarla, fue desabrochando cada botón, deshaciendo cada cinta, liberándola poco a poco del vestido, del corsé, de los pololos, de las medias, dejándola totalmente desnuda frente a él.
Amelia se sentía expuesta ante ese hombre al que quería y que acababa de decirle que la amaba, pero no sentía vergüenza ni pudor, sino una increíble necesidad de tocarlo, de ser tocada por él, de sentirlo dentro. Max se separó de su cuerpo un poco y la miró con detalle, a placer. Su perfecta y blanca piel encendida por la pasión, por el deseo, sus brillantes y sedosos cabellos, negros como el azabache, cayendo en cascada sobre sus hombros, su espalda, sus pechos, llegando justo hasta la cintura y esos intensos y oscuros ojos, tan profundos, tan sinceros que hipnotizaban y derretían la voluntad de Max.
Sin pensárselo dos veces comenzó a librarse de su ropa, de sus botas, de todo lo que le impidiese sentir con plenitud ese cuerpo, ese contacto, ese calor de Amelia que eran suyos, solo suyos. De nuevo, la tomó entre sus brazos notando un leve escalofrío en Amelia. Levantó su cara instándola a mirarle con dos dedos bajo su mentón, acariciando con las yemas su cuello y el hueco entre sus clavículas sin dejar de mirar sus enormes ojos dilatados por la emoción.
—No tengas miedo, Mel. Iré con mucho cuidado. ¿Confías en mí? —preguntó con la voz ronca y una carga de dulzura que llenó a Amelia de una cálida sensación de amor y de seguridad.
Max acercó sus labios a los suyos rozándolos y notando el calor de sus alientos y de su piel.
—Sí, sí, confió en ti y no tengo miedo, es solo que…
El rubor se extendía por las mejillas de Mel como rosas rojas recién abiertas.
—¿Es solo que? —la instó sonriendo ante su deseable timidez.
—¿Puedo, puedo tocarte? —consiguió preguntar.
La sonrisa de Max se hizo más pronunciada mientras con una de sus manos tomaba la de ella y se la llevaba a su torso, apoyándola en su pecho.
—Puedes hacer conmigo lo que quieras, amor, soy todo tuyo.
Mel abrió los ojos de par en par y, casi avergonzada, comenzó a bajar la vista hasta donde él había posado su mano, dio un leve paso atrás y moviendo con lentitud y un ligero temblor la mano sobre su torso comenzó a recorrer poco a poco el cuerpo duro, firme y ligeramente bronceado de Max. Alzó la otra mano y comenzó el, al principio, dubitativo roce, pero, después, cuando notó el estremecimiento en la piel de Max allí donde ella tocaba, se sintió poderosa, juguetona e incluso un poco lasciva y fue adquiriendo mayor confianza y seguridad en su roce consiguiendo una respuesta de excitación evidente en Max. Casi con osadía descendió a su entrepierna y tocó primero explorando y después disfrutando de las sensaciones que le producían esas caricias. Max emitió un leve gemido. Amelia notaba cómo se controlaba, cómo procuraba dejarla disfrutar de su recién descubierta osadía. Comenzó a recorrer con los dedos su miembro, que se había endurecido aún más y después de unos segundos, lo agarró con toda la mano y comenzó a moverla extendiéndose por su cuerpo una sensación de calor desconocida para ella. Max emitió un ronco gemido y con una de sus manos cogió la de Amelia.
—¡Dios! vas a matarme. Espera, espera, eso ahora no.
Amelia, sorprendida, alzó la vista al oscurecido azul de los ojos de Max.
—¿Te-te he hecho daño? —preguntó tímidamente.
Max sonrió y la acercó a su cuerpo abrazándola y extendiendo sus manos en sus nalgas y con un leve empujón de las mismas acercó sus caderas a las suyas, pegándolas para que sintiese la prueba evidente de su “dolor”.
—Créeme, amor, no es dolor lo que me provocas.
Se apoderó de su boca y la besó con ansia, con todo el fuego y el ardor que había controlado durante semanas. Descendió en sus besos por su rostro y la instó a arquearse ligeramente hacia atrás para darle mejor acceso a su piel al tiempo que, sin dejar de besarla y sostenerla, la fue depositando sobre la cama debajo de él. Ella se aferraba a su cuerpo y le instaba a seguir, a no parar, a amarla sin límites.
Colocó con suavidad a Amelia cómodamente recostada mientras la recorría con las manos, deleitándose de su cuerpo, sus curvas, el suave contacto de su piel, su calor y ese aroma tan suyo, ese con el que soñaba y que despertaba la fiera que llevaba dentro. Comenzó a besarla lentamente detrás de la oreja, descendiendo por su cuello, sus hombros, mientras jugaba y torturaba sensualmente sus pechos. Comenzó un baile sensual de caricias con sus labios y su lengua hasta llegar a los pechos mientras Amelia se agarraba a sus hombros y respondía a sus caricias con leves suspiros, gemidos e incluso acercando aún más su cuerpo al de Max.
El cuerpo de Amelia ardía en llamas. Cada beso, cada roce, conseguía que su cuerpo respondiese de manera instintiva, y cuando él comenzó a recorrer con su lengua sus pechos, a lamer sus pezones dándole, después, pequeños mordiscos, fue como si un río de lava recorriese sus venas. Casi sin saber cómo, sus manos comenzaron a moverse disfrutando del contacto de Max, de sus músculos, de su denso cabello, de ese calor que desprendía.
Max alzó la cabeza y, de nuevo, la besó en los labios con insistencia, con avidez, mientras sus manos descendían por su cuerpo. Cuando llegaron a sus muslos, con suavidad comenzó a acariciar la cara interna de los mismos con una mano mientras con la otra seguía torturando sus endurecidos pechos. En un instante, Max notó cómo Amelia se tensó cuando introdujo su mano justo en el centro de sus muslos.
—Cariño, voy a darte placer, déjame hacer a mí.
Sonrío con un leve brillo en sus oscurecidos ojos y, entonces, empezó a acariciar su sexo, y cuando Amelia empezó a sentir el cosquilleo, introdujo uno de sus dedos iniciando un sensual baile dentro de ella mientras con otro azuzaba más y más su sensible botón, notando su humedad y las corrientes y leves espasmos que empezaban a vibrar dentro de ella. Amelia gimió y, de nuevo, se apoderó de su boca al tiempo que introducía otro dedo, consiguiendo una mayor respuesta de ella, que se arqueaba y le apretaba, clavaba las uñas en los hombros y gemía bajo sus besos. Comenzó a jugar con mayor avidez con su montículo con el pulgar mientras mantenía el baile de sus dedos en su interior y de su lengua en su boca.
Apenas podía discernir lo que sentía y ni siquiera sabía lo que Max le estaba haciendo, pero no quería que parase. Max comenzó a trazar un camino de besos y caricias con sus labios a través de su encendido cuerpo, descendiendo lenta y deliciosamente. Amelia sintió, de repente, un vacío entre sus piernas cuando Max extrajo sus dedos instándola, al mismo tiempo, a abrir más los muslos para él. Al abrir los ojos vio que Max descendía hasta colocar su cabeza entre sus piernas y, justo cuando iba a protestar, notó sus cálidos y suaves labios sobre su sexo y después su lengua, que comenzó a recorrer los pliegues internos de Amelia mientras con los dedos torturaba su botón interior logrando que el mundo a su alrededor perdiese toda nitidez. Con sus manos apretó el cabello de Max cuando este comenzó un baile frenético con su lengua hasta llevar a Amelia lejos de donde estaba. Tenía sensaciones y un calor que comenzaban a invadirla por dentro pero que, sobre todo, provocaba un extraño placer en su interior y un fuego que amenazaba con devorarle hasta el estómago. Tras unos minutos, todo se hizo pedazos en su interior. Se sintió excitada y enfebrecida y al mismo tiempo satisfecha, complacida y poco a poco se iban haciendo pesados sus brazos, sus piernas, todo su cuerpo. Max se detuvo y solo pudo ser consciente de que él se incorporaba sobre ella, cerniendo su cuerpo sobre el suyo, recorriéndolo en dirección contraria, en ascendente sendero, con parsimoniosa lentitud. Al comenzar a recuperar la conciencia de la realidad, abrió lentamente los ojos y tenía a escasos centímetros del suyo el rostro de Max, que tenía una extraña expresión de satisfacción pero también de control que no comprendía del todo. Lo que Amelia sí sabía era que, a pesar de lo extrañamente pesados que sentía los brazos y de ese calor recién descubierto en su interior, necesitaba algo más, no sabía qué era, pero necesitaba a Max, sentirlo de nuevo pero de otra manera.
—Max… —susurró Amelia con la voz cargada de esa pasión desconocida para ella hasta ese momento.
Max se sintió arder al ver sus ojos brillantes con la pasión, con el deseo, con la lujuria, el rubor de sus mejillas, sus labios enrojecidos e hinchados por él. La necesitaba, necesitaba hundirse en ella, estaba húmeda, abierta para él.
—Max, por favor, no sé qué es, no lo sé, pero sé que te necesito dentro de mí, ahora, por favor, por favor…
Si ya pensaba podría detenerse, esas roncas palabras de Amelia fueron el acicate final. La besó con más ansia que antes, como una necesidad mayor que la de respirar, con una mano le abrió un poco más los muslos, colocándose entre ellos.
Se separó y se acercó a su entrada poco a poco varias veces, acariciando solo con la punta su sexo, provocando escalofríos de placer y ansiedad en Amelia. Alzó la cabeza un poco, necesitaba ver su rostro encendido por la pasión, enfebrecido por recibirle.
—Max, por favor… —susurraba jadeante y ebria de pasión.
Se fue introduciendo muy lentamente y ella abrió los ojos y miró directamente al profundo azul que primaba en sus ojos. Ya reconocía ese color en él, ese azul que se apoderaba del gris que normalmente predominaba su mirada cuando se acercaba a ella o cuando se enfadaba con ella, pero, ahora, era de una intensidad que Amelia no había visto antes. Sentía el calor de su miembro introduciéndose lentamente dentro de ella. Lo notaba suave pero al mismo tiempo duro y grande. Gimió con la invasión pero de repente se paró, se quedó quieto con el rostro y el cuerpo en tensión. Acercó sus labios a los suyos y le dio un leve beso, fue un mero roce. Con una voz profunda, ronca y muy sensual que hizo que Amelia sintiese cada uno de los movimientos de esos labios como una caricia dijo:
—Mel, esto te dolerá un poco, pequeña, lo siento, lo siento. —La besó de nuevo—. Solo durará un momento, intentaré ser lo más suave posible. —La besó y en una certera embestida alcanzó la barrera final.
Amelia sintió un leve dolor tensándose en respuesta. Max permaneció quieto, acariciando con sus labios sus mejillas, sintiendo el calor que rodeaba su verga, suave, húmedo, aferrándose a él y dejándolo invadirle por primera vez.
—Sshh, pequeña, pasará enseguida.
Tras unos segundos comenzó a moverse lentamente, dejándola acostumbrarse a él. Después de esos primeros instantes Amelia empezó a sentir que el dolor daba paso a una placentera sensación, con cada movimiento, con cada fricción, aumentaba el calor, el deseo y un extraño anhelo a algo que desconocía pero que deseaba alcanzar, que necesitaba alcanzar. Max notó cómo ella empezaba a responder, cómo sus movimientos y sus suaves gemidos eran de nuevo de placer. Arqueaba el cuerpo acercándoselo, comenzó a aferrarse a él y a recorrer con sus manos sus costillas, sus caderas y finalmente sus nalgas abriendo más los muslos para él, alzando sus caderas en cada una de sus embestidas buscando introducirlo más en ella, entregándose a él con cada roce. Max se sintió desbocado y aunque procuró en todo momento no ser demasiado brusco por ser su primera vez, sus embestidas fueron cada vez más profundas, enérgicas y devastadoras y ella lo acogía con placer acunándolo desde su interior, cerrando sus músculos interiores alrededor de su miembro, dándole una sensación de placer, de éxtasis, que no creía ser capaz de sentir. Era liberador y al mismo tiempo se sentía atrapado por esas sensaciones, esas vibraciones de vitalidad, de felicidad que le provocaba cada embestida, cada espasmo, cada roce. El cuerpo entero de Max vibraba de pura vida y sabía que el de Amelia se encontraba en el mismo estado que el suyo, lo sentía, lo notaba retorciéndose de placer bajo su cuerpo, bajo su abrazo, bajos sus manos. Era suya, lo sabía, solo él la hacía sentirse así, solo él la tendría así. Amelia, su Amelia, su Mel, era suya, suya. Era suya una, y otra y otra vez…
Max se sintió poseído por primera vez en su vida, sentía cada roce, cada movimiento, cada envite de un modo único, como nunca antes. El cuerpo de Amelia aceptaba y aferraba el miembro de Max en su interior. Sentía los músculos de ella contrayéndose calientes, húmedos y firmes alrededor de su pene. Era una sensación plena, visceral, algo indescriptible, tan primitiva, tan pura, tan intensa. En su mente resonaban exclamaciones como “Oh, Dios mío “, “Por todos los santos “ o “Esto es el cielo “, con tal intensidad que creyó haberlas gritado. Comenzó a sentir la tensión final de Amelia al llegar al clímax, los espasmos y los temblores alrededor de su pene y alrededor de sus muslos, y cuando parecía que ella había alcanzado otro nivel, él la siguió sin remedio. Sintió la oleada recorrerle todo el cuerpo y finalmente derramarse en ella como una explosión de placer indescriptible, plena, infinita.
Permanecieron unos minutos unidos, jadeantes, exhaustos y algo desorientados. Poco a poco fueron despertando de esa especie de nebulosa que les cubría. Max se incorporó apoyándose sobre sus codos, liberándola ligeramente de su peso, con el rostro a escasa distancia del de ella, que permanecía con los labios un poco abiertos y con los ojos cerrados y aún recuperando el aliento y el ritmo normal de su corazón y casi en susurro preguntó:
—¿Mel? —Acarició con las yemas de los pulgares su rostro—. ¿Estás, estás bien?
La observó abrir los ojos lentamente y curvar los labios, formando una sonrisa que le provocó una increíble mezcla de sensaciones, lujuria, deseo, ternura y un amor como nunca antes.
