Capítulo 5
La cena fue, como pronto William comprendió, como todas las de las damas Mcbeth, con risas, amabilidad y la sensación de hogar alrededor de la casa y todos los invitados. Además, aprendió más del comportamiento de los caballeros que de verdad se rigen por el honor, el amor por la familia y las tradiciones y sobre todo la justicia en esa cena que en todos los anteriores años rodeado de petimetres que solo exhibían sus títulos y su cuna como único signo de reverencia y respeto debidos por el resto del mundo, como si haber nacido con una cuchara de plata en la boca les diese derecho de corso sobre todo y todos. Pero el conde, sus hijos, el almirante y lord Wellis eran el tipo de aristócratas que asumían su cargo no como una simple fuente de privilegios y estatus sino más como una responsabilidad y un deber hacia todos los que consideraban a su cargo, desde familiares hasta arrendatarios, criados o simplemente personas que entrasen dentro de su esfera de protección. Si había de asumir su nuevo papel de aristócrata, de marqués, así debía hacerlo, y tomaría como ejemplo a esos hombres que valoraban más las acciones propias y las de los demás que el título que precediese su nombre, aun cuando eran acérrimos defensores de las tradiciones y la cultura propias de su clase. Por primera vez entendía el verdadero significado de la expresión “nobleza obliga”, en el sentido en que ese ejemplar grupo allí presente lo entendía, es decir, como un deber hacia los que se hallaban bajo su protección, o de los términos “poder” “influencia” y “estatus”, no como los objetivos a lograr para aquellos que no los tenían ni como algo que simplemente se tiene, se ostenta y se ejerce a su antojo por lo que sí los poseían, sino como medios, vehículos para conseguir no solo el bienestar propio sino algo más importante: el bien común, al menos el bienestar y la seguridad de todos aquellos bajo su influencia, bajo su poder y bajo, ante todo, su responsabilidad.
Todos, a excepción del conde y la condesa, y estos por la posición que ocupaban en el grupo como cabezas de la familia de casi todos los allí reunidos, insistían en que se dirigiesen a ellos por sus nombres de pila. Se sorprendió con el juego de los dulces entre el almirante y Julianna, le pareció un gesto de cariño mutuo, de complicidad y de confianza en extremos tierno y familiar. También le maravilló el trato generoso y respetuoso con el que todos, no solo las habitantes de la casa, le dirigían a los criados, cuando en todas las casa, fiestas y bailes a los que había asistido sus, ahora, pares, los trataban o bien con indiferencia o bien como si fuesen muebles de la casa, o incluso más comúnmente con desprecio o desdén. En cambio, todos, incluso los condes, los trataban con respeto e incluso con amabilidad. Uno de los lacayos, un joven que, evidentemente, aún era aprendiz de su nuevo oficio, se equivocó en dos ocasiones en la forma de servir, y todos actuaron como si no lo hubiesen notado y ni siquiera esperaron que el pobre muchacho, que estaba algo aturdido y avergonzado, se disculpase. Todos fingieron no haber notado falta alguna, y actuaron con absoluta normalidad evitando un momento embarazoso al joven.
Se sorprendió igualmente cuando le preguntaron por su vida, por toda ella, y no solo no vislumbró en ninguno de ellos indicios de menosprecio o de vergüenza por sus años como huérfano, sino que por el contrario, sintió respeto, incluso admiración por sus logros, por sus intereses en la industria floreciente del país, y lo que casi le dejó petrificado en su sitio, todos, sin excepción alguna, reprobaron y censuraron sin atisbo alguno de duda la conducta y el modo de proceder de su abuelo, de su familia y de las actitudes de todos ellos, no solo hacia él sino hacia su madre fallecida.
En muchas ocasiones intercambió miradas con Amelia en las que en silencio le decía “tenías razón” o “gracias por compartir a estas personas conmigo”.
Y la experiencia de la ópera fue todavía mejor. Todos ellos fueron presentándoles a todas las personas con las que se encontraban. ¡Por todos los santos! Si incluso el conde le presentó al duque de Wellington y, con toda la intención del mundo, el conde, con maestría, sacó a colación en la conversación el tema de sus fábricas, consiguiendo interesarlo sobremanera. Las damas le presentaban a todas las grandes cabezas de la aristocracia, señalándole debidamente y con disimulo quién le interesaba para tal o cual cosa, qué damas eran interesantes para cortejar y cuáles no. Solo hubo un hecho que le resultó un tanto incómodo, y más por el pesar que supo sentiría Amelia que por él mismo. Fue en uno de los entreactos cuando con Julianna, Amelia y Cliff salió del palco a tomar champán y se encontraron a lord Rochester con una dama muy bella, aunque altanera y engreída, colgada, casi literalmente, de su brazo.
Hicieron las cortesías oportunas mientras la dama, que en ese momento presentaron como lady Mariella, se comía con los ojos los elegantes vestidos de Julianna y Amelia. Cliff, con ese aire despreocupado con el que William empezaba a familiarizarse, fue el que pareció tomar las riendas de la situación:
—Buenas noches, Max, milady.
—Buenas noches —contestó Max con aire formal y algo incómodo—. Lady Mariella, permítame presentarle a mis buenos amigos lord y lady De Worken, Vvizcondes de Plamisthow; y a la señorita Mcbeth y a su acompañante, lord Calverton, marqués de Drundy. Ella es lady Mariella, hija del conde de Layndrés.
Ella centró su atención en William con evidente interés una vez escuchó su título. Notó cómo Amelia se ponía levemente más rígida y William, como algo innato, posó su mano sobre la que ella tenía apoyada en su manga, y ella pareció notarlo, porque de soslayo vio su sonrisa.
Como si intentase alargar la situación y lanzando miradas cada vez más intensas a Amelia, Max empezó a preguntar por todos los que estaban en el palco, hasta que Cliff con toda la seguridad y la soltura que le daban los años de experiencia en el mundillo social, señaló la conveniencia de regresar al palco antes de que retomase la función, con lo que dejó sin opciones a Max, que no paraba de lanzarle miradas a Amelia pero ella, siguiendo los consejos que previamente le había dado el propio Cliff, fingía su atención centrada en su acompañante, y eso sacó de sus casillas al ya evidentemente malhumorado Max.
Durante el resto de la representación, Cliff y Ethan disfrutaron como niños con un juguete nuevo observando cómo Max vigilaba cada movimiento de William y cómo devoraba con los ojos a Amelia. Por mucho que lo negase, la forma en que la miraba, en que estaba atento a cada una de sus sonrisas, de sus gestos, de sus palabras, incluso desde la distancia, eran las de un hombre no solo enamorado sino de uno prendado hasta la médula, posesivo y reclamante de lo que estimaba suyo.
Cuando se despidieron, Ethan, sonriendo, le comentó a su hermano:
—Creo que los próximos días van a ser muy interesantes. Nos divertiremos viendo a Max intentando fingir interés por lady Mariella e indiferencia por Amelia. Si con toda la platea distanciándolos, casi la estaba devorando, cuando la tenga en un salón, rodeada de pretendientes y con William como la presencia constante a su lado, va a acabar subiéndose al techo. —Los dos se rieron a carcajadas durante un buen rato.
Dos días más tarde, Max se dirigía camino de la Escuela de Caballería montando a su nuevo castrado. Sabía que Cliff llevaba a los gemelos y a las dos damas de la casa por sus instalaciones a primera hora de la mañana. Desde la noche de la ópera estaba inquieto, molesto y, sobre todo, de muy mal humor. No era que estuviera enamorado de Amelia y le molestase verla con otro, o al menos eso era lo que se decía a sí mismo, sino que le molestaba el hecho de verse forzado a mantener la distancia y le hervía la sangre cada vez que pensaba en Amelia y en el beso que le dio en la cocina. Por algún motivo no podía quitárselo de la cabeza y pensaría que solo se debía al remordimiento por un comportamiento del todo inapropiado de no ser porque cada vez que le venía a la mente, sentía un cosquilleo bajo la piel, sentía de nuevo ese suave, cálido y sensual cuerpo entre sus brazos y ese aroma a mujer que reconocería en cualquier parte. Aquella situación se le estaba empezando a ir de las manos y solo quería volver a recuperar el control, solo necesitaba hablar con Amelia y dejar las cosas claras e intentar que no le mirase como lo hizo el día de la casa en el bosque. Como si fuera un canalla y alguien distinto a como ella le recordaba. No lo soportaba.
Después de casi veinte minutos esperando, tuvo su recompensa. Vio acercarse a los gemelos en sus dos bonitos caballitos riéndose, seguidos de cerca por Cliff y por Julianna, y detrás…
—¡Demonios! —susurró.
Amelia acompañada por ese hombre de nuevo. Cuando llegaron a su altura Julianna le dedicó una de esas deslumbrantes sonrisas que eran capaces de dejar obnubilado a cualquier mortal.
—Buenos días, Max, ¡qué sorpresa tan agradable!
Con una inclinación de cabeza, los saludó a todos:
—Buenos días. He pensado unirme a vuestro paseo y ayudar a mis ahijados a mejorar sus dotes con sus monturas. —Se obligó a no mirar a Amelia y su acompañante y centrar su atención en los pequeños—. ¿Habéis saltado ya obstáculos?
Los dos le miraron entusiasmados y fue Cliff el que intervino:
—Prefiero que me ayudes a que mejoren en su cabalgada antes de ponerlos a saltar. Creo que aún no se afianzan lo suficiente en la silla para ello.
Sin poder evitarlo los ojos se le fueron directos a Amelia, que se reía de algún comentario que le acababa de hacer su acompañante. Fue unos segundos después cuando ella se percató de su presencia, lo cual todavía le molestó más. No estaba acostumbrado a que las mujeres no percibiesen su presencia de inmediato, y menos Amelia, que siempre parecía dispuesta a sonreírle, a dedicarle una risa o algún gesto para hacerle reír o simplemente para sonsacarle una sonrisa.
—Buenos días, Max.
Aunque el tono de su voz era suave y agradable, no lo era la forma de mirarle que desprendía más indiferencia que alegría por verle lo que le puso de inmediato de mal humor.
—Buenos días, Amelia, lord Calverton —saludó Max con cortesía conteniendo su enfado.
