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Tú y yo... por fin

 

 

 

Me di la vuelta poco a poco y me quedé inmóvil mirando la imagen, el espectro, el ente conjurado por mi mente o lo que quiera que fuese, que estaba de pie en el centro del mirador. Llevaba la misma cazadora de cuero cerrada, unos vaqueros negros y las Doc Martens desatadas. Tenía las manos metidas en los bolsillos del pantalón y sus ojos relucían bajo las luces artificiales que se filtraban del exterior, con un anhelo que me hizo estremecer.

Pero no podía ser él, él estaba muerto.

Emití un aullido desgarrador, me aferré con desesperación al bolso y temblé a punto de desplomarme.

Jay avanzó un paso y alargó una mano hacia mí.

Yo retrocedí ese paso y miré fugazmente la escalera con ánimo de escapar.

—Esta vez no, chica cobarde. —Y sonrió de forma sesgada—. Esta vez, no huirás.

—Estás muerto —murmuré, creyendo que hablaba con un fantasma.

—No lo estoy.

—Sí lo estás.

Él caminó hasta situarse frente a mí y dio un leve suspiro.

—No lo estoy —repitió.

—Por favor —supliqué con los ojos brillantes por las lágrimas—, no me hagas esto. Ya ha sido muy difícil vivir sin ti estos años.

Y de improviso, sus manos enmarcaron mi rostro y yo comencé a temblar sin control.

—Mírame bien, chica cobarde. Soy yo.

Levanté la vista hasta que nuestros ojos se encontraron y toda la sangre se marchó de mi cuerpo para concentrarse en mi cerebro, que estalló como si fuera una granada. Lo último que recuerdo fue que mis piernas flaquearon y me deslicé hacia el suelo, con su voz llamándome de forma imperativa una y otra vez.

Cuando abrí los ojos sólo percibí una inquietante oscuridad a mi alrededor. Asustada, no sabía dónde me encontraba. Giré la cara e intenté incorporarme sin recordar qué hacía allí. Jay estaba a mi lado, acuclillado, observándome con intensidad mientras mantenía mi mano sujeta con las suyas. La sensación de abotargamiento sensorial regresó con fuerza y me vi inmersa en uno de mis sueños.

—No puedes ser real —susurré.

Pero él no habló. Se inclinó sobre mí y posó sus labios sobre los míos. Me quedé tan sorprendida al sentirlo que intenté balbucear algo ininteligible, al tiempo que su lengua se internaba en mi boca con exquisita ternura. Sin pensar, levanté los brazos y sujeté con fuerza el cabello de su nuca, atrayéndolo contra mí con desesperación. Se apartó con una sonrisa triste y su mano se posó en mi rostro. Cerré los ojos y me incliné sobre su calidez. Sollocé de forma incontrolable y él me acarició el pelo con ternura.

—Chica cobarde, ¿no me esperabas? ¿No has venido a buscarme? —preguntó con su voz ronca.

Levanté la vista entre lágrimas, sin saber si vivía un sueño o la realidad me traicionaba de nuevo.

—Jay, siempre he estado buscándote, en cada cuerpo, en cada rostro, en cada aroma... siempre.

—Mi amor —susurró, cogiéndome en brazos hasta ponerme a su altura—. Creía que nunca más podría besar tus labios, tenerte entre mis brazos.

Y comencé a temblar de nuevo sin control. Lo abracé por la cintura y hundí la cara en su pecho, aspirando con fuerza, como si pudiera absorber su esencia vital con sólo ese gesto. Él se inclinó sobre mí y me besó una y otra vez la coronilla sin descanso.

—No me sueltes, no te separes de mí o me caeré —murmuré.

—No lo haré. Nunca más lo haré —prometió.

—Creía que habías muerto —musité.

—Yo pensé lo mismo de ti.

—¿Qué sucedió, Jay? —Levanté los ojos hasta encontrarme con los suyos.

Suspiró hondo, armándose de valor, y empezó a relatar lo ocurrido aquel fatídico día.

—Fui uno de los primeros heridos que evacuaron y cuando me desperté dos días después, fue imposible localizarte. Tu teléfono había dejado de funcionar y no habías vuelto al apartamento. Me volví loco. Contraté a varios detectives privados, que lograron dar con un policía que explicó que habías intentado saltarte el control de seguridad varias veces. Dijo que después de que se derrumbara la Torre Sur no volvió a verte. Y supe que habías muerto. —Se quedó en silencio y noté que su cuerpo temblaba tanto como el mío, como si fuéramos dos barcos varados en una tormenta, sujetos por cuerdas el uno al otro—. No hubo manera de saber de ti después de aquello. Lancé mensajes, proclamas, todo lo que se me ocurrió. Incluso pagué a los vigilantes del Empire para que me informaran si una mujer de tus características aparecía por aquí, y todos los años venía dos veces. Te hablaba en sueños, despierto, en mis pesadillas, en las noches en vela... —Cogió aire con fuerza—. Te amaba tanto que pensé que si estabas en algún sitio tendrías que sentirlo.

—Lo sentí, Jay, lo sentí cada día. Pero no quería creerlo, hacerlo me llevaba al abismo una y otra vez y pensé que no deseabas eso para mí. Que te habías quedado junto a mí para cuidarme y protegerme, como un ángel de ojos melancólicos lleno de tatuajes. Fuiste lo que me destruyó y fuiste lo que me dio fuerzas para continuar. Lo fuiste todo.

—¿Lo conseguiste? ¿Eres una chica valiente?

—He conseguido algunas cosas y tuve que perderte a ti para darme cuenta de que los sueños no tienen valor si no los compartes con la persona que amas. Y ése has sido tú desde el principio.

—Te amo tanto, joder, te amo tanto —murmuró, apretándome con tal fuerza que sus palabras rompieron todas las defensas que había construido para olvidarlo.

—Te amo, Jay, siempre te he amado —confesé.

—Lo sé, lo oí aquel día. Te oí gritándolo sin cesar y me sentí el hombre más feliz de la tierra.

Permanecimos abrazados, enlazados, con nuestros cuerpos pegados, sin poder separarnos ni un instante mientras nos besábamos con toda la pasión y el deseo acumulados en los años que habíamos perdido. Se apartó a regañadientes y me cogió la mano con suavidad para posarla sobre su corazón.

—Sólo tu recuerdo ha hecho que siguiera latiendo —murmuró, y una lágrima silenciosa se deslizó por su mejilla cubierta por una descuidada barba de pocos días.