—Estoy bien… Es, ha sido… ha sido… No… no sé lo que ha sido pero…
Balbució aún con la respiración entrecortada mientras abría del todo los ojos y sonreía con una sonrisa de placer, de tranquilidad y satisfacción que consiguió que Max se riese suavemente con sus labios sobre la piel de su rostro provocando unas suaves cosquillas en Amelia.
—Pequeña, te adoro.
Depositó un tierno beso en sus labios, separándose despacio de su cuerpo para liberarla ya del todo de su peso. Amelia gimió, quejándose al sentirse extrañamente vacía. Max rodó sobre su costado y se la llevó con él para acomodarla sobre su cuerpo, con la cabeza apoyada en su hombro, manteniéndola abrazada en todo momento. Parecía tan relajada, felizmente exhausta y satisfecha como él.
Se incorporó, dejando a Amelia tumbada.
—Cariño, no te muevas. —Fue hacia la jarra de agua y mojó uno de los paños limpios que quedaban junto a ella. Volvió y con suavidad hizo que Amelia abriese un poco las piernas. Ella iba a resistirse, pero la sujetó con una mano—. Pequeña, déjame a mí, solo será un momento.
Con ternura y mucha suavidad, fue limpiando los muslos y la entrepierna de Amelia y aliviando la zona que sabía sentiría un poco dolorida. Amelia lo dejó hacer un poco avergonzada y también conmovida por la delicadeza y el amor que parecía poner en cuidarla.
Después dejó el paño junto a la jarra y volvió a tumbarse junto a Amelia, abrazándola de un modo protector y también algo posesivo. Unos minutos después, recorría con los dedos de una manera distraída su brazo, su cadera y su espalda dejando leves caricias sobre ellos. Inclinó la cabeza posando sus labios sobre su sien y le acarició el cabello. Después, con voz suave y melosa, susurró:
—Mel, duerme un poco. Yo estaré aquí y me aseguraré de que tengas sueños agradables, amor.
Mel permanecía adormilada sobre su hombro con la respiración cada vez más callada, con el cuerpo lánguido y tan adormecido como su preciosa cabecita.
—Max —susurró, y bostezó mientras acomodaba un poco mejor la cabeza—. Te quiero —consiguió decir aunque con una voz pesada y aletargada.
Max la besó en la frente y apretó un poco su abrazo acoplando mejor su pequeño cuerpo a su costado:
—Y yo a ti. Te amo, pequeña.
Max se quedó quieto disfrutando de la certeza de sus palabras y del calor, de la suavidad, de la textura del pequeño y cálido cuerpo al que abrazaba. Pensó que no podía existir nada mejor. Ahora comprendía a Cliff. Ahora lograba saber por qué era para él imposible alejarse de Julianna. Tener a Amelia en sus brazos, desnuda, satisfecha, era un placer al que no podría ni querría renunciar jamás. La sensación de plenitud que le embargaba en ese momento solo podría alcanzarla con ella a su lado. Jamás renunciaría a ella, nunca dejaría que la alejasen de él. Era suya y, con toda seguridad, él era suyo. Su pequeña, adorable y peleona Mel, era suya. Ahora lo comprendía, se había estado resistiendo de una manera absurda por motivos equivocados. La diferencia de edad, el convencerse inútilmente de que sentía un cariño de hermano y no de hombre, el deber de proteger su inocencia por encima de toda razón. ¡Qué estúpido había sido! ¿Cómo se había equivocado tanto interpretando sus propios sentimientos? Ahora sabía que la quería más que a su vida, que la protegería y la defendería pero como un hombre protege a su mujer, no a una hermana, que haría todo lo que estuviera en su mano para hacerla feliz.
Fue entonces consciente de nuevo de dónde estaban, del aprieto en el que se hallaban. Tenía que actuar con inteligencia. Tenía que sacarlos de esa situación y asegurarse de mantener a Amelia alejada en todo momento de esos hombres y nunca separarse de ella. Sintió un escalofrío de puro terror atravesarle el corazón al imaginarse a Amelia en manos de el Portugués o de cualquiera de sus hombres. “No, no”, pensó “voy a mantenerte a salvo. Te protegeré, amor”. Apretó un poco su abrazo para sentirla aún más cerca, eso le daba una extraña sensación de paz, cierta tranquilidad.
Durante unas horas la dejó dormir, pero al escuchar movimiento en la cubierta con las primeras luces del alba, se apresuró a despertarla para estar alerta. Conociendo al Portugués, insistiría en que algunas de las comidas las hicieran en su presencia con el fin de intimidarlos mediante el recordatorio constante de que eran sus prisioneros y de que estaban en sus manos. No obstante, Max, aún contaba con la baza de que los necesitaba para recuperar su navío y para ese pirata ese objetivo tendría prioridad sobre cualquier otro.
— Mel, cariño… —le susurraba depositando un beso en sus labios—. Mel, despierta, hemos de vestirnos. —Amelia emitió un quejido perezoso—. Pequeña, abre los ojos, por favor.
Se estiró un poco y comenzó a abrir los ojos, al principio un poco desorientada pero después fue fijando su mirada en el rostro de Max y comenzó a sonreír.
—Buenos días —susurró aún con la voz adormilada y bostezando como una niña remoloneando en la cama.
—Buenos días —respondió Max sonriendo igual que ella sin poder evitarlo.
Amelia estiró un poco su cuerpo alzando la cabeza de modo que acercó su rostro al de Max. Lo besó y se puso justo encima de él. Max la abrazó manteniéndola sobre su cuerpo mientras que ella dejaba caer su cabeza en el hueco de su cuello dejando que esos sedosos mechones de su ondulado cabello y la suave calidez de su aliento rozasen la piel de su cuello y su hombro.
—Mel —insistió aún con reticencia—. Tenemos que levantarnos y vestirnos. Es mejor estar preparados, ya que podrían aparecer en cualquier momento, además, quiero hablar contigo sobre cómo hemos de actuar.
Enseguida notó cómo el cuerpo de Amelia se tensó sobre el suyo, rodó sobre sí mismo dejando a ambos de costado cara a cara. Se apoyó sobre uno de sus codos mientras mantenía el abrazo sobre ella con el brazo libre.
—Mel, escúchame. —Fijó su mirada en sus ojos instándola así a prestarle atención—. Vamos a vestirnos y, después, con calma, hablaremos, pero no quiero que tengas miedo, no dejaré que te pase nada. Si actuamos con serenidad todo saldrá bien. Llevo muchos años luchando contra hombres como esos y siempre he regresado a casa, sano y salvo, ¿verdad? —Amelia asintió ligeramente—. Pues, ahora, tengo muchos motivos para hacer que los dos regresemos. Pienso pasar muchos, muchos, muchos años a tu lado, si me dejas.
Amelia lo miraba con intensidad hasta que entonces fue consciente de que tras esas palabras se encerraba algo más.
—¿Hablas en serio? Quieres… ¡Espera! —Se incorporó un poco apoyándose en un codo y con la mano que tenía libre apoyada sobre el pecho de Max, que se había recostado un poco con el movimiento de ella—. ¿Qué estás diciendo?
Si lo que le estaba proponiendo era matrimonio, quería que se lo pidiese. No, necesitaba que se lo pidiese, aunque fuese en un barco lleno de piratas.
Max sonreía. “Dios, cuánto adoro cuando se pone tirana y tan terca… Realmente debo estar enamorado…”, pensó divertido. Se movió de modo que Amelia quedó atrapada bajo su abrazo con su rostro cerca del suyo sonriéndola de una manera provocadora.
—Mel, no creo que este sea el mejor lugar para hacer una proposición. De hecho, es el peor lugar de la historia de las declaraciones románticas. —Le sonrió mientras le acariciaba la mejilla —. Será algo que pospondremos hasta que estemos en casa, pero, por si aún no lo tienes claro, permíteme decirlo sin tapujos. —Se aupó sobre sus codos tomando algo de distancia sobre ella pero manteniéndola bajo su cuerpo—. Mel, te amo. Reconozco que he tardado un poco en darme cuenta, pero te amo más que a nada ni a nadie en el mundo, más que a mi vida, pero, ahora que por fin he dejado que mi estupidez dé paso a una verdad que todos conocían, incluso yo mismo, aunque no quisiera reconocerlo, no pienso dejar que te alejes de mí, ni hoy, ni mañana, ni nunca. Te amo, te adoro, te quiero como jamás podrá querer un hombre a una mujer. Pienso ponerte un anillo que te ate a mí el resto de nuestros días y con el que todo el mundo sepa que te quiero, que eres mía y que no dejaré que nadie te separe de mí. Voy a convertirte en mi duquesa, en mi esposa y en la madre de mis hijos. Voy a venerarte, protegerte, mimarte y poner el mundo a tus pies si me lo pides. Y como te mereces una propuesta digna de todo ello, quiero que seas una buena chica y me prometas que vas a aceptar ahora esta, demasiado empalagosa y precipitada, proposición y que, también, lo harás dentro de unos días cuando aparezca ante tu puerta con el anillo de mi abuela.
Por las mejillas de Amelia comenzaron a correr algunas lágrimas de emoción y avergonzada ocultó su rostro en el hueco del hombro de Max.
—Lo prometo, lo prometo —asentía con la voz rota.
Max se rio un poco, besó su frente y se puso de pie llevándola consigo.
—Pequeña. —Adoptó su tono de firme y resuelto capitán mientras cogía algunas de las ropas de ambos—. Hemos de vestirnos primero.
Amelia lo miraba callada, con las mejillas ruborizadas y aún con los ojos algo llorosos, pero asintió finalmente. Max le pasó sus prendas y tras vestirse la ayudó a cerrar su traje. Después la llevó hasta la silla y la instó a sentarse mientras él también lo hacía en un pequeño taburete frente a ella. La cogió de las manos y la miró a los ojos.
—Mel, tenemos que ser más inteligentes que esos hombres de ahí fuera y, sobre todo, no dejarnos llevar por el miedo. Lo mejor es que, hasta que estemos cerca de Madeira, crean que no les vamos a ocasionar problemas. El Portugués es inteligente y sabe que me necesita para recuperar su barco y, si nos hace el más mínimo rasguño, no conseguirá mi cooperación, así que se asegurará de que, hasta entonces, permanezcamos a salvo y solo si cree que somos un peligro o un riesgo se deshará de nosotros. Pero no te equivoques y no voy a engañarte, es un hombre cruel, como a buen seguro la mayoría de los hombres que están en esta nave. No conviene hacerle enfadar sin motivo pero, tampoco, hacerle ver que le tienes miedo, porque eso es tan peligroso como lo anterior.
Apretó sus manos esperando que Amelia asimilara poco a poco lo que le decía. Aunque Amelia comprendía la difícil situación en la que se hallaban, sin embargo, no tenía tanto miedo como la tarde anterior, por algún extraño motivo, la seguridad de Max la tranquilizaba.
—Lo entiendo, Max. Solo dime cómo crees que he de actuar y lo haré.
Max alzó sus manos hasta sus labios y las besó con ternura, antes de mirarla a los ojos y decirle intentando parecer calmado:
—Mel, pequeña. —De nuevo depositó un beso en la palma de una de sus manos—. Voy a asegurarme de que bajo ningún concepto te separen de mí. No quiero perderte de vista ni un segundo y, por su propio interés, el Portugués sabe que no puede desoír mi petición porque puedo ponerle muy difíciles las cosas si no me complace. Por otro lado, no querrá una mujer suelta por el barco que distraiga a sus hombres y menos que dé lugar a peleas. —Por un segundo se arrepintió de haber dicho esto último por lo que Amelia llegase a entender ya que, sabía que, si lo interpretaba de la peor forma posible, acertaría en su conclusión y ello podría asustarla más—. Pero no te preocupes, estás conmigo y así permanecerás. —Amelia tras unos segundos asintió—. De todos modos, procura no hacerte notar demasiado. Cuando estemos en presencia del Portugués procura no hablar ni hacer nada que le obligue a mirarte, pero tampoco dejes que note el miedo en ti. Si te asustas o te sientes incómoda, acércate a mí y yo me encargaré.
Amelia de nuevo asintió sin decir nada. Max se levantó, la tomó en sus brazos y ocupó la silla, dejándola sentada en su regazo abrazándola. Ella apoyó la mejilla en su hombro y se dejó acunar. Estar en los fuertes y firmes brazos de Max, sentir su calor, el ritmo de su corazón era el mejor bálsamo para ella. Por unos instantes, al igual que le ocurrió la noche anterior, olvidó dónde estaban, todo a su alrededor desaparecía cuando Max la abrazaba de esa manera y ella cerraba los ojos.
Unos minutos después Amelia alzó la cabeza y aún en los brazos de Max, lo miró fijamente.
—Max, es posible que en algún momento me encuentre mal. —Max arqueó una ceja extrañado—. ¿Recuerdas? —Ella hizo una mueca con los labios—. Me mareo mucho en los barcos y… —De nuevo hizo un gesto de disgusto—. En fin, que no soy muy buena marinero.
Max relajó su expresión y sonrió.
—No te preocupes, amor, solo evitaremos que comas cosas muy pesadas, además, no creo que nos dejen pasear por la cubierta ni movernos por el barco y, bueno, de momento, lo estás haciendo muy bien.
Depositó un tierno beso en su nariz y Amelia sonrió.
—Es que, hasta ahora, estaba demasiado asustada para darme cuenta de dónde estábamos o… —Se ruborizó un poco— o concentrada en otras cosas.
Max soltó una carcajada y la miró con picardía y algo de descaro.
—En ese caso, amor, te prometo mantenerte muy ocupada y concentrada.
Sonrió intentando mostrar cierta despreocupación con una conversación relajada. Sabía que eso no solo conseguía relajar un poco a Amelia, sino que reducía la tensión y la presión que sentía en el pecho al pensar en la situación en la que se hallaban. Cuando iba a besarla de nuevo escucharon el ruido de la cerradura de la puerta. Max se incorporó depositando a Amelia a su lado y rodeándole la cintura con el brazo, la acercó todo lo posible de modo protector. Cuando comenzó a abrirse la puerta le susurró al oído.
—Recuerda. No muestres miedo y mantente cerca de mí.
Amelia asintió, respirando profundamente, para hacer acopio de valor.
La puerta se abrió del todo, dejando ver al otro lado a dos hombres armados y de expresión adusta.
