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Era verano cuando Erik llegó a Perth. Jamás había hecho un viaje en avión tan largo. Tardó dieciocho horas en llegar a Sydney y desde ahí aún tuvo que cruzar todo el continente australiano en el que apenas vivía más gente que en los Países Bajos, a pesar de poseer el tamaño de Estados Unidos. Una tierra solitaria, árida, de color arenoso, así la vio él; un desierto abrasado por el sol, donde los aborígenes llevaban su misteriosa existencia desde tiempos inmemorables. El resto de la población se concentraba en la periferia: vinicultores y criadores de ovejas. Erik viajó a Perth porque había sido invitado a participar en un festival literario. Además de poetas y escritores, en Perth se habían dado cita traductores, editores y críticos, es decir, todo esa capa de gente, la mayoría de las veces parasitaria o secundaria, que envuelve el solitario núcleo del libro o del poema y que guarda con éste una relación de interdependencia, unas veces fructífera y otras veces aborrecible. A Erik le caían mal la mayoría de escritores y más aún cuando admiraba su obra. Era mejor no conocerlos personalmente. Los escritores debieran ser de papel y no abandonar la tapa del libro. Los olores corporales, los peinados desafortunados, el calzado de mal gusto, la compañía femenina no adecuada, el comadreo, los celos recíprocos o la golfería, la coquetería y la jactancia, todo ello no hacía sino desviar la atención de lo que realmente interesaba. El festival literario se celebró en unas grandes carpas. Era marzo, ya pleno verano en Perth, y la temperatura alcanzó los cuarenta grados. A Erik le tocó compartir panel con un poeta tasmanio, un redactor jefe de la sección de arte del Neue Zürcher Zeitung, un novelista de Queensland y un editor de Sydney. Sus discursos flotaron sobre las cabezas de un público mayoritariamente femenino y de mediana edad. Erik cayó en la cuenta de que la mayoría de sus puntos de referencia no valían en aquel contexto. Las diferencias ideológicas que separaban a los dos grandes periódicos neerlandeses se desvanecían ya en Dunkerque y Dusseldorf, y a partir de este punto casi todo lo que constituía motivo de acaloradas discusiones entre los iniciados de la lejana patria adquiría el aire de una lucha tribal en Suazilandia, algo imposible de explicar, o de una disputa teológica medieval. Al término del coloquio, el novelista y el poeta firmaron sus libros frente a la carpa. Dado que los editores y críticos suelen tener poca cosa que firmar, Erik se fue con el redactor de arte, el editor y un escritor danés, que se encontraba entre el público, a sentarse en el césped con una botella de vino y cuatro vasos. No tardó en sentir que había quedado fuera de la conversación. El redactor de arte y el editor se habían enfrascado en un diálogo acerca de tiradas de libros, listas de pedidos, publicidad y la relación que había entre todo ello. De una de las carpas les llegó la voz exaltada de un poeta indonesio que recitaba sus versos con largos tonos sostenidos. La noche caía con indolencia sobre los grandes árboles tropicales y Erik se preguntó si alguna vez volvería a tener ganas de regresar a casa. Tras su fracaso matrimonial, había vivido un tiempo solo. Fue un periodo de amores fugaces, de amistades de barra de bar y de intentos de escribir poesía. Los poemas solía arrojarlos a la papelera, y con razón. Más adelante conoció a Ania; demasiado pronto, pensaba ahora. En la república de las letras, Erik adquirió cierto renombre por haber herido de muerte a algunas grandes reputaciones. Por esta razón, el periódico para el que todavía trabajaba le ofreció un contrato de colaboración fija. Él era el tipo de persona que necesitaban, alguien que «animara el cotarro, que se hiciera eco de los chismes de la calle». Lo cierto es que había un exceso de patos y de cisnes en el estanque; de vez en cuando, era necesario liquidar a uno de un tiro. La literatura se había convertido en una carrera. Cualquier hijo de vecino que hubiera estudiado, con creciente desgana, la carrera de filología neerlandesa se creía llamado a escribir una novela. Los debuts literarios se sucedían a una velocidad cada vez mayor, y la función de Erik consistía en actuar como un miembro de la brigada de limpieza, una labor desagradable pero necesaria. Las ocasiones en que podía mostrar un sincero entusiasmo por una obra se habían tornado extremadamente excepcionales. A menudo sentía como si toda esa mediocridad reinante se le estuviera acumulando bajo las uñas y el cabello. Además, con el paso del tiempo fue perdiendo la ilusión por el trabajo. Los libros que le interesaba reseñar solían ir a parar a manos de un crítico de aspecto catolicón que hacía gala de un estilo cartón piedra, un personaje que tendría que haber sido profesor de instituto en una ciudad de provincias como Baarn. El individuo en cuestión mostraba preferencia por autores como Jünger y Bataille, pero Erik no se había topado jamás con una sola palabra original escrita por él acerca de tales escritores y pensadores. Sus comentarios siempre le olían a algo ya leído. La única razón por la que la redacción le había ofrecido trabajo a ese individuo, comprándolo al periódico de Ania, para el que trabajaba anteriormente, fue por escribir acerca de las grandes figuras de la literatura. Sus prolijas reseñas de estilo acartonado no las leía ni Dios, pero, ya se sabe, un periódico que se precie necesita su filósofo de andar por casa. Para colmo de males, por alguna misteriosa razón, sus críticas siempre eran desacertadas. Desplegaba un daltonismo intelectual y una falta de instinto e intuición que nadie parecía percibir. Cuando el primer escritor de los llamados Los Tres Grandes, que además de ser el primero era el mejor, emprendió su viaje hacia las obras póstumas, el crítico en cuestión se apresuró a proclamar un nuevo triunvirato en la literatura, y es que, claro está, un católico es incapaz de prescindir de líderes espirituales. A juzgar por la conversación que estaban manteniendo a su lado, Erik supuso que las cosas no eran muy distintas en Australia, con la diferencia de que en ese país los escritores tenían la suerte de vivir a una considerable distancia los unos de los otros, lo cual frenaba de alguna manera la proliferación de los celos, la endogamia y el comadreo. «Ojalá pudiera vivir en una casa solitaria en las rocas de una costa nórdica», se dijo Erik, «donde un mensajero alado me trajera una vez a la semana un libro en el que perderme. Seguro que en un lugar como ése no me encontraría ningún artículo en el que un tipo con nombre francés descafeinado se dedicara a ridiculizar a una poetisa sólo porque había osado emplear en un poema la difícil palabra “retórica”». Base born products of base beds, así calificó Yeats a los nuevos habitantes del Neandertal. Pero Ania no le permitía enfadarse por esas cosas.