—Milord. —William inclinó la cabeza.
Cliff esperó un segundo para que la cabeza de Max asimilase bien la situación y la imagen de Amelia junto a William. Realmente necesitaba recibir un fuerte golpe, pero como no quería maltratar en exceso a su amigo, simplemente dejó que sufriese un pequeño martirio.
—Amelia —la llamó Cliff mirándola con una enorme sonrisa—, como sé que te apetecía cabalgar un rato y ya que Max está aquí para ayudarme con los niños, ¿por qué no vais tú y lord Calverton a los terrenos del norte? Seguro que tu yegua lo agradecerá. —Se giró a Julianna—. Cariño, ¿les acompañas y dejas también a Hispalis correr un rato? Estoy convencido de que os vendrá bien a las dos. —Le lanzó una de esas miradas mitad provocación mitad inocencia que tan bien dominaba.
Max sintió, por primera vez desde que lo conocía, deseos de matar a su amigo.
—Me parece una excelente idea —contestó Julianna con una sonrisa similar.
Mentalmente Max meditó la conveniencia de dejar huérfanos de padre y madre a tres criaturas inocentes.
—Sería un honor —dijo sonriendo William—. Amelia me ha hablado tanto de sus paseos por los terrenos de la escuela que ardo en deseos de conocer a fondo las instalaciones.
“Y yo en cambio ardo en deseos de matar a alguien”, pensaba Max, “y empiezo a pensar que me resulta indiferente quién resulte ser la víctima final”.
Dos horas más tarde, y aun reconociendo que los gemelos eran una distracción entretenida y en momentos hilarante, Max deseaba con todas sus fuerzas ponerse a cabalgar como un loco por la escuela en busca de los tres jinetes desaparecidos. Finalmente no hizo falta, pues entraron en la zona de entrenamientos riéndose seguidos por los dos mozos de Amelia y de Julianna. Cuando llegaron al lado de los gemelos, aún estaban dentro de la zona vallada, Amelia y Julianna se quedaron hablando con ellos mientras que lord Calverton se les acercó decidido.
—¿Han disfrutado del paseo? —preguntó Cliff sin dejar de mirar a sus hijos y a Julianna, que tenía las mejillas sonrosadas, sin duda por el ejercicio, lo que de inmediato hizo que se curvasen sus labios con ternura y algo más íntimo.
—Así es. Me ha sorprendido lo buena amazona que es Amelia. Creo —miró a Max— que, en gran medida, se debe a sus enseñanzas. Las damas me han comentado que fue usted quien la enseñó a montar.
Aun sintiendo una punzada de satisfacción por saberse a los ojos de Amelia como el precursor de una de las actividades que sabía ella prefería sobre cualquier otra, también se sintió algo incómodo al darse cuenta de quién era el que le recordaba ese hecho. Lo más sorprendente de todo es que le molestaba no ser el centro de atención de ella, no saberse la persona a la que dirigía en ese momento sus atenciones, sus risas, sus bromas, sus sonrisas, y empezaba a creer que realmente las necesitaba de veras como algo casi esencial, pues las echaba terriblemente de menos.
—Creo que deberíamos regresar —Cliff lo sugirió mirando a su familia—. Los niños tienen que asistir a sus clases y Amelia quería acudir a visitar el orfanato. —Miró a lord Calverton—. Si aún sigue en pie su oferta de visitar la clínica y conocer de primera mano la labor de lord Wellis, podría acompañarme hoy. Iré a hablar con las personas encargadas de la reforma que planeamos y así podríamos ambos aprovechar el tiempo.
Max lo miró extrañado.
—No sabía que te habías involucrado en el proyecto.
Cliff le miró contestándole:
—En realidad, Julianna colabora desde hace unos meses, pero como viajamos la mayor parte del año su participación se reduce prácticamente a donaciones y a la prestación de ayuda económica. Sin embargo, tras meditarlo decidimos que era una oportunidad para agradecer adecuadamente a lord Wellis la deferencia que mostró en la atención y el cuidado de los gemelos, el ayudarle en su proyecto. Además, Amelia tarde o temprano lo habría conseguido, de modo que… —Se encogió de hombros despreocupadamente.
—Me encantaría acompañarle —intervino William—. De hecho, creo que podría pedir el consejo de lord Wellis en unos asuntos relacionados con mis fábricas y la mejor atención de los trabajadores y sus familias.
—En ese caso, podemos encontrarnos en White’s tras el almuerzo —propuso Cliff, a lo que William asintió.
Max meditó esa información y pensó que contaba con una oportunidad para estar a solas con Amelia. Se quedaría a almorzar en Brindfet House y después se ofrecería a acompañarla al orfanato. De hecho, era imperdonable que aún no conociese de primera mano su labor en él más que de oídas. Por algún extraño motivo no podía acabar de odiar a lord Calverton. En otras circunstancias, probablemente se habría sentido inclinado a fomentar su amistad. Era del tipo de hombre que les gustaba a Cliff y a él, de esos con los que se sentiría cómodo de no ser por la forma en que había irrumpido en la vida de Mel justo cuando él se sentía tan desplazado, tan desequilibrado en ese aspecto.
Regresaron a Brindfet House y nada más despedirse de William y dejar las monturas en manos de los mozos, las dos damas y los gemelos entraron en la mansión, dirigiéndose de inmediato a la sala de mañana, donde se encontraba tía Blanche con el almirante. Tras los saludos y los intercambios de las cortesías de rigor, las damas se disculparon para cambiarse de vestuario, llevándose consigo a los gemelos.
Media hora después se reunieron con ellos, y aunque observaba de hito en hito a Amelia, esta parecía centrada en los gemelos y en sus juegos con la gatita de ambos. Por algún extraño motivo, le irritaba no poder encontrar modo alguno de apartarla de allí, llevarla a dar un paseo por el jardín o encontrar algún tema para acaparar su atención. Pasados unos minutos, Amelia se levantó, dándole un beso al almirante y a su tía en la mejilla, se disculpó y se marchó al jardín. Ni una sola vez lo miró, ni una sola vez se detuvo a decirle o hacer gesto alguno.
“Se acabó”, pensó Max. Se levantó y se disculpó y, sin dar mayores explicaciones, se dirigió al jardín. Tras otear la inmensa parcela vislumbró el amarillo de la tela de su vestido tras los árboles frutales. Se acercó decidido y casi choca con ella al girar tras los rosales.
—Amelia. —La sujetó del codo cuando casi choca con ella—. Discúlpame.
La mantuvo sujeta unos instantes, pero antes de soltarla asió la cesta que llevaba entre las manos sin pedir permiso para ello, pero la pilló tan desprevenida que no opuso resistencia.
—Max. —Jadeó de la sorpresa de tenerlo tan cerca, y después intentó recuperar la compostura y disimular su sonrojo alisándose las faldas.
Él sonrió para sus adentros complacido de provocar ese efecto en ella mientras sus sentidos aún se recreaban en ese ligero contacto. Miró la cesta y las hierbas y flores depositadas delicadamente dentro de ella. Alzó las cejas interrogativamente, pero como siempre, Amelia satisfizo su curiosidad sin necesidad de formular pregunta alguna.
—Las llevo para el orfanato, para cuando algún niño se resfría o le duele la tripa o se hace algún corte. La señora Cornish, la gobernanta, les prepara infusiones y caldos con ellas.
Max sonrió y se fijó en las dos grandes cajas que justo en ese momento llevaban dos lacayos en los hombros. Ella siguió su mirada.
—Limones, naranjas y brevas de los árboles. —Señaló los grandes frutales del fondo—. Los recogemos y se los llevamos de vez en cuando. Julianna también ha preparado dos grandes tartas de crema y merengue porque cumplen años esta semana, o bueno, eso creemos, algunos de los niños más pequeños del orfanato.
Notaba cómo se sonrojaba y cómo no podía parar de parlotear teniéndolo tan cerca, sonriéndole y con esos preciosos ojos grises azulados centrados en su rostro. Era imposible que su cuerpo no reaccionase a él aun cuando intentase estar furiosa con él, aun cuando intentase centrar su atención en cualquier cosa que no fuese él. No podía evitarlo.
Max se rio suavemente y notaba un ansia casi inaudita de estirar ligeramente el brazo y acariciar esa tersa, suave y cándida mejilla y rozar esos carnosos e inocentes labios que, él ya sabía, sabrían a la mejor y más perfecta ambrosía.
—Me gustaría que me permitieses acompañarte esta tarde al orfanato. Es imperdonable por mi parte no conocerlo aún. De hecho, resulta del todo incomprensible que no me hayas reprendido por ello.
Amelia abrió mucho los ojos, cautivada tanto por la cadencia de su voz como por el movimiento de sus labios.
—¿Quieres…? —carraspeó al notar algo ronca su voz—. ¿Quieres conocer el orfanato?
Max asintió sonriendo y vanagloriándose internamente por haberla sorprendido, y antes de darle la oportunidad de centrar sus pensamientos y poder encontrar alguna excusa para librarse de él, señaló:
—Consideraría un favor personal el que me lo enseñes y me detalles la labor que realizáis tú y lord Wellis para conocerla de primera mano. Entre los deberes que acabo de asumir como heredero del ducado, se encuentra la gestión de los fondos destinados a actividades de beneficencia o a causas de ayuda a los necesitados. Preferiría destinar esos fondos a actividades realmente útiles y que sirvan a un buen fin que no a actividades vanas y carentes de un propósito real más allá que el de reunir a matronas con gusto por hacerse notar como almas generosas y filantrópicas, lo cual dista mucho de ser cierto. —Sonrió indolente y presumido.
Era muy inteligente y ruin apelar a su sentido de responsabilidad y a ese deber que Amelia sentía hacia el orfanato y sus moradores como medio para privarle de cualquier excusa para liberarse de ese compromiso en el que la había colocado tan hábilmente. No podía anteponer su enfado hacía él al mejor interés del orfanato y él lo sabía. “Diantres”, se reprendió por no poder negarse. Negó con la cabeza:
—Maldito seas, Max —murmuró malhumorada—. Esto no cambiará nada. —Suspiró y se obligó a mirarle—. Está bien, pero prométeme que no harás comentarios desaprobatorios hacia las personas que veas o conozcas. Vamos a los barrios pobres de Londres. No es como Saint Joseph. Ni los niños ni las familias a las que ayudamos son como los del campo. Se trata de gente que realmente vive en la indigencia, en la pobreza y en la mayoría de los casos sin esperanza de un mejor futuro.