—El capitán quiere que les acompañemos a su camarote —dijo uno de ellos mientras daba un paso al frente entrando en la habitación y haciendo un gesto para que pasasen delante de él.
Max caminó llevando consigo a Amelia, cruzaron toda la cubierta bajo la atenta mirada de esos dos hombres armados, fijándose en todo lo que les rodeaba. Max iba tomando nota de los hombres que había, de la distribución de los mismos, de la situación de los cañones y de los elementos de navegación. Antes de cruzar la puerta del camarote del capitán, el hombre que iba delante de ellos movió la mano para hacerles detenerse y llamó. Tras unos segundos escucharon al Portugués darles la orden de entrar, pero antes de poder hacerlo tuvieron que dejar salir a dos hombres más que iban con las manos atadas a la espalda y seguidos de otros dos piratas con las pistolas en la mano apuntándolos.
Entraron y tras ellos se cerró la puerta. El Portugués estaba de espaldas a ellos guardando en un cofre lo que Max creyó que eran las cartas de navegación. Entre ellos y el Portugués de nuevo se hallaba la mesa pero, esta vez, había colocada sobre ella algunas bandejas con comida, frutas y dos jarras de metal. Amelia esperaba que en una de ellas hubiese agua o algo que no fuese licor. Empezaba a sentir un poco de náuseas con el olor a comida que impregnaba todo el camarote, sin mencionar el de los hombres de cubierta, que aún parecía notar en el fondo de la nariz, pero aun así se obligó a sí misma a no exteriorizar signo alguno de debilidad aunque, no obstante, Max notó el cambio operado en ella nada más dar dos pasos dentro del camarote.
El Portugués se volvió hacia ellos en cuanto cerró el cofre y se sentó, dejando que permanecieran de pie unos segundos, sin duda para demostrar de nuevo que ellos eran sus prisioneros y, por lo tanto, obligados a obedecerle sin rechistar.
—Siéntense. —Ofreció con cierto toque de falsa amabilidad y una dosis mayor de condescendencia al tiempo que con la mano señalaba las sillas al otro lado de la mesa—. Creo que como “mis invitados” les agradará compartir mi mesa en esta clara mañana.
El toque de sarcasmo, pensaba Max, sin duda, es un rasgo que parece gustarle mostrar cada vez que tiene ocasión, “bien sigámosle el juego”.
—Qué amable deferencia permitidnos disfrutar de su compañía, capitán— dijo Max mientras sujetaba la silla al tiempo que miraba firmemente a Amelia para que se sentase en ella a pesar de la cara de asombro que mostraba —. Sin duda nos encantará poder compartir este delicioso desayuno.
El sarcasmo que irradiaba su voz y la expresión de su cara podría rivalizar con el del Portugués consiguiendo que, mientras él se acomodaba con aparente despreocupación en su silla, a Amelia le recorriese por el cuerpo un río de confusión, indignación y furia. ¿Qué diablos esperaban conseguir comportándose de ese modo? Pensaba mientras procuraba mantener a raya las náuseas cada vez más acuciantes.
Ambos hombres se dedicaron durante varios minutos a comer como si nada, pero sin dejar de controlarse ni de medirse recíprocamente como si tanteasen sus respectivos movimientos, reacciones y gestos. Al cabo de un rato, cuando Amelia empezaba a notar que tanto sus náuseas como su dolor de cabeza amenazaban con convertirse en algo permanente, decidió tomar cartas en el asunto.
—Capitán— dijo mirando de soslayo a Max pero procurando fijar su vista en el pirata que de repente se vio sorprendido por la voz femenina que pareció sacarlo de su original duelo silencioso con su oponente—. Me preguntaba —decía manteniendo un tono cortes y dulce en su voz y en su rostro—, dado que se ha mostrado como un generoso anfitrión hasta ahora y, puesto que vamos a permanecer a bordo varios días, si sería tan amable de proporcionarnos agua y jabón para asearnos adecuadamente, y, desde luego, algo de ropa limpia sería igualmente bien acogida y también agradecida.
Tras unos segundos mirando candorosamente al capitán, este pareció divertirse con la osadía y la aparente candidez de Amelia, y con una sonrisa contestó:
—Claro adorrable minha menina, estaré encantado de hacer que su estancia en nuestro barco sea lo más placentera posible... —El tono casi soez que empleó no hizo mella en Amelia, que sabía que intentaba intimidarla al tiempo que procuraba molestar a Max, al que no dejaba de lanzarle miradas y gestos mordaces—. Si milady lo desea, haré que después del desayuno les proporcionen lo que necesiten.
Se rio de un modo bastante desagradable, sin embargo, pensó Amelia, si conseguía lo que se proponía, agua, jabón y ropas limpias, ese hombre podía utilizar el tono que le diese la gana.
—Le quedaríamos muy agradecidos —señalaba ella posando sus manos en su regazo y bajando la mirada con falsa timidez al mismo.
Escuchó la risa ronca del capitán justo antes de decir:
—¿Cuán agradecida quedaría, damisela?
De inmediato lo miró con los ojos demasiado abiertos para disimular que la había sorprendido, puesto que la insinuación había sido del todo clara.
—Capitán, recuerde que está delante de una dama.
Max le hizo una advertencia con un tono pausado pero con una contundencia en la cadencia y la gravedad de su voz que hizo ambos se volvieran de inmediato hacia él. Su mirada, pensó Amelia, podría haber fundido el metal, y de seguro sirvió de mensaje directo al pirata sin necesidad de más palabras.
El Portugués le miró desafiante pero sin hacer movimiento alguno y con una sonrisa bastante desagradable. Al cabo de pocos segundos tomó una pieza de fruta clavándole con destreza la punta de su navaja y continuó comiendo. Max lanzó una mirada a Amelia que era una clara advertencia de silencio, y procuró de nuevo enderezar la atención del Portugués en sí mismo.
—Capitán —cogió el vaso y bebió antes de tomar un trozo de pan y pasárselo a Amelia para que lo comiese. Sabía que estaba mareada, pero debía asegurarse de que comiese algo sólido para afrontar mejor la travesía—, creo que debería tener presente que nos necesita con vida y con la suficiente predisposición para “ayudarle” a sacar el navío del puerto pero, ha de saber que esto último depende en gran medida de que mi prometida reciba un trato acorde a su posición. No permitiré que sea tratada sin el decoro que le corresponde.
El Portugués de nuevo se rio de un modo estruendoso.
—Ah, la soberbia y prepotencia inglesas. ¿Cuándo aprenderán que el resto del mundo no les debe pleitesía?
Max lo miró con cierto desdén mientras se arrellanaba en su silla.
—Quizás cuando el resto del mundo nos demuestre que es digno de ser considerado nuestro igual.
Amelia sabía bien que semejante afirmación no era cierta, y que Max no lo pensaba, lo había escuchado en demasiadas ocasiones maravillándose de algunas de las culturas, países y gentes que había conocido. Sin duda procuraba molestar al pirata y aun ignorando el motivo real de ello, permaneció en silencio limitándose en centrar su atención en él.
El Portugués de nuevo se rio pero, en esta ocasión, con un brillo peligroso en sus ojos.
—Quizás, capitão, debiera darnos a mis hombres y a mí alguna lección que nos permitiese valorar la verdad de esa supuesta superioridad de los ingleses. Podríamos dejarle demostrar su destreza con algunas armas en la cubierta. Estoy seguro de que algunos de los que están ahí fuera estarán más que dispuestos a enfrentarse a uno de los chaquetas azules más laureados… —Sonrió desafiante con los ojos fijos en Max.
—Y ¿por qué no enfrentarnos nosotros mismos? Sus hombres disfrutarán más aún viéndonos disputar el mando de este barco.
Max esperó, sabiendo de antemano la respuesta del Portugués. No le podía demostrar miedo alguno negándose a luchar en caso de que se empecinase en esa posibilidad con la sola idea de divertirse a su costa, pero tampoco podía dejar que le pusiese en manos de una panda de piratas sin escrúpulos dejando con ello a Amelia desprovista de protección en el caso de resultar herido o aún peor. Sin embargo, también era consciente de que al lanzarle el desafío de enfrentarse ellos, le había puesto en el mismo aprieto que él unos segundos antes. El Portugués era demasiado inteligente para recoger el guante lanzado tan directamente. En el caso de aceptar y ganar, perdería la posibilidad de recuperar su barco, ya que de salir victorioso sus hombres le obligarían a matar a Max como muestra de esa supuesta crueldad, pues era lo que le granjeaba el miedo y, en algunos casos, el respeto necesario para controlar a esa caterva de brutales piratas. Pero, en caso de perder, si no resultaba muerto en el combate, en el mejor de los casos, vería minada si no perdida su autoridad ante sus hombres y, en el peor de los casos, o bien se vería desprovisto del mando del barco o bien le quitarían la vida. Max le había lanzado un órdago que sabía seguro no podría perder.
El Portugués fingió meditarlo unos segundos, pero después soltó una carcajada y con un dedo alzado y negando con él dijo:
—No, no “meu capitão”. No seguiré su juego. —Se rio de nuevo—. Ha sido listo pero no me engañará para que caiga en su trampa.
Se levantó despacio y llamó a gritos a uno de los hombres que había permanecido al otro lado de la puerta. En cuanto entró, le ordenó llevarlos de vuelta al camarote, y justo cuando Amelia cruzaba el umbral seguida de cerca por Max, el Portugués ordenó que les proporcionasen agua, jabón y ropas limpias a “milady”.
Antes de poner un pie en la cubierta, Amelia empezaba a notar que las fuerzas le fallaban y, sin necesidad de decir nada, vio rodeada su cintura por el fuerte brazo de Max, que la sujetó con firmeza guiándola hasta la misma puerta del camarote y dejándola apoyarse en él mientras avanzaban.
En cuanto la depositó en la cama, cogió uno de los paños, lo humedeció con el agua que aún quedaba en la jarra y se sentó a su lado, la guio para que apoyase la cabeza en su regazo mientras con el paño la refrescaba hasta que, finalmente, se lo colocó en la nuca para calmarla. Amelia se dejó hacer sin decir nada, relajándose y dejando que con sus manos, sus caricias y la suavidad de dedos, la llevasen a un estado de somnoliencia. Casi una hora después, Amelia estaba dormida con la cabeza reposando tranquilamente en el regazo de Max. Entraron en el camarote tres de los piratas que depositaron en el centro tres barriles pequeños con agua, una pastilla de jabón, un par de toallas y ropa. Inmediatamente después de cerrarse la puerta, Max se levantó, dejando a Amelia suavemente recostada en la cama y echó el pestillo de la puerta, aunque sabía que con buscar la llave con que cerraban por fuera les bastaba para abrirla.
Max miró hacia la cama, Amelia tenía mejor color que cuando entraron. Revisó las cosas que les habían dejado, menos mal que al Portugués le dio por robar un barco bien aprovisionado, pensó. Después se volvió y miró a Amelia. La dejaría descansar un rato, aunque sabía que la ayudaría a encontrarse mejor el poder asearse y ponerse ropa limpia. Volvió a su lado y antes de sentarse de nuevo la descubrió observándolo mientras permanecía relajada de costado. Se incorportó para quedar sentada.
—Max, tienes aspecto de cansado.
—Bueno, quizás sea porque lo estoy —contestó dejándose caer a su lado con una media sonrisa.
Amelia miró los toneles.
—Creo... —Se ponía de pie y se acercaba a ellos. Se giró y extendió uno de los brazos en dirección a Max—. Ven.
La miró y obedeció casi de inmediato, se puso de pie y tomó la mano que le ofrecía.
—Supongo que podría... —Miró donde estaba la silla y añadió—: Siéntate en la silla.
Max la miró con el ceño fruncido y antes de que dijese nada ella agregó.
—Hazme caso, por favor, tú has cuidado de mí y ahora me toca a mí. Quitate la chaqueta y la camisa y siéntate.
Sin saber muy bien lo que se proponía, él se sentó y después la observó coger la enorme palangana y ponerla tras la silla en el suelo, tras eso llenó la jarra con agua de uno de los barriles y la depositó junto a la palangana para después coger la pastilla de jabón.
—Inclina la cabeza hacía atrás —le ordenó, poniendo una mano sobre su hombro desnudo e instándole con un pequeño empujoncito a obedecerle.
—¿Qué vas a? —Enseguida lo comprendió—. ¿Vas a lavarme el cabello? —preguntó algo asombrado.
Ella sonrio.
—Obedece, por favor. Cierra los ojos. Prometo que te gustará.
Su sonrisa era cautivadora como una hurí a punto de postrar a sus pies a su cautivo. Algo dubitativo obedeció, cerró los ojos tras apoyar la cabeza en el respaldo y respiró hondo. Segundos después Amelia le mojaba la cabeza y comenzaba a lavarle el pelo y a darle masajes en el cuero cabelludo. Apenas tardó unos minutos en sucumbir a la sensualidad y a la sensación de abandono de todo su cuerpo que provocaba el movimiento firme, y a la vez delicado, de sus dedos sobre su cabeza o deslizándose por su pelo, así como el suave rasgado de sus uñas sobre sobre su cuero cabelludo. Enjuagó varias veces su cabello, siempre con sutileza y exquisitez, enredando sus dedos en sus mojados rizos negros, consiguiendo que sus músculos, su mente y todo su cuerpo acabasen en un estado de completa relajación.
Aun reconociendo la intimidad, la sensualidad y la complicidad que aquello transmitía, no fue hasta más tarde que todos los sentidos de Max se dispararon. Tras lavarle el pelo y secárselo con una de las toallas dándole, al igual que antes, ligeros massajes, se encontraba totalmente relajado. Sin embargo, todo su cuerpo se tensó y excitó de un modo estraordinario cuando comenzó a quitarle las botas, después le desabrochó los pantalones y le ayudó a desprenderse de ellos y de los calzones, retiró la silla y lo dejó en medio del camarote totalmente desnudo. Acto seguido ella se quitó el vestido y todas las prendas que cubrían su cuerpo excepto la ligera camisola de seda. De nuevo llenó la jarra de agua, lo que repetiría durante los minutos posteriores varias veces, y con una total inhibición fue lavándole todo el cuerpo, depositando las manos y los dedos sobre su piel mojada, primero extendiendo jabón sobre ella y después enjuagándolo.