Se la sequé con un beso y oculté el rostro en su cuello, aspirando su aroma.

—¿Qué... qué sucedió con el bebé? —inquirió roncamente.

Me separé lo justo para mirarlo a escasos centímetros de sus ojos y gemí, dejando caer la frente sobre su torso.

—Lo perdí —dije en un susurro de dolor, que brotó desde lo más hondo de mi pecho.

Él se mantuvo en silencio y me estrechó con los brazos. ¿Cómo pude pensar que no lo sabía? ¿Que no había oído que lo amaba? Jay me conocía mejor que nadie, cualquier pequeño cambio en mi cuerpo, en mi estado de ánimo, lo adivinaba al instante.

—Ya pasó, mi amor, ya pasó —susurró, sin dejar de acariciarme—. Hoy empieza el resto de nuestras vidas. La vida que nos merecemos —continuó, y cogió mi mano con fuerza a la vez que con la otra tecleaba en el teléfono de forma furiosa—. Es hora de regresar a casa, chica valiente.

En cuanto llegamos a los ascensores, éstos habían sido desbloqueados y pudimos bajar, sin despegarnos, todos los pisos hasta llegar a la central de seguridad, donde me devolvieron mis documentos de identidad. Jay se quedó un momento parado junto a las puertas acristaladas y me miró con intensidad.

—¿Me dirás ahora cómo te llamas?

—Briseida.

Negó con la cabeza con pesar.

—¿Cómo no lo adiviné? La esclava de Aquiles a la que no le permitieron ser lo que ella deseaba.

—¿Por qué no lo comprobaste, Jay? ¿Por qué no miraste nunca mi pasaporte?

—Porque quise respetar tu deseo. Cuando te sintieras libre, me lo dirías. Nunca pude imaginar que...

Se frotó los ojos con cansancio y vi que a él aquellos cinco años también le habían dejado secuelas perennes. Unas arrugas de aflicción se marcaron, rodeándolos.

Tragué saliva con fuerza y me esforcé por sonreír.

—¿Y el tuyo? ¿James, Jordan, Jim, Joey, Jeff?

—Jared.

—¿Jared?

—Sí, Jared Stern.

Un recuerdo lejano vibró un instante en mi cerebro y desapareció al momento, perdido entre los sentimientos que me rodeaban. Me puse frente a él y le tendí la mano.

—Encantada de conocerlo, chico actor que hace galletas.

—Es un placer, chica cobarde que se convirtió en chica valiente.

Me arrastró de la mano hasta que me tuvo entre sus brazos de nuevo. Y en ese momento, un chófer se bajó de un Ferrari Testarossa negro en la entrada y me abrió la puerta.

—¿Y esto? —inquirí.

—Es un coche.

—Ah, ya —mascullé, y vi que se sentaba en el asiento del conductor. Yo me subí también.

Con rapidez se incorporó al tráfico y yo observé su perfil perfecto concentrado en las calles de Nueva York.

—¿Adónde vamos? —pregunté.

—A mi casa —contestó él, y percibí su tensión en la forma de sujetar el volante de cuero negro.

—¿En el norte? ¿Harlem? —inquirí de nuevo.

—No.

Lo miré entrecerrando los ojos, sabiendo que ocultaba algo, y mi anillo brilló ante las luces artificiales de la acera.

—Jay, ¿por qué tengo un anillo que vale más de cincuenta mil dólares?

Él desvió una única vez la vista hacia mí y pronunció sólo dos palabras:

—Ahora no.

Lo observé con intensidad, con el mismo detenimiento que él había mostrado la primera vez que me vio. Su gesto concentrado, su mandíbula tensa, las manos sujetando el volante casi con rabia. Y en ese momento, como si llevase una eternidad esperando a decirlo, por fin lo confesé, porque a veces un simple instante, una simple imagen te hacen darte cuenta de lo efímera que es la vida y de lo que de verdad quieres.

—Quiero pasar contigo el resto de mi vida; ¿aceptas?

Detuvo el automóvil con un giro brusco que casi hizo que se subiera al bordillo de la acera y dejó caer la cabeza sobre el volante.

—Gracias, joder, gracias, chica valiente —murmuró con voz ronca y después se irguió para traspasarme con su mirada verde penetrante—. ¡Maldita sea! Por un momento he creído que, después de tanto tiempo, tú ya tendrías la vida que buscabas, estarías casada y con hijos de otro hombre que no era yo. Que me habrías olvidado, que habrías pasado página.

—Pasé página —dije, enredando los dedos en su cabello grueso y suave, consciente de que en ese momento él necesitaba más consuelo que yo—, pero en cada página seguías estando tú.

—Te quiero más que a mi propia vida. ¿Qué pasa si acepto? Llevo cinco años esperándote. Sólo ansío que a partir de hoy sigas pensando lo mismo.

—¿Por qué iba a pensar de otra manera? —pregunté extrañada, y en ese momento me fijé en que nos habíamos detenido en un edificio que me resultó familiar—. ¿Te han prestado el apartamento del viejo verde podrido de dinero?

Apagó el motor y me cogió las manos entre las suyas, acariciándolas, a la vez que me observaba fijamente.

—Chica valiente, yo soy el viejo verde podrido de dinero. Siempre lo he sido.

—Pero ¡¿qué...?! —No me dio tiempo a decir nada más. Él ya había salido y estaba tirando de mí.

Tropecé con el bordillo y caí en sus brazos. Le lanzó las llaves del coche al portero, que las cogió al vuelo, y luego Jay me arrastró al vestíbulo del edificio. Las puertas del ascensor se abrieron y me vi empujada adentro con firmeza.

—¿Me quieres explicar que...?

—No. Ahora no —me interrumpió él aprisionándome contra la pared acristalada para devorar mis labios una vez más.

Ni siquiera me di cuenta de que el ascensor se había detenido y, jadeando, me vi arrastrada de nuevo al interior del amplio apartamento.

—Jay —dije—, ¿qué está pasando?

—No —exclamó él, desatándome el cinturón del abrigo con rapidez.

—Jay, yo...

Sus labios chocaron con los míos con fiereza y le eché los brazos al cuello, rindiéndome. Se apartó con un gemido ronco y buscó mi mirada pensativo. Aproveché su súbito descuido para intentarlo de nuevo.

—Jay, necesito que... ¡aahhhh! —grité, cuando me vi izada sobre su hombro.

