Capítulo 1
—SShh, calma bonita, calma. Ya sé que te he hecho correr mucho esta mañana pero ahora te dejaré descansar un poco antes de volver.
Amelia dio un par de palmadas y le acarició la cabeza a Granada, la bonita yegua árabe blanca y gris que casi cuatro años antes le había regalado su tía Blanche. La dejó trotar un poco para calmarla y, tras unos minutos, se bajó de la montura y ató las riendas en uno de los árboles que quedaban a su espalda. Recogió la trasera de su elegante vestido de montar y anduvo distraídamente por el camino que llevaba a las ruinas del viejo torreón. Solía ir allí cuando visitaban al conde y a su familia para pensar, leer o solamente para alejarse.
Caminó despacio fijándose en las flores de invierno que comenzaban a brotar, aún quedaban tres meses para Navidad, pero ya empezaban a aparecer algunos brotes. Suspiró y contempló la belleza del paisaje irlandés que la rodeaba. Volvió a suspirar y se adentró en las ruinas.
—Llega mañana. —Suspiró—. Regresa mañana.
Por su mente comenzaron a desfilar algunas de las imágenes, algunos de los recuerdos y momentos vividos con él.
Lord Maximiliam Rochester, futuro duque de Frenton, era para Amelia el hombre perfecto. Ninguno podía compararse con él. Era extremadamente guapo, de porte aristocrático, espeso pelo negro y ojos gris azulado tan profundos e intensos como el cielo de invierno. La primera vez que lo vio fue en casa de tía Blanche, en Londres, cuando ella y su hermana Julianna llevaban poco más de cuatro meses viviendo allí.
El padre de Max, el actual duque de Frenton, era un reconocido marino y uno de los veteranos más admirados de la Marina Real. De hecho, exigía que le llamasen almirante y no duque, excelencia o señoría como correspondía a su rango, sino solo almirante o almirante Rochester, ya que se sentía orgulloso de su carrera de marino y satisfecho por los logros conseguidos como tal. Tenía una hija, lady Eugene, tres años mayor que Amelia. Eugene era una joven dulce, amable y con una belleza clásica que le daba un aire etéreo y casi celestial. El almirante había sido un viejo amigo de tía Blanche y de su difunto marido por muchos años y se profesaban verdadero respeto y cariño, y desde que la dos sobrinas de su vieja amiga llegaran a Londres, las acogió con verdadero entusiasmo ejerciendo, al poco tiempo, de figura paterna de ambas, mientras que Eugene, Julianna y Amelia se convirtieron en hermanas por elección y voluntad de todas ellas.
El almirante quería a Eugene más que a su propia vida, a pesar de saber con toda certeza que no era hija suya, sino de su fallecida esposa y alguno de los muchos amantes que esta tuvo mientras el duque estaba en alta mar. Pero, a todos los efectos, Eugene era hija del almirante, y ay de aquel que osase negarlo o discutirlo. No obstante, si bien Eugene fue acogida por su padre y por su hermano Maximiliam con verdadero cariño desde su nacimiento, no así por sus pares, entre los que los rumores, chismes y medias verdades eran el principal medio de entretenimiento. De este modo, durante toda su infancia, Eugene se vio sometida a murmuraciones, a insultos casi siempre velados y en otras ocasiones no tan velados, de todas las damitas y damas que le rodeaban y aun cuando su padre y su hermano la defendieron y protegieron de todos, el ser objeto constante de murmuraciones por su nacimiento, acabó convirtiendo a Eugene en una joven reservada, callada y con tendencia a la soledad.
Fue a los dieciocho años, el año de su primera temporada social, en la que sería presentada e introducida como correspondía a las damas de su rango en los salones, fiestas y grandes eventos de la aristocracia, cuando Eugene encontró en Amelia y en Julianna a unas verdaderas amigas, a unas hermanas. Su carácter introvertido y reservado dio paso a uno más abierto y de mayor aplomo y consiguió la suficiente confianza para enfrentar las murmuraciones, los silencios y las malas palabras de su alrededor, con fuerza, carácter, con la cabeza bien alta y, sobre todo, con el apoyo y el cariño de sus nuevas “hermanas”, Amelia y Julianna.
Por su parte, su hermano Max había seguido los pasos de su padre en la Marina Real y junto a Cliff de Worken, su mejor amigo, inició, tras salir de Oxford, la carrera de marino logrando, al igual que Cliff, ascender a base de esfuerzo, tesón y algo de espíritu temerario. A los veintiocho años, era capitán de una de las principales naves de la Marina y uno de los más respetados capitanes en activo de la Armada Real. El año del debut en sociedad de su hermana pequeña, Eugene, a la que adoraba, regresó para ayudarla y protegerla ante la aristocracia. Pero al regresar a casa, descubrió que su tímida hermana pequeña era, ahora, una joven más resuelta y alegre y que su padre, el almirante, era el “cabeza de familia” de un grupo de adorables y entrañables mujeres que se habían convertido en lo más parecido a una familia que jamás habían tenido los Rochester.
Para Max, Julianna y Amelia pasaron a ser sus hermanas y Amelia, en concreto, era, a sus ojos, la hermanita pequeña de su nueva familia, adoptando, de inmediato, el papel de hermano mayor protector.
Amelia recordó, mientras seguía recorriendo las ruinas, la primera vez que vio a Max, ese primer encuentro que cambiaría el mundo a sus ojos. Tenía solo quince años y era una jovencita a medio camino de ser una mujer. Con su bonito y denso cabello negro que se ondulaba dándole un aspecto ligero y juvenil, con su piel blanca, sus rasgos suaves aniñados aún y su bonita sonrisa, era la viva imagen de la inocencia. Sin embargo, lo que más destacaba en su rostro eran los enormes y redondos ojos negros tan profundos y a la vez tan limpios que era imposible no mirarlos fijamente. Julianna decía con frecuencia que envidiaba su rostro porque era de un color perlado, claro como el más puro marfil y sus ojos eran, decía entre risas, la sombra de la luna, oscuros como la noche pero con el brillo de la luna llena. Esto siempre la hacía reír pero, sobre todo, la hacía sentir bonita, ya que en aquella época se consideraban bellezas las mujeres de pelo rubio casi blanco, de ojos azules y piel muy blanca, más del estilo de Eugene. Claro que Julianna era considerada una extraordinaria belleza y tenía el pelo castaño y los ojos color miel.
Aquella tarde, Amelia y Eugene fueron llamadas al salón de luces de la mansión de tía Blanche por Furnish, el mayordomo, para que las jóvenes se reunieran con su tía y el almirante a tomar el té. Habían pasado las horas posteriores al almuerzo en el jardín plantando nuevas especies de plantas y algunas flores exóticas que habían comprado en el mercado de flores el día anterior y que, a pesar de las quejas de Porter, el jardinero jefe, estaban quedando realmente bonitas en el jardín de la mansión.
Fueron a asearse y tras depositar las flores recién cortadas en un cesto para entregárselo a la doncella y que las colocase en las habitaciones de las damas de la casa, entraron resueltas en el salón de luces.
Max acababa de regresar de pasar meses en el mar. Esperaba encontrarse en Hortfold, la mansión en Londres del duque, con su padre y su hermana, pero para su asombro fue informado por el mayordomo ducal que, como todos los días, el duque y lady Eugene se encontraban en la mansión Brindfet acompañando a la viuda Brindfet y a sus dos sobrinas recientemente llegadas del campo. Tras almorzar solo, para su desesperación, no pudo más y se presentó en la mansión de la vieja amiga de su padre deseando reencontrarse con su familia. Su padre estaba relajado, contento y risueño como un colegial.
—¡Bienvenido a casa, hijo! Ahora nos pondremos al día y en cuanto a tu hermana, ahí la tienes, con Amelia luchando con la naturaleza. —Hizo un gesto señalando a los ventanales.
Max observó a su hermana relajada junto a una muchacha con cara de niña de unos quince o dieciséis años que parecía más una señorita londinense que una granjera de visita en la gran ciudad. Se detuvo un momento observando la escena y comprobó lo radiante que estaba Eugene, riendo e intercambiando bromas con su joven amiga, mientras un caballero, con aspecto de maestro de escuela francés, y otro que debía ser uno de los jardineros, parecían reprenderlas a ambas. Max empezó a sonreír mientras se acercaba lentamente al ventanal.
—Umm, está preciosa, padre. A partir de ahora tendré que ir armado para espantar a todos los pretendientes que se le acerquen.
Se giró con una amplia sonrisa y miró de nuevo a su padre, que empezó a reírse al igual que tía Blanche.
—Sí, hazlo, hazlo, pero, por favor, asegúrate de no manchar las alfombras de Hortford. Recuerda que forman parte del patrimonio familiar —respondió el almirante entre risas.
Tía Blanche ya había tirado del cordón para avisar a Furnish, y al presentarse este en el umbral dijo:
—Por favor, avise a lady Eugene y Amelia para que entren a tomar el té, pero que antes se aseen un poco, ya que vemos tienen tierra hasta en los sombreros. —Señaló mirándolas de refilón y haciendo el gesto propio de las madres ante las travesuras de sus hijos—. Avise también a mi sobrina Julianna de que la esperamos para el té y que nos lo sirvan aquí, gracias.
Max, durante unos minutos, intercambió con su padre algunos gestos y palabras propias de un recuentro padre e hijo antes de pasar a preguntar con verdadera curiosidad a su anfitriona por sus huéspedes:
—Señora Brindfet, no recordaba haber tenido el placer de conocer a ninguna sobrina suya.
Tía Blanche, que sabía que no hay nada peor para un joven soltero que no poder conocer a fondo a toda soltera apetecible de la zona, pensó que ese pobre muchacho no sabía dónde se había metido sin saberlo y, con una sonrisa propia de la más hábil estratega y mirando de reojo a su viejo amigo, contestó:
—Querido Max, te conozco demasiado bien para que no me tutees y la edad que dista entre nosotros no llevaría a malas interpretaciones en cuanto a la cordialidad o familiaridad entre ambos así que, por favor, llámame Blanche.
Max soltó una carcajada y empezó a recordar mentalmente lo mucho que le gustaba la compañía de esa excéntrica mujer que, a pesar de no pertenecer a la nobleza, cuando era un niño que no levantaba ni medio metro del suelo, le trataba como a un simple niño llamándole Max a pesar de recibir el trato de lord por todas las personas ajenas a su reducido núcleo familiar, es decir su padre y su hermana, y eso siempre logró hacerla sentir cercana, cordial.
—En realidad, solo tengo una sobrina, la señorita Mcbeth, Julianna, hija de mi hermano Timón, que falleció hace unos meses, lo que ha auspiciado que pueda contar de manera permanente con su compañía, lo que sin duda, comprenderás, es toda una bendición.
En ese momento arqueó un poco la ceja, pues sabía que acababa de aguijonear la curiosidad y el interés de Max de manera irremediable.
—Cuánto lamento el fallecimiento de su hermano. ¿Y su madre?— preguntó ya del todo aguijoneado.
—La madre de Julianna murió pocos meses después de nacer ella, por lo que es huérfana de padre y madre. Pero, también, tengo la fortuna de poder contar con la compañía de mi pupila, Amelia Mcbeth, que es como una hermana para Julianna y, por lo tanto, como una sobrina más para mí, bueno, dentro de unos días lo será oficialmente —sonrió—, ya que pasará a ser mi sobrina a todos los efectos legales.
Justo en ese momento entraron Amelia y Eugene que, en cuanto vio a Max, se lanzó corriendo a él dejando que este la abrazase con ternura y cariño después de tantos meses alejados.
—¡Max! ¿Cuándo has vuelto? Te esperábamos mañana. ¡Qué guapo estás! Espero que me hayas traído muchos regalos después de tenerme tan abandonada estos meses.
Max no paraba de reír observando a su hermana, a la que no había visto tan relajada, feliz y dicharachera delante de otras personas que no fuesen él o su padre y solo cuando estaban solos, en toda su vida.
—Bueno, bueno, a ver, déjame que te vea. Umm… no, no, tú no eres mi hermana. No, no, mi hermana era una mocosa flacucha y… —Hizo ademanes de galán y sonriendo y entrecerrando los ojos—. No, no, esta belleza que tengo delante de mí no puede ser mi hermana. —Miró en broma a su padre—. Padre, ¿qué ha hecho? ¿La ha cambiado por la hija de los vecinos?
Eugene soltaba un bufido de falso enfado y le daba un codazo, se ruborizaba por el piropo desenfadado de su hermano.
—Eso lo dices porque eres mi hermano, tu opinión no cuenta.
—Querida hermana —dijo sujetándole el mentón—. En eso estás totalmente errada. Has de saber que mi opinión es la única que a ti ha de importarte. ¿Quién te va a querer más que yo?
Ella sonrió y lo abrazó después de darle un beso en la mejilla diciendo:
—Eres un bobo, realmente eres el bribón que dice tía Blanche.
Max miró divertido por encima de la cabeza de Eugene a la tía Blanche, que hizo un gesto con los hombros y le sonrió con descaro limitándose a decir:
—Prerrogativas de la edad, querido. Tengo opiniones irrebatibles sobre todo y sobre todos.
Max se rio mientras asentía con un leve gesto de cabeza. Eugene se apartó de él y cogió a Amelia de la mano para acercarla a su hermano.
