Prólogo
The pronoun I is better because more direct.
[El pronombre «yo» es mejor por ser más directo.]
The Secretaries Guide, lemma The Writer.
The New Webster Encyclopedic Dictionary
of the English Language, MCMLII
Dash-8300. El cielo sabe que he volado en toda clase de aviones, pero nunca en un Dash. El Dash es un aparato pequeño y compacto, pero éste da la impresión de ser más grande, porque somos pocos pasajeros. El asiento de mi lado está vacío. Al parecer hay poca demanda de vuelos entre Friedrichshafen y Berlín Tempelhof. Hemos ido caminando, algo que en este aeropuerto está todavía permitido, desde el diminuto edificio de la terminal del aeropuerto hasta el pequeño avión, como un grupito de gente perdida. Ahora estamos esperando. Hace sol y sopla bastante viento. El piloto, ya en la cabina de mando, manipula alguno de sus instrumentos. Oigo al copiloto comunicarse con la torre de control. Los que volamos con frecuencia reconocemos bien esos instantes vacíos.
Los motores no han arrancado todavía. Algunos pasajeros se han puesto ya a leer, otros miran por la ventanilla, aunque no hay gran cosa que ver. Como no me apetece leer todavía, me pongo a hojear la revista de la compañía aérea: páginas enteras con la publicidad habitual, algunos datos acerca de las escasas ciudades en que hacen escala sus vuelos —Berna, Viena, Zúrich—, los típicos artículos de compra, unas líneas sobre Australia y los aborígenes, dibujos rupestres, cortezas de árbol pintadas de alegres colores… cosas que últimamente están de moda. Un poco más allá, un artículo sobre São Paulo: un horizonte cuajado de rascacielos, los palacios de los ricos y, cómo no, los barrios marginales, eternamente pintorescos, los slums, las favelas, o comoquiera que se llamen. Tejados ondulados de zinc, destartaladas cabañas de madera, gente que da la impresión de vivir a gusto en esas condiciones. Son imágenes que ya he visto y en las que no quiero detenerme demasiado, porque me hacen sentir como si tuviera cien años. Aunque es posible que ya los tenga; basta con multiplicar tu edad real con una fórmula secreta —un número mágico que contiene todos los viajes de tu vida y el impertinente déjà vu que los acompaña— y ya los tienes. Normalmente no me asaltan semejantes pensamientos por la sencilla razón de que me resultan un poco insustanciales, pero anoche en Lindau me tomé tres Obstler de más, y a mi edad eso se paga. La azafata mira por la puerta aún abierta del aparato; al parecer falta un pasajero. Éste resulta ser una mujer, una señora de ésas de las que uno desea que se siente a su lado. Eso demuestra que tan viejo no soy. Pero no, la mujer no se sienta a mi lado. Su asiento está junto a la ventanilla, en la fila delante de la mía, en la parte izquierda del corredor. Mejor, así puedo observarla bien.
Piernas largas enfundadas en un pantalón caqui, un atributo masculino que acentúa su feminidad. Manos grandes y fuertes, que en ese instante extraen un libro de un envoltorio de papel carmesí cuidadosamente cerrado con celo. Manos impacientes, que, ante la resistencia de la cinta adhesiva, rasgan el envoltorio. Soy un voyeur. Uno de los mayores placeres de viajar es detenerse a observar a las personas desconocidas que ignoran que las miras. La mujer abre el libro tan deprisa que no alcanzo a ver el título.
Me gusta saber lo que la gente lee. La mayoría de las veces se trata de mujeres, pues los hombres ya no leen. Y las mujeres, según he podido comprobar, suelen sostener el libro de tal manera —ya sea en el tren, en un banco del parque o en la playa— que resulta imposible leer el título. Fíjate de ahora en adelante y lo comprobarás.