Le golpeé la espalda con los puños mientras él subía de dos en dos los escalones hasta la habitación principal. Allí me dejó caer sobre la cama y, antes de que yo me incorporara, ya se había deshecho de la cazadora de cuero y de la camiseta negra de manga larga que llevaba debajo.

—¡Jay! Quiero... —insistí de nuevo.

Él se dejó caer encima de mí con suavidad y me sujetó las muñecas sobre la cabeza.

—No. Ahora no —negó, mirándome con estudiado detenimiento.

—Pero yo...

—No. Ahora necesito una cosa con desesperación. Sólo deseo estar en tu interior hasta que dejes de respirar, hasta que yo deje de respirar, ¿entendido? —pidió.

—Yo...

—Sólo eso, chica valiente. Por favor —suplicó, y sus ojos brillantes atravesaron los míos.

Asentí levemente con la cabeza y él me soltó las manos para bajarme la cremallera del vestido, que acabó desgarrando y tirando al suelo, a la vez que se deshacía con dos bruscos empujones de sus botas y del pantalón vaquero.

Rodamos encima de la cama en un lío de brazos y piernas entrelazados y nuestra ropa interior desapareció con extraordinaria rapidez. Sentí su peso sobre mí y mi cuerpo por fin reconoció al hombre. Gemí y su barba descuidada arañó la piel de mi pecho, mientras sentía cómo luchaba por contenerse, por ser suave y tierno. Recorrí su espalda con las manos y atrapé sus glúteos tensos, empujándolo a mi interior. Noté su respiración agitada en la mejilla y oí sus palabras como si provinieran de algún lugar lejano.

—Joder, chica valiente, no podré hacerlo despacio.

—No me robes las palabras —susurré.

—Tú me robaste el alma primero —jadeó, introduciéndose en mi interior con fuerza.

Me arqueé y lo recibí, rodeando su cuerpo con las piernas, siguiendo su ritmo frenético. Nos juntamos y nos separamos envueltos en sudor y gemidos. Nuestras bocas chocaron y se desafiaron para alcanzar la tregua unidas. Le mordí el hombro y ahogué un gruñido casi animal, a la vez que sentía que él se internaba en mí hasta el fondo por última vez. Dejé caer la cabeza en el edredón que cubría la enorme cama y busqué sus ojos con desesperación. Su mirada encontró la mía y permanecimos así, inmóviles durante una eternidad.

—Eres mi hogar, chica valiente, siempre lo has sido —murmuró.

—Te amo —contesté.

Se dejó caer con suavidad sobre mi pecho y me abrazó con fuerza. Sentí que me estremecía y él lo hizo conmigo.

—No vuelvas a abandonarme. Nunca —suplicó.

—No me robes las palabras —respondí de nuevo, y besé su frente húmeda.

Salió de mi cuerpo con lentitud y se tumbó a mi lado, atrayéndome hacia su pecho, donde descansé el rostro como si nunca lo hubiera abandonado.

—Te prometo que no siempre será así. —Sentí que sonreía al decirlo y cogí su mano entrelazando sus dedos con los míos.

—Prométeme que siempre será así —repliqué, y su pecho vibró por la risa contenida.

—Te amo, chica valiente, joder, si supieras cuánto te amo... —susurró.

—Lo sé —dije, y cerré los ojos.

Había vuelto a casa.

 

* * *

 

Me desperté algunas horas después, sin saber dónde me encontraba. Sus piernas me rodeaban y su brazo me sujetaba con fuerza la cintura. Jay gimió de forma entrecortada y se aferró más a mi cuerpo. Me mantuve inmóvil hasta que su respiración se serenó de nuevo; entonces me incorporé con lentitud y en silencio. Él se removió en sueños y se volvió para abrazar la almohada. Suspiró y yo aproveché para levantarme y rebuscar entre el revoltijo de ropa algo que ponerme. Cogí su camiseta y me la pasé por la cabeza. Me llegaba a media pierna y tuve que recogerme las mangas hasta el codo. Salí descalza y bajé corriendo la escalera de madera pulida.

Una pequeña luz iridiscente llamó mi atención desde el salón y me acerqué despacio. Jadeé cuando vi lo que iluminaba y tendí una mano para rozar el cristal traslúcido que cubría el cuadro.

—El Degas —murmuré—. Pero, Jay, ¿quién demonios eres?

Me aparté con el corazón golpeando mi boca y me vi en un retrato inmenso, al otro lado de la pantalla de plasma del televisor. Era una fotografía que Malik me había sacado justo antes de coger el taxi en dirección a nuestra primera cita, con el vestido granate y sonriendo con confianza a la cámara. Recorrí la estancia y descubrí decenas de fotografías; cogí una de Jay de niño junto a una mujer rubia y extraordinariamente bella, de ojos verdes, que vestía una falda acampanada y llevaba un pañuelo alrededor del cuello. El pequeño Jay le abrazaba la cintura con posesión. Su madre. Seguí descubriendo pequeños retazos de su pasado: él en una función, saludando al público con apenas diez años, él cantando junto a su madre, caracterizado de golfillo, él vestido con un esmoquin y cogido de la mano de su madre en una alfombra roja. No conseguí ver ninguna de su padre, pero sí la misma que me acababan de regalar Malik, Penny, Lulah y Mara, sobre una mesa auxiliar lacada en blanco junto al sofá.

—¡Dios! —mascullé, tapándome la boca con la mano.

Me di la vuelta deprisa y abrí un par de puertas sin encontrar lo que buscaba, hasta que tras la tercera, justo al lado del estudio, vi su despacho. Era un pequeño cubículo con una ventana que daba a la calle y estores negros cubriéndola. Todo estaba atestado de libros, papeles, libretas con anotaciones y un ordenador portátil conectado a una impresora con escáner y fax. Me senté en el sillón de piel y sentí la presencia de Jay en aquel lugar como no la había sentido en toda la casa. Supe que aquél era su refugio y donde pasaba la mayor parte del tiempo. Conecté el ordenador y crucé los dedos, esperando que no tuviera contraseña. La tenía. Mascullé una maldición y me levanté, paseándome entre las estanterías al tiempo que pensaba cuál sería. Recordé el tatuaje de su brazo y estuve a punto de lanzar una exclamación. Me senté de nuevo sobre una pierna y balanceando la otra mientras tecleaba furiosa dos palabras: chica cobarde. Ahí estaba, el acceso a toda la información acumulada en la memoria del aparato. Él no quería hablar, pero yo necesitaba saber. Pulsé el icono del buscador y tecleé su nombre completo.