Lo miró fijamente, sosteniéndole la mirada unos segundos.
—Amelia, creo que he visto más crueldades y muestras de la peor cara del ser humano que tú —contestó con la misma seguridad—. Pero si es tu condición para poder acompañarte, te lo prometo.
Se sostuvieron de nuevo la mirada hasta que finalmente Amelia asintió, abrió la palma de la mano para que le devolviese la cesta, pero él simplemente giró para hacerla pasar delante de él sin soltar la cesta. Amelia suspiró y comenzó a caminar sintiendo el cosquilleo y las mariposas en el estómago por su proximidad.
Antes del almuerzo Amelia estuvo atareada con Julianna en la cocina y en la despensa preparando las cosas que llevarían al orfanato, pero Max se sentía más relajado, más tranquilo, ¡qué demonios!, más feliz con la sola idea de volver a sentir cierta proximidad, y no solo física, con Amelia.
El almuerzo fue servido en la terraza, pues aún podían aprovecharse algunos días soleados como ese para disfrutar un poco del aire fresco, y fue tan agradable y familiar como de costumbre. Los niños parecían disfrutar muchísimo compartiendo mesa y mantel con sus padres, ya que desde hacía meses los gemelos tenían permiso para compartir los almuerzos, solo los almuerzos, con los adultos, y eso relajaba considerablemente el ambiente, porque parecían encontrar divertidas las conversaciones serias de los adultos aun cuando a veces no las entendiesen. El almirante, por su parte, seguía ejerciendo de padre voluntario de esa familia y la tía Blanche de dique de contención de las locuras y extravagancias de todos ellos. Como única persona sensata del grupo parecía la voz de la conciencia y del sentido común de los demás. Cliff se había afianzado de una manera tan natural y firme en su papel de esposo y padre que casi costaba creerle el libertino pendenciero, el calavera impenitente de épocas pasadas, aunque mantenía su fino e inteligente sentido del humor, esa diversión innata en él y esa capacidad de moverse como pez en el agua de manera seductora y encantadora en cualquier lugar y ambiente sin importar las personas que se hallasen a su alrededor. Julianna destilaba felicidad por cada poro de su piel, y era innegable lo bien que le habían sentado el matrimonio y la maternidad. Estaba más bella, radiante y sensual que nunca. Seguía siendo la personificación de la dulzura, del hogar, del amor por los suyos sin ni siquiera proponérselo. Y luego estaba Amelia, tan inteligente, tan firme en sus principios y valores. Tan fiel a sí misma y a las personas a las que quería. Con un corazón generoso, compasivo y sincero en sus afectos e ideales, que resultaba deslumbrante sin necesidad del adorno del que la naturaleza le había dotado, esa belleza de mujer recién descubierta, esa hermosura inocente, dulce, serena y tan ajena a las modas. Max la miraba y pensaba que seguiría siendo bella dentro de muchos años, con ese pelo tan oscuro y brillante, con esa piel sedosa y cremosa y esos ojos sinceros, inteligentes y penetrantes. Empezaba a ser consciente de lo que Cliff llevaba advirtiéndole semanas, pero aun así había algo dentro de él que seguía resistiéndose.
Max no podía negar que los había echado en falta a todos ellos y a los que en ese momento no se hallaban allí cada uno de los días que llevaba en Londres desde su vuelta precipitada del condado. Alejarse de Amelia le obligaba a alejarse de todos los demás, y no podía dejar de sentirse solo sin todas y cada una de esas personas que se habían convertido de un modo u otro en parte importante de su vida tal y como la concebía ahora. Después de todos los años pasados solo en compañía del almirante y de Eugene en la enorme casa ancestral del duque de Frenton y de los años navegando rodeado de marineros, los cuatro años anteriores regresando a casa y saberse rodeado, en cada uno de esos períodos de descanso, de todas esas personas y de su cariño, se había convertido en algo natural de su existencia. En esos años sentía, tenía la certeza, de ser parte de una verdadera familia que lo esperaba, y desde entonces sabía que el matrimonio, que hasta ese momento era simplemente parte de sus obligaciones como heredero del ducado, había pasado en su mente a ser considerado como algo para lograr no una nueva familia como esa, sino como un medio de ampliarla, de unir a más personas a ese grupo ya formado y establecido. Lo curioso era que llevaba semanas siendo consciente en lo más profundo de su ser de que la única persona con la que se sentía capaz de lograrlo era con Amelia, lo cual pugnaba con el deber que justo antes de su desembarco creía debía asumir, es decir, buscar una esposa entre las damas casaderas de buen talante y trato agradable y cruzar los dedos para que esa dama no convirtiese su matrimonio en el infierno que fue para su padre el suyo con su nada ejemplarizante duquesa, su madre.
Cada vez que pensaba en Amelia a su lado como duquesa le hervía la sangre de pura satisfacción porque, no solo sería su compañera en la vida, sino, además, su amante, y eso había empezado a ser algo que bullía en su mente, en su corazón y en cada músculo de su cuerpo casi como una necesidad. La deseaba más y más cada día, y tenerla lejos hacía que todo su cuerpo se pusiese en una anhelante tensión nada fácil de sobrellevar, más aún cuando había descartado la idea de buscar una amante para desahogarse sexualmente porque todo su cuerpo parecía negarse a tocar, a desear tener debajo de él a otra mujer que no fuese Amelia. Empezaba a creer que era una obsesión. Una obsesión de la que solo podría librarse si la sabía definitiva e irrevocablemente lejos de su alcance por pertenecer a otro hombre. Sin embargo, esta idea no solo le ponía más en tensión, más nervioso y de peor humor, sino que le provocaba una extraña opresión en el pecho difícil de soportar.
Una vez en el coche camino del orfanato se fijó detenidamente en Amelia y frunció extrañado el ceño. Ella miraba por la ventanilla manteniendo entre las manos su pequeño bolso y un grueso libro de cuentos populares con un intrincado y original diseño en la portada que sabía el almirante le había regalado unas Navidades y que solía llevar al orfanato.
—Te veo… —dijo Max rompiendo el silencio— distinta.
Amelia lo miró por un momento desconcertada. Max iba a decir pecaminosa y atractivamente desarreglada con ese sencillo peinado que lograba hacerla parecer aún más joven, pero más deliciosamente deseable con ese bonito pelo casi suelto en la espalda. “Céntrate, Max, céntrate”.
Amelia tardó unos segundos en comprender.
—¿Te refieres a mi ropa?
—Pues ahora que lo mencionas. —Le echó un vistazo general—. Supongo que sí. Debe ser eso.
Amelia hizo una mueca.
—Me visto con ropa más cómoda, más resistente y —por un momento le pareció impropio decir algo así, pero estaba con Max y suponía que lo entendería— menos deslumbrante cuando voy a la clínica o al orfanato. —Hizo un momento una pausa y tocó el borde de la pelliza de lana azul marino que le cubría—. No me parece bien llevar un vestido o unos guantes o cualquier cosa que pudiera ofender a nadie. Se merecen un poco de respeto, y hacer alarde de riqueza estando rodeados de pobreza no me parece que sea lo más correcto. Llevar un vestido que cuesta más de lo que la mayoría gana en un año no está bien, ni tampoco hacerles sentir que les están dando caridad o que sientes compasión por ellos. A mí me molestaba que me mirasen con pena, con ese aire de compasión, mal enfocado, de las señoras del pueblo que hacían su buena obra una vez al año para sentirse mejor consigo mismas. Así que, al menos, eso se lo debo a todos ellos. Ni compasión, ni caridad y menos aún exhibición alguna de superioridad. La mayoría son buenas personas que se ven en situaciones difíciles y, en muchos casos, injustas, sin merecerlo.
Max empezaba a comprender el alcance del compromiso de Amelia con su labor. Como había dicho, no era caridad ni mera compasión. Era devolver a otros lo que ella había recibido. Se sabía afortunada, disfrutaba de esa fortuna, pero la devolvía como podía a los más necesitados, y ello iba más allá del dinero, de la comida o de pasar un rato con los menos afortunados. Amelia les entregaba una parte de sí misma.
—Amelia —dijo intentando alcanzar realmente el sentido de todo y sopesarlo en su justa medida—, no todos serán buenas personas.
Amelia sonrió comprensiva.
—No, supongo que no, pero sí la mayoría, y desde luego los niños lo son. Ellos no están donde están por ser mejores o peores, sino por cosas, hechos y circunstancias que están fuera de su alcance y voluntad, y diría, ajenos a todo control y comprensión. —Suspiró—. No soy del todo ciega a lo que intentas hacerme ver. Verás, te informo para tu tranquilidad que no vamos a lo peor de los suburbios londinenses. Vamos a la zona donde se encuentran los barrios pobres de los obreros. No a la zona sur del East End donde están los prostíbulos, las casas de juego y vicio o los grupos de ladrones y asesinos. —Sonrió—. Puedes respirar tranquilo, tampoco son esas las personas que atendemos. —Hizo una mueca—. Bueno, no habitualmente. He de reconocer que hemos recogido en el orfanato a un par de niños abandonados por mujeres de la calle o de las tabernas del puerto, pero eran bebés que abandonaron a su suerte en alguna calle y que de no acogerlos habrían muerto sin remedio de frío o de hambre. —Suspiró, esta vez de pura resignación—. Cuando lleguemos te mostraré el orfanato, el comedor y podrás valorar bien que no se trata de ese tipo de gente, sino que en su mayor parte son buenas personas, de clase baja, sí, pero buenas personas. Suelen ser obreros empobrecidos, enfermos o que pasan por una mala racha.
