Prólogo
Amelia Mcbeth decía de sí misma que, a sus diecinueve años recién cumplidos, había vivido dos vidas.
Nacida sin nombre, sin familia, sin nadie que la reclamase. Había sido descubierta dentro de una canastilla, siendo un bebé, en la puerta de la rectoría de la iglesia de un pequeño pueblecito irlandés. Sin nada que permitiese saber quién era la pequeña de enormes ojos oscuros, sin ninguna nota ni nada que llevase a identificar a la criatura ni a sus padres, el vicario se vio obligado a dejarla en el orfanato de Saint Joseph, en manos de las hermanas que recogían y cuidaban a cuantos huérfanos y neófitos de padres desconocidos o abandonados llegaban a sus manos. Amelia, bautizada por las hermanas como Amelia Smith, apellido que solían dar a todos los hijos de padres desconocidos, creció rodeada de niños y niñas sin recursos, agradecidos de tener un techo sobre sus cabezas y un poco de pan que llevarse a la boca. Creció sabiendo que, como huérfana sin recursos, su destino, como así le recordaban constantemente las hermanas de Saint Joseph, sería el de servir como criada en la casa de alguna familia acomodada y, si era afortunada, en la de un noble. Antes de cumplir los ocho años ya cuidaba de algunos de los niños del orfanato. Habiéndose revelado como una niña paciente, responsable y callada, las hermanas delegaban en ella muchas de las funciones de custodia de sus compañeros de orfanato. Desde pequeña le gustaba leer cuantos libros caían en sus manos, lo que venía a significar cualquiera que se donase al orfanato, y ello fue aprovechado por las hermanas, que solían encargarle la tarea de enseñar a leer a los más jóvenes o de acompañar a algunas ancianas del pueblo para leerles y, aunque este era un trabajo, en ocasiones, aburrido y monótono, le permitía salir de los muros del orfanato al menos dos días a la semana.
A los catorce años un hecho cambió la vida de Amelia para siempre. La señorita Julianna Mcbeth, hija de uno de los arrendatarios del conde de Worken, que solía acudir a dar clases a los más pequeños y les llevaba dulces y pasteles y que incluso solía cuidar a algunos de los niños cuando se ponían enfermos, solicitó a las hermanas de Saint Joseph llevarse a vivir con ella a Amelia como damita de compañía. Amelia se sentía realmente emocionada. Podría vivir lejos del orfanato y aunque echaría de menos a muchos de los niños que, hasta entonces, habían sido lo más parecido a una familia para ella, estaba deseosa de poder vivir en algún lugar lejos de las estrictas normas impuestas por las hermanas del convento
Amelia siempre había sentido gran simpatía por esa muchacha de enormes ojos miel, de carácter tímido y de sonrisa sincera que era capaz de dedicar, sin esperar nada a cambio, su tiempo, su esfuerzo y su ilusión a niños de origen humilde y, en muchos casos, como constantemente les decían muchos de los vecinos de la zona, de “origen vergonzante”. Siempre les dedicaba palabras amables, gestos de cariño y comprensión a todos ellos. Jamás los trataba con desprecio o desdén, como algunas de las damas o señoras del pueblo que acudían una o dos veces al año a “hacer su obra de caridad”. No, la señorita Julianna siempre fue buena, generosa y cariñosa con todos y nunca tuvo un mal gesto, una mala palabra ni un reproche hacia ninguno de los niños, y eso que algunos eran verdaderos trastos. Por el contrario, se reía con ellos, bromeaba con ellos, era paciente, sensible y cariñosa. Por ello, cuando le mandaron llamar al despacho de la madre superiora y le informaron de que viviría con ella, tuvo que contenerse en extremo para no ponerse a dar saltos de alegría y gritos de entusiasmo.
Las hermanas le habían dicho que iría en calidad de criada pero, desde el primer momento, la señorita Julianna le dejó claro que ella no era su criada, sino su dama de compañía y, al poco de vivir juntas, la trataba con el cariño y el respeto de una hermana mayor.
Tras el fallecimiento de su padre, Julianna se marchó a vivir a una pequeña casita situada en los límites del bosque perteneciente a los terrenos del conde de Worken gracias a la asignación que su padre le dejó en herencia. La casita fue arreglada por las dos para convertirla en un hogar. Amelia siempre tuvo muy buena mano para las plantas y las flores y agradeció a los cielos que la pequeña casita tuviera, en el jardín trasero, un pequeño huerto, ya que eso le permitió dedicar mucho tiempo al mismo y permanecer al aire libre, cosa que jamás había podido hacer en el orfanato. Julianna le permitía conducirse con libertad e incluso la instaba y fomentaba algunas de sus inquietudes como la lectura o la jardinería.
Estuvieron viviendo en su “casita de cuento de hadas” apenas unos meses, ya que un incidente en la mansión del conde en la Fiesta de la Cosecha hizo que Julianna quisiera abandonar de inmediato el pueblo, el condado y la vida que conocía, yéndose a vivir a Londres con una tía, la hermana pequeña de su padre, a la que no conocía en persona pero a la que le tenía un enorme cariño tras haber mantenido con ella una relación epistolar durante años.
Para sorpresa de Amelia, antes de partir a Londres Julianna le preguntó si quería acompañarla y, ya fuese porque para entonces le profesaba verdadero cariño, ya fuese porque era la primera vez que se había sentido libre para decidir y expresar su voluntad sobre su futuro, no dudó en aceptar marchar con ella. A partir de ese momento Julianna dijo que serían hermanas, y así lo fueron.