Jadeé al ver los resultados: 18.473.257.

—¡Joder! Pero ¿quién eres, Jay? —repetí.

Leí diversos resultados e imágenes. Las fotografías y los textos fueron inundando mi cerebro dormido desde hacía cinco años y me pregunté cómo había sido tan tonta de no verlo. «La conocida actriz y cantante Laurel Stern muere de forma trágica, dejando a su hijo de sólo ocho años», «¿Realmente Jared Stern mató a aquel hombre?», «Jared Stern condenado por homicidio imprudente», junto con una fotografía de Jay adolescente, con el pelo largo y desgreñado mirando desafiante a la cámara, mientras salía esposado de los juzgados de Nueva York. «Chico malo de Hollywood vuelve a las andadas; ¿un juguete roto?» y un largo artículo de varios años antes de conocerlo yo, de su último ingreso en el hospital por sobredosis. «Jared Stern consigue los dos Oscar más preciados de la última gala, el de mejor actor y el de mejor guion adaptado», junto a una imagen de él en esmoquin, posando con cada Oscar en una mano y sonriendo ampliamente.

—¡Qué! ¿Los Oscar son de él? —exclamé, sin poder dejar de mirar la pantalla.

«Después de un largo descanso, Jared Stern vuelve a los escenarios de Broadway con la obra de Tenesse Williams, El Zoo de Cristal.» Miré la fecha, fue un año antes de conocernos.

Había también varias, muchas, demasiadas imágenes en fiestas acompañado por mujeres que distaban mucho de ser como yo. Todas ellas compartían altura, cuerpo de modelo y falsa sonrisa. Algunas eran actrices conocidas, otras simples aspirantes, había dos cantantes y una directora.

—¡Mierda! —siseé, a punto de echarme a llorar.

Seguí bajando a la época en que ya no estábamos juntos. «Jared Stern desafía al mundo con su última película rodada en Praga.» Había varias imágenes del rodaje, y él parecía diferente; su mirada se había tornado más melancólica, se lo veía más delgado y con frecuencia aparecía con la cabeza gacha y las manos metidas en el pantalón vaquero, con los hombros inclinados, como si llevara el peso del mundo sobre su espalda.

—Así que al final hizo la película... —musité.

Las siguientes eran de la entrega de los Oscar dos años después de aquello. Había un vídeo de enlace; lo abrí y me recosté en el asiento, con la mirada fija en él. Una imagen con los cuatro nominados y un aplauso atronador al pronunciar su nombre. Jay se levantaba de su butaca y se ponía la mano derecha sobre el abdomen, haciendo una pequeña inclinación de cabeza y sonriendo con tristeza. Luego corría hasta la escalera, que subía de dos en dos, y sujetaba con fuerza el premio entre las manos. Lo ovacionaban un momento, después se hacía el silencio y un solo foco lo iluminaba. «Gracias, gracias a todos —decía con su voz ronca tan característica. Hacía una pausa y respiraba hondo. Después levantaba la vista y la cámara enfocaba directamente sus ojos—. Muchos me preguntan cómo fui capaz de interpretar la desolación de un hombre en esta película, cómo lo hice tan real. La respuesta es sencilla. No tuve que interpretar, yo estaba destrozado. Acababa de perder a la mujer que había sido toda mi vida. Mi chica cobarde. Ella me dio una razón para seguir viviendo y ahora vivo por su recuerdo. Todavía tengo esperanza. —Su mirada se tornaba en extremo nostálgica y noté la tensión en su mano al sujetar el Oscar—. Te sigo esperando, chica cobarde, allí donde estés.» Luego levantó el premio hacia el cielo y mandó un beso con la otra mano.

Me llevé la mano a la boca para contener los sollozos. Comencé a temblar y las lágrimas arrasaron mis ojos.

—¡Oh, Dios! ¡Oh, Dios! —gemí.

Debería haber apagado el ordenador en ese momento. Pero no lo hice. Seguí mirando los años posteriores y encontré varios titulares «Todas queremos ser la chica cobarde»; el artículo estaba escrito por una columnista famosa en una revista de moda. Sonreí a mi pesar; si me hubieran visto en esa época, nadie en su sano juicio habría querido ser yo. Pasé a las siguientes noticias y entre ellas saltó una imagen de Jay de la mano de una mujer morena que caminaba un poco detrás de él. Era de noche y llevaba un pantalón de vestir y una americana abierta sobre una camisa negra sin corbata. Ella un vestido rojo muy parecido al que llevé yo en nuestra primera cita. Había cuatro fotografías, en todas se veía lo mismo: él cogiéndola de la mano, con la mirada baja, y ella sonriendo a medias a los fotógrafos allí apostados. El titular era: «Jared Stern con una desconocida, saliendo del famoso club neoyorquino Harry’s. ¿Será ella la misteriosa chica cobarde?».

Debajo había una serie de comentarios de los lectores, hombres y mujeres, también de algún chico cobarde ofreciéndose de forma descarada. La mayoría eran halagos del tipo «Lo tiene todo, dinero, fama, éxito, carisma, es guapísimo y yo soy la chica cobarde». Había uno diferente: «Estoy segura de que también tiene un piercing donde yo me sé. No soy la chica cobarde, puedo ser mucho más...». Lo firmaba Penny la puta. Sonreí levemente y me abracé a mí misma temblando sin control. Me recliné en el sillón y cerré los ojos al sentir las lágrimas quemando mis ojos. Aquella joven de la foto no era la chica cobarde, era Nadia, la mujer que yo había conocido la noche que Jay me dijo que me amaba. La que se detuvo a su lado en el restaurante y le apretó el brazo con confianza.

Cuando los abrí, Jay estaba en el quicio de la puerta, con sus vaqueros desgastados y los brazos cruzados sobre su pecho tatuado. Me miraba fijamente, taladrándome con sus peculiares ojos verdes. Podría haber preguntado muchas cosas: «¿Quién eres?». «¿Quién eras?» «¿Cómo pudiste engañarme?» «¿Fue divertido engañarme?» Y sin embargo le hice una pregunta del todo distinta.

—¿Te acostaste con ella?

—Sí.

Intenté respirar, pero no me llegaba el aire a los pulmones.

—¿La querías?