Para su tranquilidad Amelia iba acompañada siempre por dos lacayos tan grandes como un armario, uno de ellos cortesía a buen seguro de Cliff, pues conocía a Polly, el artillero que les acompañó algunos años atrás cuando aún no eran capitanes y era un tipo realmente duro y muy, muy leal. Ambos recorrieron las calles desde donde les dejó el cochero cargados de los bultos y cosas que Amelia llevaba al orfanato. Realmente era una zona pobre, con callejones, en vez de calles, oscuros llenos de barro y suciedad. Con unas casas y edificios en un deplorable estado. Pero como Amelia le había advertido, era una zona de obreros, trabajadores de los muelles y de las fábricas. Correteando por las calles había muchos niños, en el mejor de los casos mal vestidos, con ropas desgastadas, pero, para su asombro, tanto los hombres como las mujeres con las que se cruzaban parecían conocer a Amelia y la miraban no como alguien peligroso o de quien recelar sino, casi podría jurarlo, había cariño en los rostros de algunos de ellos. Los hombres le miraban a él más que a ella como si desconfiasen de sus intenciones no hacia ellos sino hacia Amelia. Si no lo creyese absurdo pensaría que le vigilaban para protegerla. Amelia se paró en al menos cinco ocasiones para saludar a unas mujeres, a unos niños o a un anciano, y los conocía por sus nombres. Les preguntaba por su salud o la de algún familiar y les decía que acudiesen a la clínica a buscar medicinas en algunos casos. En dos ocasiones hizo el amago de agarrar a Amelia por el brazo para protegerla o ayudarla a cruzar o andar mejor, pero ella se desatendió con facilidad dándole a entender de modo silencioso que no era necesario. No allí. Al final llegaron a un edificio que, en comparación con todos los que lo rodeaban, estaba en unas excelentes condiciones, de hecho, parecía nuevo en comparación con los de alrededor. Cruzaron el enorme umbral de la puerta sin nadie deteniéndoles el paso. Enseguida comprendió que todo el edificio albergaba el orfanato. Se fue fijando en cada detalle. Fuera se notaba la pobreza que lo rodeaba, pero el edificio estaba bien conservado, limpio y ordenado y olía… olía…
—¿Amelia? –la llamó captando su atención sin detenerse y siguiéndola de cerca por el gran vestíbulo empedrado—. ¿Huele a bosque?
Amelia se rio con una divertida carcajada, se detuvo y se volvió a mirarlo.
—El mejor medio para evitar enfermedades es la limpieza. Lord Wellis y yo somos acérrimos defensores de esa teoría, así que en el orfanato seguimos unas estrictas normas de limpieza e higiene. —Sonrió—. Una vez al año, en la casa de campo de tía Blanche, fabrico unos jabones naturales y les echo unos desinfectantes que me da lord Wellis, pero como tienen un olor muy penetrante, lo amago con hojas de pino, de abeto y de abedules. Los árboles del bosque de tía Blanche, ¿te acuerdas de ellos?
Max la miraba con los ojos casi desorbitados, lo que provocó que Amelia se riese aún más. En cuanto unos cuantos niños que estaban en el patio escucharon a Amelia corrieron a por ella.
–¡Señorita Amelia, señorita Amelia!
Enseguida se formó un corro a su alrededor de niños de entre seis y doce años. Todos ellos vestidos con las mismas ropas, baratas pero de buena calidad y perfectas para durar a pesar de los constantes juegos y travesuras de los niños.
Amelia les dio unos golpecitos en el rostro a algunos, contestó algunas preguntas y formuló otras, les gastó unas bromas y finalmente los mandó a jugar. Se giró:
—Ven, vamos a la oficina y después te enseño todo. —Iba a girarse, pero entonces recordó a los dos lacayos que permanecían detrás de ellos—. Polly, lo siento, me he distraído. —Cogió una cesta—. Llevadlo a la despensa, por favor, y los… —bajó la voz para que los niños no la oyesen—pasteles a la señora Tipss. Después me reuniré con ella. Dígale que les dé un poco de esa cerveza negra que sé que guarda detrás de la harina y unas galletas de pasas. —Los dos hicieron un gesto con la cabeza riéndose y se marcharon. De nuevo miró a Max—. Vamos.
Max la siguió por un pasillo y después subió unas escaleras tras ella obediente y en silencio fijándose en las amplias habitaciones que fueron pasando en su camino, todas ellas con grupos de niños de distintas edades sentados en mesas dibujando o en el suelo siguiendo las explicaciones pacientes de señoras y un par de monjas. Llegaron finalmente a dos habitaciones que hacían las veces de administración. Tras una pequeña mesa había un delgado y desgarbado muchacho que no debía tener más de dieciséis años y que inmediatamente se levantó al verlos y dejó el montón de papeles que tenía frente a él.
—Hola, John —le saludó con naturalidad Amelia y le sonrió—. Creo que he de felicitarte. Dentro de unos días empiezas en tu nuevo puesto.
Había un deje de orgullo en la expresión de Amelia. El muchacho sonrió de oreja a oreja igualmente orgulloso.
—Sí, señorita, quería darle las gracias por hacerlo posible.
Amelia hizo un gesto con la mano.
—No me lo agradezcas a mí, John, sino a ti mismo. Has trabajado muy duro y es justa recompensa por tu esfuerzo. —Se giró y miró a Max—. Max, permite que te presente a John Carruter, el nuevo y flamante aprendiz de escribano de sir Alton Worshild. John. —Lo miró sonriendo—. Disculpa, ahora es señor, señor Carruter, le presento a lord Rochester, un viejo amigo de la familia. —Ambos se inclinaron, Max claramente divertido. De nuevo Amelia centró su atención en el muchacho—. John, si aún estás interesado, podrías ocupar las dos habitaciones del desván para ti solo, así seguirás cerca de tus hermanas y con techo y comida, podrás ahorrar todo lo que ganes.
El muchacho abrió mucho los ojos.
—¿Señorita? —dijo asombrado—. ¿Harían eso por mí?
Amelia asintió.
—Lo hemos hablado la señora Cornish y yo y creemos que te lo mereces. —Sacó unas bolsitas de su bolso—. Esto me lo ha dado mi tía para ti. Ya que vas a ser un prohombre de ciudad, necesitarás un par de buenos trajes para ir a trabajar, un buen abrigo y un par de buenas botas, ¿no crees? Y esto —le dio la segunda bolsita— es de mi hermana, para que compres los muebles que quieras para tus nuevas habitaciones. Recuerda que son tuyas y puedes hacer con ellas lo que quieras. El muchacho estaba claramente conteniendo las ganas de tirarse en sus brazos y besarle los pies, pero ella se limitó a sonreírle y, para no incomodarlo, se encaminó segura a la otra habitación—. Voy a ver a la señora Cornish, después no olvides bajar a tomar un pedazo del pastel o los pequeños te dejarán sin él.
El muchacho asintió y, sonrojado hasta el tuétano, se volvió a sentar.
Max siguió a Amelia a la otra habitación, donde se encontraba una mujer mayor de aspecto bondadoso y bonachón. Regordeta y con aspecto de abuela de campo. En cuanto los vio se levantó, sonrió a Amelia y se quedó unos segundos mirando a Max como si no supiese cómo reaccionar, pero Amelia tomó el toro por los cuernos y solventó rápido la situación.
—Buenas tardes, señora Cornish. Disculpe que irrumpamos sin más en sus dominios. Permita que le presente a lord Rochester, es el hermano de lady Eugene. Max, ella es la señora Cornish, el alma y el corazón del orfanato.
La buena señora se rio mientras hacía una reverencia y Max se inclinaba con elegancia frente a ella.
—Milord. —Se rio y miró a Amelia—. No sé si el alma pero, desde luego, soy la que riñe a diestro y siniestro.
Amelia se rio divertida.
—Es la directora del orfanato. Fue una de las gobernantas de tía Blanche y, sin duda, una de las mujeres más capaces que he conocido.
De nuevo la buena mujer se rio complacida.
—Basta niña, basta, que voy a acabar por creerte.
—La señora Cornish dirige el orfanato. Se encarga de todo, en realidad. Tía Blanche y yo solo la ayudamos en algunas cosas, y los papeles legales y de contabilidad los lleva el señor Fulton. Trabaja en el bufete que lleva las cosas de las empresas de la tía.
Max asintió y sonrió:
—Veo que lo tienen todo bien organizado y distribuido.
La señora Cornish se sonrojó, no tanto por lo que Max dijo, sino por su tono seductor y encantador. Amelia puso los ojos en blanco cuando Max la miró divertido.
—Max, ¿te importaría esperar en el patio un rato? Puedes jugar con algunos de los niños mientras me encargo de revisar algunas cosas con la señora Cornish, después, prometo enseñártelo todo como es debido.
No era una petición, a pesar del tono dulce de su voz, pero Max lo comprendía, ella estaba allí para realizar un trabajo y lo primero era lo primero.
—Por supuesto, si me disculpan, señoras.
Hizo una reverencia propia del mejor salón de Mayfair antes de marcharse. Cuando Amelia se giró para dedicarse al trabajo se encontró con la cara de la señora Cornish con los ojos como platos y una sonrisa bobalicona en los labios.
—¡Dios bendito, niña! ¡Qué magnífico ejemplar de hombre! Y yo que creía que el vizconde era hermoso. Este parece la reencarnación de un Dios griego. —Por fin la miró y suspiró–. Dime que no lo vas a dejar escapar.
Esta vez fue Amelia la que se sonrojó al escucharla y tuvo que carraspear mientras negaba con la cabeza para intentar cambiar de tema, pero por la expresión de la buena señora, Amelia comprendió que ella había entendido de ese movimiento que no, que no lo iba a dejar escapar. Suspiró y se concentró en lo importante.
Casi una hora después Amelia se encontró a Max en el patio sentado en una silla algo destartalada rodeado por un grupo de niños a los que tenía totalmente hipnotizados. Todos lo miraban y lo escuchaban con absoluta concentración. Se acercó un poco más y se apoyó en una de las columnas. Les estaba contando una de sus aventuras en el mar luchando con un corsario francés, evidentemente saltándose los detalles más escabrosos. Después de unos minutos, Max se le quedó mirando unos segundos y la sonrió brevemente, pero lo suficiente para que un calorcillo le recorriese todo el cuerpo a Amelia. Después terminó de contar su historia entre gritos de entusiasmo y una ráfaga de vocecitas lanzándole mil preguntas a la vez.
Amelia se rio.
