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… en la que sucedieron muchas cosas, que nosotros conocemos mejor que él. Nadie que provenga de unas tierras bajas sale impune de la proximidad de la alta montaña. Erik ha dejado la ventana entornada. Penetra en la habitación el aire frío de la noche. El hombre que está acostado en la cama va dejando atrás unos sueños que no recordará; en el silencio, inaudible para él, una lechuza persigue su presa, un ciervo se sobresalta en la sintaxis negra del bosque por el que al día siguiente Erik Zondag caminará sin dejar rastro. Cuando se despierte, avistará la cordillera iluminada por el primer sol, un decorado de blancos dientes afilados, con vetas de sangre aquí y allá.
En el comedor Erik se encontró con Herr Dr. Krüger sentado a la mesita, enfundado en un albornoz blanco, como él mismo. En su plato le esperaba un panecillo solitario y al lado de éste una jarrita con un líquido amarillento oscuro. Erik lanzó una mirada de desesperación al desayuno y luego a Herr Dr. Krüger, quien se presentó de inmediato. Dos caballeros en albornoz estrechándose la mano. Krüger era un hombre alto y, a juzgar por su aspecto, acababa de participar en la gimnasia matinal en la nieve (y así era, en efecto) y se tomaba a diario una ducha fría, tal como hacía Ernst Jünger, con el propósito, idéntico a su modelo, de vivir cien años. El doctor suspiró, «Ay, sí, Holanda», y le contó que en cierta ocasión le habían robado el coche en Ámsterdam, que era ginecólogo, que cada año se instalaba dos semanas en Alpenhof y que luego se sentía como si hubiera resucitado. A Erik le recomendó que cortara el panecillo seco que tenía delante, al parecer bastante duro, en rebanadas finas, lo cual no fue tarea sencilla, pues el panecillo se desintegró nada más hincarle el cuchillo. El líquido amarillento resultó ser aceite de linaza con el que había que rociar el panecillo, pues ese tipo de aceite bajaba el colesterol. «Café y té, lo que se dice té auténtico, gab es nicht, de eso nada de nada», continuó el ginecólogo. Aquí no te servían sino melisa y romero y otras pócimas medicinales, que, para colmo, no te dejaban tomar hasta veinte minutos después del desayuno. Y pass auf! ¡Atención! Hay que masticar cada bocado veinte veces. Erik miró a su alrededor. La mujer de la mesa contigua estaba sentada en una postura tal que parecía haber asistido a clases de ballet desde que nació. Miraba fijamente delante de sí y daba la impresión de que en cualquier momento iba a ponerse a cantar en voz alta.
—¡Buenos días, Herr Sontag! ¿Ha dormido usted bien? ¿Y qué le apetece a usted tomar con su panecillo?
Erik enseguida se perdió.
—Puede usted elegir entre yogur de oveja y un poquito de requesón de cabra con cebollino —acudió en su ayuda Herr Krüger.
Al cabo de un instante le trajeron un platito con yogur de oveja. Krüger le explicó que le estaban sometiendo a una dieta ligera, Ableitungsdiät.
—¡Comemos todos en exceso! ¡Eche un vistazo a su alrededor! Fíjese en el vientre de la gente, eso lo dice todo.
Y al decir eso, el ginecólogo fijó la vista por encima del borde de la mesa en el vientre de Erik. A juzgar por su reacción, el de Erik no era de los peores.
—¡Sí, señor! La gente suele mirarse al espejo de frente para no verse la barriga, pero si uno se gira un poco y se mira de perfil, descubre de todo: la panza fofa, la barriga prominente, el vientre que empieza en las costillas inferiores. Un asco, vamos. Eche usted un vistazo en la sauna o en la piscina y lo comprobará usted mismo. Por eso es tan buena esta dieta. ¡Nada de verduras crudas! ¡Nada de legumbres! ¡Nada de col, cebolla o ajo! Nada de Schweinefett, grasa de cerdo, ni salchichas, por supuesto, ni aceite refinado. Sólo se aceptan cereales que sean fáciles de digerir y productos lácteos. Que sea fácil de digerir, eso es fundamental, la base de todo, y ese principio se aplica aquí sin piedad (gnadenlos!) a todos los alimentos. ¡No hay que ver al ser humano como un animal, sino como una planta! ¡Una planta con un sistema radicular! ¡De la misma manera en que las ramificaciones de las raíces absorben las sustancias nutritivas de la tierra, así las vellosidades intestinales absorben los nutrientes de la papilla elaborada por el aparato digestivo y los transmiten a la sangre en las células del organismo! Y ahora tengo que irme a mi tratamiento hidroterápico.