—No. Sólo buscaba desahogar mi dolor en un cuerpo que se pareciera al tuyo. La vi vestida de forma tan parecida que no pude evitarlo. Después de follármela, me sentí un cabrón. Ni ella ni tú os lo merecíais. Llevaba más de dos años buscándote y aquél fue un mal día. No dejaba de pensar que todos mis esfuerzos eran en vano —explicó con voz serena.

—¿Hay más? —conseguí susurrar.

—Después de ella sí las hubo. Algunas. Pero no podía dejar de pensar que te estaba engañando y hace meses que no me acuesto con ninguna mujer —dijo, y dio un paso hacia mí.

—Ni lo intentes —siseé, levantando una mano.

Se detuvo con gesto frustrado y se metió las manos en los bolsillos del pantalón, que se deslizaron a la curva de sus caderas.

—¿Me has sido fiel? —preguntó él.

—Me casé con Toño un mes después de creer que estabas muerto —solté, con todo el odio que pude acumular en una simple frase.

Jay dio un respingo y se retrajo como si lo hubiera golpeado con un stick de hockey.

—¿Lo amabas? —inquirió, mirándome fijamente, con la mandíbula apretada.

—No. Siempre te amé a ti. No soportaba que me tocara.

—Pero aun así lo hiciste.

—Lo hice.

—¿Él te sigue esperando en España?

—No, estamos divorciados; también se acostaba con la mujer de su jefe. Una chica encantadora, por cierto —añadí, viendo que mi furia por herirlo se iba aplacando.

—No fue fácil —masculló.

—Fue un infierno —afirmé.

—Lo siento, chica valiente. Lo siento.

—¿Quién eres, Jay? —Me levanté de un salto y avancé hacia él—. ¿Quién demonios eres?

—Sólo soy el chico actor que hace galletas. Soy el Jay que conociste hace cinco años en Central Park.

—¿Y esto? —Señalé con desprecio el ordenador.

—Ése es Jared Stern. Sólo tú me conoces de verdad, contigo pude ser yo mismo.

—¿Te divertiste? —le espeté, y volví para secarme las lágrimas con furia—. Oh, tuvo que ser realmente divertido. Tu mejor papel. El chico guapo y con éxito que engaña a la tonta de turno, y a mí me tocó ese papel. Siempre me dan los peores en el reparto del mundo.

—No es cierto, chica valiente.

—¡No me llames así!

—Para mí siempre serás mi chica cobarde que se convirtió en valiente. Y yo siempre seré para ti Jay, el hombre al que has conseguido salvar, al que rescataste de una vida de mierda, al que le hiciste creer que había un futuro real.

—Todos lo sabían, ¿verdad?

—Sí, todos me guardaron el secreto.

—¡Dios! —Me tapé la cara con las manos, temblando sin control—. ¡Fui una estúpida! ¡Una maldita estúpida! Siempre echándote en cara que no tenías dónde caerte muerto, cuando en realidad era yo la que no tenía nada. Me hiciste creer en un hombre que no existía. Ya no sé si lo nuestro fue verdad o todo una gran mentira.

—Contigo fui yo por primera vez en mi vida. Eres con la única con la que no tuve que interpretar ningún papel, tan sólo ser yo mismo, porque tú no me pediste nada y, de hecho, me hiciste sufrir bastante para conseguirte. ¡Joder! —Dio un fuerte golpe con el puño cerrado sobre la mesa—. Hasta el último día fuiste incapaz de decirme que me amabas.

—Tú fuiste el que consiguió la reserva en el Bistró Le Fleur —solté y él hizo un leve gesto de asentimiento—. Estabas recogiendo un premio de la crítica, cuando yo creía que lo había estropeado todo y por eso no venías a verme. La Harley Davidson era tuya, no prestada. El anillo. Robaste mis pastillas... —No podía parar de hablar—.Tuviste mil momentos para confesarlo y no lo hiciste —mascullé, y negué con la cabeza—. ¡La discusión con Malik!

—Sí, quería decírtelo, pero tenía miedo de perderte.

—Me utilizaste, hasta me preguntaste si sería capaz de compartir mi vida con un actor.

—Ya no soy actor. Lo dejé.

—Oh, vaya, un poco tarde, ¿no? —solté con sarcasmo—. ¿Qué querías de mí en el World Trade Center?

—Quería darte el Degas como regalo de boda. —Inclinó la cabeza y su cuerpo tembló—. Y te llevé a la muerte.

—Deberías haber sido sincero conmigo.

—¿Lo habrías entendido? No hubieras asimilado todo lo que aquella vida conllevaba. Por primera vez eras libre y no quise volver a encerrarte o hacerte elegir.

—Hasta te dije que te compraría unos estudios —musité, perdida en los recuerdos.

—Lo sé. Sufrí por esconderte quién era, pero a la vez yo también sentí lo que era que alguien me amara por mí mismo. Lo conseguí, al final lo conseguí, aunque demasiado tarde —musitó con voz ronca y pesarosa.

—Te amé desde el primer día —murmuré, sintiendo todavía cómo las lágrimas corrían por mis mejillas sin freno—, y después de ti, simplemente morí.

Dio dos pasos y me atrajo hacia su pecho, abrazándome con tanta fuerza que el poco oxígeno que había en mis pulmones desapareció.

—No, chica valiente, fui yo el que te deseé cuando te vi paseando los perros en Central Park, el que te siguió durante días, intentando ver una sonrisa en tu rostro, el que te persiguió sin descanso hasta que tuve el valor suficiente para sentarme frente a ti en un banco a observarte. El que rezó para que me miraras aquel día y el que luchó por no perderte a partir de ese instante. Fui yo, chica valiente, el que te amó desde el primer día.

—Oh, Jay. —Sollocé contra su pecho—. Y ahora ¿qué vamos a hacer?

—Sólo nos queda una salida y es amarnos toda la vida. ¿Me aceptas ahora que sabes toda la verdad? —Se apartó de mí unos centímetros y me examinó con detenimiento y con los ojos brillantes por las lágrimas no derramadas.

—Te acepto —murmuré, y acogí sus labios.

Su beso me llenó de amor. Su lengua se internó jugando con timidez y atrevimiento con la mía, mientras me arrancaba su camiseta. Le desabroché el pantalón y se lo bajé hasta los tobillos. Él se los acabó de quitar y buscó un hueco en la mesa, donde me sentó. Fue igual de rápido e intenso que la primera vez. No hubo tregua. En él desahogué los cinco años que habíamos estado separados, haberme enterado entonces de quién era, el tiempo que me lo había ocultado, y él encontró consuelo en un cuerpo que por fin pertenecía a la verdadera chica cobarde.