Y aunque me muera de curiosidad, casi nunca me atrevo a preguntar. En la contraportada del libro figura una extensa dedicatoria. La mujer la lee con cierta premura, y, mientras deposita el libro a su lado en el asiento vacío, vuelve a mirar por la ventanilla. Los motores se ponen en marcha, el pequeño aparato empieza a dar bandazos, y los pechos de la mujer, marcados por su camiseta ajustada, le siguen el ritmo. Eso me excita. La mujer mantiene la pierna izquierda levantada, la luz le ilumina el cabello castaño con reflejos dorados. A continuación deposita el libro boca abajo. Imposible ya distinguir el título. El libro es fino, eso me gusta. En opinión de Calvino, los libros deben ser breves, ideal éste al que él mismo casi siempre se ha atenido. El avión circula por la pista a toda velocidad. Durante el despegue, sobre todo en los aviones pequeños, hay siempre un momento excitante, en el que interviene la termodinámica, que es cuando el aparato se eleva como si recibiera un empujoncito por debajo, una especie de caricia, como lo que uno siente de niño al columpiarse.
Las colinas, todavía nevadas, imprimen al paisaje un carácter gráfico: árboles desnudos dibujados sobre una hoja blanca. A veces no se necesita mucho más que eso para representar las cosas. La mujer ha apartado la vista del paisaje. Ha vuelto a tomar el libro en sus manos y relee la dedicatoria, con la misma impaciencia de antes. Intento imaginarme cosas acerca de ella —al fin y al cabo, ése es mi oficio—, pero no llego muy lejos. ¿Acaso existe un hombre en su vida que quiere hacerse perdonar algo? Hay que ser prudente a la hora de regalar libros. Si te equivocas de libro o de autor, te puede costar caro.
La mujer hojea el libro deteniéndose de cuando en cuando en una página. A pesar de ser corto, el libro contiene una considerable cantidad de capítulos, lo que obliga al lector a recomenzar la lectura una y otra vez. Ello ha de estar justificado. El escritor que no acierta en el principio o el final de un libro lo arruina, y lo mismo sucede con los capítulos. Es obvio que el autor de este libro, quienquiera que sea, ha asumido bastantes riesgos. La mujer ha depositado el libro de nuevo a su lado, esta vez con la portada a la vista, pero el brillo del plástico de la cubierta, iluminado por la luz que ha encendido sobre su cabeza, me impide leer el título. Tendría que incorporarme para verlo.
Cruising altitude, me gusta esa expresión. Al oírla pienso en esquiadores. Es natural, pues las nubes que sobrevolamos tienen unas magníficas pendientes onduladas. Es una imagen que siempre me ha encantado. A esta altura, el mundo se compone de hojas blancas con las que uno puede hacer lo que le plazca. Pero la mujer no mira por la ventanilla, ha cogido la revista de la compañía aérea y pasa las hojas desde el final hasta el principio. Recorre São Paulo deprisa, se detiene unos instantes en un gran parque verde y fija su mirada en las pinturas de los aborígenes, incluso se acerca de vez en cuando la revista a los ojos y la descubro trazando una extraña forma de serpiente con sus largos dedos. A continuación, la mujer cierra la revista y cae dormida. Algunas personas tienen esa capacidad de dormirse en el acto. Una mano reposa sobre el libro, la otra sobre la nuca, bajo el cabello rojizo. El misterio al que los demás renuncian a mí siempre me ha intrigado. Sé que detrás de esa mujer durmiente se oculta una historia y sé también que nunca llegaré a conocerla. El libro que contiene su historia permanecerá cerrado, igual que este otro. Cuando, después de poco más de una hora, estamos a punto de aterrizar en Tempelhof, yo ya he escrito la cuarta parte de una introducción para un libro de fotografías de ángeles de cementerio. Abajo se divisan los grises bloques de viviendas de Berlín, esa gran grieta de la historia que aún hoy atraviesa la ciudad. La mujer se peina y luego coge el papel carmesí para envolver de nuevo el libro. Alisa el papel sobre sus muslos; me emociona ese gesto, no sé por qué. Luego toma el libro en sus manos y durante un instante lo sostiene en alto de tal manera que puedo leer el título.
Se trata de este libro, un libro del que ella desaparece ahora mismo, junto conmigo. Mientras espero mi equipaje en el hall alargado del aeropuerto, la veo salir a toda prisa a la calle, donde la espera un hombre. Ella le besa fugazmente, con la misma fugacidad con la que ha hojeado el libro del que no conoce sino la dedicatoria escrita a mano que yo no he leído ni he escrito.
El equipaje no tarda en llegar en este aeropuerto. Al salir, veo que ella se mete en un taxi con el hombre y desaparece. Como siempre, me quedo atrás con un par de palabras y con la ciudad que se cierra a mi alrededor como una abrazadera.