Epílogo

 

 

 

12 de septiembre de 2007

Londres (Inglaterra)

 

 

—No ha nacido el once de septiembre —murmuró Jay a mi espalda, dándome un cálido beso en el hombro descubierto.

—No, no lo ha hecho —asentí en un estado placentero previo al despertar completo.

—¿Le damos un empujoncito para que lo haga hoy? —susurró, dejando volar su mano sobre mi amplio abdomen redondeado.

—¿A la madre o al bebé? —musité con un breve jadeo.

—A los dos.

—No creo que sea de mucha utilidad. Ya lo hiciste anoche y me encuentro... —gemí de forma entrecortada— perfectamente.

—Me esforzaré más, chica valiente. —Su voz ronca penetró en mi piel a la vez que lo hacía él.

Me arqueé en un movimiento involuntario y Jay gimió de placer.

—Lo... ahhh... lo despertarás y luego estará toda la mañana dándome patadas.

—No, no lo haré. Ni siquiera sé si lo conseguiré contigo —dijo, mientras se movía lento y pausado contra mi espalda.

Llevé mi mano a su cintura y apreté con fuerza, dejándole las uñas marcadas, a la vez que me estremecía reprimiendo un grito ahogado que murió contra la almohada. Él se detuvo después de un gruñido gutural y suspiró en mi oído.

—Te quiero, Jay.

—Mil diecisiete.

—¿Qué?

—Desde que estamos juntos me lo has dicho mil diecisiete veces.

Me volví con torpeza y observé su rostro perlado de sudor. Levanté una mano y le aparté el pelo pegado a la frente.

—¿Cómo puedes ser capaz de recordar esas cosas?

—Nunca olvido nada —fue su breve respuesta. Me dio un beso rápido en los labios y se incorporó—. Voy a darme una ducha, ¿me acompañas? —sugirió, con una sonrisa que hizo que las piernas me temblaran de nuevo.

Negué con la cabeza y miré el gris amanecer a través de las cortinas.

—Prefiero dormir un poco más. —Y antes de terminar la frase, Morfeo ya me había acogido entre sus brazos.

Cuando me desperté de forma definitiva, un rato más tarde, lo oí trastear en la cocina, canturreando algo desconocido con su voz ronca. Me volví en una perfecta imitación de una croqueta rebozándose y me incorporé con torpeza. Bostezando, me dirigí al baño y me metí en la enorme bañera que hacía esquina. A los pocos minutos descorrí las mamparas de cristal y estuve a punto de gritar.

—¡¿Qué haces aquí?! —exclamé.

Jay, vestido con un traje a medida gris marengo, estaba sentado en un pequeño banco en el centro del cuarto de baño.

Se levantó al instante y me tendió un brazo para ayudarme a salir.

—Vigilándote —masculló.

—Pasas demasiado tiempo con Malik —repliqué—. ¿Qué crees que me puede pasar?

—Muchas cosas, pero no considero adecuado informarte en tu estado —contestó, intentando sonreír, y unas leves arrugas de expresión aparecieron alrededor de sus ojos.

Me reí divertida, mientras me secaba y buscaba ropa en el amplio vestidor, bajo su atenta mirada. Cuando estuve lista, enarqué una ceja en su dirección y él me ofreció, de nuevo, el brazo para acompañarme al piso de abajo.

—¿Ha preparado pancakes la cocinera? —Olí con deleite al entrar en la amplia cocina.

—Sí, como los ciento veintitrés días anteriores. —Esbozó una amplia sonrisa y me dejó sentada en uno de los bancos centrales, junto a la mesa de mármol—. ¿Con qué los quieres esta vez?

—Nata montada azucarada, chocolate y... —entorné los ojos— melocotón en almíbar.

—¿Melocotón en almíbar? —preguntó extrañado.

—Sí; ¿hay?

—Compré dos botes ayer.

—Estás en todo, vaquero. —Le guiñé un ojo y añadí una buena cantidad de chocolate a mis pancakes.

—Soy neoyorquino, no texano, chica valiente.

—Bah... —musité, deleitándome con la boca llena—. ¡Dios, qué bueno! —añadí cuando pude tragar.