—¡Niños, niños! —Se iba acercando a Max—. Ya es suficiente por hoy. Dejad al capitán descansar. Además, si os demoráis mucho llegaréis muy tarde para tomar un poco de pastel. —Los niños se callaron de inmediato en cuanto escucharon la palabra pastel, como Amelia esperaba—. Subid a terminar vuestras tareas y si dentro de media hora las habéis terminado, podéis bajar a tomar un trozo de tarta y galletas. —La miraron un segundo—. Vamos… —Señaló a las escaleras. Después de eso salieron en estampida escaleras arriba.
Amelia escuchó el cálido sonido de la risa de Max detrás de ella, muy cerca. Se volvió y se lo encontró tan cerca, tan seductor, tan increíblemente apuesto, que tuvo que hacer un esfuerzo para recordar dónde se encontraban. Dio un paso hacia atrás sin dejar de mirarlo.
—¿No querías conocer las instalaciones?
Max asintió sonriente, sabedor del efecto que causaba en ella, degustando esa sensación, esa capacidad de alterar sus sentidos. Amelia decidió recobrar la compostura y lo guio por las escaleras hasta una cuarta planta.
—Mejor empezamos desde arriba —dijo cuándo se encontraban ya subiendo las escaleras—. Ya que acabaremos en el comedor para participar en la cena. —Max frunció el ceño—. No, no nos quedaremos a cenar pero aquí se cena muy temprano. Después te darás cuenta del porqué. —Le llevó hasta el final de la última planta y señaló una puerta grande de madera recién pintada—. Esa puerta da a unas escaleras que van a parar a las que serán las habitaciones de John. Debería habértelo explicado. Fue uno de los primeros niños que ingresó aquí. Tenía once años, y lo hizo con sus dos hermanitas, son muy lindas, es probable que después las veas. Sus padres acababan de morir y no tenían a nadie más. Vivieron en la calle casi dos semanas y John incluso llegó a robar comida para ellas, de hecho, así fue como lo conocí, robando unas manzanas para las pobrecillas. Los llevé a una posada, les di de comer comida caliente a los tres y después me los llevé a casa de la tía para que se bañaran, cambiaran de ropa y durmieran calientes unos días. Cuando estaban mejor, John por fin nos dijo quiénes eran, lo que les había pasado y demás. Le convencí para que se viniese conmigo al orfanato porque no podía seguir vagando por las calles sin nadie que les cuidase y, después de conocer el sitio y que le prometiera que nunca le separaría de sus hermanas, pues se quedaron los tres. Es un chico brillante, su padre le enseñó a leer y a escribir y eso, en esta zona, de por sí ya es un logro extraordinario. Le pusimos a ayudar en administración porque parecen dársele bien los números y cálculos y uno de los voluntarios que viene a dar clases a los más mayores, un pasante en un despacho del centro, lo ha tomado bajo su ala y le ha enseñado lo suficiente para poder trabajar de escribano primero y después… —Hizo una pausa—. Después ya veremos. Es muy listo y creo que tiene un gran porvenir, pero no quiere separarse de sus hermanas y, por eso, y para que pueda ahorrar, le vamos a ceder toda la buhardilla para que viva en ella.
Max asintió.
—Es muy generoso. ¿Es eso lo que hacéis? ¿Recogéis a niños y los formáis para que encuentren trabajo?
Amelia lo miró.
—Bueno, es lo que pretendemos, pero lo primero es sacarlos de las calles o traérnoslos cuando se han quedado sin familiares, proporcionarles un techo, comida, ropa y enseñarles al menos lo bastante para poder llegar a encontrar un trabajo honrado. —Se giró e hizo un gesto con el brazo antes de adentrarse en una espaciosa habitación llena de camas y pequeños baúles frente a cada una—. Esta es la planta de los bebés, que están en la sala del fondo con dos gobernantas, y la de las niñas mayores, de entre once y dieciséis años, esta es su habitación. Todas ayudan como parte de sus tareas a cuidar a los bebés. Aquí hay menos ruido por eso es la planta donde los hemos instalado, además, no sé por qué, es más fácil calentar esta parte que el resto de las plantas, y eso en invierno es una bendición.
Max permanecía atento y callado a cada una de sus explicaciones. La siguiente planta bajando las escaleras, era la de los dormitorios de los chavales y de cuatro de las seis mujeres que siempre permanecían en el orfanato. La siguiente era la de las niñas y niños más pequeños y de dos mujeres más y, finalmente, la última, la que daba a la calle, tenía, además del patio de recreo, las aulas para las clases, la sala taller donde se les enseñaban algunos oficios como el de costurera, carpintero o incluso cocina a los mayores. Además, le enseñó una gigantesca habitación llena de camastros con dos enormes chimeneas en uno de los laterales.
Al final de esa planta estaba una enorme cocina atendida por las niñas y niños más mayores y tres grandes y robustas mujeres que eran cocineras en alguna taberna y en una casa de huéspedes y que complementaban sus ingresos trabajando en el orfanato.
—Todos los que trabajan en el orfanato, menos la señora Cornish y las cinco gobernantas tienen otro trabajo. Este les sirve para llevar un poco más de dinero a sus familias, aunque somos muy conscientes de que lo hacen en gran medida para ayudar, ya que podemos pagarles muy poco. La mayor parte del dinero lo destinamos a los niños, su ropa, su comida, libros y las necesidades básicas.
Max asintió y siguió escuchando atento.
—Tenemos dos comedores. El que usan los niños. —Señaló a una puerta más alejada—. Y aquel de allí. —Señaló uno al fondo que tenía una puerta con acceso a la calle—. Verás el porqué de que se cene tan pronto.
Lo guio hasta allí. Max miró en derredor cuando llegaron y no llegó a comprender del todo lo que vio. Había unas enormes mesas de madera con muchas mujeres y algunos hombres sentados comiendo con algunos niños a su alrededor que también devoraban los platos de comida que tenían frente a ellos. Max miró a Amelia y esta, al ver su expresión confusa, lo guio de nuevo al interior del orfanato, claramente para que esas personas no les oyesen.
—Se trata de algunos vecinos de toda esta zona. A muchos apenas les alcanza para el alquiler de las habitaciones que ocupan, menos aún para un plato caliente, así que ofrecemos dos comidas calientes al día para ellos y sus familias. Todos esos hombres y mujeres de ahí trabajan en el turno de noche de alguna de las fábricas, por lo que les damos una comida antes de que entren a trabajar, a ellos y a sus pequeños. Como algunos no tienen con quién dejar a sus hijos y no quieren separarse de ellos ni que se los quiten las autoridades, lo que hacemos es permitirles dejarlos aquí por la noche mientras trabajan. En la enorme habitación del fondo, esa de los camastros blancos. —Max asintió—. Cuando terminan sus turnos, vienen por ellos sabiendo que están en un lugar a salvo, calientes y con personas que cuidan de ellos y, después, se los llevan de nuevo a casa. Les damos, además, un poco de leche y té a primera hora de la mañana y algo de pan. Lo mismo hacemos con los que trabajan en el turno de día, solo que la comida se proporciona al alba. Por eso los turnos de las comidas se rigen según la necesidad de los vecinos y de los niños, no según lo que es socialmente adecuado. —Se paró un momento y miró fijamente a Max—. ¿A que nunca has pensado que las personas que trabajan en tu casa desayunan al alba, comen una hora antes o después de hacerlo tú y cenan casi dos horas antes de lo que lo haces tú?
Max la miró un poco desconcertado.
—Confieso que nunca lo había pensado.
Amelia sonrió, se acercó a él y bajó la voz.
—El haber vivido tantos años en un orfanato me da un conocimiento de primera mano y experiencia más que suficiente para saber lo que falla y lo que no en este tipo de cosas. Aunque confieso que la situación de todas estas personas y la de estos niños es infinitamente peor a la que viví yo.
Max estuvo a punto de abrazarla y apretarla contra su pecho. Empezaba a darse cuenta de que Amelia era única en todos los sentidos. Única en su forma de relacionarse y querer a su familia, única en su forma de vivir, en su forma de ver el mundo, en su compasión hacia los demás, en su generosidad sin límites, en su forma de entregarse sin esperar nada a cambio. ¡Dios todopoderoso!, la deseaba y la admiraba y cuanto más conocía de ella más la deseaba y más la admiraba.
—¿Max? ¿Max? —Amelia le miraba ceñuda—. ¿Qué pasa?
Se había quedado obnubilado, absorto en sus divagaciones.
—Umm, nada, nada. Solo estaba asimilando todo esto.
Amelia lo miró de nuevo, ladeando la cabeza, pero gracias a Dios los interrumpieron.
—¿Señorita Amelia? —La voz de una de las orondas señoras de la cocina la reclamaba. Amelia se giró y dio un respingo, como si acabase de acordarse de algo.
—¡Qué despiste! —Se sacudió–. Se nos ha hecho tarde. Señora Tipps, si quiere llame a los niños. —La señora asintió y Amelia guio a Max al patio, donde habían puesto dos mesas en el centro con jarras de limonadas y vasos a un lado. Se giró a Max. —Será mejor que nos pongamos en lugar seguro, porque cuando baje la marabunta no conviene estar en su camino —dijo con una sonrisa de oreja a oreja.
Justo en ese momento dos de las señoras de la cocina colocaron dos enormes pasteles e infinidad de platos de galletas encima de las mesas. Amelia se giró hacia Max, ambos ya situados estratégicamente en una esquina con una buena panorámica del patio.
—Son de Julianna. —Señaló a los dulces.
Max se rio. “Amelia y Julianna, vaya par”, pensó divertido.
En apenas unos minutos se escucharon gritos, pasos acelerados por todo el orfanato y, finalmente, una invasión de niños de todas las edades en el patio a los que los más mayores y las señoras iban sentando como podían en el suelo. La señora Cornish, con un par de órdenes, que ya quisiera él haber aprendido para manejar a sus marineros con semejante obediencia, consiguió hacerlos callar. Dijo varios nombres en alto y los portadores de los mismos, niños y niñas, se levantaron y se pusieron junto a las mesas con unas brillantes sonrisas en los labios. Tras colocar a todos los protagonistas junto a las mesas, cada uno dijo un número.
Amelia le susurró:
—Sus edades. Los años que cumplen.