Max la observaba en cada movimiento, deleitándose no solo de sus caricias y de la delicadeza y la suavidad de su tacto sino, además, de la forma tan desprendida con que lo hacía. Notaba su corazón dispararse cada vez que lo tocaba, era lo más erótico, sensual y ardiente que había experimentado en toda su vida. Estaba completamente desnudo, mojado y a merced de Amelia, que no hizo más que preocuparse de él, cuidarle y mimarle con cada una de esas caricias, con cada contacto, con cada roce. Era delicioso y al mismo tiempo una completa tortura. Cuando terminó, de nuevo cogió la toalla y, al igual que con su pelo, fue secando cada parte con suaves masajes. Era una completa locura. Max contenía la respiración cada vez que lo tocaba. Cuando finalmente acabó, le enrolló una de las toallas en la cintura, él sonrió y la encerró entre sus brazos total y completamente excitado y endurecido. Por unos segundos, permaneció simplemente mirando su rostro, disfrutando de esas deliciosas curvas pegadas a lo largo de todo su cuerpo solamente separados por una fina capa de seda. Dejó caer los brazos a ambos lados de los costados de Amelia y, agarrando la camisola, se la sacó por la cabeza, alzándole los brazos al hacerlo. Ello le permitió atrapar sus muñecas sobre su cabeza y sorprenderla devorando su boca con un pasional, largo y profundo beso que disparó los latidos del corazón de Amelia. Max los notaba y sintió una oleada de triunfo invadirle el pecho. Con sus labios aún rozando los suyos, con una voz ronca y cargada de deseo dijo:
—Mi turno.
Volvió a besarla al tiempo que soltaba sus brazos para alzarla y sentarla en la silla que él había ocupado un rato antes.
—Ahora, cierra los ojos y deja que yo me ocupe de ti.
Amelia sonrió y se sonrojó al mismo tiempo, lo cual encantó al conquistador que llevaba dentro. Repitió todos y cada uno de los pasos que ella había realizado pero con una diferencia, fue depositando besos, caricias con los labios e incluso lamiendo algunos de los lugares de ese glorisoso cuerpo que lavaba y disfrutaba.
Cuando terminó, en vez de secarla la tomó en sus brazos y la llevó hasta la cama, depositando esa preciosa desnudez con delicadeza. Se irguió y la observó durante un minuto deslizando su vista por cada curva, por cada deslumbrante rincón de ella. Sonrió notando que, de nuevo, se sonrojaba, y depositó un beso en el sendero entre sus pechos justo antes de decir con un susurro ronco y cautivador:
—No te muevas, amor. No muevas ni uno de tus deliciosos músculos.
Se irguió de nuevo y con sorprendente velocidad recogió todo lo que habían empleado e incluso las ropas sucias que dejó sobre uno de los barriles con intención de lavarlas más adelante.
Volvió hasta donde estaba Amelia y se sorprendió al encontrarla dormida. Le dieron ganas de reír pero al igual que hizo antes se quedó un minuto observándola relajada, con esa suave respiración y esos labios ligeramente curvados en una pequeña sonrisa. Le atravesó una excitación y un deseo desbocado, pero lo que más sentía era una calidez llenando su pecho de un modo abrumador. Instinto posesivo, de protección, de cubrirla de un manto de amor y calor... suspiró.
De nuevo sonrió, le acarició de un modo sutil la mejilla y se inclinó, pero justo cuando iba a besarle donde la había acariciado, ella se removió, abrió los ojos quedando cara a cara a escasos centímetros. Ella sonrió, provocándole una satisfacción desconocida.
—Tengo un poco de frío —susurró sin dejar de sonreír.
—Eso tiene fácil solución —respondió mientras cernía su cuerpo sobre el suyo cubriéndolo por completo.
Atrapó su rostro entre sus manos y la besó con ternura, despacio, saboreándola, disfrutando del momento como si no hubiese ninguno más allá. Amelia disfrutó del calor que desprendía su musculoso y bien torneado cuerpo, del contacto de la firmeza de su piel sobre ella. Notaba la rigidez de su miembro sobre su estómago y cómo se iba tensando cada vez más.
—Max —murmuraba mientras él marcaba un sendero de dulces besos por su rostro y su cuello.
—¿Mmm…?
—Sigo teniendo frío —dijo ella en un medio susurro medio jadeo.
Max se rio sobre su piel por la forma en que le pedía las cosas. Era tan propio de ella, que incluso con los ojos cubiertos de una neblina de deseo y la voz velada por la pasión conseguía divertirle con unas pocas palabras.
—Mel, te quiero y quiero que me prometas que no cambiarás nunca —decía mientras continuaba besándola y saboreándola.
Ella se rio suavemente. Max fue descendiendo poco a poco hasta llegar al ombligo, donde depositó un beso y rodeó la suave piel de su estómago con la lengua. Con una mano cubría uno de sus turgentes pechos mientras con la otra acariciaba su ya húmedo y henchido sexo. Amelia gimió mientras hundía sus dedos en su todavía húmedo cabello, enredando los dedos en sus mojadas hebras, disfrutando del contraste entre el tacto ardiente de su piel y la fresca humedad de su pelo. Max se incorporó cubriendo de nuevo todo su cuerpo con el suyo y mientras hacía suya su boca deleitándose de su sabor, de su caliente aliento cuando jadeaba y de la suavidad de sus ahora hinchados labios, deslizó una rodilla entre sus muslos instándola a abrirlos para él, colocándose entre ellos de un modo natural, como si sus cuerpos hubiesen sido hechos el uno para el otro.
Se incorporó sobre sus antebrazos solo para poder mirarla bien en el momento en que con una única, firme y profunda embestida la llenaba por completo. Arqueó la espalda de modo que sus pechos rozaron el torso de Max provocando en ambos una erótica sensación de placer que les hizo estremecerse. Amelia depositó ambas manos en sus costados, mientras él permanecía quieto dentro de ella con la cabeza inclinada sobre sus pechos, y deslizándolas hasta sus nalgas lo instó a seguir. Después de eso, ambos parecieron poseídos con un instinto casi animal, porque pasaron horas amándose una y otra y otra vez de formas distintas y cada vez más intensas hasta que quedaron completamente exhaustos. Ella respondía a sus movimientos, a sus caricias, con inocencia pero con una naturalidad y una sensualidad que lo acicateaba más y más.
Amelia yacía relajada con la cabeza sobre su pecho, mientras los cuerpos de ambos se hallaban debidamente cubiertos con la capa-gabán forrado de piel de Max que este había colocado sobre ellos. Pensaba, mientras le acariciaba ociosamente el brazo, que la vida con Amelia tendría muchas ventajas y sin duda, una de las más destacadas sería el tiempo que pasarían en el dormitorio. Se había revelado como una excelente compañera de cama, pasional, generosa, intuitiva, ávida de aprender y disfrutar y con una natural predisposición a la pasión. Una pasión que él se encargaría de mantener muy, muy encendida cada día del resto de sus vidas.
—Max —lo llamó con un hilo de voz.
—Dime, pequeña.
—¿Te has fijado en las plantas que hay en el camarote del capitán?
La pregunta pilló por sorpresa a Max, y tardó un poco en reaccionar.
—¿Las plantas?
Amelia se enderezó un poco, cruzó las manos en su pecho y apoyó su barbilla sobre ellas de modo que pudiese mirarlo bien.
—Si. ¿No las has visto?
Max negó con la cabeza.
—Para ser franco, he de reconocer que no me he fijado. ¿Por qué lo preguntas?
—Bueno, casi todas son plantas con algunas propiedades específicas. Las hojas de algunas de ellas pueden servir para dormir a quien las tome y otras se utilizan, principalmente, para la malaria y algunas enfermedades parecidas. Pero, sobre todo, abundan las que se utilizan para curar el insomnio o la mala digestión.
Max se incorporó un poco, manteniéndola en la misma postura sobre él, calentita y entre sus brazos.
–¿Las conoces?
Mel asintió.
—Algunas solo las he visto en el jardín botánico o en algún libro, porque se dan en países lejanos como China o en América, pero sí, las conozco casi todas; hay una planta de belladonna, esa de hojas verdes con unas flores de color morado, se distingue porque emite un olor algo desagradable y que puede utilizarse como narcótico. Igual que la mandrágora, que se da sobre todo en Asia, es esa de las pequeñas florecillas violetas y sin curar sirve como estupefaciente. Oh y un barbasco, su corteza y las hojas se pueden usar como narcóticos y también como purgantes. —Se rio suavemente —. O una planta de boldo, las hojas, unas que acaban en redondez al final y son de un bonito verde apagado por una cara y oscuro en otra, en infusión producen rápidamente el sueño y una leve anestesia en todas las extremidades. Hay salvia, que es estupenda para desinfectar heridas, incluso una muy rara que es la salvia de bolita, es muy buena para catarros o para la tuberculosis y los mareos. Hay varias plantas de aloe vera, que se parece a un cactus y es buena para la piel, las quemaduras, las hinchazones. Una planta de sauco, que es buena para la diarrea, la disentería y también para los dolores respiratorios. O también el toronjil morado sirve para las afecciones digestivas y para más cosas que no recuerdo. He visto un aceituno, creo que se da especialmente en Sudamérica que es bonito y se utiliza para la malaria en infusión y para la piel machacando las hojas. Y un agastoche, solo lo había visto en los libros y también se usa para el cólera y para los excesos provocados por el alcohol, la recuerdo porque le recomendé a Juls que la consiguiese en Jamaica para las náuseas del embarazo de los gemelos. He visto una altamisa, que se parece a las margaritas, un aliso, anís estrellado o un apazote, que se usa para la malaria, la arnica, y una que es preciosa que se llama borraja que es morada antes de florecer pero que cuando se abre es de un bonito azul como el de los ojos de Eugene. En fin, que tiene una gran variedad y la mayoría muy exóticas. —Sonrió mirándolo fijamente.
—Es harto improbable que sean del Portugués. Seguramente perteneciesen al verdadero capitán de esta nave. Estoy muy impresionado. Sabía que tenías buena memoria pero es realmente extraordinario, pequeña. ¿Realmente tienen todas esas propiedades?
De nuevo asintió, riéndose tímidamente. Se incorporó sentándose a horcajadas sobre él. Max sintió de nuevo una excitación más que evidente pero se obligó a concentrarse en lo que hablaban, al menos unos minutos porque después…
—Bueno, supongo que tendrán otras muchas que desconozco o de las que no me acuerdo. He pensado —decía apoyando las manos en su abdomen, lo que casi le provoca un orgasmo instantáneo— que podrían sernos útiles en algún momento. —Hizo una mueca con la boca—. Bien, no todas, ya que para usar algunas de ellas tendríamos que hacer una infusión o un ungüento, pero para otras basta con triturar o machacar las hojas o las semillas y mezclarlas con algo líquido, como el vino, el agua o eso tan oscuro que parece gustarle a ese hombre.
Max se incorporó un poco, apoyando la espalda, quedando casi sentado con ella a horcajadas todavía sobre él, depositó un beso en la base de su cuello mientras con las manos le cubría los senos antes de tomar uno de ellos con sus labios.
—Mmm —murmuraba de nuevo acariciando el pecho con los dedos—. Creo que deberemos intentar hacernos con algunas de esas hojas. —Atrapó uno de los pezones con sus dientes dándole pequeños mordiscos. Amelia se arqueó un poco mientras entrelazaba ambas manos detrás de su cuello y jadeaba—. Pero, de momento…
Deslizó las manos por su cuerpo y agarrándola por las caderas la alzó un poco, colocándola en una posición que le permitiese envainarla, lo cual hizo de inmediato con un solo movimiento al tiempo que la deslizaba hacia abajo.
Amelia emitió un grito ahogado, aferrándose fuertemente a sus hombros. Enseguida él desplazó sus manos abiertas por la espalda de ella subiéndolas posesivamente, de modo que acabó abrazándola y acercándosela más. En cuanto consiguió tenerla del todo a su merced, se apoderó de sus pechos con los labios.
Jadeando le ordenó:
—Cabálgame, cariño, cabálgame.
Amelia permaneció unos segundos quieta disfrutando de la tortura deliciosa de sus pechos y del calor de su miembro dentro de ella, pero enseguida notó ese deseo ardiente en sus entrañas que la apremiaba a más, que le exigía tenerlo más adentro, más duro en su interior. Necesitaba ese roce, esa fricción de su pene en su interior, atraparlo con sus propios movimientos, con su propia humedad. Casi por instinto comenzó a moverse sintiéndose cada vez más deseosa, más ansiosa y también más poderosa. Sentía la tensión de Max, su satisfacción cada vez que le atrapaba dentro, muy dentro de ella. Notaba la respiración entrecortada de Max en su cuello, en sus pechos, la tensión de los músculos de sus muslos y, sobre todo, la presión de sus dedos cada vez mayor conforme más fuerte, más deprisa y más profundamente la penetraba. Acabó quedando recostada sobre él sintiendo los febriles espasmos recorriendo cada parte de su cuerpo desde sus entrañas hasta la punta de los dedos de sus manos, notando cómo se hacía añicos todo a sus alrededor con las sensaciones de su clímax todavía vibrando dentro de ella.
Con un ágil movimiento, Max, manteniendo el abrazo y la unión de sus cuerpos, los hizo girar de modo que ella quedó tumbada de espaldas con él cubriendo todo su ser permaneciendo dentro de ella duro, tenso y totalmente henchido. La besó en los labios con verdadero ardor consiguiendo traerla de vuelta a la realidad, al mismo tiempo que de nuevo se movía dentro de ella, llenándola, llegando hasta lo más profundo con firmes y potentes embestidas y hasta alcanzar de nuevo la cima, pero esta vez juntos, casi acompasados. Amelia vio ahogado el grito que salía de su boca por los labios de Max, que emitió un sonido profundo, gutural, primitivo cuando dio la última y certera embestida, que la dejó empalada tan profundamente a él que lo sintió en lo más íntimo de su ser.