—Max, permite te presente a la señorita Amelia Mcbeth. Es la pupila de tía Blanche y mi muy querida amiga, así que no le pongas ojitos de don Juan, que no se merece que le partas el corazón.
Amelia hizo una reverencia y un saludo de cabeza perfecto, eso pensó tía Blanche, mirándolo, sin embargo, totalmente ruborizada, y contestó con un simple susurro:
—Milord.
Max hizo una reverencia y cogiendo levemente su mano y apoyando los labios en la punta de los dedos añadió:
—Señorita Mcbeth, es todo un honor, y permítame estimarla en la misma medida que mi hermana a partir de hoy.
Miró como todo un seductor a Amelia consiguiendo, como se proponía, que se pusiera roja como un tomate. Desde luego no se podía resistir a embelesar a una jovencita hermosa aunque solo fuese para no perder la práctica, y esta, desde luego, era hermosa y en pocos años se convertiría en toda una belleza, pensaba él mirándola de soslayo.
—¡Max! Deja en paz a mi niña si no quieres que pida que traigan a los perros, que creo hoy no han comido.
Tía Blanche lo miraba divertida y el almirante se reía escandalosamente por detrás mientras se intercambiaban sospechosas miradas con su amiga.
Casi en ese momento Max pasó a ser el hermano mayor, protector y cuidadoso de Amelia, pero en el interior de la joven nació un sentimiento que fue creciendo y creciendo, más y más a lo largo de los más cuatro años transcurridos desde entonces.
Pocas semanas después de ese encuentro, Julianna se casó con lord Cliff de Worken. Ambos estaban profundamente enamorados y todos pensaban que eran la pareja perfecta. Julianna viajó con su marido por medio mundo. Navegaba con él pero regresaban para estar con la familia en las fiestas navideñas y en el verano. Habían tenido gemelos, un niño y una niña de bonitos ojos verdes y cabellos castaños, Maximiliam y Amelia, llamados así en honor a sus padrinos y, en el presente, Julianna acababa de dar a luz a una niña de ojos color miel y un sedoso pelo ondulado castaño muy claro, iguales a los de su madre, llamada Anna Blanche. Amelia adoraba a sus sobrinitos y, cada vez que sus padres regresaban a casa, pasaba todo el tiempo que le era posible con ellos.
Eugene, después de esa primera temporada, en la que fue considerada una de las bellezas del año, tuvo una segunda al año siguiente, comprometiéndose con lord Jonas Wellintong, el segundo hijo de un marqués, al que conocieron el año anterior y del que se enamoró casi de inmediato. Al haber sido destinado al extranjero junto con el resto de su regimiento de caballería, los enamorados tuvieron que retrasar el enlace. El inesperado fallecimiento del hermano mayor y de la esposa de este en un crucero por el Mediterráneo, no solo propició su vuelta antes de lo esperado, ya que debía asumir su nuevo papel de marqués de Furllintong y las responsabilidades del título sino, además, la posibilidad de celebrar el enlace con su querida Eugene ese mismo año. De hecho, iba a celebrarse dentro de pocos días, allí mismo, en la capilla de la mansión de Worken, por petición expresa de Eugene que, en esos últimos años, al igual que Amelia y gracias al matrimonio de Julianna con Cliff, consideraba al conde y a su familia como parte de la suya.
Amelia sacudió la cabeza. Tantos recuerdos, tantos cambios… Cuatro años antes salió de ese mismo condado como una huérfana, sin dinero, sin familia y con un futuro incierto y, ahora, era una rica heredera que acababa de ser presentada ante la flor y nata de la sociedad londinense. Era la cuñada del vizconde de Plamisthow, hijo del poderoso conde de Worken. Su mejor amiga, su hermana en realidad, era la hija del duque de Frenton, uno de los títulos más antiguos y envidiados de Inglaterra, que se iba a convertir en pocos días en marquesa de Furllintong. No pudo evitar reírse sola recorriendo esas ruinas y pensando en su extraña y corta vida.
En esos cuatro años, había tenido preceptores, profesores de baile y música, aunque esto último fue descartado casi de inmediato al demostrar escasas dotes musicales. Viajaba como solo pueden permitírselo las personas más adineradas. Residía en grandes mansiones, rodeada siempre de doncellas y servidumbre que estaban pendientes de cuanto quería. La vestía la mejor modista de Londres, madame Coquette, y compraba en las mejores tiendas, sin mencionar que, además, se relacionaba con algunas de las mejores familias de la aristocracia y de la diplomacia de Inglaterra.
Sin embargo, nunca olvidó sus orígenes, al igual que Julianna, y comprendía que tenía demasiado que agradecer. Por ello, en el primer año de su estancia en Londres, colaboró dando clases en una de las escuelas de los suburbios de Londres, enseñando a niños pobres a leer y a escribir. Pero después, su actividad se hizo más constante. Acudía dos veces por semana a la consulta de uno de los doctores que prestaba asistencia a la gente sin recursos, lord Wellis, ayudándole gracias a los muchos conocimientos de plantas y hierbas medicinales que había adquirido esos años, y destinó una parte de su dote y de su asignación a crear un orfanato para esos niños y esas familias de trabajadores sin recursos de una de las zonas pobres de Londres.
Ese tipo de actividad era considerada tolerable e incluso admisible entre las damas de la alta sociedad si se realizaba de manera esporádica y como parte de alguna obra de caridad de algún grupo de damas o anfitrionas de la aristocracia, no así cuando se hacía como una actividad habitual, como hacía Amelia, que lo consideraba su deber y un acto de pura justicia. Tía Blanche no solo permitía que Amelia se tomase tan en serio esta actividad, sino que la comprendía bien y, por eso, incluso la animaba. Siempre fue consciente de que no debía hablar de su pasado como huérfana, ya que las malas lenguas en la alta sociedad eran muy afiladas pero, no por ello, debía ignorar a la gente menos afortunada que ella.
En esos años, Amelia se había convertido en toda un experta amazona. Todos consideraban que era porque le gustaba el campo, el aire libre y los animales pero, en su corazón, Amelia sabía cuál era el verdadero motivo. Max. Él era un excelente jinete pero, lo más importante, él fue quien, cuatro años atrás, le enseñó a montar. Montaba a diario sobre su yegua favorita, la primera que le compró su tía y que fue elegida por el propio Max, Granada, y lo hacía en los terrenos de la Real Escuela de Caballería, donde podía galopar y correr con cierta libertad y donde, años antes, Max le enseñó con paciencia y tesón a montar como toda una amazona, segura y elegante. Apenas recorría Hyde Park o los terrenos de Rottern Row, que eran las zonas de paseo habituales de la aristocracia en coche de caballos o para montar a caballo, ya que allí no podía galopar sin convertirse en objeto de murmuraciones o dar pie a un escándalo, por eso seguía teniendo la costumbre de montar a primera hora de la mañana por la escuela, donde, gracias a lord Jonas, el prometido de Eugene y antiguo caballero de la escuela, y al almirante, siempre se le permitió el acceso y el uso de las instalaciones.
Durante esos años, Max había seguido sirviendo como capitán de la Marina Real y regresaba por pequeñas temporadas a casa, pasando gran parte de su tiempo con Amelia y con Eugene. No obstante, siempre la trataba como una hermanita pequeña y nunca parecía ver más allá de eso, para mortificación de Amelia.
Este año había sido su presentación oficial en sociedad, aun cuando lo habitual era que las jóvenes hicieran su debut a los dieciocho años, tanto Amelia como tía Blanche decidieron que lo mejor era esperar a tener un año más para que puliese sus modales y perfeccionase su educación. Había estado catorce años de su vida en un orfanato y se había perdido gran parte de las “enseñanzas” que las niñas de la clase alta debían dominar.
A lo largo de esos meses de locura social, la habían acompañado su tía, el almirante, Eugene y, en numerosas ocasiones también, el ahora marqués de Furllintong, lord Jonas. El conde y la condesa de Worken le prestaron abiertamente su apoyo ante la clase alta, así como su hijo y heredero lord Ethan y su esposa lady Adele. Julianna y Cliff adelantaron su regreso a casa no solo porque Julianna deseaba tener a su nueva hija en casa y porque Lady Adele, su cuñada, también iba a tener pronto a su primer hijo, sino porque ambos querían acompañar a Amelia en su debut oficial, en su primera temporada. De hecho Cliff y su hermano Ethan, dos antiguos y reputados calaveras y ahora reformadísimos libertinos, convertidos en fieles y devotos maridos de sus dos queridas esposas, habían estado muy pendientes de Amelia, adjudicándose el papel de sobreprotectores hermanos mayores ahuyentando a todo caballero que la pretendiese y que ellos no considerasen adecuado o lo bastante bueno para ella. A Amelia no le importó en absoluto, porque ello le permitió disfrutar de su primera temporada sin verse acosada de pretendientes ansiosos de echarle el guante a la dote que su tía le había constituido o de la fortuna que ella y Julianna heredarían cuando falleciese. Al menos, Amelia creía que esa era la razón por la que los caballeros intentaban cortejarla. Ella no era consciente de lo hermosa que era, pues creía firmemente que su pelo y sus ojos oscuros no eran lo que atraían a los hombres, cuando la realidad era bien distinta. Amelia se había revelado como una mujer de exuberante figura, con una bonita y brillante cabellera tan oscura que parecía azulada, una piel como el alabastro, una sonrisa abierta y sincera, y lo mejor, esos atrayentes e hipnotizadores ojos negros.
Era inteligente, divertida, de carácter afable y amable con propios y extraños, además, no era nada caprichosa ni vana, a diferencia de la inmensa mayoría de las debutantes. Apreciaba las cosas sencillas y valoraba a las personas por sus acciones, sus ideas y su forma de conducirse en la vida y con los demás, no por los títulos o la fortuna que tuviesen o no tuviesen. Lo cual la convertía en un ave exótica entre tanta debutante de risilla tonta y conversación vacía, deseosa de echar el guante a un título o una fortuna.
Solo hubo una cosa que no permitió a Amelia disfrutar plenamente de su temporada. La ausencia de Max. No había regresado a casa en casi un año, se había perdido su debut, sus primeros bailes en los salones, sus primeras experiencias como jovencita recién presentada en sociedad, y eso le dolía.
Empezaba a anochecer, Amelia miró al cielo y comenzó a caminar hasta donde había dejado a Granada. “Mañana viene, mañana lo veré”.
Al día siguiente llegarían a la mansión el almirante; lady Adele con su casi esposo, lord Jonas, marqués Furllintong; y Max, que acababa de pedir la licencia de la Marina Real para asumir, por fin, sus responsabilidades como heredero del ducado y hacerse cargo de la fortuna familiar.
En cuanto llegase a la mansión tras el paseo, se cambiaría e iría directa a la salita de estar de Julianna donde, estaba segura, ella y lady Adele estarían con los recién nacidos. La mansión de Worken se había convertido en poco tiempo en una casa llena de niños porque, junto a Max y Mely, los gemelos de Julianna y Cliff, en pocos meses habían nacido Anna, lady Anna Blanche de Worken, la pequeña de Julianna de apenas unos meses, y los mellizos de lady Adele y de lord Ethan, cuatro meses mayores, lord Sebastian Julius de Worken, el flamante futuro heredero del condado y lady Marian Dorothea de Worken, la linda melliza del heredero y la niña de los ojos del orgulloso padre.
Sabía que el conde y sus dos hijos habían marchado a primera hora de la mañana a visitar a algunos arrendatarios y que, probablemente, no regresarían hasta la cena y que tía Blanche y la condesa estarían ocupadas eligiendo flores, adornos y los menús para la boda de lady Eugene, adelantando así algunos de los preparativos para que la feliz novia no tuviese que preocuparse por nada. De modo que Amelia, Julianna y Adele podrían compartir un rato de charla tranquila mientras jugueteaban con los niños. Lo cierto era que, a pesar de que Julianna y Adele le llevaban siete y cinco años de edad respectivamente y de que ambas estaban felices en sus papeles de esposas y madres, Amelia sentía complicidad y comodidad con ellas y no notaba que la experiencia y las vivencias de las dos jóvenes damas supusiese una barrera o un obstáculo en su relación y tampoco ellas la trataban como una joven ingenua, inocente, sino casi como una igual y, salvo algunos detalles de la vida de marido y mujer que, obviamente, no consideraban conveniente compartir con una joven inexperta, por lo demás, la trataban con total franqueza y naturalidad.
Tras dejar a Granada en manos de jefe de las caballerizas, Amelia subió a la salita donde, como había supuesto, estaban las damas jugando con los niños mientras las dos niñeras permanecían a un lado de la sala vigilando, a una distancia prudente para no molestar a las señoras. Tanto Julianna como Adele parecían disfrutar demasiado de sus hijos de modo que, a diferencia de las damas de su rango, ellas pasaban gran parte del día con ellos, procuraban acostarlos y levantarlos y no permitían que llevasen una vida apartada de sus padres, como era costumbre entre sus pares. En el caso de Julianna, quizás fuese comprensible, ya que sus hijos viajaban con ella y con Cliff, y en un barco los niños pasaban casi todo el día con su madre y casi el mismo tiempo con su padre. En el caso de lady Adele, se había acostumbrado al tipo de relación cariñosa, cercana, abierta y natural existente entre las mujeres Mcbeth y los que les rodeaban, de modo que ya entendía como algo casi natural y normal querer pasar tiempo con sus hijos, verlos crecer y formar parte de su infancia de manera activa.