El hombre se despidió con una pequeña reverencia y desapareció. Erik estaba desconcertado. Jamás se había parado a pensar en sus intestinos e ignoraba por completo el funcionamiento de su propio cuerpo, tanto como el de su Volvo o el de su ordenador. La sangre era algo que a uno le venía dado, que con suerte permanecía dentro de uno, el corazón se encargaba de hacerla circular, cosa que en su caso llevaba haciendo ya casi cincuenta años, si bien no sabía exactamente cómo. «Tú eres todavía de los del cuerpo cerrado, anterior a Vesalio», le dijo en cierta ocasión su médico de cabecera, la primera vez que le recetó pastillas contra la hipertensión y el colesterol.
—Pero si yo no noto nada.
—No notas nada, pero el problema existe. Por eso se llama el silent killer. La combinación de hipertensión y colesterol te sitúa en zona de peligro. Te recomiendo que sigas mis consejos.
Renate se presentó ante su mesa.
—¿Sabe usted que le esperan abajo? Primero debe ir a ver a Sibille para la toma de tensión y la extracción de sangre, y luego tomará usted un baño de heno.
Erik bajó las escaleras de pizarra y fue a parar a una habitación pequeña donde otros pacientes esperaban su turno. En frente había una salita, blanca como la nieve del exterior, donde un par de mujeres jóvenes, vestidas también de blanco, estaban sentadas ante una mesa de despacho blanca. Erik oyó hablar alemán y ruso, además de esas curiosas variantes del alemán que, según sentía él, se habían ido formando en las cimas de las montañas y en los valles ocultos: el alemán suizo, el austriaco. Esta última lengua le traía a la mente carne secada al aire y curiosas clases de quesos. No le resultaba desagradable.
—¿Herr Sontag?
Otra figura blanca. Sibille. La mujer tenía un ojo estrábico y se movía con extrema ligereza, como si careciera de peso. Erik estaba seguro de que le estaba estrechando la mano, pero no sintió nada. Tampoco sintió nada cuando le pinchó para extraerle sangre. Sibille era una maestra con la aguja. Erik fijó la mirada en el líquido rojo que penetraba por el cilindro de la jeringuilla e intentó pensar en algo, pero no lo consiguió. Recordó lo que le había dicho Arnold: «Ya verás, al cabo de un par de días te entregarás a ellos en cuerpo y alma. Es como si te volvieras cera en sus manos». Y llevaba razón. La criatura estrábica se puso a flotar delante de él como si estuvieran viajando juntos en la nave Soyuz, descorrió una cortina, le ordenó ganz entkleiden, que se desnudara por completo, le mostró un trozo grande de plástico, extendió éste encima de la cama y le invitó a tenderse sobre él. Erik intentó encontrar el ojo bueno de la mujer para averiguar lo que iba a suceder a continuación, pero ella ya había pulsado un botón y un instante después Erik se encontró en el interior de un útero. Un líquido amniótico con fuerte olor a heno se agitó enérgicamente durante unos segundos y acto seguido se detuvo en seco. La mariposa Sibille se marchó, no sin antes decirle, en su dialecto de montaña, cuándo regresaría a buscarle, mas él ya se había sumergido en una profunda placidez y pensó que de momento no deseaba nacer.
—Te gustaría quedarte aquí dentro, ¿eh? —dijo Sibille, la comadrona, cuando lo despertó de un sueño de granjas, vaquitas y pajares. Le entregó una toalla y lo precedió hacia una sala más amplia donde una señora mayor caminaba, levantando las piernas todo lo posible, por un pequeño estanque con el fondo lleno de grandes guijarros. «Debe usted dar zancadas de garza, como hace esa señora», le había recomendado Sibille. «Primero introduzca los pies en la cuba de madera con agua caliente, y luego a pisar fuerte. Eso es bueno para la Kreislauf, para la circulación». No bien acababa Erik de nacer y ya se desató la pesadilla. El agua llegaba al Alpenhof directamente procedente de las Spitsbergen. Las piedras le lastimaban los pies. Agarrado con las dos manos al dobladillo de su albornoz, intentó imitar las zancadas de una cigüeña e imaginó la cara que pondrían sus colegas de la redacción si le vieran en semejante trance. En un cartel colgado de la pared leyó un enigmático texto que venía a decir algo así como que uno era quien era donde era quien era, al tiempo que oía una conversación acerca del Spätsommer, el verano tardío, considerado como la quinta estación del año por la medicina tradicional china, la estación de la tierra.
