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Mi Australia era una ficción, una fantasía, lo supe desde el instante en que aterrizamos. Llegué exhausta del largo vuelo y con miedo. Almut se había pasado el viaje durmiendo, la mayor parte del tiempo con la cabeza apoyada sobre mi hombro. Al despertarse, me tiró del brazo para advertirme de que mirara hacia Orión, que pendía, inclinado, en el cielo, como un cazador que se ha trastabillado. La sentí temblar de emoción. En eso sí que no nos parecíamos nada. Ante los cambios, yo me encojo y ella crece. Almut estaba entusiasmada. Para ella, aquello era una experiencia física. Era como si no pudiera esperar a que el avión aterrizara, como si quisiera salir volando tierra adentro y arrastrarme con ella.

Ni tan siquiera la llegada al aeropuerto la decepcionó. No parecía molestarle el desagradable olor a lisol típico de los aeropuertos ingleses, un olor que en modo alguno podía ser un feliz presagio de aquel país de ensueño que habíamos imaginado, hacía ya tanto tiempo, en nuestras habitaciones de São Paulo. Australia era la tierra de los vencedores. Nada más oír su lengua, lenta y dura, que había expulsado a todas las demás lenguas, supe que había cometido un error fatal, sensación ésta que no se debilitaría hasta un par de días después. Almut, sin embargo, experimentó el proceso contrario. A nuestra llegada estaba eufórica, pero la ilusión sólo le duró un par de semanas. Nos alojamos en una especie de hotel hippie en el que teníamos derecho a cocina. No disponíamos de permiso de trabajo, pero eso no resultó un problema. Almut no tardó ni una semana en encontrar trabajo con un fisioterapeuta. Me dijo que no me imaginara que fuera gran cosa.

—Yo hago ahí de efecto placebo. Los pacientes son fundamentalmente señoras mayores con artrosis y chicos que han quedado como desencajados por el windsurf. Dios, qué cuerpos tienen esos tipos, parecen no tener fin. Y no puedes olvidarte de ningún músculo. Jamás he visto yo tanta carne junta. Si tuviera uno que comérsela, se le pondría el colesterol a cien. Y la libido no se la dejan en casa. Ah, no, la guardan a su lado dentro de un botecito, tal como te digo, pero yo me cuido muy requetebién de no meterme en ningún lío.

Sin embargo, un par de semanas después, Almut se metió de lleno en un lío y la despidieron.

—¿Cómo has podido ser tan burra?

Almut se encogió de hombros.

—Soy brasileña, ya sabes. Aunque no lo lleve en los genes, algo se me ha pegado. Y, además, esos chicos son tan enternecedores… Esos inmensos cuerpos, no saben qué hacer con ellos, son verdaderos edificios. Ahora me explico de dónde viene la palabra bodybuilder. Practican el surf, el rugby, el cross por el desierto, ponen medio búfalo a asar en la barbacoa… Vamos, que de sofisticación poca, por lo que he podido ver. Y él, no veas, era tan impresionante, que más que un hombre era un símbolo fálico. Estaba el tío como para colocarlo en un templo de Shiva. Seguro que acudiría todo el pueblo a hacerle ofrendas. Y, por si fuera poco, no dejaba de mirarme con sus grandes ojos azules de mummy help me, de modo que fui buena y acudí en su ayuda y entonces él soltó el grito de la selva y yo me pegué un susto de muerte. Y, claro está, la jefa irrumpió en la sala, y se armó la gorda. Dios, qué mujer, no veas la cara que puso, era la reencarnación de la reina Victoria, qué miedo. Qué inglesa más cursilona: Oh, miss Kopp, I dare say, this is a decent establishment. En fin, ya tengo otro episodio más para mi diario. ¿Y qué hacemos ahora?

Llovía. Yo trabajaba en un chiringuito de la playa, pero ese día me habían llamado para decirme que no fuera. Ése era el trato: cuando llovía no había trabajo, y sin trabajo no había dinero. Fair enough.

—¿Recuerdas por qué vinimos a este país? —preguntó Almut.

Sí lo recordaba. Habíamos venido para visitar el Sickness Dreaming Place, pero no habíamos vuelto a hablar de ello. Ni tampoco de todos los otros motivos que nos indujeron a emprender nuestro viaje. Éramos reacias a reconocer que habíamos viajado a Australia para ver a los aborígenes. Como si hubiera adivinado mis pensamientos, Almut añadió:

—¿Recuerdas cómo nos imaginábamos Australia? Queríamos buscar la edad de ensueño, ¿te acuerdas? La verdad, todavía no he conocido a ninguna persona como las que nos imaginábamos entonces. Esa gente no existe. Yo, al menos, no he llegado a conocer a nadie así. No he visto más que a unos cuantos aborígenes deambulando por un parque como almas perdidas.

—No descubres nada nuevo, sabías que sería así.