—¡Tía Mely! ¡Tía Mely! —La pequeña Mely se levantó de un salto del suelo donde estaba jugando con su hermano en cuanto la vio entrar en la salita—. ¿Me has traído las flores? Di que sí, di que sí, ¿no las habrás olvidado? —La pequeña fruncía el ceño y daba pequeños saltitos ansiosa.
Amelia sonrió y esperó a que la pequeña se parase frente a ella. En cuanto lo hizo sacó de su espalda, donde escondía la mano, el ramillete de florecillas silvestres que había recogido para su ahijada.
—¿Tú qué crees? —Le sonrió y enarcó una ceja—. ¿Me consideras capaz de defraudar a mi linda tocaya?
La pequeña Amelia dio un par de saltitos y gritos de alegría y extendió los brazos para coger sus flores. Mientras se agachaba, Amelia preguntó sonriendo:
—¿Qué me das a cambio?
La niña se puso de puntillas y le dio un beso en la mejilla.
—Gracias tía, son muy lindas. ¿Me enseñarás a hacer los saquitos?
Amelia sonrió y, devolviéndole el beso en la mejilla, le contestó:
—Claro. Te prometí enseñarte a hacer saquitos para tu almohada, ¿verdad? —La pequeña asintió con una deslumbrante sonrisa—. Pues eso haré y, ahora, ve a por una bandeja para dejar las flores, dejaremos que se sequen un poco y mañana te enseñaré a quitar los tallos.
La niña se lanzó corriendo por el pasillo a buscar al mayordomo y pedirle una bandeja. Antes de poder dar un paso estaba el pequeño Max mirándole con esos enormes ojos verdes y con el ceño fruncido.
—¿Y para mí, tía? ¿No me has traído nada?
Le lanzaba la misma mirada que parecía haber heredado de su padre y que conseguiría que cualquier mujer se derritiese. Amelia soltó una carcajada y lo miró fijamente:
—Menudo truhan vas a ser de mayor. Ninguna mujer podrá resistirse a esos preciosos ojos. —Negó con la cabeza sonriendo—. Ay, tu hermana y tú vais a ser mi perdición.
Sacó la otra mano de su espalda donde asía una pequeña cesta cuyo interior ocultaba el trapo que la cubría, se lo extendió y el pequeño la cogió nervioso, movió el trapo y empezó a gritar:
—¡Moras! ¡Moras! Me has traído moras. Gracias, gracias, tía. —Sonrió y al igual que su hermana se puso de puntillas y le dio un beso en la mejilla antes de girar sobre sus talones e ir corriendo hasta donde estaba su madre—. Mami, mami. —Puso ojitos a su madre, que le miraba sonriendo—. ¿Harás un pastel? Por favoooor.
Amelia y Adele soltaron sendas carcajadas.
—¡Ay, buen Dios! ¡Pone los mismos ojos que Cliff! Cualquiera se niega. —Suspiró con resignación Julianna mientras sostenía a la pequeña Anna en sus brazos—. A ver, enséñame la cesta. —Max obedeció con los ojos muy abiertos—. Umm, creo que podría hacer al menos dos.
—¡Bien!— dijo contento Max—. Porque mañana llega el almirante y no dejará ningún trozo. Siempre se come casi todo. Si haces dos podremos probar un poco.
Las tres se rieron sabiendo que tenía toda la razón. El almirante era el ser más goloso de la Tierra y adoraba que Julianna le preparase todo tipo de dulces, bollos y pasteles.
—Maxi, ¿por qué no llevas la cesta a la cocina y le dices a Cook que las guarde para mañana, que tu madre hará unos pasteles con ellas?
Lo instó Amelia mientras se sentaba junto a las damas. Max asintió y corrió hasta la puerta pero antes de salir se giró y preguntó:
—¿Tía Mely?
—Dime, cielo —respondió ella por inercia.
—Papá ha prometido que mañana montaremos en los ponis que nos ha regalado tía Blanche lejos de las cuadras. Vendrás con nosotros ¿verdad?
—Claro, peque, no puedo imaginarme una forma mejor de pasar la mañana. Pero recuerda que me prometiste ponerte las botas nuevas.
Max sonrió asintiendo enérgico:
—Sí, sí, lo prometo. Son estupendas. Me gustan mucho, tía. Son como las de papá.
Y sin más salió como un rayo por la galería con su cesta en la mano.
—¿Al final le compraste las botas de montar? —preguntó Adele con los ojos fijos en Amelia.
—¡Qué remedio! Cliff parecía tan empeñado en enseñar a montar a los gemelos nada más desembarcar, que tía Blanche y yo nos fuimos corriendo a comprar ropa de montar para los dos y, como Max es un trasto, imaginamos que necesitaría botas resistentes, por eso te pregunté dónde le compras las botas a Ethan. Supuse que sería mejor encargárselas a medida en una tienda de caballeros.
—¿Y las de Mel?— preguntó de nuevo Adele.
Amelia se rio.
—Eso fue muy sencillo, fuimos a madame Coquette. Le dijimos que lord Plamisthow estaba empeñado en enseñar a montar a los gemelos y rápidamente le hizo unos trajes para montar de damita con todos los complementos, incluidas las botas. Ya la conoces, no deja ningún detalle suelto. Ya verás, lucirá muy linda vestida como una princesita amazona.
Las tres se rieron.
—Lo que me faltaba era que vosotras animaseis a Cliff. —Negó Julianna con la cabeza—. Yo sigo pensando que son muy pequeños para que los suba a un caballo.
En ese momento una voz profunda desde la puerta de la sala contestaba mientras a grandes pasos se acercaba a las damas:
—Ahhh, no, amor, mis niños no son pequeños para nada y menos para montar. El conde nos subió a Ethan y a mí en nuestro primer caballo a esa edad.
En cuanto llegó a la altura de las damas, Cliff se agachó, le dio un tierno beso en la mejilla a Julianna y le quitó suavemente de los brazos a la pequeña Anna, que permanecía medio adormilada, la acurrucó bien contra su pecho y le acarició con el pulgar las regordetas mejillas.
—Señoras. ¿Cómo han pasado el día, mis queridas damas? —Todas sonrieron—. Y tú, mi gatita ¿Cómo has pasado el día? —Decía tierno arrullando a la pequeña y besándole la frente. Después de unos segundos miró a su alrededor dándose cuenta de la tranquilidad de la sala y preguntó a nadie en particular—. ¿Y mis dos trastos?
—Si te refieres a Max y Mely, acabo de cruzarme con Max en la escalera. Iba a la carrera en dirección a la cocina con una cesta y a Mely la tienes aquí. —Ethan respondía en ese momento entrando con Mel subida sobre sus hombros.
—Baja a mi niña de ahí, loco, a ver si se te cae.
Cliff regañó a su hermano, que se rio a carcajadas.
—Está bien, está bien. Tesoro —iba diciendo mientras bajaba a la sonriente Mel de sus hombros—, el ogro de tu padre hoy está quejita.
En cuanto la niña puso los pies en el suelo, Ethan se acercó a su mujer y al igual que hizo su hermano antes, le quitó a uno de sus mellizos de los brazos mientras Mel corría hacía su padre, que sonriente se agachaba para que la pequeña le diese un beso en la mejilla.
—Umm… Nenita, hueles a flores —dijo a su niña devolviéndole el beso, y Mel sonrió y fue a sentarse junto a Amelia.
—La tía Mel me ha traído flores del bosque. Vamos a hacer saquitos para las almohadas.
En ese momento apareció corriendo y casi sin resuello el pequeño Max, y en unos segundos cruzó toda la estancia llegando a la altura de su padre.
—¡Papá, papá!
—¿De dónde vienes? —preguntó Cliff riéndose.
—De la cocina. La tía me ha traído moras.
—¡Estupendo! —Miró a su esposa con los mismos ojitos que un rato antes su hijo—. ¿Nos harás una tarta? Por favooooor.
—¿Veis lo que os decía? —preguntó Juliana a las otras dos damas, que se rieron. Miró a Cliff y contestó haciendo un gesto despreocupado con la mano—. Sí, sí, creo que hay bastantes para, al menos, dos pasteles.
Cliff se sentó en el brazo de la butaca donde estaba Julianna, sosteniendo aún a su bebé en brazos y suavemente le dijo a la pequeña:
—Tu madre hace las mejores tartas del mundo. —La besó con ternura en la frente mientras el bebé permanecía aún medio dormido en sus protectores brazos.
—Papá, tía Mel ha prometido que vendrá con nosotros mañana —anunciaba el pequeño Max mientras se acercaba a ver la cara de su hermanita.
—Bueno, no lo he prometido pero, desde luego, me encantará ir —se apresuró a decir ella.
—Gracias, Mel. Agradeceré tu ayuda para vigilarlos. —Miró de soslayo a los gemelos.
—Un placer. Creo que los ponis te van a gustar mucho Cliff, los eligió Jonas. Ha recorrido varias cuadras hasta dar con lo que quería. El almirante decía que se puso tan quisquilloso que parecía estar eligiendo al próximo campeón del Gran Nacional, no dos ponis para dos pequeños.
Cliff e Ethan se rieron.
—Bueno, no esperaba menos de él. Mis pequeños no montarán cualquier caballo. —dijo elevando el mentón con exagerado orgullo.
—Oh sí, Dios nos asista si los gemelos montan algo menos que Pegaso —refunfuñó Julianna.
Cliff sonrió y se inclinó de nuevo para besar la cabeza de Julianna, murmurando al tiempo que posaba tiernamente los labios en los cabellos de Julianna:
—Mi pequeña gruñona.
—Sigo pensando que son muy pequeños —insistió sin mucho convencimiento.
Cliff se rio.
—No esperaba menos de ti, cariño. Alguien tiene que ser el sensato en esta familia.
Volvió a sonreírle pícaro.
—¡Ahora sí que ha de asistirnos Dios! ¡Juls la sensata! —exclamó Amelia sonriendo.
Todos se rieron mientras Julianna le fruncía el ceño en falsa indignación.
Después de un rato Cliff y Julianna fueron a acostar a los niños, como hacían todas las noches, y dejaron a Anna en la cuna vigilada por la Señorita Donna, la niñera y nana de los niños desde que nacieron y que les acompañaba desde entonces en todos sus viajes.
Por la noche se reunieron ya todos en el salón antes de la cena.
—Oh, Amelia, ese vestido es una maravilla —señaló la condesa entusiasmada en cuanto Amelia se sentó junto a ella y la tía Blanche—. Te ves preciosa.
—Gracias, milady. A mí también me gusta especialmente. Madame Coquette este año ha elegido unos colores algo más atrevidos para mí y me siento más a gusto con ellos. Comprendo que las jóvenes debamos llevar colores suaves, sobre todo en el año de la presentación, pero a mí no creo que me sienten bien los vestidos tan apagados, me veo muy triste con ellos.
—Creo que tienes razón, hay colores que a las debutantes no se les debería obligar a llevar por muy dulces que creamos todos que puedan parecer con esas tonalidades, a veces parecen enfermas con ellos.
Todas las damas se rieron. La condesa ladeó ligeramente el rostro dirigiendo su mirada a la tía Blanche y comentó:
—Tengo que enviarle una nota de agradecimiento a Madame Coquette, Blanche, se ha mostrado muy amable con Adele confeccionándole vestidos muy favorecedores y cómodos de llevar mientras estaba en estado. Nos dijo que solo en una ocasión había diseñado trajes para una mujer embarazada en toda su carrera y había sido para Julianna.
—Es cierto —contestó tía Blanche mientras dejaba en la mesilla situada a su derecha la copa de jerez—. Cuando supo que Julianna estaba embarazada de su primer hijo insistió en elaborar para ella algunos vestidos cómodos, y Julianna comentó que realmente le hicieron muy llevadero el embarazo, porque le permitían moverse sin sentirse incómoda o poco atractiva.
Ambas ajadas damas miraron a Julianna que, en ese momento, conversaba con el almirante y sonrieron.
—Creo, Blanche, que todas sabemos que tu sobrina no dejaría de resultar atractiva ni aunque le pusieran un saco encima. —Las dos se rieron con complicidad—. Aún no logro imaginarme cómo debe ser sobrellevar un embarazo a bordo de un barco rodeada de marineros. Mis embarazos fueron tan engorrosos que me pasé una buena parte de ellos en la cama —dijo la condesa suspirando
—Bueno, creo que mi sobrina está encantada viviendo parte del año en un barco. De cualquier modo, por lo que ella cuenta, parece que nada enternece más a un hombre que una mujer embarazada por muy rudo que sea, así que imaginaos rodeada de trescientos hombres pendientes de que no des ni un paso si no estás rodeada de almohadones y cojines.
Todas se rieron ante la imagen de los rudos marineros de la tripulación de Cliff deshaciéndose en atenciones con Julianna.
—Sin contar con Cliff que, según cuenta, estaba tan sobreprotector en el primer embarazo que quiso tirarlo por la borda en más de una ocasión —señaló Amelia sumándose a la hilaridad de sus compañeras de conversación.
Las tres se rieron y miraron a Cliff, que permanecía al otro lado junto a la chimenea ajeno a la conversación.
