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No sé cómo describirlo. El silencio que reina aquí afuera no es comparable a nada, como tampoco lo es el firmamento estrellado. Silencio del desierto, cielo del desierto. Bajo la tenue luz de la lámpara de carburo veo su piel, de negro pálido, como su cuadro, del mismo tono crepuscular, como si detrás del negro se ocultara una vía láctea lejana e infinita. Respira sin hacer ruido. Aquí nada hace ruido. Creo que, si uno fuera capaz de sumergirse en el silencio absoluto, oiría hasta los granos de arena, la iguana del desierto, el viento en los matorrales spinifex, o en las balgas, esas plantas con su tronco coronado por un penacho, los árboles de la hierba. Eso en caso de que hiciera viento. Esta noche no hace viento. He llegado a este lugar después de un largo viaje. Intento ahora verbalizar lo que pienso, pero no lo consigo. Quisiera hablar de mi cuerpo, de cómo he comprendido, mejor que nunca, que ha confluido con lo que llamo mi propio yo, y que eso es una experiencia única, pero me doy contra el borde de las palabras, porque el éxtasis es inefable. Y sin embargo existe, y debe de ser algo parecido a lo que estoy viviendo: nunca he sentido la vida con tal intensidad. No tiene nada que ver con él, o mejor dicho, él no es más que una parte de eso; él pertenece a su mundo, mucho más de lo que yo he pertenecido jamás al mío, pero ahora todo es distinto, pues yo he logrado fundirme con el mundo, no sabría cómo expresarlo mejor. Almut es la única persona a quien me atrevería a contarle esta experiencia, aunque todavía no voy a hacerlo. Sé que no se reiría de mí, siempre hemos podido hablar de todo, pero aún no es el momento. Me he fundido con el silencio, con la arena, con el firmamento estrellado; sé que suena extraño todo esto, que no debiera decir estas cosas, pero es que me siento por primera vez una persona única que sabe cuál es su sitio en el mundo. Nada puede sucederme ya. Sé que eso tampoco debiera decirlo, pero es así. No estoy loca, sé de qué hablo. Sé también que Almut me comprendería. Aunque mi relación con este hombre dure poco, debo estar agradecida, porque gracias a él he dado alcance a mi sombra y eso es bueno para mí. Ahora estamos juntos él y yo, yo soy luz y oscuridad a la vez. Sé que si ahora mismo salgo fuera no veré ninguna luz, como ayer; no hay nada, salvo dos cosas, yo misma y todo lo demás, y no importa ya que algún día me pierda en este mundo, lo he visto todo y lo he comprendido. Me he tornado intangible, soberana. Si fuera un instrumento musical, saldría de mí la música más bella. Sé que no debo contarle a nadie esas cosas, y sin embargo todo lo que digo es verdad. He comprendido por primera vez el concepto medieval de armonía de las esferas. Contemplo el cielo, y no sólo veo las estrellas, las oigo.

¿Quién habrá desterrado del mundo la idea de los ángeles cuando yo sigo sintiéndolos a mi alrededor? El tema de mi tesina eran las representaciones de los ángeles musicales, Jerónimo El Bosco, Matteo di Giovanni, y en particular una ilustración contenida en un manuscrito iluminado del siglo XIV.

En ésta se ve a Saint Denis sentado en su pupitre escribiendo su libro acerca de la jerarquía de los ángeles, los cuales penden encima de él en nueve arcos concéntricos, acompañados de sus instrumentos medievales. Sobre la cabeza mitrada del santo, los ángeles se congregan en vuelo con sus instrumentos de cuerda y de viento, salterio y panderetas, órgano y címbalos. Desde aquí, tumbada en la arena del desierto, los oigo: una prodigiosa algazara en el silencio. Ángeles, iguana del desierto, serpiente de arco iris… los héroes de la creación. Todo encaja. He alcanzado mi destino. Y cuando me marche de aquí, no necesitaré llevarme nada. Ya lo llevo todo conmigo.