Un rato después, apoyó su frente perlada de sudor sobre la mía y suspiró.

—Te lo iba a contar todo aquel día en el World Trade. Quería decirte que estuvieras tranquila, que había un futuro para nosotros. Sabía que me amabas pero temías que la vida de un actor en paro y una paseadora de perros nos destruyera. Quise dártelo todo aquel día y te perdí.

—Lo tenía todo a partir de ese momento y te perdí —contesté—. Aprendí que no necesito nada para vivir si tú no estás.

Me acarició la cara con suavidad y me besó con mucha delicadeza en los labios.

—Has cambiado, chica valiente.

—Como digas que estoy más vieja, te mato. —Sonreí con ternura.

Pero él no me devolvió la sonrisa, sino que me miró con la misma insolencia con que lo había hecho el día que nos conocimos.

—Llevo muerto cinco años, chica valiente. Llegas tarde.

Cerré los ojos y suspiré hondo, atrapando su aroma, su esencia vital, como un avaro anhelante de monedas de oro.

—¿Entonces...? —Levanté la vista y lo miré.

—Miras directamente a los ojos, ya no te escondes —murmuró con voz ronca.

—¿Y...?

—Eso significa que ya no huirás más —dijo, sonriendo por primera vez.

—No, no lo haré —respondí y él hizo un leve gesto de asentimiento con la cabeza, me cogió en brazos y me subió a la habitación. Nos quedamos de nuevo dormidos abrazados, tan sólo porque ya nada podría separarme de él.

 

* * *

 

Horas después, me desperté con el olor del café y sonreí con los ojos cerrados. Al abrirlos, me encontré a Jay sentado en un sofá de color crema frente a la cama. Me había dejado una taza en la mesilla. Me incorporé y bebí despacio. Hasta el café era el mismo.

—¿Cuánto tiempo llevas observándome dormir? —pregunté, apartándome el pelo de la cara.

—Un rato. —Me sonrió de forma sesgada y sus ojos verdes recogieron la luz que entraba por el amplio ventanal.

De improviso, me encontré algo incómoda en la cama y él lo notó.

—Nunca ha habido aquí otra que no fueras tú —dijo con serenidad—, pero si no te gusta mi apartamento lo venderé y compraremos un hogar para los dos.

—No, no es necesario —dije, y me sentí muy aliviada.

Al dejar la taza, vi una única foto sobre la pequeña mesilla. Me incorporé para cogerla. Era de nosotros dos besándonos en la azotea del helipuerto.

—¿Y esto? —pregunté.

—El piloto es un buen amigo, pero no un buen fotógrafo. Apenas se te ve la cara. Menos mal que Malik me dio toda su colección de fotografías. Están guardadas en el primer cajón.

Lo abrí y vi un álbum lleno de todos los pequeños momentos que habían sido atrapados en los instantes de plena felicidad vividos aquellos meses de verano en Nueva York. Había notas escritas debajo: «A mi chica cobarde le gustan mis galletas». «Brando quiere demasiado a mi chica cobarde.» «Mi chica cobarde con el vestido granate.» «A mi chica cobarde le gusta todo lo que lleve chocolate.»

Me reí a carcajadas al verme con un pijama prestado de Malik, en su cama, y con una gran caja de dónuts de chocolate sobre el pecho.

—Yo no tenía nada tuyo —musité—. Si al menos hubiera ido al cine, o visto alguna revista...

—Haber vivido. —Él terminó la frase por mí.

—Sí, pero no podía vivir. No sin ti.

—Ahora tienes toda la vida para hacerlo. —Se levantó y abrió los brazos—. Toda la vida para crear tu propio álbum de recuerdos y prometo sonreír en todas las fotografías.

—Jay, ¿qué fue de tu padre? Le diste dinero, ¿verdad? —inquirí con suavidad.

—Sí, el suficiente para hacerlo desaparecer de nuestras vidas. No podía llevarlo a la policía, te habrían llamado a declarar y no podía permitirme perderte por un tecnicismo legal. Murió hace más de un año. Un ataque al corazón. Lo encontraron cinco días después en un apartamento del Bronx —explicó, acercándose a la ventana.

—Lo siento —musité.

—No lo sientas. Estoy seguro de que él deseaba morir. —Se rascó de forma pensativa la barbilla y la vista se le nubló un instante—. Me queda la esperanza de que en el fondo consiguiera arrepentirse del daño que hizo.

Me callé; yo no creía que aquel hombre pudiera llegar a arrepentirse de nada en toda su vida, porque los cobardes, los verdaderos cobardes, siempre culpan a los demás de sus problemas.

—Me dijiste que yo te salvé, pero no fue así.

El me miró entornando los ojos.

—Dejaste las drogas cuando comprendiste que podías crear, podías hacer algo que te hacía feliz. Los Oscar fueron la recompensa.

—Es cierto, pero sólo tú me salvaste de nuevo cuando entendí que mi vida se había estancado, que no conseguía avanzar, que todo lo que me rodeaba era falsedad, un decorado de cartón piedra. Nada fue real hasta que llegaste tú y me obligaste a reaccionar.

—La verdad es que fuiste tú quien me obligó a reaccionar a mí.

—¿Eso crees?

No contesté. Me limité a levantarme para abrazarlo. Me sentía tan bien, tan feliz rodeándolo con mis brazos, que me daba miedo. Él fue bajando las manos con suavidad, acariciando mi piel hasta que tropezó con algo.

—¿Y esto? —preguntó mientras enarcaba una ceja y observaba con detenimiento mi piercing en el ombligo.

—Sólo hay éste, no intentes buscar más. —Sonreí y Jay se arrodilló frente a mí para besarlo.

—Mmm... me gusta. Me gusta mucho —murmuró. Y yo jadeé sujetando su pelo.

—También tengo más sorpresas.

Levantó la vista y su mirada se tornó tremendamente sensual.

—¿Sí?

—Sí.

Me examinó con los ojos entrecerrados, hasta que al fin me dio la vuelta y me levantó el pelo, dejándome la nuca al descubierto.

—Una mariposa monarca. El símbolo del renacer. La chica cobarde que se convirtió en valiente —musitó, besando el tatuaje con veneración.

—Ajá —brotó de mis labios, junto con un gemido.

—¿No hay más?

—No. —Me volví para mirarlo, con ojos nublados—. Ni los habrá.

—Es una pena, chica valiente, has conseguido...