Él rio y se centró en observar con cuidado el contenido de una carpeta con solapas marrones, a la vez que bebía café y comprobaba algo en el ordenador portátil.

—¿No tienes que ir hoy al set de rodaje? —pregunté, robándole su taza de café, con lo que conseguí que me mirara de forma peligrosa.

—No puedes tomar café —dijo frunciendo los labios, y yo le saqué la lengua. Resopló y continuó—: No voy a ir, he estado calculando lo que me cuesta regresar a casa. —Me mostró un gráfico en la pantalla del ordenador—. Desde una hora cuarenta minutos hasta dos horas catorce minutos, dependiendo del clima, del tráfico o de si hay algún acto importante por el que cierren algunas calles.

—¿Qué has hecho qué? —Me atraganté con el café y le devolví la taza—. ¿Qué es esa carpeta?

—Sólo información —musitó él.

Se la arrebaté de golpe y me dispuse a leer, mientras Jay cruzaba los brazos.

—¡Joder! —exclamé al final—. ¡Has apuntado hasta mi temperatura corporal desde que me quedé embarazada! —Miré con detenimiento una de las páginas y arrugué la nariz—. ¡¿Cómo es posible que sepas justo qué día y a qué hora... —tragué saliva con fuerza—, leo textualmente: «di en la diana»?!

Se reclinó en la silla con gesto petulante y sonrió de forma sesgada.

—Catorce de diciembre, diez y treinta y seis minutos de la noche. Acabábamos de llegar de una cena con Malik y Mark. Fue ahí mismo, donde estás apoyada ahora. Recuerdo... mmm... que fue bastante excitante cuando gritaste mi nombre... mmm... siete veces seguidas.

Abrí la boca y me olvidé de cerrarla. Durante el tiempo que llevábamos juntos había aprendido a compartirlo con decenas de libretas de anotaciones, había descubierto cómo se abstraía cuando estaba concentrado escribiendo alguna escena, asombrado al averiguar lo que significa tener memoria fotográfica. Pero aquello, aquello lo superaba todo.

—Es que no puedo entender que siendo tan... meticuloso no lograras encontrarme en cinco años.

Y una leve vacilación en su gesto, sus pupilas que se dilataron de forma milimétrica, me dio la respuesta. Gemí, llevándome una mano al pecho.

—Lo hiciste —afirmé con voz ronca.

—Lo hice. Te encontré —asintió él con una sonrisa avergonzada.

—¿Y cómo? ¿Por qué... por qué no viniste a buscarme? —mascullé, con un nudo en la garganta.

—Fui a buscarte, chica valiente. —Y esta vez su sonrisa de súbito se tornó triste.

Me quedé en silencio, esperando una explicación. Jay alargó una mano y cogió la mía con firmeza, como si temiera que fuera a salir corriendo por la puerta, lo que no tenía intención de hacer porque estaba paralizada.

—No sabía cómo te llamabas ni a lo que te dedicabas, sólo que vivías en Madrid y que deseabas estudiar Educación Infantil. Así que lo intenté por ahí, tuve que esperar dos largos años. Promoción del año dos mil tres, Briseida Alvarado, veintiséis años. Tenías que ser tú. —Suspiró hondo—. Sin pensarlo, cogí el primer vuelo a España con tu dirección memorizada. No me atreví a llamar. Estuve horas plantado frente a tu casa, pensando cómo abordarte, qué decir, qué hacer cuando te viera...

—¿Y...? —pregunté en un susurro.

—Entonces te vi salir. Llevabas un vestido largo, granate, de encaje y manga hasta el codo y el pelo recogido en lo alto de la cabeza, con algunos mechones que te caían sobre la cara. Te cubrías con una estola de piel. Te detuviste un instante en la calle y miraste al cielo con gesto concentrado, después te apartaste un mechón, que se quedó prendido de tus labios pintados. Me quedé sin respiración y, cuando pude reaccionar, ya te habías metido en un taxi que esperaba en la puerta.

Sentí que apretaba mi mano con fuerza y que su mandíbula se tensaba por el esfuerzo.

—Cogí mi moto y te seguí desesperado. En un semáforo me detuve justo a tu lado. Mirabas afuera distraída, pero hubo un momento en que levantaste la vista y observaste mi casco de visera tintada. Creí... —se detuvo un instante—, creí que me habías reconocido.