Max sonrió más divertido que antes. Aquello era como un juego para todos, uno con recompensa, limonada, galletas y pastel para todos ellos. Diez minutos después todo el patio estaba lleno de niños sentados en corrillos devorando un trozo de pastel y una galleta con un enorme vaso de limonada.
Amelia cogió la mitad de uno de los pasteles y se lo llevó al comedor del fondo seguida de dos enormes señoras que, en fuentes, portaban las galletas y parte de la fruta que Polly y su compañero habían traído hasta allí. Max la estuvo observando en la distancia, viéndola partir el pastel y las frutas y repartirlos, junto con las galletas, entre todos los allí presente. Y lo hacía con una enorme sonrisa en los labios y con la misma cortesía que si departiese con un duque. Sintió una extraña punzada de orgullo, pero de orgullo posesivo hacia ella.
Volvió al patio y uno de los niños que había cumplido años, siete si no se equivocaba, la agarró de la mano y la empujó hasta el centro del patio.
—Elijo yo señorita ¿verdad?
Amelia miró a la señorita Cornish, que le hizo un gesto de asentimiento.
—Está bien, está bien, Paul. He dejado el libro encima de la mesa de John, ve a por él, corre. —El niño salió disparado como una bala. Max se acercó a ella y Amelia lo miró—. Si quieres puedes regresar a casa, a mí me queda aún un rato. Tengo que leerles un cuento.
Max sonrió:
—¿Les lees cuentos?
Amelia asintió:
—A los más pequeños, pero cuando celebramos cumpleaños se los leemos a todos. Uno de los agasajados elije el que quiere y lo leemos aquí. —De repente frunció el ceño y miró hacia el cielo—. Aún tengo que solucionar, antes de que llegue el invierno, un pequeño problema pero… —Llegó el pequeño Paul jadeante con el libro entre las manos. Amelia se rio–. Sí que te has dado prisa. —Le revolvió el pelo y le tomó el libro de entre las manos–. Está bien ¿cuál quieres?
El niño la miró unos instantes, meditabundo antes de concluir sonriendo:
—Espadas, uno con espadas, señorita.
Amelia se rio.
—Pues espadas serán.
Miró a Max, pero él puso esa sonrisa indolente y deslumbrante que decía a las claras que no se movería de aquel patio bajo ninguna circunstancia, y se apartó, cediéndole el asiento situado detrás de él. Amelia suspiró y se sentó. Tras abrir el libro y buscar un cuento con espadas comenzó a leer bajo la atenta mirada de muchas cabecitas a su alrededor.
Su voz sonaba, suave, tranquila. Entrecortaba algunas risas y frases con una mayor entonación, provocando algunos gestos de asombro y deleite entre los entregados oyentes. Media hora después ponía fin a su relato entre aplausos entusiastas y vocecitas que pedían más.
La señora Cornish, habilidosa experta en estas lides, consiguió conducir a los niños a sus habitaciones bajo el toque seguro y firme de la hora tardía y de la necesidad de descansar.
Amelia se despidió de las señoras y, tras unas indicaciones para la gobernanta sobre el uso de las hierbas que había llevado, y de algunos consejos para uno de los obreros del comedor sobre cómo usar un ungüento que le entregó para curar unas quemaduras, consiguieron ponerse de camino a la “zona rica” de la ciudad.
Max fue lo suficientemente honesto consigo mismo para reconocer lo ajeno que era a ese mundo, a esa pobreza. Vivía en un mundo de privilegios donde los problemas eran otros, donde el día a día de sus habitantes era tan distinto como la luna del sol.
Andaban por las calles, apenas iluminadas, y, esta vez, quizás por la bajada de la temperatura o quizás porque parecía volver a sentirse cómoda en su compañía, Amelia consintió que le ofreciese su brazo y su apoyo.
—¿Conoces a todos los niños? —preguntó mientras caminaban, o más bien intentaban no tropezar por esas callejuelas mal adoquinadas y empedradas.
Amelia, igual que hacia él, centraba la vista en el suelo y de hito en hito lo miraba.
—Bueno, sí, supongo que sí. Me resulta fácil recordar las caras y nombres de los niños. Supongo que se debe a una infancia rodeada de muchos, algunos de los cuales permanecían poco con nosotros.
—¿Cuántos acogéis?
Respondió rápidamente:
—Catorce bebés, veintinueve niñas y treinta y cuatro niños.
—Son muchos.
Amelia hizo una mueca:
—Y serán más en pocos meses… —Max la miró un segundo antes de que ella contestase—. Muchos de los niños que has visto en el comedor externo, te aseguro que acabarán viviendo en nuestro orfanato, bien porque su padre o madre ya están enfermos y dentro de poco no podrán cuidar de ellos, bien porque, a buen seguro, algunos de ellos morirán en algún accidente en esas fábricas que carecen de cualquier seguridad o protección para los trabajadores. De momento, conseguimos que algunos padres no obliguen a sus hijos a ayudar y llevar más dinero a casa haciéndoles trabajar en ellas. Cada vez empiezan más jóvenes. Algunos niños de once y doce años empiezan a trabajar en turnos de diez horas por unos pocos chelines.
En ese momento llegaron al coche, y Max la ayudó a subir mientras los dos fuertes lacayos se colocaban en el pescante correspondiente. Una vez sentado, Max la instó a continuar.
—¿Qué quieres saber en concreto?
—Todo, en realidad. Creo que estoy más asombrado e impresionado de lo que imaginaba…
Amelia ladeó la cabeza, intentando comprender lo que le acababa de decir.
—Supongo que incluso yo aún me asombro de la pobreza, la miseria que existe en Londres, sin que nadie parezca verla. Me corrijo, sin que nadie de los barrios ricos y elegantes parezca verla y menos aún querer verla. —Meditó un momento.
—¿Cuál era el problema sobre el que tienes que meditar?
Con la pregunta la sacó de sus pensamientos Tras unos minutos en que permanecieron en silencio.
—¿Perdón? —Amelia lo miraba desconcertada.
—En el patio, antes de leer, se te cruzó por la mente la idea de meditar sobre algo.
Amelia asintió cayendo en la cuenta de lo que le preguntaba.
—El patio está descubierto. Dentro de poco bajarán mucho las temperaturas y nevará y lloverá de manera casi constante. No queremos tener a los niños siempre encerrados, pero no podemos dejarlos en el patio sin un techo o algo con que cubrirlo desde el tejado. El problema es que las telas tan resistentes para hacer unos toldos lo suficientemente grandes y que aguanten son muy caras, y hacerlas también resulta en exceso costoso, de modo que no sabemos qué solución encontrar. Suspiró y miró por la ventana, pero instantes después se enderezó y con firmeza dijo—: Pero encontraremos una, de eso puedes estar seguro.
Max casi se rio, especialmente porque estaba seguro de que lo lograría. Era demasiado obstinada y tenaz cuando tenía un objetivo que sería difícil pararla.
—¿Cada cuánto tiempo vienes?
—Durante la temporada, tres veces por semana, después un poco más, salvo que estemos fuera de Londres, pero nunca he estado más de tres semanas sin venir, y cuando estoy lejos siempre permanezco en contacto con la señora Cornish y algunas de las niñas mayores. Además, no puedo desatender el dispensario médico dejándolo solo en manos del pobre lord Wellis.
No podía negarse que era una persona entregada a una causa noble y justa y no esperaba nada, absolutamente nada por ello. Le había conmovido el brillo de los niños al mirarla, pero más aún el de ella cuando estaba rodeada de todas esas personas, estaba relajada, atenta a sus necesidades y lo que le decían y pendiente de lo que ocurría a su alrededor sin atender a su propia persona, sin preocuparse por si uno de los niños le manchaba el vestido o si se despeinaba por el traqueteo de los niños al empujarla reclamando su atención, ni siquiera por su seguridad caminando por esas calles.
No lograba imaginarse a ninguna de las damas de mundo social en ese ambiente, y menos en ese estado de despreocupación, de relajación en cuanto a su propia persona, que no, en cambio, en cuanto a las necesidades ajenas y hacerlo, además, con una sonrisa amable, cordial, cariñosa para todos, sin un mal gesto, sin una mala cara o una mirada de reproche o menosprecio. Era fácil comprender por qué todos se sentían cómodos con ella. Amelia se ponía en el lugar de ellos y trataba de actuar con ellos, de brindarles el trato que a ella le gustaría recibir estando en su misma situación. Iba a ser una madre magnífica. De repente, Max se tensó. Esa idea quedó suspendida en su mente y de pronto se asentó como algo fijo en él.
Al regresar a la mansión, Amelia estuvo departiendo con Julianna sobre los pasteles, sobre algunas de las cosas que trató en la oficina con la señora Cornish y después se retiró para tomar un baño y cambiarse.
Tras hacerlo, Max se disculpó para ir a su casa, que gracias a Dios estaba cerca, cambiarse y regresar para la cena, la cual transcurrió con absoluta normalidad. De nuevo empezaba a sentirse él mismo. Las damas se retiraron al salón mientras Cliff, su padre y él permanecían en el salón degustando una copa de oporto.
—Max, hijo, estás muy callado, ¿ha ocurrido algo en el orfanato?
Max se enderezó y fue consciente de que realmente había estado muy callado. Llevaba unas horas digiriendo todo lo visto, percibido y sentido esa tarde. Frunció el ceño y fijó la vista en la copa.
—¿Alguna vez habéis acompañado a Amelia al orfanato? —preguntó al aire.
—Yo solo a la clínica, pero tía Blanche y Juls sí la han acompañado en varias ocasiones —contestó Cliff antes de beber.
De nuevo pareció quedarse callado.
—Max. ¿Qué ha ocurrido? —de nuevo insistió el almirante.
Esta vez él levantó la vista para hablarles:
—No he visto una cosa igual en mi vida —contestó casi meditando. Si se hubiese fijado bien habría visto las miradas y las sonrisas que se intercambiaron su padre y Cliff, pero él seguía con sus pensamientos—. Esas no serán las peores calles de Londres pero poco le faltan, y jamás me adentraría en ellas solo e incluso me lo pensaría dos veces antes de hacerlo con dos fornidos lacayos, pero hete aquí que Amelia parece moverse como pez en el agua entre esas gentes, y ellos la miran y la tratan con respeto y agradecimiento. ¡Por el Amor de Dios, si la conocen todos! Y que el todopoderoso asista a aquel que intente hacerle daño estando allí. —Levantó de nuevo la vista y miró con asombro a Cliff—. Pero si me miraban con desconfianza por si iba yo a hacerle algo. Casi pude sentir a más de uno de esos brutos con ganas de pegarme un empujón y separarme de ella.
