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«Querido diario... siempre pensé que lo conseguirías»
Mi hermano me ha perdonado. Le ha costado más de tres años. Y lo ha hecho invitándome al cine. Cuando llegué, lo vi mirando el móvil y levantó la vista hacia mí, ofreciéndome lo que quería ser una sonrisa de tregua. Nunca he tenido mucha relación con él al llevarnos tantos años; yo era la chiquilla que lo adoraba y lo perseguía, viendo en él a alguien a quien parecerme. Nos saludamos con un «hola» y él alargó la mano, para después meterla en el bolsillo de su abrigo negro como si se arrepintiera.
—Ya he cogido las entradas.
—¿Qué película es? —pregunté.
—Ocean’s Twelve.
—No la conozco —contesté frunciendo el cejo.
—Joder, hermanita; ¿cuánto tiempo hace que no sales?
—Bastante, tengo mucho trabajo —respondí—. Bueno, la semana pasada fui a la ópera.
—Ya... entiendo —musitó él—. Vamos o llegaremos tarde.
Hacía mucho tiempo que no veía una película. Y mucho más que no veía una película americana y fue... fue demoledor. Tuve que esconder la cara varias veces tras un pañuelo ajado, conteniendo las lágrimas, sin que mi hermano se diera cuenta de nada. No era el argumento, era imaginarte allí, compartiendo escenas, consiguiendo tu sueño.
Al salir me invitó a tomar una copa. Nos acercamos a un bar de moda, todo decorado en metal y colores oscuros. Pedí un vodka con lima y él un whisky. Me sentía incómoda, la conversación había muerto antes de la película y no había resucitado.
—Debes empezar a mirar hacia el futuro; si sólo miras hacia el pasado desperdiciarás toda tu vida —dijo él al final, como si hubiera ensayado esa frase durante los casi cuatro años que llevábamos sin hablarnos.
—Eduardo, no sabes nada de mi vida, déjalo, por favor —murmuré bebiendo de mi copa de balón.
—Sé que sigues sufriendo por algo que ya no se puede cambiar y me gustaría recuperar a mi hermana pequeña.
—¿A cuál de ellas?
—A la que, desafiada por un grupo de mocosos, se subió a un castaño y se cayó dentro. Yo tuve que rescatarte, ¿lo recuerdas?
—Lo recuerdo. —Sonreí levemente.
—A la que pillé cantando a voz en grito Is this Love,[5] de Whitesnake, bailando sobre la cama, antes de que los vecinos aporrearan nuestra puerta junto con la policía.
Sonreí con más intensidad.
—A la que organizó una acampada en plena sierra madrileña y se dejó las bolsas de la comida en casa y además plantó la tienda bajo un cartel que rezaba «PROHIBIDO ACAMPAR». —Meneó la cabeza—. Todavía recuerdo el enfado de papá cuando te trajo la Guardia Civil borracha a las cinco de la madrugada.
—No me dejé las bolsas de la bebida, olvidé sólo las de la comida —dije en mi defensa.
—A esa hermana quiero recuperar. A la que me sacaba de quicio, me revolvía la ropa, se metía con todas mis novias y enamoraba a todos mis amigos.
—¿Eso hacía? —pregunté con la voz teñida de melancolía.
—Sí.
Nos quedamos un momento en silencio y por fin tuve el valor de hablar.
—Era bueno, muy bueno. Hubiera conseguido triunfar, tenía un rostro que la cámara adoraba, una mirada que traspasaba tu alma y te hacía estremecer. Conquistaba, en una palabra.
—Creo que empiezo a entenderlo —susurró él.
—Se lo merecía, Eduardo, no tenía nada en la vida, se lo merecía —repetí—. No fue justo —terminé con la voz rota.
—Pocas veces la vida es justa, hermanita, muy pocas —contestó, dejó su vaso sobre la barra y me abrazó con fuerza, con la intensidad que da pasar más de tres años odiando a una persona, para darte cuenta al final de que no merece tu odio.