—No lo recuerdo —musité con la mirada perdida.

Respiré sin llegar a respirar, porque en ese instante rememoré lo que relataba. Toño celebraba su cumpleaños con una fiesta privada en un pequeño palacete del centro histórico. Jay continuó hablando sereno, con una calma que a mí me era esquiva.

—Cuando el taxi paró, yo aparqué unos metros más adelante. Me quité el casco y estaba a punto de correr hacia ti cuando vi que tú, sin dirigirme ni una sola mirada, echabas a correr en dirección a... él. Te abrazó y te besó. Luego te hizo un comentario al oído y pude oír tu risa. Llegaron dos parejas más y los saludaste con entusiasmo. Antes de subir la escalera, te volviste una vez y miraste de nuevo el cielo. Sonreíste de forma extraña y él te cogió por la cintura para guiarte.

—Regresaste a Nueva York y te acostaste con Nadia. —Fui yo la que terminó la historia.

—Sí —contestó con gesto apesadumbrado.

—Jay, yo... —Necesitaba explicárselo de alguna manera—. Toño y yo intentamos que nuestro matrimonio funcionara, durante algún tiempo... Miraba al cielo creyendo que tú guiabas mis pasos...

—No tienes que justificarte, chica cobarde. Te vi, supe que estabas bien, que no habías muerto. Aunque en ese momento no lo comprendí, sí lo hice tiempo después.

—Creo que deberías irte a trabajar —murmuré, todavía sintiendo el dolor sordo de la pérdida, el ramalazo de los celos al saber que había estado con otras mujeres... Todo.

—No lo haré. Puedes ponerte de parto y no estoy seguro de llegar a tiempo —negó él con obstinación.

—No nacerá hoy. Estoy... estoy tan... ¡no sé cómo estoy! —siseé, y meneé la cabeza—. No creo que se atreva a asomar la cabeza —añadí, y me levanté tambaleante para dirigirme hacia el amplio salón.

Me detuve justo en el vestíbulo. Ni siquiera me dio tiempo de avistar el mullido sofá cuando sucedió. La contracción fue tan imprevista que me doblé hasta casi besar el suelo. Me incorporé y me apoyé resollando contra la pared.

—¡Jay! —grité—. ¡Cambio de planes! ¡Ni se te ocurra dejarme sola!

En un instante lo tenía junto a mí, sujetándome.

—Briseida —murmuró—, ¡joder, Bris! ¿Estás segura?

Él nunca me llamaba por mi nombre y que lo hiciera entonces me asustó. Asentí mordiéndome el labio con fuerza. Jay acercó una silla y me abandonó para subir corriendo la escalera a recoger mi bolso y la bolsa del bebé. Salimos al fresco y tormentoso día londinense y enseguida estuvimos en su coche. Un deportivo biplaza Jaguar de color gris metalizado.

Condujo con rapidez hasta internarnos en el tráfico de primera hora de la mañana, con las manos sujetando con firmeza el volante. Durante aquellos minutos me pregunté si en realidad estaría sujetándolo, o era el coche el que lo guiaba a él. Cerré los ojos cuando una nueva contracción me sobrevino y respiré con jadeos.

—Tranquila, mi amor, os llevaré a ti y a él. Llegaremos a tiempo —masculló—. Mi mujer y mi hijo. Al hospital —repitió, como si tuviera que afirmar esa idea para sí mismo.

Pero nos vimos atrapados por un monumental atasco en una de las vías principales. Jay tocó el claxon con desesperación y adelantó en zigzag a varios coches, sin conseguir avanzar más de unos metros.

—¿Cómo estás? —Se volvió hacia mí.

—Bien —balbuceé, sujetándome el abdomen mientras me mordía el labio.

—No, no lo estás. Nunca te había visto tan pálida —dijo, y yo pensé exactamente lo mismo de él.

De improviso, giró el volante y, cruzando la mediana decorada con arbustos todavía en flor, se metió en el carril contrario con determinación.

—Pero ¡¿qué estás haciendo?! —aullé, al ver que los vehículos nos lanzaban ráfagas de luz y hacían sonar el claxon mientras se apartaban al arcén.