La cena fue agradable, como siempre que se encontraba con su familia, pensaba tumbada en la cama mirando fijamente el dosel. Amelia seguía sin dormir. Estaba inquieta, nerviosa e incluso se sentía algo insegura. Le gustaba mucho estar rodeada de las personas que consideraba su familia, de sus risas, de su cariño. Disfrutaba cada momento con ellos y no lo cambiaría por nada en el mundo, pero incluso en esos momentos de paz, de felicidad rodeada de los suyos, a veces, sentía cierto anhelo, cierta tristeza. Era como si no se sintiese completa, como si supiese que le faltaba algo, algo que parecía resbalársele de las manos aun no sabiendo qué era, o quizás lo sabía pero no quería reconocerlo por miedo a no llegar a lograrlo nunca.
Suspiró, giró sobre sí misma hasta llegar al borde de la cama, alcanzó la bata y se la puso. Cogió la palmatoria de su mesilla, encendió la vela y salió de la habitación. Fue a la enorme biblioteca del conde a buscar algún libro de plantas medicinales, ya que sabía que, como muchos de sus antepasados, el conde se preocupaba de ampliar y abastecer adecuadamente de volúmenes su biblioteca y solía adquirir algunos libros de medicina y jardinería en algunas ocasiones. Como ella era la que más usaba esa sección, no tardó en localizar algunos ejemplares que le parecieron interesantes.
—¿Mely?
Detrás de ella sonó la voz de Julianna, que parecía asombrada encontrando a su hermana encaramada en lo alto de la escalera de roble en la parte alta de la biblioteca a esas horas de la noche. Amelia se giró sosteniendo el último volumen que acababa de ojear y seleccionar antes de descender.
—Ah, hola Juls.
Julianna se acercó y se puso a los pies de la escalera y la sostuvo mientras Amelia descendía.
—¿Qué haces aquí tan tarde y subida en la escalera? Si te hubieses caído nadie te habría escuchado.
Amelia sonrió mientras ponía encima de la pila de libros que había escogido el que acababa de bajar.
—Bueno, no podía dormir, así que decidí bajar a por algo de lectura. —Miró con cierta mortificación la pila de libros que había seleccionado—. Cada vez que vengo a esta biblioteca acabo escogiendo muchos libros. El conde siempre me sorprende con las nuevas ediciones que adquiere sobre plantas y hierbas aromáticas y medicinales, empiezo a creer que lo hace por mí.
Julianna la sonreía mientras ojeaba algunos de esos libros.
—No debería extrañarte. También me sorprendo con la cantidad de libros que encuentro de historia de países y sitios a los que Cliff y yo pensamos ir. Sospecho que compra esos volúmenes porque sabe que suelo buscar información de ellos antes de viajar.
Sonreía caminando hacia el otro lado de la mesa para sentarse junto a la chimenea cuyo fuego empezaba a extinguirse. Amelia sentándose frente a ella en otro de los sillones preguntó entonces:
—¿Y tú qué haces aquí?
—Anna. Acabo de darle la toma de la noche y me he desvelado. No quiero despertar a Cliff ahora que por fin se ha dormido. Últimamente duerme poco. Pienso que se debe a que llevamos poco en tierra firme y aún le cuesta dormir sin el balanceo de las olas, siempre tarda un poco más que yo en acostumbrarse. Lo único que le calma es ponerse amoroso.
Sonrió y se puso un poco colorada por la posible indiscreción que hubiese cometido ante una inocente, aunque fuese su propia hermana. Amelia sonrió comprensiva.
—Bueno, en eso eres afortunada, tienes un marido que te adora y que no puede dejar de demostrártelo. Por imposible que pueda parecer, es como si te quisiese más día tras día.
Julianna volvió a sonrojarse, pero esta vez brillándole los ojos como solo pueden brillarle a una mujer profundamente enamorada
—Creo que a mí también me pasa. A veces tengo la sensación de que solamente necesito oír su voz o ver su sonrisa para que se me pase al mal humor o el desasosiego, incluso aunque él sea el culpable o el causante del mismo.
Se quedaron calladas unos minutos y después de un rato Julianna le preguntó:
—Amelia ¿estás bien?
–Sí, sí. ¿Por qué lo preguntas?
—Bueno, llevas unos días un poco… triste. No, no, triste no, melancólica, sí, creo que eso es más exacto.
Amelia enarcó las cejas:
—¿Melancólica? No, no te entiendo.
—Mely. —Julianna suspiró—. He notado que sueles salir a cabalgar un poco más que antes y que a veces pareces… distraída y, bueno, no sé, a veces creo que tienes los ojos apagados. —Julianna la miró fijamente—. Lo sé, lo sé. —Hizo un gesto despreocupado con la mano—. Parece que le doy muchas vueltas a todo… —Meneó un poco la cabeza—. Es lo que tiene ser madre, supongo, me preocupo por todo a veces sin motivo.
Amelia sonrió, pero se quedó un poco pensativa sin contestar. Julianna empezaba a comprender lo que le ocurría. El regreso de Max. Julianna sabía que el enamoramiento casi infantil de Amelia con Max a lo largo de los años se había tornado en algo mucho más serio y profundo y, ahora que ya no era una niña sino toda una mujer, su regreso podría suponer un punto de inflexión en la relación de ambos, sobre todo si Max seguía viéndola como una hermana pequeña y no como una mujer. Pero incluso si cambiaba su visión de Amelia, podían ocurrir muchas cosas. Podría enamorarse de ella, o ser consciente de no ser ya una niña pero, en cambio, mantener hacia ella solo un cariño fraternal o incluso acabar locamente enamorado de ella pero no ser capaces de encontrar un camino adecuado para convertirse en algo distinto a lo que habían sido hasta entonces, una especie de hermanos, una parte de una misma familia.
Julianna comprendió que sería mejor no adelantar acontecimientos y esperar a ver lo que iba ocurriendo a partir de entonces y, en todo caso, permanecer atenta por si Amelia finalmente acababa herida o simplemente desilusionada.
—¿Juls…?
La voz adormilada de Cliff sonó desde la puerta. Julianna se levantó y fue hacia él.
—Estoy aquí, cariño. ¿Te he despertado?
Cliff la agarró de la cintura en cuanto la tuvo al alcance y se la pegó al cuerpo antes de depositar un beso en sus labios.
—No, pero no me gusta no notarte a mi lado en la cama, te echaba de menos —contestó con voz melosa y suave antes de inclinarse apoyando suavemente la cabeza en el hombro de Julianna y besándola en el cuello—. Vuelve arriba, amor, aún falta mucho para que amanezca.
Julianna puso las manos en su pecho para darle un empujoncito y que retrocediese para volver por donde había venido.
—Sí, sí, vamos arriba.
Cliff se giró tomándole la mano para llevarla con él mientras que Julianna ya detrás de su marido se giraba para mirar a Amelia y decía moviendo solo los labios para que él no la oyese:
—Buenas noches.
Amelia sonrió permaneciendo en su sitio, donde claramente había estado oculta a los ojos de Cliff, e hizo lo mismo que Julianna, desearle buenas noches sin decir las palabras en voz alta.
Tras darles tiempo para llegar a su dormitorio, Amelia se incorporó, cogió los libros y subió a su habitación. Durante todo el trayecto iba pensando en lo mucho que se querían su hermana y su cuñado, la forma dulce y cómplice en que siempre se trataban y lo apasionado de su relación. Siempre tenían una mirada, un gesto, una caricia. En ocasiones, parecía serles imposible no tener algún contacto entre ellos, un beso robado a las miradas de los demás, un ligero roce, cogerse de la mano de manera distraída, como si lo hiciesen sin pensar pero como algo tremendamente necesario. Julianna le había contado en una ocasión que les bastaba una simple mirada o un simple roce para que su cuerpo se encendiese. Decía que Cliff era tan apasionado en el dormitorio que estaba convencida de que acabarían con toda una tropa de diablillos revoltosos que volverían locos a todas las tripulaciones de Cliff. Amelia sentía cierta envidia de ese amor y se preguntaba cómo sería tener esa necesidad, ese anhelo constante por el cuerpo de otra persona y saberse el objeto del deseo, de esa necesidad de la otra persona más allá que cualquier otra cosa.
A la mañana siguiente, con las primeras luces entrando por los enormes ventanales del dormitorio de los vizcondes.
—Julianna, cariño, despierta.
Cliff besaba a su esposa en el cuello, detrás de la oreja, en la barbilla y, finalmente, en los labios. Tras unos segundos, una Julianna aún exhausta por la apasionada noche anterior, extendió los brazos atrapando el cuello a su marido, instándolo a cernir su cuerpo aún más sobre ella, a lo que obedeció sin necesidad de insistir.
—Umm, buenos días.
Abrió los ojos y se encontró con los enormes ojos verdes de su marido a escasos centímetros de ella, que le sonreían pícaramente.
—Buenos días, amor. —Le dio otro beso en los labios y comenzó a descender poco a poco hasta llegar al borde de la sábana que cubría en parte los pechos de su mujer para después dejarlos expuestos con un leve tirón de la fina tela que la tapaba—. Umm, preciosos, tan suaves, tan… míos —decía acariciándolos y lamiendo suavemente los contornos de los pezones.
Julianna se rio.
—Bueno, si no te importa, la pequeña Anna creo que discutiría eso contigo.
Su marido levantó la cabeza y se puso cara a cara con su mujer, sonriendo.
—Esa pequeña glotona. —Se rio—. Bueno estoy dispuesto a compartirte con mi pequeña gatita, pero solo con ella.
Sonreía de nuevo besándola mientras le acariciaba suavemente bajo la sábana.
—Cliiiffff…
Julianna arqueó un poco la espalda dándole mejor acceso a su cuello.
—Umm, deliciosa. —Murmuraba mientras la acariciaba con las manos y los labios.
—¿Por qué estás ya vestido? No me gusta verte tan vestido.
Cliff se rio, se incorporó un poco manteniéndose sobre ella y la miró.
—Porque hoy comienzo las clases de equitación de los gemelos sobre sus caballitos fuera del recinto de los establos, ¿recuerdas? Conociéndolos, estarán ya en la sala del desayuno volviendo locos a Ethan y a mi padre. —De nuevo comenzó a besarla en las mejillas descendiendo por el cuello—. Pero estoy pensando que llegaré un poco tarde.
Se apoderó de la boca de Julianna, que gustosa respondía y animaba en sus caricias a su marido. Tras unos deliciosos minutos de juegos sensuales escucharon el llanto proveniente de la habitación contigua. Cliff se rio suavemente con los labios aún rozando la piel de Julianna.
—Mi glotona se ha despertado.
Besó en los labios a su mujer y se incorporó, no sin esfuerzo, llevando consigo a Julianna que, una vez tuvo los pies firmes en el suelo, recogió el camisón y la bata que la noche anterior habían quedado tirados junto a la cama y se los puso.
Cliff caminó en dirección a la habitación contigua donde estaba la cuna de Anna y abrió la puerta haciéndose más fuerte el sonido del llanto del bebé. Julianna lo seguía de cerca cuando él tomó en brazos a su pequeña y la acunó para que dejase de llorar.
—Ya, ya, gatita. Tu mamá ya viene. Umm… —Le besó la frente a la pequeña—. Pequeña glotona.
Julianna se acercó, acarició la mejilla de su pequeña y dijo, mientras caminaba hacia la mecedora situada junto a la chimenea, al tiempo que le hacía una señal a la nana para que se retirase:
—Acércamela, voy a darle el pecho antes de que despierte a toda la casa, sobre todo a la condesa.
Se sentó en la mecedora y Cliff le cedió, con cuidado, a la niña. Una vez la pequeña empezó a comer de su madre, esta alzó la vista a su marido, que la observaba a poca distancia apoyado en el quicio de la chimenea con aire relajado.
—Creo que nunca me acostumbraré a verte alimentar a nuestros hijos. Estás tan bonita, tan radiante, que resulta difícil dejar de mirarte.
Julianna se sonrojó de puro placer.
—No entiendo por qué te fascina tanto. Me has visto infinidad de veces hacer esto. —Negó con la cabeza sonriendo y miró de nuevo a su nena, que seguía comiendo tranquilamente. Julianna frunció el ceño—. Cliff, ¿me prometes vigilar un poco a Amelia?
Cliff levantó las cejas, sorprendido por la petición.
—¿A Amelia? —Julianna asintió—. ¿Ocurre algo?
—No, no. Bueno, no sé. ¿No la notas un poco… distraída?
De nuevo centró la vista en Cliff, que la observaba con interés.
—Umm… no sé qué decirte. La veo algo más callada de lo habitual, pero lo achacaba a que estaría un poco cansada de trastear con los gemelos. Pasa mucho tiempo con ellos y pueden ser agotadores.
—Puede ser, pero creo que es algo más.
Cliff entrecerró los ojos y dijo en un tono algo más serio:
—No tendrá nada que ver con lord Shelton, ¿verdad?
—¿Con lord Shelton? —preguntó Julianna con asombro, y de nuevo alzó la vista para fijarse en su marido—. ¿Por qué has pensado en el conde Trasten ahora?
—No sé, a lo mejor… Argg. ¡Qué diablos! He de confesar que cuando me enteré de que estaba interesado en Amelia a mediados de la temporada, hice algunas cosillas para disuadirle de acercarse a ella. Ese hombre es un jugador y un bebedor y no lo quiero cerca de ella.