De nuevo les costó unos minutos recuperar la normalidad en su respiración, en el ritmo de sus corazones. Amelia permanecía debajo de él sintiendo desmadejados todos sus miembros, casi inertes. Max sobre ella sonreía con la cabeza apoyada entre sus pechos, acariciando de modo distraído sus brazos
—Mel. —Alzó la cabeza y depositó un beso en el hueco de su cuello para después mirarla. Permanecía con los párpados cerrados sonrosados como el resto de su rostro y con una expresión de satisfacción que le llenaba de orgullo masculino. Se apoyó en los antebrazos mientras inclinando la cabeza le besaba dulcemente los labios—. Amor. —Rozó con la nariz su mejilla enrojecida de placer—. Pequeña. —Besaba su rostro mientras ella permanecía inmóvil disfrutando de sus caricias—. Bribona, sé que no estás dormida…
Besó de nuevo sus labios. Ella sonrió sin abrir todavía los ojos hasta que le hizo cosquillas debajo de sus costillas. Se rio sonoramente y de golpe abrió los ojos.
—¡Tramposo! —se quejaba entre dientes mientras se reía y se revolvía bajo su abrazo.
Max se rio y posó suavemente sus labios en los de ella.
—Mely, ¿te encuentras mejor?
Ella lo miró frunciendo el ceño.
—Si te refieres a si me siento mareada no, no, ya se me pasó, y aunque tengo un poco de hambre no creo que mi estómago soportase ningún tipo de alimento.
Depositó sus manos en su nuca y jugueteó con los dedos con el suave cabello de detrás de las orejas mientras él le hacía suaves caricias en el rostro, el cuello y los hombros.
—Cariño, aunque te cueste, después has de comer un poco de pan y queso. Has de reponer fuerzas y vamos a estar varios días aquí, así que no quiero que te debilites. —La miraba con una cierta preocupación en el fondo de su tierna mirada mientras con los pulgares acariciaba sus mejillas—. ¿Crees que alguna de esas plantas puede ayudarte a soportar mejor la travesía? ¿Alguna que mitigue las náuseas?
Amelia frunció el ceño con aire pensativo:
—Umm, creo que sí, puede que… He visto tallos de valeriana, la de las florecillas de color rosa pálido, tiene propiedades calmantes y sedantes y suaviza las náuseas. Podríamos probar. Tendríamos que coger algunas hojas sin que lo note el Portugués. Tendrías que distraerlo para que yo alcance a cortar algunas.
Max, que seguía acariciándola, le sonrió de un modo pícaro.
—Soy muy bueno distrayendo.
Depositó un sensual beso la boca y le lamió con cadencia los labios consiguiendo que ella emitiese un involuntario gemido de placer. Max se rio satisfecho.
—¿Qué tal lo hago por ahora?
Rozó con sus labios sus mejillas y descendiendo por la curva de su rostro de camino a sus oreja, donde finalmente mordisqueó su lóbulo. Sintió el estremecimiento de ella ante sus caricias y su total abandono a las sensaciones placenteras que conseguía en todo su sistema nervioso. Levantó de nuevo la cabeza para mirarla a los ojos, que permanecían entrecerrados.
—Creo, creo —susurraba algo confusa al tiempo que abría los ojos revelando un brillo de placer en ellos. Carraspeó y, tras recobrar cierta compostura, logró decir—: Espero que no utilices estos métodos de distracción con el Portugués.
Max comenzó a reírse a carcajadas, y la vibración de su pecho y los movimientos de su cuerpo deleitaron a Amelia, que sonrió tan pícara como él antes.
—Bribona. —Se reía divertido—. Eres una bribona.
De nuevo la besó muchas veces más, consiguiendo unos deliciosos minutos en los que se besaron y acariciaron con dulzura, sin la urgencia anterior. Ahora se encontraban relajados, disfrutándose mutuamente, calmando los miedos y ansiedades del otro y procurando distraerse de lo que había más allá de ese camarote.
Cuando Amelia parecía que iba a dejarse vencer por el sueño, Max se incorporó, cogió la ropa limpia que les habían dejado y la hizo sentarse para vestirse. Era consciente de que no podía dejar que, en cualquier momento, entrasen algunos de esos hombres y los sorprendiesen desnudos, de modo que se obligó a ponerse de pie y hacer que ambos se vistieran.
Al extender los ropajes que les habían dado, Amelia comprobó, con cierto sonrojo, que se trataba de unos pantalones y una camisa con un extraño corte de una colorida seda con extraños pájaros pintados en ellos y con una extraña botonadura. Al fijarse mejor en ellos recordó los vestidos orientales que Cliff y Julianna trajeron como regalos las pasadas Navidades, eran unas largas y amplias camisolas que ella solía usar para dormir debido a la suavidad de su tacto y a la agradable sensación que al moverse sentía con ellas, como si la tela se deslizase sobre su cuerpo.
Max la observó mientras las examinaba, y tomando entre los dedos la suave tela de permanecía en el regazo de Amelia, meditó en alto:
—Creo que esto demuestra el origen de los dueños reales de esta nave. Seguro eran comerciantes que llevaban a Londres productos de Oriente para su comercio. He visto ese tipo de ropajes en los chinos de algunos barcos mercantes, aunque los de ellos eran de materiales más resistentes, hilo y algodón principalmente. Probablemente el que tienes en tus manos iría destinado a la venta entre familias adineradas, que aunque residan en Inglaterra mantienen sus tradiciones.
Mientras él se vestía con la camisa y los pantalones totalmente acordes con la moda y tradición inglesa, poniéndose a continuación sus botas y su propia chaqueta, Amelia hacía lo propio. Al finalizar Amelia se giró y Max por un momento se quedó inmóvil deleitándose con la imagen que se hallaba ante él. La camisola de seda marcaba su figura y aunque le quedaba algo holgada, sin embargo, la suavidad de la seda hacía que se dibujasen perfectamente sus contornos, pero lo más revelador eran esos pantalones que dejaban sus delgados tobillos al descubierto, mientras que el resto se ceñía perfectamente a sus pantorrillas, sus muslos y sobre todo a su delicioso y redondeado trasero, que quedaba perfectamente enmarcado dentro de esa seda dejando poco a la imaginación. El atuendo lo remataban unas graciosas zapatillas del mismo color que los pantalones.
—Creo —decía acercándose a ella y tomándola entre sus brazos sin dejar de mirarla como un lobo hambriento— que cuando salgamos del camarote será mejor que te pongas mi chaqueta o mi gabán. Ese atuendo es demasiado revelador para los ojos de los hombres.
Amelia se rio con la cabeza apoyada en su hombro.
—Pues he de confesar que es muy cómoda y la tela es deliciosa, es como mantequilla sobre mi piel, tan ligera y suave que parece que me acaricia.
Max maldijo para sus adentros, no solo dejaba poco a la imaginación a la vista sino que con Amelia en sus brazos apenas notaba esa fina capa, separando su delicado y sinuoso cuerpo del suyo. Suspiró de modo exagerado revelando su exasperación. Se separó de ella aunque manteniendo una de sus manos entrelazada a la suya.
—Ven, Mel. Deberíamos descansar. Prefiero que durmamos mientras haya un poco de luz, cuando la mayoría de los hombres de este barco se hallan ocupados, así podremos estar frescos y con la mente despejada cuando el Portugués mande a buscarnos para que cenemos con él, que a buen seguro lo hará.
La llevó hasta la cama y la tumbó junto a él con su espalda apoyada sobre su torso y ese delicioso trasero perfectamente ajustado a su entrepierna. Le asombraba la fuerza con que la deseaba, con que conseguía excitarlo con un mero roce, con solo sentir su calor cerca de él. La abrazó manteniéndola dentro del protector círculo de sus brazos, asegurándose que permaneciese cómoda y calentita. A los pocos minutos la respiración de Amelia era suave y acompasada y poco después Max se dejó llevar por el cansancio y el agradable calor y el perfume de Amelia que impregnaba sus fosas nasales desde que la abrazó. Instantes después dormía tan profundamente como ella.
Amelia se despertó tras dormir dos horas. Al abrir los ojos y notar el cuerpo caliente de Max a su espalda y su brazo rodeándole, de manera totalmente relajada, la cintura se mantuvo quieta disfrutando del ritmo acompasado de los latidos fuertes y serenos de su corazón y de la respiración profunda cerca de su oreja. Era extraño sentirse tan confortable en un lugar como aquel. Acomodó sus ojos a la luz de media tarde que entraba por los ojos de buey del camarote y observó detenidamente este sin mover ni un solo músculo. Empezó a ser consciente del apuro en el que se hallaban. Durante esos dos días sabía que estaban en peligro, pero por alguna extraña razón, en ese preciso momento fue realmente consciente de que sus vidas pendían de un hilo. Si el Portugués lograba su propósito, mataría a Max en cuanto se hallase a bordo de su navío. Capitaneaba el barco de la Marina Real que con ahínco lo persiguió y lo venció y había dejado claro que lo odiaba. No quería ni pensar en cuál sería su destino si Max era asesinado por esos hombres, a buen seguro ella seguiría un destino similar pero en el intermedio… Sintió un escalofrío, aunque lo peor fue la idea de no estar junto a Max o de verle morir. Suspiró y cerró de nuevo los ojos, quería disfrutar un poco más de la sensación de seguridad que le transmitía el cuerpo que le rodeaba. Aunque no volvió a dormirse permaneció relajada entre sus brazos, prestando atención a los sonidos procedentes del mar, de la cubierta e incluso los crujidos del barco.
Cuando más tarde notó que Max se removía, abrió de nuevo los ojos y cambió de postura para poder mirarlo. Al dormir los rasgos de su rostro se suavizaban, parecía más joven, más dulce, más confiado. Sonrió al verlo abrir poco a poco los ojos. Esos ojos que cuatro años atrás la ponían tremendamente nerviosa y que, ahora, conseguían cortarle la respiración con solo posarse en ella y encender en sus entrañas un fuego descontrolado, un fuego que solo él encendía y que solo él conseguía sofocar. Abrió los párpados del todo y al cabo de unos segundos sonrió mientras subía el brazo que tenía apoyado en ella y le acariciaba la mejilla.
—Hola, preciosa. —Le rozó con el dedo el labio inferior—. ¿Has dormido?
Amelia asintió.
—Sí, sí, un poco. Tú estabas más cansado que yo, anoche apenas dormiste ¿verdad?
Él sonrió sin dejar de acariciarle la mejilla.
—Cariño, estoy acostumbrado. He pasado muchas noches en vela de guardia.
Amelia se acurrucó de nuevo entre sus brazos mientras decía bajando la voz:
—Max.
Él la besó detrás de la oreja en esa parte suave y tersa que conseguía hacerla arder con el solo roce de sus labios. Murmuró algo mientras le acariciaba, pero no logró entenderlo. Amelia se giró dentro de sus brazos para poder mirarle bien a la cara.
—Max. —Él fijó sus ojos en ella—. ¿Está mal sentirme feliz en estos momentos? Aun sabiendo que estamos rodeados de oscuridad, de un futuro incierto, aun sabiendo que todo lo que hay más allá de esa puerta es malo y peligroso. Me siento feliz, como si no hubiera nada más, solo nosotros. Es extraño, ¿no crees? Sé que estamos en peligro. Parece que esta sensación de plenitud que siento ahora me ha privado de toda razón, de todo sentido de la realidad, pero de verdad, me siento feliz.
Se estrechó más a él, lo abrazó con más fuerza mientras acomodaba su rostro en el hueco de su hombro. Max apoyó la mejilla en su pelo y al igual que ella, estrechó su abrazo.
—Lo sé, amor, lo sé. Te entiendo bien.
Durante unos minutos permanecieron en silencio, disfrutando de esa cálida sensación de estar juntos, unidos. Max se movió y aflojó su abrazo, consiguiendo con ello que Amelia gimiese en protesta y alzase un poco la cabeza para mirarlo. El giró la cabeza para mirar por encima de su hombro el ojo de buey.
—El ocaso ya está aquí. —De nuevo giró para mirar a Amelia—. El Portugués no tardará en hacernos llamar. Tienes que prometerme que esta vez intentarás comer algo. Pan y un poco de queso y, si puedes, bebe algo de vino, solo un par de sorbos, para asentar el estómago.
Le besó la frente, dejando sus labios apoyados en ella. Amelia asintió.
—Intentaré comer algo. Ahora estoy bien, solo me mareo cuando salimos a la cubierta, pero creo que si consigo cruzarla conteniendo la respiración no tendré náuseas cuando estemos frente a ese hombre y aunque el camarote esté impregnado del olor de la comida.
Max se apoyó sobre uno de sus brazos y le hizo un gesto a Amelia para que se levantase, y tras obedecerle a regañadientes por salir de su abrazo, él la siguió, se puso de pie mientras ella permanecía sentada al borde de la cama.
—En ese caso, creo que lo mejor es que no respires o que te tapes la boca y la nariz con un paño húmedo mientras estemos en cubierta, donde los olores del barco, de los marineros y del propio mar se hacen más intensos, yo procuraré sostenerte con mi cuerpo y así notarás menos el balanceo.
Amelia asintió, sobre todo por la idea de estar en sus brazos en cualquier circunstancia, incluso en esa.
—Además —añadió—, creo que deberíamos intentar conseguir algunas de esas hojas de las que me hablaste. ¿Si distraigo al capitán lo suficiente para que centre su atención en mí, podrías alcanzar algunas de ellas? Podríamos lograr, con la excusa de que te mareas, que te deje deambular un poco por el camarote antes de que ordene a sus hombres regresarnos aquí. Podrías conseguir alguna para las náuseas y otras que pienses que pueden ser útiles más adelante, como esas que dices que consiguen adormecer o que provocan alucinaciones.
Amelia lo meditó unos segundos y dijo:
—No perdemos nada intentándolo.
Max sonrió:
—Bien. —Extendió el brazo y con un ágil movimiento la alzó y la dejó frente a él —. Y ahora —se pasó la mano por el mentón y la barbilla—, ¿te ves capaz de afeitarme? Tengo la navaja que siempre llevo escondida en mi bota, si nos damos prisa es probable que no la vean si la usamos. Creo que tendré que conformarme con usar el jabón, pero la navaja está bien afilada y bastará para un afeitado aceptable.
Amelia lo miró con el ceño fruncido:
—No sé yo —respondió sin mucha convicción—. Nunca he afeitado a nadie y supongo que se requiere cierta destreza o un pulso firme.
Max la observó un instante, sonriendo con cierto aire de desafío.