—Te llevaré, Bris. De esto me encargo yo —aseguró, apretando la mandíbula.

—¡Ay, Dios! —gemí cuando vi un coche justo frente a nosotros.

Jay giró con brusquedad y lo esquivó.

—¡Nos vamos a matar! —grité, tapándome la cara con las manos.

En pocos minutos, aparte de los conductores cabreados nos seguían dos coches de la policía y un helicóptero, que me pareció que era de una agencia de noticias.

—¡Además de matarnos vas a conseguir que vayamos a la cárcel! —dije con desesperación, y Jay, ante las señales del coche oficial de que se detuviera de inmediato, levantó el dedo corazón haciéndoles una mueca—. ¡Señor! ¡Eres el hombre con nervios de acero! ¿Qué te pasa?

—¿Lo soy? —preguntó sin apartar la vista de la carretera y yo posé una mano sobre la suya, dándome cuenta de que temblaba tanto o más que yo.

Oí el teléfono y revolví en mi bolso. Era Vic.

—Bris... —canturreó—, estás en todas las cadenas de televisión. —Se quedó un momento en silencio y entonces llegó al agudo de soprano—. ¡¡¡¿Se puede saber qué coño te has tomado esta vez?!!! ¡Estás embarazada!

—Lo sé, me he puesto de parto. No sé, no sé si llegaremos al hospital a tiempo —siseé en un rápido castellano, esperando que Jay no me entendiera, pero él palideció un poco más y aceleró el deportivo, por lo que deduje que había comprendido cada palabra.

—¡Haz el favor de sacar un pañuelo blanco por la ventana! —exclamó Vic.

—¡No estamos en guerra! —contesté yo bastante crispada.

—Pero ¿es que no has visto ni una sola película de Paco Martínez Soria? —La oí repantingarse en el sofá de su despacho y masticar algo crujiente, como si estuviera disfrutando de un serial de televisión frente al ordenador.

—¡No! —rebatí.

—¡Tú sólo hazlo! —bramó ella, y colgó.

Busqué desesperada en mi bolso y no encontré nada apropiado. Giré la vista dentro del coche y en el asiento trasero descubrí una caja de cartón. Me estiré para revolver el contenido y conseguí una especie de pañoleta de vivos colores.

—¿Qué es esto? —pregunté bajando la ventanilla.

—Parte del atrezo de la película —respondió Jay.

Y yo solté la pañoleta de vivos colores agitándola por la ventanilla. Un golpe de aire se la llevó volando. Gemí con fuerza mientras observaba su recorrido por el cielo a través del espejo retrovisor. Aterrizó justo sobre la luna frontal del vehículo de la policía que nos seguía, extendiéndose como si de un mantel de picnic se tratara. Sólo que no era un mantel.

—¡Ay, Señor! —agaché la cabeza—, ¡de ésta nos deportan!

El coche de policía viró bruscamente y chocó con la mediana, quedándose parado. Vi salir a los dos agentes gritándonos algo, pero no me hizo falta escuchar lo que era.

—¡Bien hecho, nena! —Jay sonrió por primera vez—. Ésos me estaban jodiendo de veras con las luces.

Cogí el teléfono, que vibró sobre mis rodillas.

—¿Sí? —le respondí a Vic con voz trémula.

—¡Joder, Bris! ¡¡¡Una bandera americana!!! ¡Una puta bandera americana volando para aterrizar en un coche de policía inglés! ¡Guapa, cuando pienso que no te vas a superar... vas y la jodes del todo! ¡No veas el cachondeo que tenemos en la oficina! ¡Me meo, es que me meo! —soltó, sin hacer una sola pausa, y colgó el teléfono.

—Dime que estamos llegando, por favor —musité, sintiéndome superada por la situación.

—Estamos llegando, chica delincuente —contestó Jay, girando con rapidez para internarse en las plácidas y tranquilas calles que bordeaban el hospital.

Pero no se detuvo en la garita de seguridad, sino que atravesó la barrera, que saltó en mil pedazos y, del impulso, hasta subió el vehículo tres peldaños de la entrada del hospital. Apagó el contacto y corrió para ayudarme a salir. En ese momento llegó un coche de policía, que frenó en seco a un metro de nosotros.