—Sí, pero no que esos parques fueran tan cutres. El que yo vi era como un campo de concentración sin vallas. Se olía la cerveza a diez metros de distancia.

—Hablas como si fueras australiana. He oído esta historia mil veces. En el chiringuito donde yo trabajo hay dos aborígenes.

—Ya, en la cocina. Fregando platos y sacando la basura.

—Son unos chicos majos.

—Sin duda. ¿Has hablado con ellos? ¿Les has preguntado de dónde son?

No, no había hablado con ellos. Mejor dicho, ellos no habían hablado conmigo.

Lo que más me había llamado la atención de ellos era su forma de caminar. Andaban como inclinados, o algo así, no sé cómo explicarlo. Avanzaban sobre unas largas piernas flacas con las rodillas muy marcadas. Caminaban como ausentes. Y, por añadidura, no te miraban. No sé si era una cuestión de timidez por su parte, la cuestión es que nunca habíamos llegado a entablar una verdadera conversación. El resto del personal tampoco se esforzaba en exceso en comunicarse con ellos. En cierta ocasión, hablé de este asunto con uno de los cocineros, un estudiante, y éste me contestó: «Creo que le das más importancia de la que tiene. Vosotros, los extranjeros, estáis cargados de prejuicios. La mitad de lo que leéis sobre este país es mentira. Ese mundo ya no existe. Los aborígenes de aquí viven entre dos mundos y no pertenecen a ninguno de ellos. Es una situación difícil de la que tendrán que salir ellos solos. Todas esas historias sobre la tierra sagrada son muy bonitas, sí, pero ¿de qué nos sirven? No me importa reconocer que fue terrible lo que sucedió en el pasado, pero, repito, ¿nos sirve de algo? O, mejor dicho, ¿les sirve de algo a ellos? Y ¿qué quieres que hagan? ¿Pintarse el cuerpo para que tú te diviertas? ¿Fingir que nosotros no conquistamos nunca sus tierras? Ellos son los perdedores. Será una vergüenza lo que pasó y todo lo que tú quieras, pero ¿qué podemos hacer nosotros para remediarlo? ¿Pagar nuestras deudas y alejarnos de los lugares sagrados aunque haya uranio bajo tierra? Estamos en el siglo XXI. Verás cuando visites una reserva de ésas. Esa gente lleva ahí una vida de museo. El visitante que entra en la reserva emprende un viaje en el tiempo, sí, pero pagando. Si es que te dejan entrar. Cuando más respeto a esa gente es cuando les dicen a los turistas: “Que os parta un rayo, aquí no entráis”. Y ahí se quedan ellos, achicharrados en su caja de arena, perdidos en la nada, a mil kilómetros de distancia de todo, fingiendo que el mundo no existe. Llevan haciendo eso miles de años, aunque entonces el mundo no existía, claro». «El suyo sí», repliqué. «Sin duda. Pero lo que está claro es que los aborígenes viven hoy en día en una burbuja. Ni tú ni yo tenemos la solución al problema. Ni tampoco toda esa gente bienintencionada, que lo que quiere en realidad es congelarlos en el tiempo. Y luego están todos los que sacan tajada de ellos: el personal de los museos, los galeristas, los antropólogos. No, es imposible retroceder en el tiempo».

—Estás meditabunda —dijo Almut—. ¿Te acuerdas de lo que hablábamos?

—¿Preguntaste qué íbamos a hacer?

—¿Te parece extraño? Mira a tu alrededor. Pesadumbre anglosajona, ¿o no? Yo ya me he hartado de esto. Quiero oír el canto del bem-te-vi, del periquito y del sabia, quiero volver a ver nuestros maravillosos árboles, el ipe roxo o la quaresmeira con sus flores lilas, quiero comer un churrasco en Rodeio, quiero tomarme una cerveza helada en Frevo, quiero comprarme un bikini en el Bazar 13, quiero ver a mi abuelo jugando a las cartas en la Hípica Paulista…

—Vamos, que te ha entrado la morriña.

—Es posible.

—¿Y el Sickness Dreaming Place?

—Bingo. Mañana.

—¿Y cómo llegamos ahí?

—Tomamos un avión a Alice Springs. Allí nos compramos un coche, un cacharro viejo cualquiera, un cuatro por cuatro, y nos vamos hacia el norte, a Darwin. Así volveremos a estar cerca del trópico.

—¿Y mi trabajo?

—Déjalo. Ya encontraremos otra cosa. No aguanto más esta casa. No soporto ese sofá marrón, ni esas sillas viejas, ni ese horripilante cuadro en la pared de la niña que va por primera vez al cole acompañada de su pony, ni tampoco soporto ya a la estúpida casera con la cara llena de granos. Could you please cook normal food, darling, the whole house smells like an African village…?

—Vámonos. Agencia de viajes. Arnhem Land.