—Recuerda que te he visto asistir a lord Wellis y al doctor Braum y no te temblaba el pulso a la hora de curar y aliviar el dolor de los enfermos. Creo que puedo confiar en que no me rebanarás el pescuezo. —Sonrió cuando notó el mohín de enfado que hizo por el modo en que se expresó. Le agarró la mano y añadió—: Vamos, sé que lo harás muy bien. —Sonrió como un niño travieso—. Prometo permanecer muy quieto. Solo has de rasurar de abajo a arriba en sentido contrario al nacimiento del vello y deslizar la hoja sin apretar demasiado. —Sonrió y se acercó a ella, inclinó la cabeza y la besó para después deslizar su mejilla por su rostro para dar mayor énfasis a sus argumentos, añadiendo con una voz ronca y seductora—: Además, así no te arañaré ni dañaré esa preciosa y sedosa piel que tienes cuando te bese, te acaricie o te devore por entero.
Amelia sonrió:
—Eres un manipulador —dijo empujándole suavemente hacia atrás con la mano que tenía apoyada en su pecho—. Pero si te corto una sola vez, lo dejo.
Él rio y con una mirada triunfante colocó la silla en el centro de la habitación y cogió la jarra de agua llenando de inmediato la palangana de barro. Acto seguido cogió el jabón y una toalla. Se sentó con la palangana en el regazo, cogió la pastilla de jabón y tras mojarla la frotó entre sus manos para formar espuma y poder extendérsela por el rostro. Una vez estuvo cubierto con la espuma miró fijamente a Amelia con gesto audaz, y alzando la ceja la retó a cumplir lo convenido. Extendió la pequeña navaja ofreciéndosela, asiéndola por la cuchilla de modo que quedase en el aire la empuñadura para que ella pudiese asirla cómodamente y sonrió. Amelia lo miró unos instantes sopesando la conveniencia de coger esa navaja, pero al ver esa mirada que contenía un claro desafío decidió aceptar el reto. Cogió la navaja, respiró hondo y se colocó detrás de él, posando un dedo bajo su mentón obligándole a echar la cabeza hacia atrás.
Con voz firme y con la hoja a la altura de su cuello dijo:
—Ahora no te muevas y promete no hablar hasta que termine.
Él se limitó a sonreír y a cerrar los ojos.
La primera vez que pasó la cuchilla lo hizo con vacilación, sin mucha fuerza, pero al cabo de un rato pareció incluso que le gustaba, mojaba la cuchilla en la palangana quitando el jabón, iba repasando las zonas afeitadas con una segunda pasada de cuchilla tras enjabonarla de nuevo. Pronto le cogió el pulso a cómo debía hacerlo y realmente encontró agradable la tarea. Cuando finalizó humedeció la toalla y le limpió la cara con suavidad para después rozarle todas las zonas afeitadas con las yemas de los dedos. Fue una sensación extremadamente agradable sentir el calor y la suavidad de las curvas del perfecto rostro de Max recién afeitado. Mientras le acariciaba Max abrió los ojos, pareció disfrutar tanto como ella, pues tenía los ojos oscurecidos con un brillo claro tras ellos. Sujetó la mano que le acariciaba cubriéndola con la suya, le quitó de la otra la navaja y si dejar de mirarla la guardó e instó a Amelia a colocarse a su lado. Sin darse cuenta Amelia se halló sentada en el regazo de Max a horcajadas con sus brazos rodeándole la cintura.
—No ha sido tan difícil ¿verdad?
Tenía la voz algo oscurecida y los ojos fijos en los labios de Amelia. Ella se ruborizó y fijó también sus ojos en sus labios.
—No. Incluso puedo reconocer que es agradable una vez le pierdes el miedo.
Sonrió y alzó una mano, con la que acarició de nuevo su rostro con cierto deleite y una sensación agradable no solo en las yemas de los dedos sino en todo el cuerpo. Una especie de calorcito provocador de una promesa de mejores cosas para que podrían venir después. Max se rio.
—Creo que acabo de encontrar al barbero más bonito de toda Inglaterra.
La acercó a su rostro y la besó con suavidad y ternura pero al cabo de poco tiempo el fuego se avivó entre ellos y profundizaron tanto el beso como las caricias durante unos gloriosos minutos. Con los labios en el cuello de Amelia y las manos de ellas posadas en su nuca Max dijo:
—Si el Portugués pregunta con qué me he afeitado le diremos que con la navaja que trajeron sus hombres junto al resto de cosas de aseo y que se la llevaron con lo demás al finalizar. Con suerte no les preguntará. De hecho, si pregunta le daré las gracias por la deferencia y se creerá tan buen anfitrión que lo dejará así sin más.
De nuevo la besó en el cuello y le acarició con los labios y con las yemas de los dedos.
—¿Te he dicho alguna vez que me encanta como hueles?
Amelia se apartó un poco para mirarle el rostro con las cejas levantadas.
—Pero si solo huelo a ese jabón que nos han dado.
Él volvió a acercársela de modo que quedase a su merced su cuello y esa deliciosa curva de su mandíbula. Acarició la piel e inhaló su aroma.
—Hueles a Amelia.
Ella se rio.
—¿Y cómo huelo?
—Siempre hueles a flores, a hierbas y a ese perfume de lila y lavanda que usas a veces. Nunca hueles a las mismas flores porque siempre andas con ellas en el jardín, pero siempre hay algo tras el perfume a flores frescas que hace reconocible tu aroma, tu esencia, a un dulzor suave, delicioso, único. —La besó justo detrás de la oreja—. Hueles a ti, a mi Amelia, a mi Mel.
Amelia sintió un placer inmenso dentro de ella al escucharlo. Le acariciaba la nuca y jugueteaba con su pelo mientras se deleitaba con el sensual roce de sus labios, de su lengua sobre su piel. Max hacía lo propio reconociendo la verdad de sus palabras. Era capaz de reconocer el aroma de Amelia sin importar el perfume que se pusiere, o la esencia de las flores de las que se hubiese rodeado en cada momento o el jabón que usase. Siempre subyacía un aroma especial, dulce, cálido. Ese olor que desprendía su piel y que empezaba a descubrir con gozo era totalmente adictivo y solo suyo, suyo.
Al cabo de pocos minutos con la voz algo aletargada y con la cabeza hacía atrás, con Max todavía deleitándose con su cuello, sus hombros y la parte superior del escote, Amelia dijo, casi en susurro:
—Juls dice que Cliff huele a esos aromas exóticos de los jabones y perfumes que traen de sus viajes pero que siempre huele y sabe a mar, incluso cuando llevan semanas en tierra ella sigue percibiendo el aroma y el sabor salino en su piel. Creo que ahora la comprendo. Tú hueles y sabes a mar, como si este fuere una parte de ti.
Max se detuvo y alzó la cabeza para mirarla.
—¿Así que a mar? ¿Verdad? —Alzó una ceja, divertido.
Amelia asintió con una sonrisa en los labios.
—Debe ser cosa de los marinos.
Él se rio mientras le seguía acariciando el cabello detrás de la nuca.
—Bueno, en ese caso, creo que somos el complemento perfecto. Yo salado y tú dulce. —Su voz se enronqueció—. Muy dulce. —Le acarició el cuello con la mano con mucha lentitud, deleitándose con el suave estremecimiento y rubor que notaba bajo su tacto en la piel de Amelia, se acercó sus labios y cuando los rozaba dijo—: Y, ahora, quiero mi postre.
Enseguida se adueñó de esos labios y la devoró, casi literalmente.
Al escuchar pasos tras la puerta acercándose ambos se separaron y miraron en la dirección de los mismos. Max suspiró y se incorporó, llevando consigo a Amelia hasta quedar ambos de pie en el centro de la habitación con la atención centrada en la puerta. Enseguida se abrió y apareció uno de los piratas con instrucciones de llevarlos de nuevo ante el capitán. Max cogió la chaqueta que había dejado sobre la mesa y se la puso a Amelia. Como había prometido, no iba a dejar que esos hombres o el Portugués pudieran verla con esos pantalones ni con esa ropa que dejaba tan poco a la imaginación de un hombre sensato, menos aún de unos piratas carentes de escrúpulos y moral. La cogió de la mano y la instó a caminar delante de él. En cuanto alcanzaron la cubierta Max tiró un poco de Amelia para pegarla a su cuerpo y le susurró tras la oreja:
—Contén la respiración y apóyate en mí. No te preocupes, yo te llevo.
Y prácticamente así fue, pues los pies de Amelia apenas tocaron la cubierta hasta que alcanzaron la puerta del camarote del capitán y, cuando el pirata que iba delante de ellos la abrió para dejarlos pasar, fue cuando Amelia por fin respiró.
De nuevo en un susurro Max le preguntó:
—¿Mejor?
Ella giró un poco la cabeza y asintió, aunque estaba un poco mareada la sensación era menos pronunciada que en ocasiones anteriores.
—Bem vindo de volta[10].—El Portugués permanecía arrellanado en la silla al otro lado de la mesa con una enorme copa de licor—. Siéntese.
De nuevo no era una petición sino una orden clara y terminante, a juzgar por el severo tono de voz.
Amelia empezaba a detestar no solo el idioma sino también ese marcado acento y se preguntaba si el Portugués había tenido un mal día, pues parecía de mal humor.
Los dos obedecieron. Max, mientras se dirigía a la mesa, pudo comprobar la veracidad de la descripción que Amelia hizo de las plantas y se dio un coscorrón mental por no haberse dado cuenta antes, realmente estaban por todo el camarote, colocadas en unas especie de estanterías a lo largo de todas las paredes laterales. Para alguien inexperto como él, y a buen seguro, como el Portugués, no eran más que plantas decorativas que no parecían estorbar por hallarse perfectamente colocadas en un sitio totalmente ajeno al movimiento de una persona en el camarote, pero para los ojos de alguien más entendido era obvio que la selección de las plantas y las flores no era al azar, sino más bien destinada a un propósito concreto. Intentó recordar las descripciones de Amelia de cada una de ellas pero eran tantas que desistió enseguida.
Sin esperar a que les ofreciese vino, Max cogió la botella y sirvió vino en dos copas dejando una de ellas frente a Amelia para que al menos lo probase, con suerte le abriría el apetito.
comía y bebía y, aunque de soslayo los miraba, parecía no prestarles demasiada atención. Max echó un vistazo a las bandejas y cogió un poco de pan, algo de queso y un trozo de piña y los colocó en un plato que depositó frente a Amelia. Ella lo miró sin mucha convicción, pero respiró hondo y después comenzó a comer despacio. Max la observó un momento, y al ver que conseguía comer, se relajó y comenzó a comer él también.
—Veo que los vientos le son propicios, capitán —dijo Max mirando al Portugués.
—No puedo decir que no estemos encontrando vientos favorables. —Sonrió—. Quizás Neptuno se haya aliado con los Anemoi[11] en mi favor. Será que estiman justa mi causa.
—¿Quién sabe?, ni los dioses ni las divinidades griegas y romanas eran precisamente conocidos por su justicia sino más bien por dejarse llevar por sus propios impulsos o apetitos, aun cuando estos obedeciesen solamente a su propia vanidad o a instintos menos divinos. De cualquier modo, he de reconocerme sorprendido por su conocimiento de los clásicos.
Max hablaba con el Portugués como si lo hiciese con un amigo en White’s[12]. Cómo lograba hacer eso era un misterio para Amelia, ni con años de práctica conseguiría ella esa sangre fría y ese temple ante alguien como ese hombre.
—No por no ser duque carezco de una buena educación.
El afilado doble sentido del comentario no pasó desapercibo a Max que, sin embargo, aparentó no darle mayor importancia y sonrió de igual modo que el Portugués.
—Casi duque, señor —dijo sonriendo como si solo le hubiese gastado una broma—. Mi padre aún continúa muy vivo.
El Portugués sonrió y alzó la copa:
—Brindo por él, en ese caso. —Bebió hasta apurar la copa y volvió a llenarla mientras añadía—: ¿Así que la leyenda continúa viva? —De nuevo bebió y esta vez dirigió la mirada hacia Amelia—. Quizás no sepa, minha querida mina[13], que el padre del capitán fue el azote de toda una generación de corsarios y que incluso ayudó a que algunos “comerciantes” como yo se viesen libres de algunos de sus competidores gracias a las astutas maniobras y artimañas de un experimentado chaqueta azul como el legendario duque.
Soltó una risotada.
—Almirante, ese chaqueta azul, como usted lo denomina, es almirante. Y para su información es todo un héroe —intervino Amelia con rotundidad claramente ofendida por el modo en que ese pirata se refería al almirante—. Y se ha ganado ser tratado con respeto, así que le agradecería que, al menos en mi presencia, se refiera a él del modo adecuado.
El Portugués por un momento pareció desconcertado. pero enseguida prorrumpió en carcajadas.
—Meu capitão, he de decirle que creo que le va a costar un considerable esfuerzo domar a su prometida. Hay que reconocerle el valor aunque… —Bajó el tono y lo endureció añadiendo—: No es conveniente confundir valor con temeridad. Soy un hombre paciente, pero hasta cierto punto.
Esperó un poco con gesto adusto y después bebió de nuevo de su copa. Aun cuando la encendida defensa de su padre por Amelia hinchó de orgullo el pecho de Max, no pudo evitar sentir cierto recelo por la posible reacción del Portugués, pero pareció tomárselo con humor a pesar de la evidente amenaza del final.
—No deje que las palabras de mi prometida profundicen más allá de la simple nota de humor mal encaminado, sin duda, son debidas a su cariño sincero hacia mi padre y al malestar que siente por estar en un barco. No sin motivo las damas suelen estar prohibidas en los barcos, ¿no cree, capitán?
Utilizó un tonillo de sarcasmo en la parte final de la frase buscando tocar la fibra de marinero del Portugués e intentar restar importancia a la posible afrenta de Amelia y si lo había hecho bien eso le daría, además, la oportunidad de introducir el tema del malestar de Amelia y la conveniencia de que pasease por el camarote.
El Portugués la miró por unos instantes, aunque a Amelia le pareció una eternidad. Después asintió y contestó:
—Pocas mujeres soportan la vida en la mar. —Alzó una ceja—. Procuraré olvidar este desafortunado episodio.
Miró de nuevo a Amelia y a su plato cerciorándose de la veracidad de las palabras de Max y quedó, aparentemente, satisfecho al comprobar que Amelia apenas probó bocado y que no parecía disfrutar demasiado con la cercanía de la comida.
—Quizás —intervino Max— debiera dejar que dé un ligero paseo dentro del camarote. Puede que así importune menos y consiga suavizar los efectos de un estómago débil y no demasiado acostumbrado a los rigores del mar.