Julianna sonrió de oreja a oreja.
—Ay, cariño. ¿Te he dicho hoy que te amo? —Sonrió de nuevo—. Si te sirve de algo, aunque no hubieses intervenido, dudo que Amelia le hubiese dado algún tipo de esperanzas a lord Shelton. Es atractivo pero, desde el principio, Amelia lo descartó, sobre todo después del paseo en Tílburi por Hyde Park que dieron una tarde.
Cliff enarcó una ceja.
—¿Por qué? ¿Hizo algo inapropiado con ella?
Puso esa cara que Julianna conocía bien, la de querer golpear algo, mejor dicho a un hombre que él considerase incómodo para cualquier dama de su familia.
—No, no. Recuerda que Amelia siempre lleva acompañante. Jamás se queda sola con ningún caballero. Más bien dijo algo inapropiado. —Se rio de pronto divertida—. Le dijo que no creía conveniente que una joven como ella frecuentase a las clases menos…—Frunció el ceño—. ¿Cómo dijo?...Ah sí “menos apropiadas” —Julianna se rio entre dientes—. Creo que a Amelia le gustó poco que llamase así a los niños del orfanato y, menos aún, que se creyese con derecho de prohibirle dar clases y ayudarlos. Después de eso, no tenía posibilidad alguna con ella.
Cliff la miró serio.
—En algo he de darle la razón, a mí no me gusta que vaya a esos barrios. —Hizo un gesto con la mano—. Ya sé, ya sé lo que me vas a decir; que acude con dos lacayos y que uno de ellos es Polly el antiguo cañonero de mi buque, pero siguen siendo barrios peligrosos. Me quedaría más tranquilo si no acudiese sola a esas zonas.
—Lo sé Cliff, lo sé. Pero es allí donde se necesita ayuda y yo la he acompañado varias veces y te aseguro que todos en el barrio la conocen. Lleva casi cuatro años acudiendo tres veces por semana y, otras tantas ocasiones, a la clínica gratuita, y puedo dar fe de que la tratan con mucho respeto, incluso yo diría que, a su manera, esas gentes la cuidan y se aseguran de que nadie la moleste cuando está por allí. De hecho, ninguno de esos ladronzuelos que ves por el centro de Londres y que viven por esos barrios, le ha robado nunca, y los hombres del barrio parecen mirarla pero no con lascivia o lujuria sino como asegurándose de que camina segura. Saben la labor que hace, y creo que es su manera de agradecérselo. De verdad, pregúntale a tía Blanche, ninguna de las dos creíamos del todo a Amelia cuando decía que se sentía a salvo por allí y que estaba segura de que no le harían nada y que cuando hay tipos malos por la zona, a ella no la molestan porque los vecinos se aseguran de que no la perturben. Las dos cambiamos de opinión cuando lo vimos con nuestros propios ojos. Además, ella no acude a las zonas donde están las tabernas de mala reputación ni las casas de citas o de juego, sino donde están los barrios obreros, donde viven las familias y hay algún comercio pequeño. Tampoco es que se meta en los suburbios ni las zonas de vicio.
Sonrió y justo en ese momento la pequeña terminó de comer. Cuando iba a colocársela en el hombro para ayudarla a eructar, Cliff la cogió y se la colocó apoyada en su hombro y le dio pequeños golpecitos en la espalda mientras Julianna se acomodaba un poco.
—Mi pequeña gordita —le susurró tiernamente a la niña antes de acunarla en sus brazos—. Bueno, y si no es por alguno de esos pesados pretendientes que la han perseguido estos meses ¿Por qué crees que está “distraída”?
—Tengo mis sospechas, pero prefiero no precipitarme. De todos modos, prométeme que le echarás un ojo sin que lo note, solo para quedarme más tranquila.
Sin dejar de mirar a su nenita, que empezaba a adormilarse en los enormes y protectores brazos de su padre, contestó:
—Lo prometo, lo prometo. Pero ya me dirás si tus sospechas son acertadas.
Julianna se acercó a su marido y le dio un beso en la mejilla, después de unos minutos dejándole disfrutar de su pequeña, con cuidado le quitó al bebé de los brazos.
—Gracias, eres un amor. Dame a Anna y baja ya, porque los gemelos son capaces de convencer al conde para que los monte en alguno de esos nuevos caballos que ha comprado y algunos son realmente temibles.
Cliff se rio.
—Han de serlo, cariño, si han de ser montados por mi padre y por Ethan. Los De Worken no queremos caballitos pusilánimes. —Se inclinaba para besar en la mejilla a Julianna y con una voz ronca cargada de sensualidad añadió pícaro—: Ni mujeres. —Sonrió con sus labios ya sobre Julianna—. Te veo en un rato, querida. Recuerda que tú y yo daremos un paseo por el bosque y nos quedaremos un rato en nuestra casita.
Le guiñó un ojo y riendo, se marchó, dejando a Julianna mirando a su pequeña dormida en sus brazos deseando que llegase la hora de estar a solas con Cliff en la casita del bosque. Después de tantos años, aquella pequeña casa seguía siendo mágica para ella y, desde que el conde se la diese como regalo de bodas, solía acudir con Cliff a la menor oportunidad para estar a solas con él.
Al entrar en la sala del desayuno, como había predicho, los gemelos estaban sentados sobre las rodillas de su abuelo intentando convencerle de alguna cosa. Amelia estaba sentada junto a Ethan, ya vestida para ir a montar.
—Buenos días a todos.
Max saltó de las rodillas de su abuelo y corrió a su padre con los brazos alzados para que lo aupase.
—Papá. ¿Nos vamos ya? ¿Nos vamos ya?
Le sonreía ansioso, mientras su abuelo y Amelia se reían por la cara de puros nervios del pequeño.
—Sí, sí, nos vamos ya. Adelantaos Mel y tú. Seguro os tienen ya los ponis ensillados y listos, pero no os subáis hasta que lleguemos los mayores.
Lo depositó en el suelo y, esta vez era Mel la que se había acercado a su padre, que la cogió enseguida y le dio un beso en la mejilla.
—Papi.
—Pero qué bonita está mi pequeña amazona.
La niña le sonrió orgullosa y le pasó los brazos por el cuello, enseguida acarició ligeramente la solapa de su propio trajecito con una mano.
—Gracias, papi. Me lo ha regalado la tía Blanche. Dice que una señorita debe ir bien vestida sobre un caballo, pero mamá monta a veces como tú y yo quiero que me enseñes a montar así.
Cliff se rio.
—Al principio vas a montar como los muchachos, pero cuando ya sepas manejar el caballo te enseñaré a montar como una damita con una silla de amazona. —Miró sobre la cabeza de su hija a Amelia y continuó—. Tu tía Amelia monta a lo amazona y lo hace de maravilla.
Amelia sonrió mirando por encima de su taza de té.
—Gracias, Cliff, pero suelo montar a horcajadas muchas veces. —Al ver que Cliff levantaba las cejas, carraspeó—. Pero es cierto, Mely, estarás preciosa montando a lo amazona, y seguro querrás ser una damita tan elegante como tu abuela, la condesa.
Cliff se rio y negó con la cabeza al ver la mirada extrañada de su hija.
—Ay, las mujeres Mcbeth siempre rebeldes. —Le dio un beso en la mejilla a su hija y añadió divertido—: Te enseñaré a montar como a Maxi, pero has de prometer que solo montarás así cuando no te vea nadie, aquí, en la mansión, en nuestra casa o en la casa de campo de tía Blanche, pero no fuera de esos sitios, ¿prometido?
La niña se rio complacida.
—Prometido, prometido. —Giró la cabeza en dirección a su tía—. Ahora podré ponerme esa falda que me hiciste, tía.
Se rio de nuevo traviesa mientras su padre la bajaba y salía corriendo de la sala junto a su gemelo. Cliff miró a Amelia, que sonreía sospechosamente algo colorada.
—¿Falda? ¿Por qué creo que me habéis engañado?
Enarcó una ceja y se apoyó en el borde de la cómoda frente a Amelia.
—¿Engañarte? ¿Nosotras? ¡Qué suspicaz! —Sonrió complacida–. Bueno, quizás un poco. Le hemos hecho una faldita como la que tenemos Julianna y yo para poder montar a horcajadas. Sabíamos que te convencería.
El conde e Ethan se reían mientras Amelia le miraba con cara de inocencia.
—Habrase visto. Menudas liantas estáis hechas. Utilizar a mi pequeña para vuestros propósitos —decía Cliff señalándola con el dedo aunque con una expresión divertida en el rostro.
—Vamos Cliff, en el fondo sabes que es más fácil y seguro montar así, sobre todo hasta que tenga la suficiente confianza. —Amelia volvió a sonreír satisfecha—. Si estás listo, yo también lo estoy. No creo que sea buena idea dejar a esos dos pillos sueltos por los establos.
—Nosotros os acompañamos un rato. —El conde se levantaba de la silla al hacerlo Amelia—. Al menos os podremos acompañar un trecho del camino. Vamos a inspeccionar los puentes de la zona norte, algunos se vieron dañados el pasado invierno, y si hay que repararlos, mejor hacerlo cuanto antes.
Amelia aceptó el brazo que le ofrecía para acompañarla.
—Creo que el que cruza el riachuelo del norte, justo antes del camino viejo, no es seguro. Ayer pasé cerca mientras cabalgaba y no me atreví a atravesarlo, así que crucé un poco más arriba.
—¿Estaba muy dañado?
Esta vez fue Ethan el que preguntó caminando junto a ellos.
—Bueno, yo no entiendo de eso, pero me pareció un poco inestable. Creí ver algunas piedras sueltas, y si se cruza a caballo podría dañarse una pata y los niños de las granjas cercanas podrían resbalar o caer al río.
—Deberemos inspeccionarlo el primero, padre. Ciertamente, es peligroso. En esa zona hay muchas granjas.
Comentó Ethan mirando al conde. En ese momento escucharon las entusiastas voces de los gemelos a lo lejos y todos dirigieron su mirada hacia ellos. Estaba, cada uno, junto a un poni, riéndose y acariciando las cabezas y el hocico de los animales.
—¡Blanquita!— gritaba Mel.
—Es muy cursi —respondía su hermano—. Además no es blanca.
—Pero tiene una mancha blanca en la frente y blanquita no es cursi, es nombre de chica, tonto —se quejaba.
Con todos los adultos ya a la altura de los niños. Cliff preguntó:
—¿Estáis buscándoles nombres?
Los dos asintieron. Con voz quejumbrosa Mel señaló:
—Dice que blanquita es cursi y ¡no lo es! Dile que no lo es, papá.
Cliff se rio.
—Nenita, no lo es, pero no sé si es un nombre muy apropiado. Tu poni no es chica es chico.
Mel abrió mucho los ojos.
—Es… ¿es chico? —Miró la cara de su caballito, desconfiada—. Pero… Pero… —Se giró a su padre y preguntó con los ojos muy abiertos—. ¿Cómo lo sabes?
Cliff se puso rojo como un tomate mientras a su espalda todos se reían casi a carcajadas.
—Pues, porque lo sé, Mely— respondió tajante, para que no preguntase más.
—Ahh —susurró la pequeña—. Entonces… —miró de nuevo a su caballo y después a su padre y dijo—: Pues entonces lo llamaré Furnish —dijo firmemente.
Todos se empezaron de nuevo a reír. Amelia abrió los ojos como platos.
—¿Furnish? ¿Furnish como nuestro mayordomo?
—Siempre me sube a caballito.
Se escucharon las carcajadas de todos, incluidos los mozos, mientras la niña se ponía colorada sin comprender por qué lo hacían.
—Mely —decía Amelia entre risas—, no sé si al pobre Furnish le gustará.
La niña frunció el ceño.
—¿Por qué no? Quiero mucho a Furnish.
Cliff de nuevo se rio:
—Cariño, no es de buena educación ponerle el nombre de personas a los caballos. ¿Qué tal si dejamos los nombres para después? —Se acercó un poco más a su pequeña mientras los mozos les acercaban sus respectivas monturas y la aupó encima del poni para asegurarle los pies en los estribos—. Así nenita, como te enseñé ayer, agarra bien las riendas y mantente derecha como cuando montabas conmigo. —La pequeña asintió—. ¿Te sientes segura? ¿Estás cómoda?
La niña asintió y sonrió resuelta, después miró a Max.
—Ahora él, papi.
Cliff cogió a Max y repitió la operación. Después se montó en su caballo y se puso pegado a la pequeña Mel mientras que Ethan se colocaba junto a Max. Comenzaron a trotar despacio, dando a cada uno instrucciones para conseguir dominar los pequeños caballos. Iban seguidos de cerca por Amelia y el conde.
—Milord, es magnífico.
—Gracias. Estoy muy satisfecho con él, creo que no me equivoqué al escogerlo.
—Es soberbio, ¿ya ha saltado con él?
El conde asintió.
—Y responde bien, tiene instinto. —Le dio un par de palmadas en el cuello—. Creo que lo voy a montar en la próxima cacería, tiene gran resistencia.
—Me alegro por vos. También me gusta el árabe gris que tiene al final de la caballeriza. También debe haberlo adquirido hace poco, porque estoy segura de no haberlo visto en nuestra última visita.