—¡Deténganse! —ordenó el agente.

Jay se volvió un instante, llevándome de la mano, entornó los ojos y le lanzó las llaves del coche con arrogancia.

—¡Quédenselo! Pagará parte de la multa —dijo, tirando de mí hacia el vestíbulo.

Allí, aparte del equipo médico, nos esperaba un hombre bajito, enjuto, vestido con un traje de tweed y gafas de pasta negra. Rondaba los cincuenta años y parecía ser el único que mantenía la calma.

—Señor Hamilton —saludó Jay—, asegúrese de sacarme de ésta, al menos durante unas horas.

—Es mi trabajo, señor Stern —contestó el hombre con dignidad y detuvo a los agentes en cuanto éstos traspasaron el umbral.

—¿También has llamado a tu abogado? —mascullé, sentándome en una silla de ruedas.

Jay apartó al celador y él mismo se ocupó de guiarme. Un simple encogimiento de hombros fue su respuesta.

En pocos minutos me habían preparado e informado de que el parto era inminente.

—¿No me pueden dar algo para el dolor? —pregunté, encogiendo las piernas ante otra contracción.

—Demasiado tarde. La llevamos al paritorio —me informó el doctor Gordon, que me había tratado durante todo el embarazo.

Sí, realmente necesitaba algo para el dolor, porque no había sentido un dolor así en toda mi vida. Un dolor físico como si una sierra eléctrica me abriera en canal. Grité, resollé y golpeé a Jay todo lo que pude, hasta que al final depositaron a nuestro hijo sobre mi vientre.

—Olvídate de la parejita y mucho más del trío —siseé entornando los ojos, mientras acunaba a nuestro bebé.

Jay asintió, creo que demasiado impresionado por lo que acababa de ver. Me cogió la mano con fuerza y me besó la frente perlada de sudor.

—Te quiero, chica valiente —murmuró.

—¿Cuántas van?

—Dos mil ochocientas setenta y nueve veces.

—Te alcanzaré, algún día te alcanzaré —susurré, y por fin me quedé dormida.

 

* * *

 

Desperté en una habitación privada con vistas a los jardines. Malik estaba sentado junto a mí, leyendo un libro, y mi bebé en el otro lado, en una pequeña cuna. Sonreí con calidez y examiné la habitación con detenimiento.

—¿Dónde está Jay? —pregunté con voz ronca.

Malik levantó la vista y me sonrió.

—Tranquila, Bris; se lo ha llevado la policía para interrogarlo, no creo que tarde mucho... espero.

Hice pucheros y casi estuve a punto de echarme a llorar.

—¿Es que no nos puede salir nada bien?

—Tienes un hijo precioso, con un padrino excelente. —Enarcó una ceja—. Y un marido que te adora. Creo que todo está bien.

—No, no lo está. Debería estar con Jay.

—Mark lo ha acompañado, no está solo —murmuró no queriendo despertar al pequeño.

Como si hubiese oído que estábamos hablando de él, entró Jay. Su corbata había desaparecido, llevaba la chaqueta del traje colgada de un brazo y el pelo alborotado. Sin embargo, sus ojos brillaban como nunca lo habían hecho con anterioridad.

—¿Estás bien? —preguntó acercándose con premura hacia mí.

—Lo estoy —afirmé—; ahora que estás tú aquí, lo estoy.

Sonrió de forma sesgada y se inclinó sobre la cuna.

—Puedes cogerlo —dije.

Él se apartó con algo de reparo y dejó la chaqueta sobre una silla. Cruzó los brazos y mostró una expresión impenetrable.

—No creo que sea necesario; lo despertaré.

Malik y yo intercambiamos una mirada de entendimiento.

—Jay, ¿tienes miedo de cogerlo? —inquirí.

—No quiero hacerle daño, es tan pequeño... —murmuró frunciendo los labios.

Sentí su cuerpo completamente tenso bajo la tela de la camisa y su respiración agitada.

—No le vas a hacer daño —susurré.

Él retrocedió todavía más hacia la ventana y se apoyó de forma indolente en el alféizar.

—¿Cómo puedes saberlo? —Su voz sonó demasiado ronca.

—Porque tú no eres como tu padre. Nunca lo serás —dije incorporándome con dificultad.

