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De modo que ahora soy un ángel. No fue difícil. La directora de casting no dudó en seleccionarme. «Hay que permanecer inmóvil, es lo único que hay que saber hacer», me dijo. Y, dirigiéndose a su asistente, añadió:
—Ésta, con lo menuda que es, cabe perfectamente en el armario del edificio de la William Street, junto a la Gledden Arcade. Apúntalo.
Y, de nuevo, a mí:
—¿Crees que sabrás permanecer inmóvil? Es lo único que hay que saber hacer.
Le contesté que eso no era un problema para mí. Me bastaban cosas en las que pensar. A Almut también la seleccionaron. Había tratado de disimular sus pechos todo lo posible, pero no le sirvió de gran cosa.
—A ésta la colocamos encima del His Majesty’s Theatre, frente al Wilson’s car Park. A juzgar por su aspecto, no creo que le sea difícil sostener una espada en el aire durante un par de horas.
Ayer fue nuestro primer día de trabajo. Por la noche Almut llegó agotada.
—Me he pasado todo el santo día bajo un sol de justicia, aunque no voy a negar que tengo una vista fantástica desde ahí arriba. Sólo que no veo ni un alma. ¿Y tú qué?
—Yo tampoco.
No veo a la gente, pero sí la oigo. Oigo cómo suben las escaleras. Suelen detenerse un segundo en la habitación, hasta que me descubren. Es una situación un poco embarazosa, porque siempre es una persona sola. Los participantes están obligados a hacer el recorrido en solitario. Por el ruido trato de adivinar si se trata de un hombre o de una mujer, pues no me está permitido darme la vuelta para mirar. Estoy tendida en un armario, de cara a la pared. Cuando alguien entra en la habitación, procuro retener la respiración tanto como puedo, sólo que, conforme transcurre el tiempo, el cuerpo se me agarrota, y la zona en que llevo sujetas las alas empieza a dolerme terriblemente. Menos mal que oigo a la gente subir las escaleras. Ello me permite aprovechar los intervalos de silencio para mover un poco los omóplatos, porque, si no, me daría un patatús. Lo peor son los tipos que se detienen a mirar un largo rato. Noto que están deseando que no resista su mirada y que me vuelva hacia ellos. Suelen ser hombres, ya sabes. Cuando esto sucede, procuro distraerme pensando en todas mis anunciaciones, en las posturas, en la posición de las alas. Y pienso en él, en cómo yacimos ahí en el desierto, también en el suelo. Lástima que no tuviera yo alas entonces. Me gustaría saber dónde está y si piensa en mí. En esos instantes me pongo a soñar en lo que él me diría si se presentara en la habitación y me pregunto si yo reconocería sus pasos y si me volvería hacia él a pesar de la prohibición de moverme. Tonterías, claro. Hace poco descubrí dónde está su mob. La pista me la dio su pintura. Resulta que existe toda una comunidad que pinta como él, así que no fue difícil descubrirlo. En el museo de aquí vi pinturas de otros miembros de su comunidad, personas que me habría gustado conocer y que él no me permitió conocer. Mejor dicho, no permitió que ellos me conocieran a mí. Con esta suerte de reflexiones se me pasan las horas. La pared del armario en el que estoy tendida ha dejado de tener secretos para mí. Conozco cada grieta, cada raya, cada desigualdad; mis pensamientos rondan en su interior como un paseante por un paisaje solitario. Cuando me quedo a solas, me pongo a tatarear una canción. Con el paso de las horas me invade una especie de sopor o bien empiezo a imaginarme que soy capaz de volar. No veas la que se lía por la noche, cuando viene el autobús a recogernos. Tiene su gracia la cosa: un autobús lleno de ángeles, unos ángeles que en realidad son una panda de impresentables. Coca, calmantes, problemas matemáticos, cada cual tiene sus propios recursos de supervivencia. A esa hora de la noche todos están extenuados y con miles de historias que contar. En realidad, quienes peor lo pasan son los ángeles a quienes sí les está permitido mirar a la gente. No puedes ni imaginarte las cosas tan raras que tienen que oír del público: declaraciones de amor, groserías, obscenidades. La gente sabe que los ángeles no pueden contestarles y eso es algo que al parecer excita enormemente a ciertos individuos.
Almut y yo no hemos vuelto a hablar de mi semana de ausencia. Aquellos días los guardo en mi interior. A veces me pregunto qué me deparará el futuro y cuánto tiempo más vamos a permanecer en este país. Sé que, en el fondo, Almut está deseando regresar a casa, pero yo aún no estoy preparada para ello. Lo que a mí me gustaría es internarme sola en el desierto, pero no me atrevo a decírselo. Por la noche, en el hotel, mientras ella toma copas en el bar, yo desenvuelvo el cuadro y lo coloco encima de la mesa, apoyado contra la pared. Luego me siento delante de él, como una monja meditando. Al cabo de unos minutos, empiezo a sentir el efecto del cuadro: me invade un deseo que no sabría cómo describir, un deseo que sé que no me abandonará nunca más. A Almut no se lo quiero contar todavía. No sé si hago bien, pero creo que me dedicaré a viajar eternamente, haré del mundo mi desierto. Me bastan cosas en las que pensar, para toda una vida. En cualquier lugar hay larvas, hormigas de miel, bayas y raíces. Ahora sé cómo encontrarlas. Sé cómo sobrevivir.