—Tienes buen ojo Amelia. Lo adquirí en Tattersall hace un mes pero aún le estoy tomando el pulso, creo que será mejor montura para Ethan que para mí, de todos modos me gusta conocer bien todos los caballos de mi cuadra. Ayer comentaba tu tía que has adquirido un semental para montarlo en el campo, y creo que no está muy contenta con ello porque cree que es demasiado furioso para ti.
—Es un poco brioso, lo confieso. Y ahora que no puede oírnos, lo quiero, sobre todo, para montar con la silla de caballero. Aun así no es tan… vigoroso como los que montan usted o Ethan, no tengo tanta fuerza para manejarlos con soltura. A pesar de lo que cree tía Blanche, no estoy tan loca.
El conde se rio.
—Si quieres podemos mandar a un palafrenero a Londres a recogerlo y que lo puedas montar mientras estáis aquí, así lo dominarás mejor cuando regreséis al campo.
—¿Lo haría milord? Me encantaría, gracias, gracias. —Sonrió feliz al conde.
—En ese caso, sea. Cuando regresemos mandaremos por él y lo tendrás aquí en un par de días.
Era una mañana deliciosa, pensaba Amelia mientras regresaba con Cliff y los gemelos a la mansión después de haber estado montando con los niños durante unas horas. Disfrutaba del campo y se daba cuenta de que no echaba de menos Londres y las constantes reuniones sociales y estar rodeada de tanta gente cuando estaban lejos de la ciudad. Miraba a Cliff y a los gemelos y comprendía bien por qué Julianna no deseaba pasar la mayor parte del año en Londres. Tenía a su alrededor todo lo que necesitaba, todo lo que la hacía feliz sin que la vida social, los bailes y los salones pudieran significar más para ella que estar con sus hijos o en los brazos de ese cariñoso y fuerte caballero que la amaba con locura. Además, Cliff procuraba, por encima de todo, la felicidad de su mujer, y se aseguraba de que ella y sus pequeños permaneciesen cerca de él sabiendo que viajar juntos era lo que más felices les hacía a todos.
Se preguntaba, de nuevo, cómo sería tener a alguien que pondría su felicidad, su bienestar e incluso su vida por encima de la de él. Sentirse segura incluso en las situaciones más peligrosas solo por tenerlo a su lado. Suspiró y miró al frente. Cliff se había colocado a su lado mientras los pequeños iban muy erguidos y centrados en sus monturas delante de ellos.
—Mel —la llamó Cliff dándole tiempo para salir de sus lejanos pensamientos—. ¿Te encuentras bien?
Amelia lo miró por un instante algo aturdida.
—Sí, solo estaba pensando.
Cliff la miró fijamente unos segundos y después al frente hacia los pequeños.
—Mel, si te preocupa algo sabes que puedes contármelo, ¿verdad? No solo eres mi cuñada. Eres mi hermana y te ayudaré en lo que quieras.
Su voz sonaba tranquila, tan propia de él, pensó Amelia. Parecía lograr con solo un gesto hacerla sentir a salvo, como solo un hermano mayor cariñoso y protector lo lograría. Amelia suspiró. Miró a los gemelos y después a Cliff.
—No pasa nada, es solo que… —Negó con la cabeza—. No sé… es solo que.
Cliff la observó unos instantes cuando ella se quedó callada sin terminar de expresar la idea que claramente surcaba su cabeza.
—Amelia. Me conoces lo bastante para saber que jamás le oculto nada a Julianna pero… —De pronto la miró serio—. Espera un momento. —Se adelantó y se puso a la altura de los gemelos—. Mel, Max, vamos a ese prado de allí, dejaremos que los caballos descansen y que coman un poco de la hierba de arriba, seguro que les gustará.
Los dirigió a todos al prado y bajó a los pequeños de sus monturas.
—Id a por unas flores para mamá. Le encantará saber que os acordasteis de ella, pero no os alejéis mucho.
Los niños salieron en dirección a la parte donde abundaban las flores silvestres y se pusieron a corretear por allí. Cliff se giró y ayudó a Amelia a desmontar, le ofreció el brazo para pasear y se pusieron a caminar lentamente hacia donde estaban los niños mientras el mozo que los acompañaba se quedaba junto a los caballos.
—Bueno, ahora que podemos hablar. —Le sostuvo la mano apoyada en su brazo—. Mel, ¿qué te preocupa? Dime. Si no quieres que se lo diga a Julianna no lo haré, a menos que sea la ayuda o el consejo de una dama lo que necesites.
Amelia giró un poco la cabeza para poder mirarlo y después echó un vistazo a lo lejos, donde estaban los niños. Suspiró
—Es… —Se paró—. En realidad no es nada, solo que… ¡Qué difícil es esto! No sé cómo explicarlo. —Lo miró con el ceño fruncido.
—¿Qué tal si empiezas por el principio? —La animó él.
—Desde que empezó la temporada, me he sentido extraña en mi propia piel. Me he divertido. Todos esos bailes, las reuniones, el teatro y lo demás. Reconozco que, incluso, me ha gustado verme cortejada por algunos caballeros. Es adulador y realmente he disfrutado de todo ello.
Se quedó un momento callada mirando de nuevo en dirección a los pequeños.
—¿Pero? —la instó a continuar. Ella lo miró fijamente.
—Creo que… no lo sé. ¡Ay, Cliff! A lo mejor soy una boba, pero creo que falla algo. —Negó con la cabeza—. No, no. No es que falle algo. Ay, de veras, no sé cómo explicarme, debo parecer tonta. —Suspiró mortificada—. Creo, creo que todo el tiempo tengo la sensación de que me falta algo. A veces me siento un poco sola en esos salones, hablando con todas esas personas, incluso, incluso… —De nuevo se quedó callada.
—¿Incluso?
Amelia sostuvo la mirada a Cliff con los ojos claramente entristecidos.
—Incluso, me siento diferente a todos ellos y, también, algo incomprendida. —Respiró hondo—. A veces creo que es porque no soy como los que están en los salones. Me siento como una intrusa que se ha colado en la fiesta sin invitación porque, porque… No sé por qué o quizás sí. ni siquiera sé quién soy realmente, quiénes son mis padres. A veces, pienso que estoy engañándolos a todos y, otras, simplemente me pregunto si sería tan malo conocer mis orígenes. No creo que yo cambie pero…—Se le quebró la voz—. No quiero hablar de ello con tía Blanche ni con Julianna porque no deseo que piensen que no me siento querida o agradecida o parte de la familia, porque sé que lo soy. Ellas son mi familia, vosotros sois mi familia sin importar nada de lo demás, sin embargo…
De nuevo se sintió mortificada. Cliff la hizo girarse y mirarlo a la cara.
—Mel, es normal que te preguntes quiénes eran tus padres y de dónde vienes, y no te deberías sentir culpable por ello ni has de preocuparte porque Juls o tía Blanche te crean desagradecida por ello. Estoy seguro de que te comprenden y no les importará que les hables de ello. Es más, estoy convencido de que se sentirán felices si creen que pueden ayudarte en ese sentido. No obstante, no debieras sentirte como una intrusa y, desde luego, no creas que no te mereces estar donde estás ni sentirte menos que cualquier dama o caballero. Eres toda una dama, inteligente, generosa, una preciosa joven que hará afortunado al caballero al que elijas como esposo. —Por un momento paró su discurso y enarcó la ceja—. ¿Mel? —preguntó con suavidad—. ¿Tiene esto algo que ver también con Max?
Amelia lo miró con los ojos muy abiertos, sorprendidos pero también avergonzados.
—No. Sí. ¡Ay, no sé! —Bajó la vista totalmente colorada y se puso a deambular lentamente—. Es un poco de todo, Cliff. —Se giró para enfrentarlo con la mirada suplicante—. ¿No dirás nada, verdad? Es tan…
“Humillante”, pensó, pero la palabra se quedó en sus labios. Cliff la sujetó de una mano.
—No diré nada, querida.
Ella levantó de nuevo la vista y suspiró
—Estoy tan confusa. Son muchas cosas. La temporada ha sido divertida, emocionante y de veras me ha gustado. Pero, en ocasiones, he tenido esos sentimientos de desapego, de ser tan diferente. Y por otro lado está, está… —Miró a lo lejos para no sentir tanta vergüenza—. Creo que me he sentido un poco desilusionada, Cliff. No ha venido ni una sola vez en todo el año. Es como si no le importase.
Cliff le sujetó de nuevo la mano, la colocó sobre su brazo y la apretó un poco, dándole ese apoyo y cariño silencioso que Amelia agradecía.
—No creo que sea eso, Amelia. A Max le importas. —“Y más de lo que él cree”, pensó pero no lo dijo para no enredar más las cosas—. Este era su último año en la Marina Real. Sabíamos que quería volver a casa pero, para hacerlo, debía cumplir con su deber hasta el final, si no jamás se habría sentido bien consigo mismo. Lo conozco bien y se habría considerado desleal con su país y un mal capitán si no hubiese concluido su labor hasta el final. Tenía una responsabilidad para con su nación, con sus hombres y consigo mismo y no podría haber dado la espalda a esa responsabilidad por mucho que le costase. Me consta que lamenta no haber estado contigo estos meses, pero es un marino, un caballero y un hombre de honor. El deber está por encima de los deseos, por mucho que nos cueste.
Amelia asintió, comprendía bien lo que le decía, pero en el fondo no se sentía realmente mejor, seguía sintiéndose sola y triste.
—Lo entiendo, Cliff. De todos modos, soy consciente de que lo que yo siento por Max no es lo mismo que lo que siente él por mí. Me quiere, eso lo sé, pero para él soy, y me temo que siempre seré, la pequeña Mel, esa hermanita a la que debía proteger de los dragones y los canallas del mundo. —Rio con cierta melancolía.
—Mel. —La miró con fijeza unos segundos—. Es posible que tengas razón y, quizás, para Max no llegues a ser nunca, a sus ojos, nada distinto a su hermana pequeña. Para mí eres mi hermana pequeña, y siempre serás mi hermana y te querré como tal. Pero estaba enamorado de Julianna cuando se ha producido esta maravillosa transformación en ti, mi corazón siempre estuvo a salvo. Puedo asegurar, sin riesgo a equivocarme, que no eres esa jovencita de hace cuatro años, no eres una niña. Eres una joven hermosa, preciosa, que consigue que los hombres se giren para mirarla. Créeme, a Ethan y a mí nos has vuelto locos espantando a más de un caballero tunante. —Sonrió malicioso mientras observaba como Amelia había enrojecido un poco avergonzada y abrumada—. A mis ojos, ya no eres una niña y no creo que lo seas a los de Max, no cuando vuelva a verte. —“De eso estoy seguro”, de nuevo pensó—. Cuando fui consciente de que quería a Julianna, tanto que incluso me faltaba el aire si estaba lejos de ella, no paré hasta conseguirla. Tu tía me mataría si me escuchase decir esto pero, si de veras crees que Max es el hombre adecuado para ti, deberías intentar conseguirlo. Yo tuve la fortuna de mi lado y, por razones que aún no me explico, Julianna me correspondía. Si no lo hubiese hecho… —Negó con la cabeza—. Lo cierto es que no sé qué habría sido de mí, pero lo que sí te aseguro es que jamás podría haberme perdonado no haber intentado conquistarla.
Amelia lo miró pensativa unos pocos minutos y después de nuevo se puso a caminar junto a él.
—Cliff, el inconveniente es que si no lo consigo puede que no sea yo la que única que salga dañada, sino toda la familia.
—Mel, imaginemos que realmente no lograses el corazón de Max. —“Aunque algo me dice que ese idiota solo necesita un pequeño empujón en la dirección adecuada porque lleva años queriéndote como algo más que una hermana aunque no lo sepa”—. Puede resultar difícil al principio, sin embargo, las cosas volverían tarde o temprano a su cauce. Como tú bien has indicado, somos una familia, y no dejaremos de serlo por difíciles que se pongan las cosas en alguna ocasión. ¿Recuerdas lo que pasó con Julianna y conmigo? Ella me perdonó. Tú me perdonaste. Tu tía me perdonó. Nos personasteis a todos, al conde, a la condesa, a Ethan. Y eso que lo que hicimos fue imperdonable, por muy honorables que fueran nuestras intenciones. Y, ahora, míranos, todo eso ha quedado atrás, ya ninguno nos acordamos de ello.
Amelia lo miró pensativa de nuevo.
—Entonces, ¿qué me propones? Porque lo de conseguir a Max implica conquistarlo, seducirlo y, lo cierto es que, en fin, dudo que pueda competir con todas esas damas con las que suele relacionarse y, ahora que vuelve, estoy segura, toda mujer de Londres intentará conquistarlo.
Cliff sonrió satisfecho.