—Tú lo no lo llegaste a conocer bien.

—Pero te conozco a ti.

—No puedo hacerlo, chica valiente. Por ahora no. Tal vez me haya convertido en un chico cobarde.

—Nunca has sido un chico cobarde, ni tampoco lo eres ahora —repliqué. Pero no conseguí de él más que una mueca de dolor. Se quedó tenso, a la espera, sin apartar la vista de su hijo ni un instante.

Y en ese momento se abrió la puerta y apareció Vic. Llevaba un vestido de color violeta, largo, con flores de hibisco estampadas. Parecía una mesa camilla hippie. La miré con adoración.

—¿Cómo está mi ahijado? —exclamó, acercándose a mí para darme un beso, y después fue hacia la cuna, junto a la que emitió una serie de gorjeos de cariño mientras se secaba las lágrimas.

Malik se levantó y la saludó en un correcto y breve inglés, y ella le contestó «That’s right», que era lo último que había aprendido en ese idioma. Se habían conocido en nuestra boda más de un año antes y los dos se habían erigido como padrinos del bebé en cuanto supieron que yo estaba embarazada. Sin embargo, ni ella sabía inglés ni él español, por lo que su conversación moría antes de empezar. Afortunadamente, porque si supieran de todo lo que podían hablar...

—¿Qué le pasa a Jay? —preguntó Vic mirándome con suspicacia.

—Pánico paternal —contesté yo.

—¡Déjalo en mis manos! —dijo.

Se inclinó sobre la cunita y cogió al pequeño con cuidado. Jay abrió los ojos y estuvo a punto de decir algo, pero cerró la boca y cruzó con más fuerza los brazos. Vic lo miró con una sonrisa de encantadora de serpientes y se acercó a él. Sin darle tiempo a pensarlo, le puso al bebé sobre los brazos y Jay se vio obligado a sujetar a su hijo con un jadeo de espanto. Palideció de repente y por un momento creí que iba a desmayarse. Estaba a punto de levantarme cuando lo vi recuperarse y comenzar a mecer al bebé. Y entonces, sonrió. Y yo sonreí. Y Malik y Vic sonrieron. Y el bebé emitió un aullido que nos taladró los tímpanos. Y Jay perdió la sonrisa, yo me mordí el labio y Malik y Vic estallaron en carcajadas.

—Y ahora ¿qué hago? —preguntó Jay con gesto agónico.

—Puedes... no sé, cántale algo, a ver si se tranquiliza.

—¿Que le cante? ¿El qué?

—Una vez me dijiste que tu madre te solía cantar cuando tú tenías miedo. Creo que vas a tener que hacerlo a menudo con tu propio hijo.

—Ah, bien, eso —masculló, y se aclaró la voz para entonar algo extraño que traduje más o menos como que nuestro hijo debía cargar las pistolas y venir con sus amigos.

—Pero ¡¿qué dice?! —murmuró Malik observándolo con detenimiento.

Yo meneé la cabeza con resignación al reconocer la canción.

—¿Nirvana? —preguntó Vic al final.

—Nirvana —confirmé yo—. Anda que no hay canciones...

Pero ninguno quisimos interrumpirlo, ya que parecía que había conseguido calmar al pequeño, que ahora alargaba las manos y gorjeaba divertido en brazos de su padre... incluso cuando cantó que cuando se volvía malvado era cuando lo hacía mejor y que se sentía afortunado de tener ese don.

Y todos coreamos el pegadizo estribillo de una sola palabra.

Cuando el bebé se durmió, Jay lo dejó en la cuna de nuevo con tremendo cuidado y se acercó a mí. Se sentó en el lateral de la cama y me cogió la mano izquierda, girando la alianza con deliberada lentitud.

—Te amo, chica valiente. Si supieras cuánto te amo...

Observé de reojo cómo Malik se centraba en su libro con una sonrisa y Vic se secaba una lágrima traicionera.

—Dos mil ochocientas ochenta —contesté.

—Todavía me quedan muchos Te quiero, mi vida.

—¿Cuántos? —Levanté la vista hacia él, que me sonrió con infinita ternura.

Me acarició el pelo y me besó con suavidad en la boca.

—Todos los del mundo.