—Ya sé lo que he conseguido —dije, empujándolo sobre la cama para sentarme a horcajadas sobre él.

Lo guie a mi interior y me moví en círculos, despacio, disfrutando de la sensación de dominio que eso me producía. Sus manos sujetaban con firmeza mi cintura y me instaban sin presión a un ritmo que nuestros propios cuerpos impusieron. Apreté sus muslos firmes y cubiertos por un fino vello moreno con fuerza, clavándole las uñas. Jadeé dejándome llevar al tiempo que gritaba su nombre y él gruñó como si perdiera el alma. Me dejé caer encima y lo besé.

—Hay algo que no entiendo —murmuré.

—¿El qué? —preguntó, dibujando sobre mi espalda espirales inconclusas.

—Hubo un matrimonio en Brooklyn que me ayudaron a recuperarme de la herida. Estuve con ellos hasta que regresé a España.

—¿Cómo? No puede ser. Incluso ofrecí una recompensa de quinientos mil dólares por una pista tuya. No tiene sentido. Tengo que conocerlos —dijo levantándose con rapidez y arrastrándome hasta el baño.

Nos duchamos juntos y jugamos a ducharnos. Salimos una hora después, enrojecidos y fatigados.

—¿Sabes?, he tenido más sexo en unas horas que en los últimos tres años —le confesé, y noté que daba un respingo, mientras revolvía el cajón de su ropa interior.

—¡Joder! Chica valiente, me lo estás poniendo muy fácil —masculló.

—Dame tiempo. Te lo pondré muy difícil —repliqué con una sonrisa traviesa.

—Lo estoy deseando —dijo, y me atrapó para lanzarme de nuevo a la cama.

Reímos y lo empujé con fuerza.

—Vamos, tengo que averiguar qué sucedió —dije.

Me puse el vestido con la cremallera rota y lo miré con fastidio.

—Tendremos que pasar por el Waldorf.

—Lo haremos de camino.

Estrenamos la cama del Waldorf Astoria, una habitación que seguro que guardaría nuestro secreto, como lo llevaba haciendo con miles de parejas a lo largo de su historia. Después de comer en el restaurante del hotel, nos dirigimos hacia Brooklyn y yo lo fui guiando por instinto hasta que detuvo el Ferrari frente a la casa de valla blanca, ahora más desconchada de lo que la recordaba.

Cuando salimos, un hombre silbó a nuestro lado.

—¡Vaya coche!

—Hola —saludé—. ¿Me recuerda?

El hombre, vestido con un mono de mecánico, me examinó de arriba abajo, lo que hizo que Jay me cogiera de la cintura con gesto posesivo y me atrajera hacia él.

—No, lo siento; ¿debería hacerlo?

—Usted me salvó la vida. Me trajo hasta aquí desde el World Trade Center.

—Eso es imposible, yo ni siquiera estuve allí ese día.

Miré a Jay sin entender nada.

—Pero recuerdo su balancín, su cocina, su jardín...

Su mujer salió a recibirlo y se paró frente a nosotros.

—¡Oh, pero si es Jared Stern! —exclamó, y le pegó un codazo a su marido—. ¡¿No ves quién es?!

Jay le tendió la mano y le dio un beso en la mejilla, lo que hizo que la mujer enrojeciera profundamente y poco le faltó para echar a volar en ese instante.

—¿Usted tampoco me recuerda? —pregunté.

Ella desvió a regañadientes la mirada de Jay y frunció el cejo.

—Sí. Es la joven que apareció tras el atentado. Estuvo merodeando durante días por el barrio. Por las noches acudía a casa y yo le daba algo de comida. Solía dormir en el banco de aquel parque —dijo, y señaló un parque cercano.

—¿Que yo hice qué? —pregunté del todo perdida.

Jay me volvió hacia él y me acarició con ternura la pequeña cicatriz sobre la frente.

—Mi amor, puede que estuvieras herida, que tuvieras una conmoción y ni siquiera lo supieras.

—Pero recuerdo que te llamé. Recuerdo que fui al consulado y que después arrojé el teléfono por el puente de Brooklyn al Hudson. Lo recuerdo todo. Los días que pasaron, incluso la ducha para quitarme el olor de la ceniza quemada, las imágenes de su televisor. Las noches en las que me despertaba con pesadillas... —Me quedé en silencio, intentando discernir si fueron imágenes creadas por mi mente.

—Puede que los recuerdos reales se mezclaran con los ficticios. Me temo que nunca lo sabremos.

—¡Los mensajes! —grité de repente—. Te dejé varios mensajes hasta que tu teléfono ya no funcionó más. ¿Por qué no oíste mis mensajes? —sollocé, con un nudo en la garganta.

—Perdí el teléfono allí. Fue una locura volver a recuperar mi línea y, cuando lo hice, no había ni rastro de mensajes —murmuró Jay con serenidad.

Entonces la mujer pareció reaccionar y se llevó la mano al pecho.

—¡Santo Cristo! Ella es la chica cobarde.

—No, ahora soy la chica valiente —rectifiqué, volviéndome con brusquedad y dejándola más confusa todavía.

—Sí —explicó Jay—, la perdí aquel día, pero contraté a varios detectives para que la encontraran. Me extraña que no siguieran su pista hasta aquí.

—Había una recompensa —señaló la mujer, y Jay torció el gesto. Entonces supe por qué siempre conmigo había fingido ser otra persona, porque todos buscaban todo el tiempo algo de él.

—La había. Tendré que dársela a ella, porque fue la que vino a buscarme. Desde luego, ustedes no se la merecen; vieron a una joven herida y desorientada y no fueron capaces ni de acercarla a un hospital. Buenos días —dijo, y me abrió la puerta del coche.

Entré y fui engullida por el asiento de piel negra al instante.

—Lo entiendo —le dije una vez que arrancó el coche—, ahora lo entiendo.

Él se limitó a sonreír.

En el centro encontramos un atasco descomunal y Jay se relajó poniendo música y mirándome en silencio. Nuestros silencios compartidos. ¡Joder! ¡Cuánto lo había echado de menos!

Al poco rato, pegué un gritito entusiasta.

—¿Ése es Robert de Niro?

Él se asomó y negó con la cabeza.

—No, es un vendedor de perritos calientes.

—¡Vaya! En todo el tiempo que estuve aquí no fui capaz de ver ni a un solo famoso —repliqué con frustración.