—Mel. En primer lugar, te puedo asegurar que eres una de las mujeres más hermosas de Londres, y no lo digo porque no sea imparcial, que obviamente no lo soy, sino que lo digo con rotundidad y con hechos que demuestran la verdad indiscutible de lo que digo. Como he señalado, Ethan y yo no hemos parado de quitarte de encima caballeros como si fueras un tarrito de miel que atrae a toda abeja en millas a la redonda. —Amelia enrojeció y Cliff le sujetó el mentón obligándola a mirarlo—. Eres preciosa y esos ojos conseguirían que se le abriesen las puertas del cielo con solo una caída de pestañas. —Amelia rio y le dejó tomarle el pelo. Le gustaba cuando Cliff coqueteaba inocentemente con ella—. En segundo lugar, cuentas con una ventaja que ninguna mujer de Londres tiene. —Amelia frunció el ceño interrogativamente—. Max ya te quiere. Solo hemos de demostrarle que te quiere más de lo que cree o cuando menos, que ha de quererte más de lo que ya lo hace porque eres lo mejor que le ha pasado en la vida. —De nuevo Amelia enrojeció, notando además que le latía el corazón tan fuerte que parecía que se le salía del pecho. Cliff parecía abrirle una puerta a la esperanza que jamás creyó posible—. Y por último, y más importante, cuentas con la inestimable ayuda de un experto seductor. Yo te voy a ayudar a lograr que ese pobre futuro duque caiga a tus pies irremediablemente.
Se rio con una carcajada mientras que Amelia se unía a su risa. Después de unos segundos, Amelia le miró sonriendo.
—Pero nada de sorpresas como las de Julianna, no creo que mi tía me deje colarme en el dormitorio de Max para dejarle notas, regalos ni cosas por el estilo.
Cliff se rio recordando cómo, durante las semanas en que se propuso conquistar a Julianna, le preparó todo tipo de sorpresas dejándole regalos en su dormitorio, notas e incluso un telescopio para que mirase desde su balcón el puerto en el que tenía algunos de sus barcos cubiertos de faroles, lámparas y antorchas para demostrarle lo mucho que la amaba, eso sin mencionar las apasionadas noches de amor que consiguió disfrutar con ella.
—Lo prometo. Aunque… —Alzó una ceja con picardía—. Algunos truquillos sí estarán permitidos ¿verdad? —De nuevo la miró con una interrogación de ansiosa esperanza ante la perspectiva de una futura diversión en su expresión—. Algunas artimañas para atraer a nuestra pequeña mosca a nuestra tela de araña.
Amelia lo miró con falsa indignación.
—Eso me convierte en una araña y a Max en una mosca. Umm... No sé si me gusta la comparación pero… —Hizo un gesto divertido con la mano y dijo—: Permitiremos algunas artimañas.
Se rio tan divertida como Cliff.
—Bien —dijo intentando parecer serio—. En ese caso, querida, acabamos de convertirnos en socios conspiradores. Trato hecho.
Le extendió la mano frente a ella para cerrar el acuerdo. Amelia intentó igualmente parecer seria.
—Señor mío, trato hecho. Tengo la sensación de que acabo de sellar un acuerdo con el mismísimo diablo pero, como siempre me habéis dicho que soy algo tirana creo que, mi querido diablo, usted y yo nos vamos a llevar francamente bien.
Se rieron mientras se estrechaban la mano y después Cliff le besó la frente con cariño.
—Deberíamos ver dónde están mis dos granujillas, porque les hemos dejado demasiado tiempo trotar libres, y con poco que les deje son capaces de convertirse en unos salvajes.
Amelia se rio. Después de recoger a los pequeños, regresaron a la mansión donde entregaron flores a todas las damas de la casa, ya que parecían haber cogido todas las flores que se habían encontrado por el prado. Un poco más tarde llegó una nota del almirante informando que tanto él como Eugene, Max y el marqués no llegarían esa misma tarde sino al día siguiente por el estado de la carretera desde Cork al condado, ya que no querían arriesgarse a tener algún percance. Al enterarse, Amelia pareció un poco aliviada, después de la conversación con Cliff había decidido que lo mejor era dejarse guiar por él, y debía mentalizarse para ello, de modo que una noche más para hacer acopio de valor no le vendría mal después de todo.
Antes de la cena, como siempre, se reunieron en el salón. Cliff se acercó a Amelia en cuanto entró con cara de niño travieso.
—Hola, hermanita. —Le dio un beso en la mejilla—. De momento… —Le lanzó una provocativa mirada de los pies a la cabeza— Puedo augurarte mucho éxito en nuestra cacería si sigues llevando vestidos como este. Estás preciosa, Mel.
Aunque Amelia se ruborizó un poco por el halago no pudo evitar reírse por el modo juguetón y pícaro de hablar de Cliff. Desde luego, era un hombre divertido y con un gran sentido del humor
—Gracias. Aunque —Sonrió como lo hacía él— no habíamos quedado en que yo era una araña y mi presa una mosca. Umm… sí, quizás sea más apropiado que Max sea un zorro escurridizo o quizás un pato de pico dorado, de esos que se esconden cada vez que escuchan movimiento a su alrededor. Sí, sí… me gusta la idea de ser una cazadora, recuerda que el almirante nos enseñó a disparar a todas hace unos años y yo he practicado bastante.
Cliff se rio con una sonora carcajada mientras le ofrecía el brazo para acercarla a uno de los sillones.
—Ay, Mely, creo que nos vamos a divertir, Max no sabe lo que le espera.
Sonrío malicioso imaginándose al pobre Max, que pensando que regresaba por fin a aguas tranquilas, se iba a encontrar con el mayor huracán de su vida.
—Mel. —Le susurraba acercándose al grupo—. ¿Quieres que se lo contemos a Julianna? Creo que te ayudará contar con ella. Piensa que esa carita de bondad esconde un maquiavelo perverso.— Sonrío ante la cara de sorpresa de Amelia y siguió susurrándole—. Lleva años leyendo con avidez todos los libros de batallas navales, mis diarios de a bordo y los del almirante y ha escuchado de boca de todos los oficiales y marineros que ha conocido estos años las hazañas de todos ellos y las historias de sus viajes. Créeme, si tuviese que planear una guerra, me la llevaría conmigo, es una afanosa y tenaz leona cuando se trata de planear, calcular y prever batallas y movimientos. Esta mujercita mía se ha revelado como una manipuladora nata.
Ambos se rieron divertidos.
—¿Quién es una manipuladora nata?
La voz de Julianna sonó justo a la espalda de ambos. No se habían dado cuenta ninguno de los dos de que, desde que Cliff se acercó a Amelia, Julianna los estuvo observando intrigada, conocía bien la expresión del rostro de su marido y sabía que algo tramaba así que, en cuanto se pusieron a caminar, se levantó disimuladamente de su asiento y se puso a caminar tras ellos, pero solo pudo escuchar esas dos últimas palabras. Los dos se giraron de golpe al escuchar su voz y se rieron.
—Manipuladora y curiosa impenitente.
Añadió riéndose entre dientes Cliff al tiempo que le cogía el mentón de modo cariñoso. Amelia se rio aún más cuando Julianna miró a su marido con el ceño fruncido por la impertinencia.
—¿Yo soy la manipuladora? —preguntó abriendo los ojos, aunque había un brillo evidente de diversión en ellos–. Y, además, curiosa. —Miró a Amelia–. Bien, bueno, quizás curiosa sí soy. —Reconocía la evidencia al haber sido cogida en falta—. Pero manipuladora. ¿Yo? —dijo alargando las palabras exageradamente y con un tono suave en la voz que hizo que Amelia se riese aún más.
Cliff se agachó y le dio un beso en la mejilla sonriendo pícaro.
—Y aun con esos defectos, te adoro. —Se enderezó y se encogió de hombros—. ¿Qué le voy a hacer? Soy un ciego enamorado. Un títere manipulado por estas preciosas manos. —Besó jocoso las manos de su esposa y después miró a Amelia intentando parecer serio.
—Oh, sí, sobre todo eso. Tú, manipulado, y ¡títere nada menos! —Julianna hizo un gesto de falsa indignación—. Ahora poneos serios ¿Qué estáis tramando vosotros dos? Se os ve a leguas de distancia que os traéis algo entre manos. —Miraba alternativamente a los dos confabuladores.
Cliff encogió los hombros inocentemente. Amelia le puso la mano en el brazo a Julianna y con una expresión risueña en sus labios concluyó:
—Te lo contaré después de la cena, pero no digas nada, por favor.
Julianna le sostuvo la mirada un segundo y asintió.
—Por supuesto, cielo, seré una manipuladora curiosa con los labios sellados —contestó para afirmar su aceptación mientras de nuevo Cliff y Amelia se reían.
En ese momento el mayordomo anunció la cena y Cliff acompañó a ambas hasta el comedor, donde transcurrió la velada como de costumbre. Julianna sugirió a Amelia que hablasen cuando todos se retirasen para poder hacerlo con tranquilidad.
Con la casa casi en silencio total, Amelia se reunió con Julianna en la salita privada de esta. Apenas iluminada por las velas de los candelabros colocados encima de las dos mesitas situadas a ambos lados de uno de los sofás y por las llamas todavía danzantes de la chimenea, las dos jóvenes damas se sentaron cómodamente mientras podían ver, gracias a que se encontraba abierta la puerta que unía esa sala con la habitación de Anna, a Cliff entretenido y embelesado acunando amorosamente a una dormida bebé que parecía encontrar en los brazos de su fornido padre la mejor de las cunas y el calor necesario para dormir plácidamente. Julianna sonrió.
—Está enamorado de su niña, ¿qué le voy a hacer? —Se encogió de hombros resignada y sonrió de nuevo—. Dime, Mel. —Se giró para poder mirarla a la cara—. ¿Qué es lo que ocurre?
Mel dirigió su mirada a su hermana y de soslayo miró a Cliff, que seguía totalmente absorto con su pequeña.
—No quiero que te preocupes —dijo con severidad—. Realmente no ocurre nada. Solo estoy algo pensativa y meditabunda desde hace unos días.
Julianna la miró frunciendo el ceño.
—¿Pensativa?
Amelia asintió y después miró hacia el baile hipnótico del fuego, consiguiendo que su rostro adquiriese un bonito tono anaranjado y un reflejo en su cabello que le daba cierto aire aniñado. Julianna sonrió al venírsele a la cabeza algunas de las imágenes de los últimos años, de su hermana y ella frente a la chimenea en los días de Navidad, o con tía Blanche intercambiando historias y anécdotas.
—¿Mel? ¿Por qué?
La pregunta quedó en el aire. Amelia la miró de nuevo.
—Llevo unos meses recordando el tiempo que estuve en el orfanato. Supongo que el haber pasado mi primera temporada social me ha hecho recordar esos años y la necesidad de, de… bueno, ya sabes, de ser discreta en cuanto a mis orígenes. He recordado esos años en Saint Joseph, las horas preguntándome quiénes podrían ser mis padres o por qué me abandonaron o si alguna vez pensaban en mí. —Hizo una pequeña mueca con la boca—. A estas alturas, después de todo este tiempo, sé que es una tontería ponerme a recordar esos años o incluso volver a tener esa sensación de vacío por no conocer una parte de mí que es muy probable que no llegue a conocer nunca, sin embargo…
Hubo unos segundos de silencio.
—Sin embargo, no puedes evitar preguntarte todas esas cosas —continuó Julianna. Alargó el brazo y alcanzó la mano de Amelia. Suspiró—. Es normal que, en ocasiones, te preguntes por tus orígenes, Mel. Yo me he preguntado muchas veces cómo sería mi madre o cómo podría haber sido mi vida si la hubiese conocido. Amelia, si crees que debes intentar averiguar algo de tus padres te ayudaremos. Quizás no encontremos nada o quizás lleguemos a averiguar toda la verdad pero, pase lo que pase, eso no cambiará nada para todos nosotros. Tú eres mi hermana y siempre lo serás. Te querré ahora, mañana y dentro de treinta años, tanto si descubrimos algo como si no.
Amelia la miró y sonrió con un brillo de agradecimiento sincero en sus ojos y con una silenciosa muestra de amor en los labios, más aún por utilizar siempre el plural, por decirle de ese modo que no estaba sola y que nunca lo estaría.
—De todos modos —continuó—, no me gustaría que cambiase tu opinión de ti misma por tus posibles orígenes ni por lo que pudieron hacer o no hacer tus padres diecinueve años atrás. Tú eres Amelia Mcbeth, nuestra Mel. Una hermosa, maravillosa, cariñosa, generosa, inteligente y divertida dama, hermana, tía y sobrina, que es querida y respetada por muchas personas por lo que es ella sin importar nada ni nadie más.
Julianna le apretó la mano mientras que Amelia dejaba caer algunas lágrimas de emoción por sus mejillas. Julianna se acercó a ella y le pasó el brazo por encima de los hombros. Después le dio un beso en la mejilla y le secó las lágrimas con un pañuelo. Amelia sonrió y le devolvió el beso.
—Gracias, Juls, eres la mejor hermana que podría desear. Yo también te quiero mucho a pesar de que a veces me riñas.
Ambas sonrieron con complicidad.
—Yo no te riño, expreso opiniones de manera tajante. —Las dos se rieron suavemente. Después de unos segundos Julianna insistió—. Pero eso es solo una parte ¿verdad? —Alzó las cejas a la espera de que Amelia continuase.
—Supongo que han vuelto esos recuerdos y esos sentimientos por el temor a que… —Hubo unos segundos de silencio—. Ay, Juls, no lo sé. Ha habido momentos estos meses en los que pensaba, cuando tenía a un caballero delante, si era el adecuado para mí, y mientras sopesaba las virtudes y defectos del mismo, me veía a mí misma intentando explicarle mis verdaderos orígenes porque, si aceptase casarme con alguien, no podría ocultarle ese hecho. No sería justo para ninguno de los dos, y siendo del todo sincera, no me veo capaz de vivir una mentira como la de fingir ser otra persona toda mi vida.