Y es aquí donde empieza a vislumbrarse el cambio de Amelia Smith a Amelia Mcbeth.
Blanche Mcbeth, viuda del señor Ronald Brindfet, recogió a su sobrina Julianna y a su pequeña acompañante en el puerto de Londres a los pocos días de abandonar juntas el condado que, hasta entonces, era el único mundo que ambas jóvenes habían conocido.
Desde ese instante, Amelia conoció lo que era una familia, una pequeña familia formada por tres mujeres pero una familia al fin. Su familia. En ese momento trascendente en su vida, Amelia pasó a ser la pupila y, unas pocas semanas después, con todo el trámite legal concluido, la sobrina de la señora viuda de Brindfet, tía Blanche. Había nacido Amelia Mcbeth, hermana de Julianna y sobrina de Blanche Mcbeth.
Tía Blanche no era una mujer común, de hecho, era todo lo opuesto a una persona común. Nacida en el seno de una familia humilde, a la edad de 20 años conoció a un rico comerciante que había enviudado unos años antes de su primera esposa, Ronald Brindfet. De inmediato, el decidido, inteligente y trabajador Ronald quedó prendado de la joven de ojos color miel, una joven de temperamento y carácter resuelto, alegre y amable con la que, en apenas tres meses, se había casado y marchado a Londres desde donde el señor Brindfet dirigía la mayor parte de sus negocios. Pocos años después, la pareja, convertida ya en una de las grandes fortunas comerciales de Inglaterra, tuvo un hijo que falleció antes de cumplir los tres años a causa de una enfermedad pulmonar. Tras muchos años de feliz matrimonio, a pesar de no haber tenido más hijos, falleció el señor Brindfet, dejando un hondo pesar en su viuda y una enorme fortuna que ella gestionaba honrando la memoria y el nombre de su querido marido.
Tía Blanche profesaba verdadero cariño por su sobrina Julianna, que era la viva imagen de su más querido hermano y de ella misma. Desde el día en que tía y sobrina comenzaron a vivir juntas en Londres, se inició entre ellas una relación más propia de madre e hija que de tía y sobrina.
Amelia pronto disfrutó del mismo cariño y de la misma relación, formándose, casi de inmediato, un vínculo natural entre ellas que no se rompería nunca.
Tía Blanche acogió bajo su ala a ambas jóvenes, que pasaron de golpe a vivir en una enorme mansión en Mayfair, el mejor barrio de Londres, rodeadas de lacayos, doncellas, sirvientes y todo tipo de lujos. Las llevó a la mejor modista de Londres, madame Coquette, que les confeccionó un guardarropa que se convertiría en poco tiempo en la envidia de todas las damas de la clase alta de la ciudad. Compraban en las mejores tiendas y talleres, viajaban en los mejores coches, tenían las mejores cosas. Contrató un preceptor para Amelia y un maestro de baile para ambas.
Tenían una nueva vida. Con los recién cumplidos quince años, Amelia Smith, huérfana, de padres desconocidos y carente de todo recurso, dio paso, de la noche a la mañana, a la joven damita Amelia Mcbeth, sobrina de Blanche Mcbeth, viuda de Brindfet, hermana de Julianna Mcbeth y una de las dos herederas de una de las mayores fortunas de Inglaterra.
Algunas semanas después de su llegada a Londres, Julianna confesaría a Amelia la verdadera razón por la que se marcharon a vivir con su tía de un modo tan repentino. Cuando era pequeña, Julianna solo recibió cariño de su padre, al que adoraba. Tras la muerte de su madre a los pocos meses de dar a luz a Julianna, sus tres hermanos mayores la trataban tan mal como les era posible, de tal modo que, al fallecer su padre, fue consciente de que no tenía más familia que su tía Blanche. Pero antes de esa partida ya había ocurrido algo, un suceso que, a la postre, determinaría la vida de Julianna y, con ella, la de la propia Amelia. A la edad de 10 años, Julianna, que solía salir a hurtadillas de su habitación por las noches para ver las estrellas, salvó la vida del hijo menor del conde de Worken, Cliff de Worken, cuando, al encontrarlo en el bosque gravemente herido por la caída de su caballo, lo asistió y después recorrió todo el bosque hasta la mansión para avisar al conde y llevarlo hasta él. Aunque nunca esperó agradecimiento por ese hecho, Julianna se vio seriamente comprometida años más tarde, cuando el conde y la condesa intentaron saldar la deuda que ellos creían tener con la joven que les devolvió a su hijo, buscándole un marido adecuado en la Fiesta de la Cosecha, que se celebraba todos los años en la mansión. Sin embargo, tras varios malentendidos, uno de los invitados intentó sobrepasarse con Julianna, pero esta se defendió y, si bien solo resultó un poco magullada en el proceso, quiso alejarse todo lo posible del condado y de todos sus habitantes. Sin embargo, para entonces, Julianna ya estaba perdidamente enamorada de lord Cliff de Worken, convertido tras esos años en uno de los mejores marinos de la nación, con una gran fortuna amasada en sus muchos viajes y nombrado flamante vizconde de Plamisthow, en recompensa por los servicios prestados como comandante de la Marina Real.
Meses más tarde de la salida del condado, Julianna Mcbeth se convirtió en la feliz esposa de lord Cliff de Worken, en lady Plamisthow y en la feliz madre de unos gemelos de los que Amelia sería una orgullosa madrina. Pero esto es adelantar la historia.