Cliff empezó a reírse a carcajadas mientras que Max lo miraba irritado. Cliff hizo un gesto con la mano:
—Te aseguro que ninguno de nosotros dejaría a Amelia frecuentar esas zonas sin Polly y Turner pegados a sus talones, y además, armados. Juls también me dijo que cuando va con ella tiene la sensación de que esas gentes la vigilan como si la protegiesen en silencio. —Se rio—. Y claro, para ellos, tú eres un acosador, un lobo persiguiendo a su corderito.
Empezó a reírse, de nuevo, a carcajadas, a las que sin poder evitarlo se unió el almirante.
—No tiene gracia —se quejó en tono de verdadero enfado—. Me sentí como si tuviese que pedir permiso para andar detrás de ella.
De nuevo estallaron en carcajadas. Después de que pararan, Max de nuevo se puso serio:
—Y lo que vi dentro del orfanato no deja de ser menos sorprendente.
—El edificio es suyo, ¿lo sabias? —señaló Cliff mirándolo fijamente.
Max lo miró pero fue el almirante el que continuó:
—Esa pequeña es algo especial, sin duda. ¿Recuerdas que cuando Blanche la adoptó compró una parcela para constituir una pequeña dote? —Max asintió—. La pequeña pidió permiso a su tía para venderla y con lo que obtuvo compró el edificio, lo arregló y compró algunas cosas para ocuparlo como orfanato. El resto lo puso en manos de unos de los gestores del conde, que le invierte el dinero y con los beneficios mantiene el orfanato. Aunque siempre serán bien recibidas donaciones y ayudas.
Max lo miraba con los ojos como platos. Cliff continuó:
—Como ella dice que no se le dan bien los números y, además, eran necesarias algunas personas que se ocupasen permanentemente del funcionamiento, contratamos a la señora Cornish, que ha resultado ser un gran acierto de tía Blanche. Para temas legales y contables siempre contamos con la ayuda del despacho que lleva la empresa naviera. Ethan revisa las cuentas y algunas cosas cada dos meses para cerciorarse de que todo va bien. Sabes que siempre se le han dado bien los asuntos de gestión.
—¿Vendió su dote?
Cliff se rio.
—Vamos, Max, esa solo era una ínfima parte de su dote, como podrás imaginar, si bien es cierto que, en ese momento, ella no lo sabía y aun así le importó muy poco.
Asimilaba a marchas forzadas esa información con todo lo acontecido esa tarde.
—Pues deberíais haberla visto con los niños y con las gentes del comedor. Apostaría mi barco a que trata con la misma cortesía a la más engreída condesa que a cualquiera de esas mujeres.
—Bueno, si te sirve de algo, eso lo hacen todas las Mcbeth. —Cliff se rio divertido.
—Y cuando se ha puesto a leerles un cuento. —Se removió en la silla porque no iba a decirles que le excitó y le enterneció a partes iguales—. Los tenía totalmente entregados, tanto a los niños como a los adultos. Es una especie de don. Todos se sienten cómodos con ella pero le guardan respeto de manera innata.
De nuevo Cliff y el almirante se lanzaron una mirada justo en el momento en que empezaron a levantarse. Cliff le dio un golpe en el hombro con la mano al pasar a su lado.
—Ríndete ya, zoquete.
Max no pareció oírle en un primer momento, pero enseguida se puso de pie y resopló.
Más tarde Cliff yacía desnudo, sonriente y plenamente saciado con una adormilada y más que saciada Julianna apoyada en su pecho y rodeada por sus brazos.
—Cliff estoy oyendo tu sonrisa —dijo ella removiéndose.
Él se rio.
—Cariño, las sonrisas no se oyen.
Ella culebreó para colocarse mejor sobre él y poder mirarle a la cara.
—Yo las tuyas las escucho. —Le besó la barbilla y él volvió a reírse.
—Tendrías que haber visto la cara de Max en el comedor. —Removió un poco a su mujer para abrazarla mejor—. Si yo tenía esa cara antes de declararme, creo que debía parecer un bobalicón enamorado.
Julianna sonrió.
—Un bobalicón encantador. —Le dio un beso—. ¿Y qué ha dicho?
—Bueno, solo le ha faltado confesar que si no ha devorado a Amelia le falta poco.
Besó a su mujer y esta contribuyó con gusto a la actividad.
—Pues Amelia se ha quedado sorprendida con la reacción de la señora Cornish al ver a Max cuando les ha dejado solas le ha dicho… —Se paró un segundo—. Espera, que tengo que decirlo de igual modo, porque después mi tía y yo no hemos podido parar de reír en un buen rato mientras Amelia nos miraba con el ceño fruncido. ¿Cómo era…? Ah, sí, la señora Cornish le ha dicho con los ojos muy abiertos y totalmente sonrojada de la emoción —puso una voz imitándola—: “Dios bendito, niña, que magnífico ejemplar de hombre… dime que no lo vas a dejar escapar”.—Empezó a reírse.
En ese momento se oyó a Anna llorando en la cuna que habían dejado dentro de su habitación, ya que la señorita Donna aún dormía con los gemelos para asegurarse de que no recaían. Cliff besó la frente de su mujer y giró para dejarla cómodamente tumbada en la cama. Fue directo a la cuna sin molestarse en cubrirse y tomó a la pequeña en brazos, y aunque su llanto fue más suave no dejó de llorar.
—Ya estoy aquí, gatita… sshh… chiquitina, papá está aquí.
—Tráemela, cariño. Querrá un poco de leche —dijo Julianna desde la cama apoyándose contra el cabecero y tapándose hasta la cintura con la sábana.
Cliff se acercó solícito y la dejó en sus brazos para a continuación volverse a colocar en la cama junto a ella. La pequeña empezó a mamar casi de inmediato y Cliff sonrió.
—Preciosas. —Sonrió acariciando la mejilla de su pequeña e inclinándose para besar a su mujer en los labios—. Eres deliciosa amor. Es lógico que mi gatita también quiera devorarte.
Susurraba cariñoso mientras con los labios y la lengua acariciaba el rostro y el cuello de su mujer, que se reía suavemente.
—Cliff.— Se rio—. Para. —Le acarició con la mano el rostro—. Solo un momento. —Cliff le dio un último beso y se incorporó, pero pegó su cuerpo al de su mujer y la acarició mientras observaba, deleitándose, a sus dos bellezas de ojos miel, especialmente porque la pequeña fijaba sus ojitos en él a pesar de mamar gustosa sin detenerse lo más mínimo.
Julianna lo miró un segundo y le dijo:
—Nunca creerás que existe un hombre lo suficientemente bueno para Anna, ¿verdad? Para Mely será casi imposible pero para tu gatita…
Cliff sonrió y acarició a su pequeña, que seguía mamando de su madre.
—No sé, quizás haya uno en todo el planeta que pueda satisfacer mis expectativas, pero deberá demostrar que de verdad la quiere más que a su vida y que la tratará como una reina. Mi gatita no es para cualquiera.
Julianna sonrió porque para él Anna era lo que los gemelos para ella, una versión pequeñita del otro, de su alma gemela. Los gemelos eran idénticos físicamente a su padre y Anna era casi exacta a ella. Lo comprendía y todavía los quería a todos ellos más por eso.
En cuanto la pequeña se sació, él se la arrebató de sus brazos y la acomodó para que expulsase los gases y después la acunó en su desnudo pecho, donde la niña se sentía calentita y cómoda y pronto se durmió. Julianna también se acurrucó muy pegada a él y se durmió casi con la misma rapidez que su pequeña.
Cliff sonreía feliz y satisfecho con la vida, con ellas en sus brazos y sabiendo a los gemelos a salvo, felices y calentitos en sus camas. Tener a su mujer, escuchar su voz, su risa, tocarla, acariciarla, hacerle el amor, todo ello era adictivo, necesario para su subsistencia, y tener a su pequeña Anna en brazos el mayor de los deleites. Le daba paz. Su pequeña conseguía calmarlo con solo cogerla, con solo abrir sus ojitos miel y sonreírle. Era una Julianna en pequeñito y también era suya, de su sangre y de la de su Julianna. En ese momento, era un hombre completamente feliz. Deseaba que el cabezota de Max abriese pronto los ojos para que se sintiese igual que él. Como amigo suyo no podía desearle nada mejor. De eso estaba seguro.
Por la mañana temprano Max fue a recogerlos, de muy buen humor, a Brindfet House para montar en la escuela. Entró como siempre resuelto y alegre y se encontró con todos, incluido su padre, que residiría allí una temporada, desayunando tranquilos. Se inclinó.
—Buenos días, Max, ¿vas a montar con nosotros? —preguntó con las cejas levantadas Julianna.
Él asintió.
–Si no os importa.
—Al contrario, será un placer.
—¿Quieres una taza de café o algo de desayunar? —preguntó tía Blanche.
—Me encantaría, sí.
Furnish, diligente como siempre, le sirvió una taza en cuanto tomó asiento.
—¿Algo de comer, milord?— le preguntó.
—No, gracias, Furnish, con el café me basta. —Bebió un poco y miró a Cliff—. ¿De las Américas?
Cliff se rio.
—Veo que aún conservas el paladar. —Max sonrió—. Lo trajimos a petición de mi esposa. Se ha enamorado del café de aquellas tierras, y más aún del cacao.
Julianna se rio.
—Tanto como enamorarme… Pero reconozco que me ha resultado muy fácil acostumbrarme a él, incluso creo que lo prefiero al té.
—¡Sacrilegio, pequeña, sacrilegio! —se quejó el Almirante–. Un inglés que prefiere el café al té, el cielo nos caerá sobre las cabezas.
Julianna se rio.
—Se lo recordaré la próxima vez que prepare un postre con café o con cacao americanos…
En ese momento, llamaron a la campanilla y tras unos minutos apareció en el umbral de la puerta de la sala del desayuno lord Calverton. Hizo las cortesías de rigor.