Utilizó ese tono suave, casi seductor, que Amelia había escuchado en infinidad de ocasiones cuando embelesaba a las damas en los salones, incluso aunque estuviese diciendo una impertinencia nada velada como en ese preciso instante y, por lo que comprobaba allí mismo, funcionaba también con los hombres, ya que el rictus del Portugués se suavizaba considerablemente, aunque en el fondo a ella le dieron ganas de darle una patada. “Importune menos…”, pensaba casi malhumorada.
El Portugués se arrellanó en la silla y miró a Amelia y a continuación hizo un gesto de cabeza exagerado como de condescendencia evidente, para que se levantase .
—De todos modos, quería hablar sin interrupciones —dijo con cierta sorna y condescendencia.
Amelia miró a Max y este pareció asentir, de modo que se levantó con suavidad y caminó en la dirección contraria a la que parecía dirigirse la mirada del Portugués que, de nuevo, se centraba en Max. Esperaría a que se concentrase en una conversación para poder coger algunas hojas disimuladamente.
—Muy bien, ¿de qué quería hablar? —inquirió Max.
De reojo miraba cómo Amelia se acercaba lentamente a las plantas y por los ojos de esta sabía que estaba seleccionando las que le interesaban realmente. Sonrió para sus adentros, aun no encontrándose del todo bien debía reconocer que Mel era tenaz.
—De cómo va a recuperar mi navío, por supuesto.
—Un tema interesante, ya que no sé cómo pretende lograr que saque el barco del puerto una vez acceda al navío. Me imagino que cuenta con que pueda hacerme con él sin tener que dar demasiadas explicaciones dado que, ahora, me pertenece por decreto real como parte de mi recompensa por su captura. —Los ojos del Portugués revelaban la furia que sentía al escuchar a Max proclamarse propietario del navío, lo que, por otro lado, era lo que él pretendía para distraerlo de las actividades de Amelia—. Y, una vez me ponga al timón del mismo, cómo pretende lograr que sus hombres suban a bordo sin llamar la atención para sacarlo de la bahía, ya que si lo hago con tripulación formada por marineros de la armada o incluso por hombres que pueda contratar en el puerto, le aseguro que sus hombres no lograrán subir a bordo de manera pacífica, y menos dentro de una bahía en la que descansan tantas naves inglesas.
El Portugués guardó unos instantes silencio sin dejar de mirar furibundo a Max, parecía que intentaba calmarse, ya que aún debían resonar en su cabeza sus palabras. Tomó un trago de su copa antes de responder, sosteniéndole la mirada con rudeza.
—Es evidente que solo necesita algunos hombres para sacarlo del puerto con unas maniobras sencillas y, una vez fuera de la bahía, el resto de mis hombres y yo subiremos a bordo. Para asegurar que no intentará hacerme caer en ninguna trampa, mientras tanto, mantendré en mi poder a su prometida.
En ese momento miró en la dirección en la que se encontraba Amelia, pero esta permanecía inalterada, quieta y mirando distraídamente algunas flores como si hubiese presentido que iba a ser objeto de las miradas de los dos hombres. Por un segundo, Max contuvo la respiración, pero enseguida recobró la serenidad.
—Ah —dijo intentando sonar lo menos afectado posible—, pero ahí es donde reside el error de su plan, señor. Yo no pienso alejarme de mi prometida más de medio metro, y menos dejarla en esta nave o en cualquier otra si yo no estoy en ella.
Al igual que antes el Portugués pareció meditar las palabras de Max pero, en esta ocasión, sonrió.
—Me parece, meu capitão, que hemos llegado a un punto muerto, porque no pienso desprenderme de mi baza, no hasta que tenga mi navío en mi poder.
Max permaneció lo más quieto posible intentando no mirar a Amelia a pesar de haberse referido a ella como “su baza”, lo que le provocó un nudo en el estómago y un profundo deseo de saltar a través de la mesa y arrancar el corazón a ese maldito pirata pero, sin saber cómo, permaneció aparentemente impasible, pues, además de no darle la satisfacción de verle alterado, pretendía que ella pudiese seguir haciendo lo que estaba haciendo tan discretamente, ya que, hasta el momento, el Portugués no se había percatado de los movimientos de Amelia.
—Por otro lado —continuó el Portugués con un irritante tono de satisfacción—, parece que ese es el único medio de conseguir que su mente se mantenga ocupada.
Después de este comentario prorrumpió en carcajadas, lo que hizo que Amelia se parase en seco y se volviese para mirar a los dos hombres que, aunque no parecían prestarle atención, sintió que un escalofrío le recorría la espalda.
—De nuevo reitero, donde vaya yo irá mi prometida, y no es un punto a negociar, ya que si la aleja de mí, le aseguro que puedo complicar mucho las cosas o, al menos, obligarle a alterar muy seriamente sus planes y dudo que, sin mí, sea capaz de llegar al navío y más aún sacarlo de una sola pieza del puerto. —Bebió un poco de su copa para disimular su mal humor—. Habrá que buscar algún modo que nos resulte satisfactorio a ambos de manera tal que nuestras respectivas “exigencias” hallen algún punto de encuentro porque, le doy mi palabra de caballero que no pienso dejar a mi prometida en otras manos que no sean las mías.
Ambos se miraron fijamente durante unos segundos en silencio, siendo Amelia la que rompió el cruce de miradas al sentarse de nuevo. Max escrutó la mirada de Amelia y comprendió que, al menos, había conseguido algunas de las hierbas que quería, pues notaba el brillo en sus ojos, ese brillo que reconocía tan bien, pues era el mismo que ponía cuando se reía con Julianna de alguna travesura de los gemelos o cuando bromeaban con el almirante gastándole bromas o maquinando alguna pillería con él. Eso le distrajo un momento del mal sabor de boca que le había dejado el Portugués.
—Veo, meu capitão, que estamos en una difícil encrucijada, pero como hombres inteligentes deberemos llegar a un acuerdo antes de mañana porque, de lo contrario, me obligará a tomar medidas drásticas. —Sonrió de un modo extraño, pensó Amelia—. Y no creo que le gusten los métodos que un caballero como vos, seguro tacharía de bárbaros.
El evidente desdén y altanería empleado en su clara amenaza puso a Amelia los pelos de punta, pero Max permaneció con una mirada fiera y una aparente calma frente al pirata.
—¿Antes de mañana? —preguntó Amelia sin poder evitarlo.
El Portugués la miró y volvió su tono aparentemente cordial:
—Mañana, linda menina, llegaremos a la isla del Gobernador, donde podré completar mi tripulación.
Aunque Amelia quería preguntar más, comprendió que mejor dejar las preguntas para Max cuando estuvieren en privado, además, de momento, ya había conseguido lo que quería. Max también pareció comprenderlo, ya que enseguida intervino:
—Bien, capitán, creo que será mejor que le dejemos ahora ya que veo que mi prometida parece encontrarse algo mejor, pero dudo que su malestar tarde mucho en hacer acto de presencia de nuevo y presumo deberé hacerla descansar antes de que eso ocurra. —Le dedicó una sonrisa falsa al Portugués que este le devolvió de igual índole, aunque de soslayo miró a Amelia.
—Muito bem[14] —asintió mientras se ponía en pie, lo cual imitaron al instante Max y Amelia—. En ese caso, lleve a su prometida a descansar. Pensaremos en cómo hallar ese… —hizo un gesto con la mano— punto de encuentro, antes de verme obligado a actuar de otro modo.
De nuevo empleó ese tono que a Amelia le ponía los pelos de punta pues, sin duda, los amenazaba con alguna barbaridad aunque ella no pudiera ni quería imaginarse a lo que se referiría realmente. Prefería seguir en su ignorancia.
Ambos se encaminaron a la puerta mientras el Portugués gritaba algo a uno de sus hombres, que la abrió al tiempo que ellos se encontraban justo a esa altura. Max puso una mano a Amelia en la espalda para guiarla y salir. Justo cuando Amelia había cruzado el umbral escuchó a su espalda la voz del Portugués—Por curiosidad, meu capitão, ¿qué ocurrió con la hija de aquel conde con la que le vi en Londres hace unas semanas? —Sonrió satisfecho sabiendo que Amelia aún podía oírle y que, además, le dejaba claro que podía moverse por el mismísimo Londres sin que nadie le apresare—. Parecía muy encaprichado con ella… supongo que sería lo que “los caballeros” llaman una compañía adecuada pero no permanente aunque sí ocasional, ya que la vio de nuevo hace pocos días. —Después se rio e hizo un gesto con la mano para que Max saliese, ya que no esperaba respuesta alguna.
Max salió y de nuevo acercó la espalda de Amelia a su pecho para cruzar la cubierta, pero enseguida notó la rigidez de su cuerpo y la tensión de sus hombros. Para Amelia fue peor notar a Max sujetándola firmemente contra él, aunque no se lo impidió, que la punzada de dolor que le atravesó el pecho como un rayo en cuanto escuchó el comentario del Portugués. En su cabeza, en su corazón e incluso en su alma solo resonaba una voz que le gritaba a pleno pulmón que le había mentido, la había engañado. La última vez que estuvo en Londres vio a lady Mariella y no quería imaginarse si había hecho algo más que verla. No podría soportarlo. La había mentido descaradamente. En los establos, la mañana que los secuestraron, él, mirándola a los ojos, le mintió sin más. ¿Cómo pudo hacerlo? ¿Cómo podría fiarse ahora de él? ¿Cómo podría creer nada de lo que le había dicho hasta ese momento?
Aún le daban vueltas todas esas ideas al llegar al camarote, ni siquiera se dio cuenta de haber recorrido la cubierta, ni de hallarse, en ese momento, en medio del camarote mirando al vacío, ni tampoco del momento en que los brazos de Max se apartaron de ella.
Max se quedó frío al escuchar al maldito Portugués, aunque ahora sabía cómo pudo conocer por dónde cabalgarían esa mañana, era evidente que le había hecho seguir durante semanas. Sin embargo, lo peor vino después, pues se sintió helado mientras, apoyado en la puerta cerrada del camarote, observaba a Amelia que permanecía de pie, en silencio, de espaldas a él y con los brazos caídos a ambos lados sin el menor indicio de reacción.
No se atrevía a acercarse a ella. ¿Por qué tuvo que mentirle? ¿Por qué pensó que debía ocultarle ese encuentro con lady Mariella? Ahora su engaño denotaba que ocultaba algo que realmente no ocurrió. Parecería, a los ojos de Amelia, que habría habido algo más que un simple intercambio de palabras, al menos por su parte, ya que esa dichosa mujer procuró por todos los medios evitar que se alejara de ella. Casi tuvo que empujarla para apartar sus manos de él, para desprenderse de esos brazos que, por unos segundos, se aferraron a su cuello buscando que la besase o que, por lo menos, le excitase la cercanía de su cuerpo, cosa que por otra parte no ocurrió y no sirvió sino para tener una mayor certeza de que era a Mel a la única que deseaba. Pero ahora, Amelia no le creería si le dijese que ese encuentro fue urdido por esa enredante mujer y que él no solo permaneció firme y ajeno a sus insinuaciones, no precisamente discretas, sino que la alejó definitivamente de su vida de un modo tajante y en ciertos momentos siendo cruel.
Amelia notaba que las lágrimas corrían por sus mejillas. No quería que la viese llorando, no podía dejar que viese lo mucho que le afectaba. De nuevo resonaban en su cabeza las palabras, la mentira que le había contado. Ella le preguntó directamente si la había vuelto a ver, porque en aquel momento necesitaba saber si aún pensaba en ella como en una posible duquesa. De haberle dicho que sí, ella habría desistido, se habría alejado de él, habría renunciado a Max aunque eso le rompiese el corazón en mil pedazos. Pero él le dijo lo que quería oír, le había mentido.
Con la voz entrecortada, casi en susurro, solo logró decir:
—Me-me has mentido.
No era una pregunta y su voz, esa voz, le provocó una oleada de dolor a Max. Le había hecho daño y la había mentido, eso era injustificable, pero no podía dejarla así, no podía dejar que sufriese por su culpa y menos aún dejar que ese daño pudiese alejarla de él. Ahora no.
—Mel.
Dio un paso en su dirección, pero ella, al notar el movimiento a su espalda se volvió. Max se quedó paralizado. Lloraba. Esos ojos. “Dios”, pensaba mortificado, “Esto no es bueno…”. Nunca le había visto esa mirada, ni siquiera cuando intentó alejarse de ella en la casa del bosque, cuando intentaba despedirse de ella.
Dio un paso más pero ella bajó la mirada, ni siquiera quería mirarlo.
—Mel.
Lo intentó de nuevo, pero ella no se movió. Dio otro paso y fue entonces cuando ella retrocedió, pero sin mirarle, sin alzar la vista, solo negaba con la cabeza en silencio. Permanecería quieto, no quería asustarla ni enfadarla.
—Mel, por favor.
Ella escuchaba su voz, suave, dulce. Pero ahora solo sentía el dolor de saberse engañada, de saber que él no solo era capaz de mentirle sino que ella, en su inocencia, o en lo que ahora le parecía estupidez, siempre le creía sin reservas, porque era él, era Max, el hombre al que amaba y al que creía incapaz de hacerle daño incluso cuando pensaba que no la amaba.
Seguían cayendo lágrimas por sus mejillas a su pesar. Aunque él no se movió más, Amelia retrocedió con la mirada fija en el suelo. Tenía que alejarse de él lo más posible, porque si la tocaba le creería de nuevo, creería cualquier cosa que le dijese, sería incapaz de resistirse a su contacto, a sus caricias, a su calor.
—Mel, por favor, por favor. —Su voz sonaba tan suplicante como sus palabras, pero ella no parecía poder reaccionar—. Mel, te mentí. Te mentí y no sabes cuánto lo lamento.
Ella alzó de golpe la cabeza y lo miró furiosa, interrumpiéndole con la voz aún temblorosa, aún dolida pero también tan furiosa como su mirada.
—¿Qué sientes? ¿Haberme mentido o que lo haya descubierto?