—En el elemento fuego —arguyó la voz mientras él volvía a introducir los pies en el agua— la humanidad alcanzó la madurez del yo, pero durante el verano tardío intervino el elemento tierra, y de la seguridad del yo se pasó a la inseguridad del tú. Ello requería valor, el valor de establecer conexiones, de crecer hacia la tierra. Vínculo, conjunción, la estructura de nuestro cuerpo que une el todo con el todo…
Erik perdió el hilo. Todavía alcanzó a oír vagamente las palabras «páncreas» y «bazo», se preguntó si él también tenía esos órganos, dio una vuelta más por el agua helada y a continuación se refugió en su habitación, llamada Brezo. Mientras se dirigía hacía ahí pasó por delante de Ortiga, Acanto, Aguileña, y luego por delante de una sala donde unos esclavos estaban accionando unas máquinas de tortura. Una mujer joven avanzaba sobre un neumático de goma que rodaba eternamente por un pasillo de Sísifo; el hombre ruso que había visto en la sala de espera intentaba levantar, sentado en el suelo, unas enormes pesas colgadas de unas poleas; otra de las víctimas se dedicaba a desafiar la fuerza de la gravedad, con la cara coloradísima, intentando incorporarse atado por las caderas con una cuerda. «Trabajos sin producto todos ellos», pensó Erik. Más adelante pensó que nunca en su vida había poseído tanto cuerpo, pues en el sanatorio no hacían sino recordarle la existencia del mismo a cada hora del día. Lo embadurnaban con aceite, le aplicaban masajes, lo frotaban con sal, lo metían en un baño de heno y barro; cada mañana le servían el mismo panecillo y al mediodía le ponían delante una especie de composición minimalista, tal vez una obra de arte para un pintor o escultor, pero poca cosa para él, porque la consumía tras el primer kilómetro de cuesta de su excursión por la montaña. En la cena le permitían elegir entre ese mismo panecillo o una patata, un gran tubérculo solitario, de forma alargada para dar el pego, el cual soñaba en el centro del plato con una deliciosa chuleta de cerdo que nunca llegaba. Para compensar, podía aliñar la patata con unas frías gotas de aceite de linaza, que le recordaban el aceite de hígado de bacalao que le obligaban a tomar de niño. A veces añadían a la patata dos cucharaditas de mousse de salmón o de pasta de aguacate, compañía ésta para una larga noche sin otra distracción que la toma de unos polvos blancos disueltos en agua. Las mañanas se iniciaban de manera similar con una amarga pócima de bruja que, al cabo de un par de horas, causaba un verdadero cataclismo interno, comparable a los terremotos y las erupciones volcánicas capaces de borrar de la faz de la tierra a poblaciones enteras.
Erik ya no sabía qué pensar de todo ello. Si alguien le hubiera dicho que tendría que pasar el resto de su vida con Herr Dr. Krüger, no le habría extrañado. La literatura neerlandesa, el periódico, Ania, la guerra que estaba a punto de estallar… todo había quedado relegado a las profundidades de su conciencia. Dormía como un tronco y, para su asombro, se percató de que ya no tenía apetencias sexuales ni necesidad de beber. A diario esperaba con genuina ilusión los masajes de Sibille y el caldo de verduras para el que todo el mundo hacía cola a las once menos cuarto de la mañana. Un día tuvo el valor de confesarle a Sibille que no había conocido jamás a una mujer con los dedos tan fuertes y que le recordaba a un hada (aunque eso no tuvo el valor de decirlo) cuyo peso no podía ser registrado por una báscula terrenal, y ella le contestó que eso se debía a que practicaba el montañismo. Después de eso, Erik tuvo unas visiones en las que veía los diez dedos de Sibille aferrados a una roca sobre un precipicio.