—Espero no haber llegado demasiado temprano, creo que les he interrumpido.
Amelia se levantó, dejando un suave y grácil movimiento de color violeta a su paso
—No, no, William, tonterías. Ya estábamos terminando. ¿Te apetece un café? —ofreció señalando la mesa—. Por favor, pruébalo, precisamente comentábamos que es excelente. Lo trae Cliff de las Américas.
Cliff le lanzó una mirada y una rápida de soslayo a Max, de modo que informaba al marqués que aceptase para seguir con su juego. Lo comprendió enseguida y casi soltó una carcajada, pero se limitó a sonreír a Cliff y después a Amelia, a aceptar con amabilidad y a ofrecerle su brazo para acompañarla de vuelta a la mesa. La ayudó a sentarse y él se sentó a su lado. Furnish le sirvió el café con la misma diligencia mientras que Max se agarraba con fuerza a uno de los brazos de la elegante silla Luis XVI del comedor de su anfitriona.
—Lo reconozco, es fuerte y con cuerpo, regio, pero de un sabor muy agradable —dijo tras probarlo.
—Excelente. Sonreía Cliff disfrutando claramente de la situación y de lo rápido que el marqués se había adaptado a sus propósitos—. Le mandaré unos saquitos a su casa y también un poco de cacao.
—Lo siento, William —intervino Julianna brindándole una gran sonrisa—, puede llevarse todo el café que guste, pero el cacao solo lo probará en uno de mis postres. Es más, le invito formalmente a tomar el té esta tarde con nosotros para degustarlo, pero mi cacao es mío. —Miró a Cliff—. Casi tengo que obligarte a punta de pistola a traer tres sacas y ahora vas y los regalas. —Meneó la cabeza falsamente ofendida—. No, no, no.
Cliff se rio y miró al marqués:
—En fin. Solo café entonces. El cacao solo podrá degustarlo aquí. —Se encogió de hombros y añadió mirando a su esposa—: Donde hay patrón no manda marinero.
Julianna se rio suavemente.
—Habrase visto semejante despropósito. Tú, marinero.
William y Amelia se rieron mientras Max había pasado de un estado de relajación y felicidad a uno de crispación e instintos asesinos crecientes. “Si las miradas matasen…”, pensaba más de uno en la mesa.
Para rematarlo, la pequeña Mely se acercó sonriente a William y sin mediar palabra se sentó en su regazo. William se rio más divertido que sorprendido.
—Doody está más gordita. —Le enseñó orgullosa a la gatita, que tenía entre las manos.
William le rascó tras la orejitas sonriendo.
—Y veo que muy limpita. ¿Son lilas lo que huelo?
Mely se sonrojó y miró de soslayo a su tía.
—Bueno, es… —susurró, y escondió la cara entre la bola de pelo de sus manos.
Maxi, desde el otro lado de la mesa, como siempre, la ayudó y señaló algo avergonzado:
—Olvidamos el jabón de Doody en el jardín y, como no lo encontrábamos, usamos uno de los de tía Mel. —Lo miró más avergonzado todavía—. Ella siempre huele muy bien.
Amelia se sonrojó hasta la raíz del cabello sin saber dónde mirar, pero fue la tía Blanche la que prorrumpió en carcajadas y acto seguido Julianna. Amelia las miró a las dos.
—Nos os riáis. —Intentó contener las risas inútilmente— Sois, sois peor que ellos.
Finalmente se rio tanto como ellas mientras los caballeros las miraban sin entender del todo lo que pasaba hasta que finalmente Julianna, secándose las lágrimas, aclaró un punto de vista femenino del tema.
—Caballeros, han de entender que las damas consideramos que nuestro personal aroma es, eso, algo personal, como una seña de identidad, igual que nuestro cabello, el color de nuestros ojos o nuestra sonrisa. —Empezó a reírse de nuevo sin contención—. En cierta manera, es halagador que los pequeños identifiquen a Amelia por sus perfumes. pero que su gatita huela como ella…
Los caballeros se miraron unos a otros sin alcanzar a comprender bien aquello, pero mentalmente Max sabía que Amelia tenía siempre un olor suyo, único, siempre olía un poco a lilas, a veces mezclado deliciosamente con rosas, con almendras, a veces un poco a orquídeas y a flor de Lis, dependiendo del perfume que usase pero siempre, siempre, había un fondo a lilas y un dulzor tan suyo, tan especial. Se removió en el asiento. Intentó recordar el olor de cualquier mujer de su vida, de cualquiera. ¿Su madre?, no, no. ¿Su hermana?, umm le gustaban el olor afrutado, fresco y silvestre pero en concreto… no, no… ¿Una amante? Sí, seguro el de una cualquiera de sus amantes… no, tampoco…
De repente se quedó quieto mirándola fijamente, escuchando su melodiosa risa. “Dios mío, ¡Estoy enamorado! Realmente estoy, absoluta, profunda, irrevocable, irremediable e inquebrantablemente enamorado”. La miró conteniendo la respiración. “¡Dios bendito, la amo! ¡Amo a Amelia!”. Por un segundo notó cómo sus pulmones se expandían libres por primera vez en semanas, cómo la losa que parecía llevar sobre los hombros desaparecía y cómo el martilleo de su cabeza se esfumaba todo de golpe.
“La deseo, la quiero, la amo”. Una vez que lo dijo por fin en su cabeza, su corazón lo refrendó con un fuerte latido de asentimiento y extrañamente se sintió libre, poderoso, magnífico de alguna manera… Durante unos segundos se sintió invadido por un extraño sentimiento mitad emoción mitad pánico pero, enseguida, fue sustituido por una mezcla aún más extraña y difusa de sensaciones, de emociones, de sentimientos inesperados y desconcertantes en un sentido y esperados y deseados en otro, pero, en cualquier caso, fascinantes y emocionantes. Se sentía invadido por una brutal e impactante oleada de amor puro, sin barreras ni límites concentrados en una sola persona, en una persona que era su complemento, su Némesis, su equilibrio en el mundo. Amelia, su Amelia, su Mel.
—Max, ¿no vienes? —La voz de Cliff resonaba alejada—. ¿Max?
Volvió a la realidad. Se había quedado absorto sentado en la mesa solo con Blanche y su padre a cada lado de la misma. Los demás ya habían salido. ¿Cuándo habían salido? Frunció el ceño pero se obligó a levantarse.
—Te sigo.
Respondió casi de modo automático intentando recobrar la compostura. Cliff se quedó en el mismo sitio mirándole fijamente mientras se acercaba, y cuando lo tuvo cerca empezó a esbozar una sonrisa comprensiva de lo que acababa de ocurrir
—Ahh… —Ladeó la cabeza un momento—. ¡Por fin! —Sonrió—. Por ahí soplan los vientos. Ya era hora. —Le dio un golpe en la espalda—. Te ha costado ¿no es así? —Meneó la cabeza—. Terco. Ahora solo tienes que asegurarte de que no te la quitan delante de tus narices.
Se giró sobre sus talones y enfiló a la salida, dejando a Max clavado mirándole la espalda. “¿Qué me la quiten?... ¿Qué me la quiten?”, respiró hondo y susurró muy bajo solo para sí:
—No lo verán mis ojos. No dejaré que me la arrebaten.
A lo lejos a su espalda se escuchó la voz jocosa de su padre.
—Así se habla, hijo mío, así se habla.
Max se giró y solo vio la espalda de su padre sentado en la mesa bastante alejado bebiendo café.
—¿Cómo demonios?
Empezó a decir, pero suspiró, vencido por el talento increíble de su padre para saber incluso antes de hablar, lo que iba a decir, de modo que ¿por qué extrañarse de que escuchase un susurro? Finalmente salió tras los demás sacudiendo la cabeza.
Tras el paseo a caballo regresaron a la mansión, Max se despidió, no sin antes concertar una cita con Cliff para comer juntos en White’s.
—William —Cliff le detuvo antes de marcharse y una vez las damas y los niños entraron en la mansión. Él lo miró antes de volver a montar—, creo que después de todo Max no es tan terco como me temía. —William lo miró un instante pero enseguida comprendió—. Sin embargo —Cliff hizo un gesto con la mano—, vamos a asegurarnos de que hace las cosas bien y de que tenga que esforzarse un poco, que demuestre, o por lo menos que le demuestre a Amelia, que es digno de ella tal y como todos sabemos. —Sonrió disfrutando de antemano de los pequeños obstáculos que iban a ponerle a su amigo.
—Lo que viene a significar que quiere que, con cautelas, por supuesto, siga poniéndolo nervioso.
Enarcó una ceja al tiempo que Cliff se reía y pensaba que cada vez le gustaba más el marqués.
—No queremos torturarlo demasiado pero, sí. —De nuevo hizo un gesto con la mano—. Bueno, digamos que vamos a obligarle a bailar un poco alrededor de Amelia y a esforzarse por lograr un corazón que aunque ya sea suyo aún debe serle entregado por su portadora. —William asintió—. Además, mientras nos paseamos por los salones de la ciudad lograremos dos objetivos, además de torturarlo un poquito. —Le sonrió malicioso —. Lograremos la dama apropiada para usted.
William lo miró esta vez inquisitivo.
—Empiezan a darme miedo los planes casamenteros de esta familia.
Cliff se rio.
—Y debe temerlos, amigo mío, debe temerlos. Ya que nos hemos revelado todos como unos románticos incurables, lo que significa que no nos daremos por satisfechos hasta que usted y la dama elegida hayan perdido irremediablemente el corazón. —Sonrió—. Y tenga por cierto que las damas Mcbeth son difíciles de satisfacer. No querrán una buena candidata para usted, sino solo la mejor, la perfecta para usted y solo para usted, y tienen buen ojo, si me permite decirlo. Si eligen a una candidata es porque la sabrán idónea no para el marquesado, no para su posición, sino porque la sabrán idónea para usted y la hará su amiga hasta el fin de sus días. —Se giró para despedirse pero añadió en un tono jovial Tiemble, amigo mío, tiemble, pero no presente batalla, ríndase a lo inevitable. No olvide que esta tarde le esperamos para el té.