De nuevo se hizo el silencio. Amelia suspiró y miró fijamente el fuego como si buscase en él algunas respuestas. Julianna permanecía en un silencio solidario, procurando comprender a su hermana y sobre todo mostrarle ese apoyo incondicional que sin duda necesitaba.
—En el fondo creo que todo tiene el mismo punto de origen. —Frunció el ceño y después agachó la cabeza—. Sé lo que ocurre realmente. —Su voz se fue haciendo algo más débil al final, como si se sintiese avergonzada y mortificada por ello—. He tenido demasiado tiempo para pensar en esto y hasta el más necio y ciego de los hombres comprendería lo que ocurre. —Se giró suavemente para poder mirar mejor a Julianna, que permanecía callada y con los ojos centrados en ella—. Llevo años enamorada de Max. Profundamente enamorada de él. No hay caballero al que no compare con él. Lo tomo como modelo y ningún hombre parece estar a su altura. Y al mismo tiempo, creo que es el único que me acepta tal y como soy sin importar quiénes fueran mis padres, ni las circunstancias de mi nacimiento y mi posterior abandono. Max conoce mi pasado y no le importa. —De repente paró y frunció el ceño—. Bueno, ahora que lo expreso en alta voz… —Alargó un poco las palabras como si temiese reconocer la idea que acababa de cruzar por su mente—. No le importa quién soy en cuanto me ve como una hermana, sin embargo, yo quiero ser algo más, quiero ser mucho más para él. Quizás, quizás mi pasado le importaría si, si, bueno si tuviere que mirarme como…
—¿Como mujer? —Julianna preguntó sin más ante su vacilación. Amelia asintió sin mirarla—. Mel. Mel, mírame por favor. —Amelia levantó la vista y la encaró—. Vamos paso a paso. Lo primero, el sincerarte con tu futuro esposo sobre tus orígenes es una decisión que solo puedes tomar tú. Desde luego, conociéndote, sé que no podrías vivir una mentira con alguien con quien compartirías toda tu vida, pero creo que el caballero al que elijas, si te quiere de veras, obviará ese detalle o al menos debería obviarlo, independientemente de que pueda permanecer en secreto entre vosotros para no perjudicaros a ambos de cara a los demás. Pero si de verdad es el caballero idóneo, sabrá valorar no solo lo magnífica que eres sino, además, que eres una persona digna de admiración por convertirte en la maravillosa Amelia que tengo delante de mí a pesar de todo lo que has tenido que pasar en tu niñez. Por otro lado, espero que no te enfades si te digo que siempre he sabido de tu cariño por Max y que ese cariño ha ido creciendo año tras año hasta… bueno, hasta, como tú dices, llegar a convertirse en lo que es hoy. —Sonrió mientras Amelia se ruborizaba ligeramente.
—Supongo —dijo con mortificación en la voz—. Supongo que no soy muy buena ocultando mis sentimientos. ¿He sido demasiado obvia, no es cierto?
Julianna sonrió y le cogió de las manos, que permanecían entrelazadas en su regazo.
—Quizás obvia sea exagerar. Si te sirve de consuelo, no creo que seas tan transparente a los ojos de los demás pero, tú y yo hemos pasado muchas cosas juntas y creo que nos conocemos demasiado bien la una a la otra.
Amelia sonrió algo aliviada.
—Supongo que tienes razón. No creo que nadie pueda conocerme tan bien como tú. —Frunció el ceño y por un segundo se mordió el labio—. Bueno, quizás la tía. —Miró fijamente a Julianna—. Es difícil ocultarle nada, creo que tiene una parte de bruja —dijo con complicidad maliciosa con Julianna. Esta se rio.
—No apostaría en contra de esa idea, a veces la tía da miedo, o es bruja o espía tras las puertas. —Las dos se rieron—. De cualquier modo, ese sentimiento por Max convierte a cualquier hombre que compares con él en alguien que seguro no llega a estar a su altura porque, sea como fuere, siempre le faltará algo y ese algo es tu corazón, no tienen tu corazón. —Amelia la miraba callada—. Mel, yo conozco todas las virtudes de mi marido y aun cuando pueda ver en otros hombres muchas de esas virtudes a mis ojos jamás serán mejores que él ni siquiera se ponen a su altura porque para mí siempre será él, solo él. De modo que comprendo bien lo que dices.
Suspiró y miró de nuevo en la dirección donde estaba él, que permanecía sentado en un sillón con su bebé en brazos canturreándole la que sería, seguro, una de esas canciones que cantaban los marineros de su barco y por lo tanto una canción del todo inapropiada para las oídos de una niña, pensó que era un alivio que fuese demasiado pequeña como para entender nada de lo que escuchaba a su alrededor.
—Mel. Si crees que Max es el hombre que puede hacerte feliz debes decírselo o, al menos, intentar saber si de verdad él te quiere del mismo modo. Puede que…
Se quedó un momento pensativa y, tras unos instantes, para sacarla de sus, de repente intensos pensamientos, Amelia la instó suavemente:
—¿Juls?
—Lo siento, cariño, me he perdido en mis divagaciones. Verás, Max te quiere y… —Se removió un poco sobre su asiento— Como nos estamos sincerando, estimo el momento de poner las cartas sobre la mesa. —Tomó aire de manera demasiado solemne, pensó Amelia—. Ha habido veces en las que me ha parecido que la forma en que Max te miraba iba más allá de la mirada de un hermano a una hermana, pero como aún no parecías preparada, no quería decir ni hacer nada.
Amelia frunció el ceño como si no alcanzase su razonamiento y Julianna lo comprendió.
–Eras aún demasiado joven y él, él, tampoco parecía aún preparado para dar ningún paso. —Hizo un gesto despreocupado al aire con la mano–. De cualquier modo, ahora es ahora. Creo que Max y tú hacéis una excelente pareja, es más, creo que sois perfectos el uno para el otro, y puesto que tú conoces bien tus sentimientos y la profundidad de los mismos, lo único que tenemos que hacer es lograr que Max comprenda también los suyos. —Señaló con rotundidad y con una firmeza y una seguridad en su voz que a Amelia le llegó al corazón.
—Pero Juls, es posible que Max solo me quiera como su hermana y que ese sentimiento no llegue a cambiar nunca.
Julianna negó con la cabeza.
—¡Ah, no! Ese bobo te quiere tanto como tú a él, solo que aún no lo sabe, pero pronto lo sabrá.
Amelia sintió cierta emoción por la seguridad de su hermana pero, al mismo tiempo, un escalofrío de terror le recorrió el cuerpo, temiendo haberle dado demasiadas alas a Julianna y a Cliff, sobre todo a la primera, que parecía tener un brillo de emoción en sus preciosos ojos miel que pusieron en alerta a Amelia.
—Juls… —dijo con cierta advertencia—. Cliff ha prometido ayudarme, pero no llevemos esto demasiado lejos, piensa que no solo nos podría afectar a él y a mí.
Julianna sonrió e hizo un gesto con la mano como restando importancia al asunto.
—Tendremos cuidado, pero Max sería un necio si te dejase escapar por no ser capaz de admitir lo que siente por ti.
—De verdad, Juls, creo que estás asumiendo como ciertas tus suposiciones. No puedes estar segura de que solo sienta cariño fraternal por mí, creo que tus deseos te hacer ver más allá de la realidad. Es más presumo, no, temo, que des por cierto algo que solo está en tu imaginación.
—Ni mucho menos. No olvides que os he observado durante años a los dos. Es posible que el cariño de Max hacia ti comenzase de una manera absolutamente inocente, fraternal en su origen, pero te aseguro que ha ido cambiando y creciendo en estos años. Sé cómo mira un hombre a una mujer a la que desea, y Max muchas veces te ha mirado así, y cuando vuelva a verte te prometo que tú misma lo podrás comprobar. Aunque permanezcas siendo tú, este año has cambiado, eres más mujer. Incluso Cliff me lo hizo notar cuando te vimos nada más desembarcar. Habíamos estado lejos unos meses y, quizás, por eso fue más evidente para nosotros que para todos los que te ven con más asiduidad. De hecho, su expresión fue “Ay, Dios” y “voy a tener que matar a más de un caballero estos meses”. —Amelia se sonrojó de puro deleite y se rio tontamente—. Te puedo asegurar que estás deslumbrante, casi no queda nada de la niña de hace cuatro años, y Max lo notará incluso más que nosotros, porque lleva más tiempo sin verte. ¿Un año, más o menos? —preguntó, aun conociendo la respuesta. Amelia asintió.
En ese instante entró Cliff, que fue directamente a la chimenea para avivar un poco el fuego que parecía ir consumiéndose sin haberlo notado las dos damas. Se giró para mirarlas, ya que se habían quedado calladas, y mientras se apoyaba de una manera relajada en el marco de la misma cruzando los brazos a la altura de su pecho, dijo satisfecho:
—Mi gatita está profundamente dormida.
Julianna lo miró con el ceño algo fruncido.
—Eso que le estabas canturreando… no lo digas. Una de las canciones de Mcgregor, ¿verdad?
Cliff se rio pero no respondió, sobre todo porque sabía que a su esposa le encantaban esas canciones, se las sabía mejor que él, aunque refunfuñase sin mucha convicción.
—¿Y bien, mis queridas señoras? ¿Podremos torturar a ese infortunado caballero también conocido como lord Maximiliam Rochester, alias Max?
Por el tono divertido de su voz y la entonación empleada al mencionar a Max las dos mujeres se miraron y no pudieron evitar reírse. Finalmente las dos asintieron.
—Bien, bien. —Cliff se frotaba las manos con aire conspirador disfrutando de la diversión que, sin duda, parecía encontrar en la situación—. Aunque, espero, mis queridas damas, comprenderán que, en esta ocasión, no solo actuaré como perverso maquinador para atraer a nuestras redes a ese caballero sino, además, como torturador de un posible pretendiente de mi adorada hermana, a la que he de proteger de las posibles “artes de seducción” de ese conocido “truhan”.
—¿Perverso maquinador? ¿Torturador? Ay, Dios ¿Qué he hecho? —preguntó con los ojos entrecerrados Amelia mirando a Julianna. Esta se reía.
—¡Cliff!, promete comportarte —decía aún riéndose Julianna–. Max ha de ser atraído, no espantado, así que haz el favor de dejar a un lado esa ansía sobreprotectora que se apodera de ti en cuanto ves a un caballero a menos de cinco millas a la redonda. —Le riñó sin mucha convicción.
—Querida —La miró con esa sonrisa perversa que le iluminaba el rostro convirtiéndolo en un atractivo e irresistible petulante—, hay hábitos que no se pueden abandonar, sin embargo, sí puedo prometer no espantarlo con cajas destempladas salvo que se comporte de manera inadecuada. —Sonreía aún más cuando levantó el mentón en señal de prepotencia masculina—. Aun así…
—¡Cliff! —exclamaron las dos al unísono.
Él se rio.
—Está bien, está bien, seré bueno. Al menos todo lo bueno que puede ser alguien como yo. —De nuevo sonrió malicioso
—Es tarde. —Suspiró Amelia tras unos segundos—. Debería dejaros dormir. —Se puso en pie —. Si os parece, podríais empezar a aconsejarme a partir de mañana por la mañana. Me gustaría salir con los gemelos a montar temprano.
Cliff se enderezó en cuanto Amelia se levantó y se acercó a ella.
—En ese caso, podríamos hablar mientras montamos. —Miró a Julianna al tiempo que le ofrecía el brazo a Amelia para acompañarla hasta sus habitaciones—. ¿Nos acompañarás mañana, amor?
Julianna se levantó y antes de darle un beso en la mejilla a Amelia dijo:
—Por supuesto, creo que me vendrá bien montar un rato, además, quiero comprobar por mí misma que los pequeños realmente se han adaptado tan bien a sus caballitos como aseveráis todos con tanta rotundidad.
Amelia y Julianna se dieron las buenas noches y, al llegar a la puerta, Amelia se giró y dijo:
—No hace falta que me acompañes Cliff. —Se puso de puntillas, le besó la mejilla y se separó un poco—. Solo tengo que cruzar el pasillo. Buenas noches y gracias, eres el mejor hermano. —Le sonrió y cruzó la puerta cerrándola tras ella.
Cliff se giró y comenzó a andar tras Julianna, que se disponía a abrir la puerta que comunicaba con su dormitorio. Nada más cruzarla Cliff ya la había alcanzado y la abrazaba por detrás, inclinándose para depositarle un beso detrás de la oreja.
—No llames a tu doncella —le susurró, y depositó otro beso al tiempo que Julianna apoyaba su cabeza en su hombro—. Yo te ayudaré a desvestirte. Creo que empezaré por esto —iba diciendo mientras le soltaba algunas de las horquillas del pelo haciendo que comenzase a caerle en cascada por la espalda—. Y después… —Bajó un poco del vestido, dejando al aire uno de sus hombros y depositándole un beso en la piel desnuda—. Por esto…
—Creo, creo… —susurró Julianna mientras se giraba dentro de los brazos de Cliff.
—¿Qué crees, amor? —decía con los labios sobre la piel desnuda del nacimiento de sus pechos.
Julianna jadeó.
—Umm… Lo he olvidado.
Cliff se rio suavemente sobre su piel e instantes después ambos olvidaron al resto del mundo.