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El trenecito azul resultó ser un tranvía. No circulaba más que uno cada hora. En unos minutos dejaron atrás Innsbruck y se adentraron en un bosque nevado. «Carbón blanco, plumas taladas», con estas palabras describió la nieve el poeta Constantijn Huygens, y Erik Zondag se repitió el verso para sus adentros. Era lo más bello jamás dicho acerca de la nieve. Los holandeses, tan prestos siempre a alabar la grandeza de Shakespeare o Racine, no solían ser capaces de citar ni un solo verso de Brederode, Hooft o Huygens. Los únicos versos que habían sobrevivido, conservados en el habla, eran unos cuantos de Cats y de Vondel, uno de Van Gorter y, por supuesto, aquello de land van mest en mist[2], pero hasta ahí llegaba el conocimiento de los clásicos nacionales.
La nieve brillaba en los ojos de Erik, disolviendo el velo gris que le había envuelto a su partida. Árboles, casas, prados, todo estaba cubierto de plumas taladas. En la pequeña estación de Igls, final de trayecto, Erik bajó del tren sin más compañía que otros dos pasajeros. Una pequeña iglesia, grandes casas con pinturas populares de santos en las fachadas. La parte superior de las fachadas, de madera sin pintar, revelaba que se trataba de antiguas granjas o henares. Un letrero que anunciaba Alpenhof en letras góticas le indicó el camino. Había que subir una cuesta bastante empinada y resbaladiza. A Erik no le fue fácil mantener el equilibrio con sus zapatos de ciudad. Llegó arriba jadeante. Vio cómo se alzaba frente a él el sanatorio —una construcción severa de piedra natural, en forma de L— al fondo de un magnífico jardín todo cubierto de nieve. En frente había un aparcamiento lleno de automóviles BMW, Jaguar y Volvo con matrículas de Liechtenstein, Suiza, Alemania y Andorra. Arnold no le había contado nada de todo eso. No, él le había hablado de cosas muy diferentes, de la amabilidad de la gente, de que ahí todo el mundo iba en el mismo barco y que ello creaba un compañerismo muy particular. «Y, además, Erik, un poco de connaissance du monde nunca está de más. Después de veinte años respirando la atmósfera enrarecida de la sección de arte del periódico, un poco de oxígeno no te vendrá nada mal».
Detrás de las puertas de cristal vio gente paseándose en albornoces blancos. Era su última oportunidad de echarse atrás.
—Cobarde.
—Sí, Ania.
Erik entró. En una especie de recepción había una mujer de su misma edad. A juzgar por el tono de su piel, se diría que acababa de regresar hacía tres minutos de Tenerife, de asarse ahí en un horno un par de horas al día. Frau Dr. Nicklaus. Él se presentó como Zondag y ella tradujo en el acto su apellido al alemán.
—Herr Sontag. Herzlich wilkommen! —exclamó la mujer como si llevara días esperándole. Le dijo que antes que nada iba a presentarle a una tal Renate, que era la encargada del comedor. También Renate llevaba días esperándole, a juzgar por su reacción. Le recibió casi con un beso, y acto seguido, rodeándole la cintura con el brazo como si se dispusieran a bailar un vals, le condujo hacia una mesita para dos personas junto a la ventana, que de ahora en adelante compartiría con un tal Herr Doktor Krüger de Regensburg. ¿No tenía inconveniente, verdad?
—Y además, Herr Sontag, como usted viene de Holanda, le he buscado a propósito una mesita a este lado, con vistas a las montañas, porque ustedes no tienen montañas. Su estancia oficial no empieza hasta mañana, pero, si lo desea, puede usted cenar aquí esta noche. Aunque, si le apetece, puede usted tomar en el pueblo su última cena antes de empezar la cura.
Erik no vaciló en decidirse por el pueblo. Organizó su ropa, sacó todos sus libros y los colocó delante de sí, ilusionado con la idea de que por fin podría leer cuanto le apetecía. Durmió un par de horas y luego se fue andando al pueblo. En La Oca de Oro, por hacer honor al nombre del establecimiento, pidió oca regada con un fuerte vino austriaco. Mientras caminaba de vuelta al sanatorio, empezó a nevar: gruesos copos blancos revoloteaban ante sus ojos. No le fue fácil encontrar el camino. A la botella de Blauer Burgunder le había seguido un Himbeergeist, un licor de frambuesa, y luego otro más, pues al fin y al cabo tratábase de la última cena. En la cama intentó leer un poco del libro que le había regalado Frau Nicklaus, pero llegado a uno de los consejos de salud de Maimónides, Erik desistió del intento. Überreichliche Mahlzeiten wirken auf jeden Körper wie Gifte und sind Hauptursachen für alle Krankheiten… [Las comidas abundantes son veneno para el cuerpo y la causa principal de todo tipo de enfermedades.] Ese razonamiento le sentó fatal a la oca y todavía peor al vino y al licor. Erik comprendió que acababa de cometer su primer pecado mortal por haber ingerido una abundante cena antes de acostarse, se perdió desesperadamente en estadísticas sobre potasio, magnesio y calcio, resolvió no despertarse para la sesión de gimnasia matinal que se practicaba a diario en el bosque y se entregó al amparo de la oscuridad…