—Mel. —De repente Max se sintió como un león enjaulado, el camarote le pareció tan pequeño y asfixiante que le costaba respirar—. ¡Maldita sea! —Empezó a caminar de un lado a otro frente a ella—. Mel —Se detuvo y la miró fijamente—. Te he mentido y no puedo borrar eso. Solo puedo disculparme y jurar que no volveré a hacerlo, es más, te lo juro. Aunque lo hice casi sin pensar, y no existe justificación para ello, lo único que puedo decir a mi favor es que me entró el pánico. —Se pasó la mano por el pelo, nervioso, y cerró los ojos para después abrirlos antes de continuar—. Me entró el pánico, lo reconozco. Esa mañana ya había decidido confesarte que te quería, que no podía vivir sin ti, que haría lo que fuese porque fueras mía, solo mía. Pero me preguntaste por lady Mariella antes de poder hacerlo y pensé que si te decía que la había visto una vez lo malinterpretarías. —Se nuevo se puso a caminar.
Algo en el pecho de Amelia se removió.
—¿Por qué iba a malinterpretarlo?
Max se paró en seco y giró sobre sus talones para poder mirarla a los ojos.
—Porque yo, en mi estupidez, te había hecho creer durante días que sentía algo por ella, que pensaba en ella como posible esposa. Fui tan necio que creía que así conseguiría que te alejases de mí, que fueses tú la que tomases la decisión de alejarte de mí porque a mí me resultaba cada vez más difícil mantenerme lejos de ti y si no hacía algo, si no conseguía que me odiases, al final no podría resistirme. Te deseaba tanto que era una tortura verte y no poder tocarte. Así que te hice creer que tenía interés por ella. Aquel día, en Londres, ella planeó una encerrona para intentar que nos encontrasen o que sucumbiese a sus encantos, pero eso era imposible, para entonces yo tenía muy claro que solo había una mujer para mí y así lo expresé en ese preciso momento, lo cual, puedo asegurar, no le sentó especialmente bien.
Se acercó a ella notando cómo la resistencia de Amelia parecía venirse abajo, sus ojos, ahora indecisos, aún interrogantes e incluso aturdidos, ya no mostraban el miedo ni la furia de antes y su rostro se había suavizado.
Necesitaba tocarla, abrazarla, hacerla sentir segura de nuevo y con eso sentirse él también seguro otra vez. Si tenía que abrirle el corazón del todo que así fuera, pero ella era suya y no dejaría que nadie se la arrebatase, ni siquiera sus propios errores.
—Mel. —Ya casi podía tocarla—. Te he mentido en dos ocasiones. La primera, cuando te dije que lo mejor era que nuestra relación no cambiase, cuando te pedí a mi estúpida manera, en la casa del bosque, que siguiésemos siendo los de antes, porque dije que eso era lo mejor, creía que lo era aunque en el fondo de mi mente y de mi corazón una vocecita me avisaba que no era cierto, y supongo lo sabía, pero no pretendía mentirte ni engañarte, en realidad, me estaba mintiendo a mí mismo. Y la segunda vez que te mentí fue cuando negué haber visto a lady Mariella y ese, ese fue, sin duda, un estúpido error, sobre todo porque no tenía nada que ocultar, al contrario, debería haberte contado lo ocurrido sin más. Solo puedo excusarme diciendo que no supe reaccionar ante tu inesperada pregunta y actué como un necio, como un estúpido. Debería haber confiado más en ti, en tu inteligencia y en que verías sin ambages la verdad en mis palabras al contarte ese encuentro que para mí fue casual pero que fue preparado por esa pequeña codiciosa, ansiosa por alzarse con el trofeo de duquesa.
Aprovechó que ella no se había movido, que no parecía intentar alejarse de él ni rechazarlo para alzar el brazo y posar con ternura una mano en su mejilla y con el pulgar limpiar algunas de las lágrimas que aún continuaban en su rostro y que parecían haber cesado.
—Mel, por favor, te lo ruego, perdóname. No dejes que un estúpido error de este estúpido y ciego enamorado se interponga entre nosotros. —Sin poder evitarlo más tiempo la atrajo hacia él y la abrazó, depositando su, todavía, aturdida cabeza en su pecho, cerca de su corazón—. Jamás —enfatizó cada palabra—. Jamás volveré a mentirte ni a ocultarte nada por pequeño que sea. Sabes que puedes confiar en mí. Sé que sabes que puedes confiar en mí. Mel, te quiero con todo mi corazón, con toda mi alma. Te amo más de lo que puedo expresar, y si he de pasarme el resto de la vida asegurándome que lo sepas, que me creas y que confíes en mí, lo haré. Cariño, haré lo que sea para que lo sepas, para que estés total y absolutamente segura de ello.
Apretó el abrazo casi sin pensar. Necesitaba sentirla lo más cerca posible, como si con ello se asegurase de que así no se alejaría de él, que no la perdería. La respiración de Amelia se fue haciendo cada vez más pausada. No sabía cuánto llevaba allí abrazándola, pero por nada del mundo la soltaría. Al cabo de un rato, ella acomodó su cabeza en su pecho y rodeó a Max por la cintura.
–¿Lo juras? —Su voz sonaba temblorosa—. ¿Nunca más? ¿No volverás a mentirme ni habrá secretos entre nosotros? —Suspiró—. Max, no soportaría que me mintieses, duele demasiado. Prefiero que me digas la verdad por dura o cruel que pueda ser, pero no me mientas.
Max, manteniéndola abrazada, puso dos dedos bajo su barbilla y la instó a mirarlo, y cuando tuvo su rostro cerca de sus labios depositó un tierno beso en su frente.
—Lo prometo y lo juro, Mel, no volveré jamás, jamás, a mentirte. Nunca, ¿me oyes bien? Nunca más te mentiré. Por Dios, nunca lo haré.
Mel sonrió tímidamente y asintió, y por un momento, solo lo miró.
—Te creo y también te creo cuando dices que lady Mariella fue quien se echó en tus brazos y que la rechazaste. Te creo.
Esta vez sí consiguió sonreír, y Max supo que hablaba en serio y casi pudo escuchar los saltos de alegría de su propio corazón. Iba a amar a Amelia el resto de su vida y se prometió, allí mismo, que haría lo que estuviese en su mano para evitarle cualquier dolor y que la haría feliz. No permitiría que, en sus ojos, apareciese de nuevo el sufrimiento que había visto antes y que le resultó desgarrador. Tomó su rostro entre las manos y con los pulgares le acarició las mejillas, aún sonrojadas, le besó los párpados como si quisiese aliviar el escozor de sus enrojecidos ojos y acercó sus labios a los de ella mientras pedía:
—¿Me perdonas, Mel? Por favor, amor, di que me perdonas.
Amelia alzó los brazos y rodeó su cuello.
—Te perdono pero solo si me besas.
Max sonrió y la besó tiernamente, rozando con dulzura sus labios, saboreándola. Cuando ella lo acercó más instándolo a más, fueron su cuerpo y su propio corazón los que reaccionaron con pasión tomando casi por asalto lo que tanto quería, lo que tanto necesitaba, lo que tanto deseaba. A ella, a Mel, a su Mel. La abrazó y la alzó entre sus brazos y en dos zancadas la llevó hasta la cama sin dejar de besarla. Justo cuando iba a depositarla sobre ella Amelia separó los labios.
—Espera, se me olvidaba.
Metió ambas manos en los amplios bolsillos de la chaqueta al tiempo que se apartaba un poco de él. Sacó algunas hojas y las llevó hasta la mesa. Se giró y sin apenas mirarlo dijo:
—Acerca un poco de agua y uno de aquellos trapos limpios.
Max obedeció sin rechistar, sonriendo por ver que había recuperado a su Mel. Ella mojó el trapo y depositó las hojas sobre él, extendiéndolas con cuidado, después lo dobló dejándolas perfectamente encerradas y protegidas. Tras ello cogió el trapo y lo puso fuera de la vista para que si algún pirata entraba, no lo viese.
Max atrapó a Mel por la espalda en un posesivo abrazo y tras depositar un beso en la curva de su cuello apoyó el mentón en su hombro. Nunca se cansaría de abrazarla, de acariciarla ni de saborear su piel. Y su aroma, su dulce aroma, era casi adictivo. Cuán feliz sería cada mañana al oler en su almohada, en sus sábanas, en su propia piel el aroma único de Mel.
–¿Encontraste todas las que querías?
Mel asintió y contestó sonriendo:
—Incluso creo que podríamos conseguir dormir a toda la tripulación si mezclo algunas de ellas y tras machacarlas las metemos en uno de los barriles de agua o de vino o lo que sea que beban.
Sonrió de nuevo apoyando su cabeza en el hombro de Max y los brazos que él mantenía alrededor de su cintura. Max había comenzado a besar su cuello, subiendo a su mejilla.
—Tendremos que encontrar un modo de usarlas.
Aunque en ese momento solo había algo en lo que pudiese pensar. Comenzó a quitarle la chaqueta, que le había obligado a ponerse, dejándolo caer al suelo. Enseguida pasó sus manos por sus costados rozando muy lentamente su cintura, sus caderas, hasta el borde de esa camisola para pasársela por la cabeza de un tirón. La hizo pegarse a su cuerpo de nuevo para poder tener mejor acceso al nudo de la cintura que sujetaba los pantalones, con una mano debajo de su barbilla echó su cabeza un poco más hacia atrás de modo que tuvo libre y accesible su cuello, continuando acariciando con sus labios y besando la preciosa línea del mismo hasta ese hueco detrás de su oreja que lo volvía loco y que sabía a ella le provocaba espasmos de puro placer. Con la otra mano desató sin problemas el cordón de la cintura y deslizó, con una pequeña ayuda por parte de Mel, esos finos pantalones de seda al suelo. Enseguida ella se inclinó sobre él, serpenteando por su cuerpo de modo que cada una de sus delicadas y tiernas curvas quedó pegada al suyo. El deslizó sus manos por su espalda bajando hasta sus nalgas sin dejar de besarla, abarcándolas con cada mano, acariciándolas a placer, acercando aún más su cuerpo y, sobre todo, sus caderas, a su ya hinchada ingle. Ese cuerpo sedoso, tibio, dulce y sensual era su perdición. Mel, con la voz cargada de sensualidad, de pasión y un poco de picardía, logró decir:
—Llevas demasiada ropa.
Se removió dentro de sus brazos para besarlo mientras por la garganta de Max resonaba una risa entrecortada y sin separar esos deliciosos labios de los suyos casi se arrancó la corbata, la camisa y los pantalones, aunque estos chocaron con las botas, lo que le obligó a apartarse de ella un momento y quitárselas bruscamente antes que los pantalones. Cuando alzó la vista ella no estaba, y tuvo que girarse antes de verla tumbada de costado apoyada sobre un codo y mirándole desde la cama como una hurí llamando a su cautivo. Y no pudo evitar sonreír al saberse ese cautivo, aunque fuera un cautivo voluntario, pensó. Apenas tres segundos después estaba sobre ella cubriendo su cuerpo con el suyo, cerniéndose sobre ella tan posesiva, tan ferozmente que se sentía como un lobo devorando a su sabrosísima presa, mientras esta se reía y disfrutaba.
Varias horas después Mel yacía totalmente dormida, exhausta, satisfecha y complacida entre los brazos de Max, que le había puesto su camisa unos instantes antes de tumbarla de nuevo para dejarla dormir entre sus brazos, tras haber hecho el amor con ella varias veces, riéndose unas veces, dando rienda suelta al desenfreno y a la pasión en otras y una de las veces lo hicieron con tanta ternura y amor que casi se echa a llorar como un mozalbete de escuela. Max le acariciaba distraídamente, repasando, recreándose en todas las cosas que había hecho con ella durante esas horas y no podía dejar de sonreír ni de asombrarse. Cada vez que estaba dentro de ella, pensaba que moriría allí mismo de puro gusto, pensaba que no podía ser mejor hasta que volvía a hacerle el amor y de nuevo deseaba gritar como un salvaje ebrio de felicidad. Era una novata, apenas habían pasado dos días desde que él despertara la pasión en ella, su sexualidad, una sexualidad que, por otro lado, desprendía ese cuerpo a raudales. Era asombroso que, a pesar de ese despertar tan reciente, no se había sentido tan complacido, tan satisfecho, tan completo con ninguna otra mujer y tenía toda la vida por delante para enseñarle y para aprender de ella, y cuánto iba a disfrutar en el proceso. Ahora estaba seguro de que saldrían de allí con vida. El destino no podía ser tan cruel como para dejarle disfrutar de esta felicidad, de esta plenitud y privarle de ella recién la había descubierto. No, no, ninguno de los dos se merecía semejante castigo.
La abrazó más fuerte contra su pecho. Era glorioso sentirla así, tan relajada, tan cálida, suave y feliz entre sus brazos. Estaba convencido de que ni siquiera una vida entera sería suficiente. Lo que se reiría Cliff si le viera después de pasarse los cuatro últimos años burlándose de la cara bobalicona que lucía cada mañana en el desayuno o cuando aparecía tras “perderse” siempre al mismo tiempo que su mujer, aunque en el fondo siempre envidió esa felicidad tan transparente, tan evidente, tan difícil, por no decir imposible, de ocultar. Solo había una cosa que conseguía que los ojos de Cliff brillasen tanto como cuando miraba a su esposa, y era mirar y jugar con sus pequeños. Max miró el relajado rostro de Mel apoyado en su pecho, acarició casi con reverencia su mejilla y sonrió imaginándose cómo serían sus hijos. De pelo oscuro, sin duda, pero ¿de qué color tendrían los ojos?, ¿tan oscuros como su madre o claros como los de su padre y su abuelo? Si unos meses atrás se hubiera imaginado a sí mismo en este estado de absurda felicidad, se habría bebido una botella de su mejor coñac para traerse de vuelta a la realidad pero, ahora, todo le parecía tan real, tan normal, tan correcto. Todo estaba en su sitio. Bueno todo no, Mel y él se encontraban momentáneamente en el lugar equivocado. Hizo una mueca y de nuevo apretó un poco el abrazo. Era extraño el poder calmante que ejercía en él el mero hecho de tenerla entre sus brazos, de sentir su calor, su aroma, su cuerpo tan cerca del suyo. Ese pequeño cuerpo de mujer era el mejor remedio para cualquiera de sus males y, al tiempo, el que le provocaba las más deliciosas torturas. Unos minutos después dejó que el sueño le venciera gracias, especialmente, a ese cuerpo pegado al suyo, a esa suave respiración que calmaba sus temores de manera casi extraordinaria y a ese aroma, su aroma, el olor dulce y cálido de Mel.