—No comprendes que existe una nueva generación de escritores —le dijo en cierta ocasión—. A ellos lo que les atrae es la velocidad y les importa un pimiento todos esos vejestorios de los que tú te ocupas. Hoy en día lo que interesa son las historias, la locura, el humor, y no las especulaciones de altos vuelos, la jactancia filosófica o la exhibición intelectual.

Pero ya era demasiado tarde para aprender noruego o emigrar a Australia. Erik seguiría trabajando en la redacción de ese periódico hasta el fin de sus días, a no ser que le echaran antes de tiempo por no congeniar con el espíritu de la época o porque el periódico fuera vendido a otra empresa, posibilidad ésta nada descartable.

Todavía sumido en sus pensamientos, Erik escuchó a alguien a su lado pronunciar con acento alemán la palabra «ángel»: zitty full of zies eendzjels, zey are everywhere! [¡La ciudad está llena de ángeles, están en todas partes!]

Yes, I have seen them —dijo el editor—. It was a fabulous idea. I did the tour yesterday!

Recordó entonces que había leído algo sobre eso y que no le había prestado atención. Supuso que era una tontería. A juzgar por el entusiasmo que mostraba el editor, se había equivocado. Los ángeles tenían algo que ver con un festival de teatro y ballet que se celebraba paralelamente al festival literario. En The Australian, comentó Erik, había visto una foto de un ángel de tamaño natural, con una espada en la mano, sobre el tejado de unos grandes almacenes o quizás de un aparcamiento y se había preguntado si se trataba de una persona real o de una estatua, como la que había sobre el tejado de una compañía de seguros al principio del Singel, el canal próximo a su casa.

—No —dijo el poeta—. Ese ángel era real. Lo sé porque lo vi moverse. Tardé en descubrirlo. Estuve observándolo con mis prismáticos y me pareció que era una mujer. Toma, quédate con esto. Yo ya he hecho el recorrido. Te llevará un par de horas, tenlo en cuenta.

El poeta buscó en el interior de su bolsa, en la que guardaba los poemas que acababa de recitar, y a continuación le tendió a Erik una carpeta alargada con las hojas de plástico sujetas a una anilla metálica, lo que permitía hacerlas girar. El documento contenía toda suerte de indicaciones para la realización de una expedición laberíntica por Perth, ilustrada con fotografías de edificios y señales. El texto iba encabezado por una cita de Rilke: Engel (sagt man) wüsten oft nicht, ob sie unter Lebenden gehn oder Toten. [Los ángeles —se dice— no saben a menudo si andan entre los vivos o los muertos.] La siguiente cita procedía de El paraíso perdido y comenzaba así:

In either hand the hast’ning Angel caught

Our ling’ring Parents…

[Entonces el Ángel diligente / De la mano cogió a nuestros padres…]

Adán y Eva. Erik nunca había pensado en ellos como padres, tal vez porque se los había imaginado siempre desnudos, con una hoja de parra tapando sus vergüenzas. ¿Y los ángeles? ¿Cuándo había pensado por última vez en los ángeles? ¿O es que nunca había pensado en ellos porque siempre habían estado presentes en su vida? Le habían acompañado desde su más tierna infancia, en misales, en vidrieras… Era imposible esquivarlos para quien hubiera sido criado en el catolicismo. Es más, hasta Lucifer era un ángel caído. Con suerte gozaba uno de la protección de un ángel de la guarda que le preservaba de todos los males. Existían ángeles de todas las clases, también eso te lo enseñaban: serafines y querubines, tronos y potestades. Por alguna razón misteriosa, los ángeles no envejecían (un ángel de cincuenta años era inconcebible), tenían mechones más que cabello, no usaban calzado ni gafas, naturalmente. Siempre llega el instante en que algo en apariencia normal se torna misterioso. Y mientras Erik se preguntaba qué aspecto tendría un ángel en pleno vuelo y cuánto aire desplazaría con las alas —misterios relacionados tanto con la religión como con la aerodinámica—, resolvió acudir a la oficina del festival e inscribirse para participar en la búsqueda, pues de eso se trataba, según acababa de comprender. Los ángeles se hallaban ocultos por toda la ciudad y el objetivo del juego era encontrar el mayor número posible de ellos. Las reglas del juego obligaban a los participantes a presentarse a solas a una hora convenida y dejarse acompañar hasta el punto de salida por una persona a quien no se le podía preguntar nada.