—Mi amor, punto número uno: si lo hubieras visto no lo habrías reconocido; punto número dos: viviste con uno más de dos meses y tampoco lo reconociste.

—Vale, tocada y hundida —contesté, y le saqué la lengua, haciendo que se riera.

Llegamos al atardecer al apartamento y Jay insistió de nuevo:

—Si no te gusta, podemos trasladarnos al Four Seasons por un tiempo, mientras encontramos otro sitio.

—¿No tienes casa en los Hamptons, querido? —Imité el acento engolado de la clase alta.

—No, pero tengo una en Aspen; ¿sirve? Y también en Londres y en Los Ángeles. Hasta compré el edificio de apartamentos de Harlem. No es muy rentable, ninguno de sus inquilinos me paga el alquiler.

Lo miré entrecerrando los ojos.

—Tú eres el productor de Malik.

—Sí, voy a adaptar su libro para una película.

—¿A eso te referías con lo de que ya no eres actor?

—Eso quiere decir que te voy a dar la vida que siempre has deseado, más tranquila, la seguridad que buscabas.

—No tienes que hacerlo por mí.

—Quiero hacerlo por nosotros. Siempre me ha gustado más estar detrás de los focos, crear y no mostrar, y ahora mi familia me va a necesitar a tiempo completo.

—¿Tu familia?

—Sí, tú, yo y nuestros hijos.

—Haciendo planes, ¿eh?

—Haciendo intentos. Llevo intentándolo desde anoche. ¿Lo intentamos de nuevo? —Me sonrió de tal forma que me derretí.

Me mordí el labio y negué con la cabeza. Él me miró extrañado.

—Tengo que llamar a alguien.

—¿A tu madre? —Su rostro mostro un falso horror.

—No, a Vic. Prepárate, puede ser peor.

—No lo creo —musitó, y supe que siempre se arrepentiría de esas palabras.

Marqué el número de mi mejor amiga y dejé el teléfono con el altavoz sobre la mesa del comedor.

—¿Por qué no has llamado antes? —Fue su brusca respuesta—. Estaba preocupada.

—Tranquila, estoy bien. De hecho, nunca he estado mejor. Llamaba para decirte que me voy a quedar a vivir en Nueva York.

Me aparté un poco del teléfono, pero Jay, menos acostumbrado a los estallidos de Vic, no reaccionó a tiempo.

—¡¡¡¿Qué?!!! —resolló por el teléfono, cogiendo aire—. ¡¡¡¿Qué ha sido esta vez?!!!

—¡Joder! —exclamó Jay retrocediendo.

—¿Quién está contigo? —masculló Vic, y me la imaginé como Colombo, con un puro en la boca y rascándose la barbilla.

—Soy Jay, nos conocimos hace cinco años.

—¡Y una mierda! Ésa es la voz de Leonard Cohen.

—¿Leonard Cohen? —inquirí completamente despistada, y vi a Jay menear la cabeza.

—Mira, cielo, no sé con qué clase de pirado te has liado ahora, pero déjame contarte una historia. La historia de la chica cobarde que huyó de España agobiada por su vida y que conoció a un aspirante a actor que hacía galletas mientras paseaba perros en Central Park. Viviste un amor de película, pero como en todas las películas acabó mal. Él murió, tienes que asumirlo. Lo que no puedes hacer es liarte con un hombre que podría ser tu abuelo, a no ser que quieras tirártelo hasta matarlo de un ataque al corazón. En ese caso, te doy una semana. Ni un día más o iré a buscarte.

—Vic, es Jay, en serio. No murió, me estaba esperando en el Empire State.

—Sí, claro; y yo, en vez de tener veinte kilos más de los que debiera, una hija que berrea como una condenada por la Inquisición y estar casada con un hombre que se está quedando calvo, soy una cantante pop, integrante de un grupo de moda, con tantos discos de platino y Grammy que he perdido la cuenta; pero en fin, aquí me ves, preparando la cena como todos los días. —Resopló con hastío—. Una que es discreta en su vida privada —añadió.

Jay me miró del todo desconcertado. Le hice un gesto con la mano quitándole importancia.

—Te diré su nombre completo y lo compruebas en internet, ¿vale?

—¡¡¡Una secta!!! ¡Has caído en manos de una secta! Sí, lo sabía, van en busca de jóvenes perdidas y desesperadas que ya no tienen una razón para vivir y en ti han visto la víctima perfecta. —Hizo una pausa y de nuevo a Jay no le dio tiempo a apartarse—. ¡¡¡Tú, degenerado meapilas!!! ¡¡¡Apártate de mi amiga ahora mismo o llamaré al FBI, a la CIA y al mismísimo Vaticano!!!

—Jared Stern —dije tan sólo.

—Con ese nombre, guapa, no llegará muy lejos, te lo digo yo.

Supe que se arrepentiría de ese comentario y de parte, aunque no toda, de la conversación tiempo después.

Colgué y esperé que llamara.

Jay se acercó a mí y me cogió de la mano. Me la solté y lo abracé, me gustaba mucho más tenerlo con sus brazos rodeándome.

—Ésa no fue nuestra historia —murmuró.

—En parte sí lo fue, pero la ventaja es que ahora podemos construirla de nuevo —suspiré contra su corazón.

—Te amo, chica valiente; ¿te lo he dicho alguna vez?

—Nunca dejes de decírmelo.

—Una vez te dije que compraría tiempo para estar contigo. —Levanté la cabeza y lo miré extrañada—. Pero me equivocaba. No compraría tiempo, compraría todo el dolor que has sufrido estos cinco años y me lo llevaría. Y si pudiera borraría el tiempo transcurrido y siempre estaría contigo, sentados en nuestro banco de Central Park. Solos tú y yo.

—Solos tú y yo —murmuré, y busqué sus labios.

En ese momento el teléfono nos interrumpió de nuevo y, sin apartarme de Jay, pulsé la tecla para responder. Lo primero que oí fueron gemidos y adiviné que Vic estaba llorando.

—Me he equivocado de nuevo. —Soltó una ronca respiración—. He metido la pata. ¿Recuerdas cuando te decía que la felicidad nunca devuelve la llamada?

—Nunca me lo has dicho —contesté.

—Eso fue porque ya estabas lo bastante destrozada, pero lo he pensado muchas veces, cientos de veces en estos cinco años. Y me equivocaba.

—¿Por qué?

—Porque la felicidad sí ha devuelto la llamada. Esta vez atrápala, Bris, te la mereces, él y tú os la merecéis.

Colgó sin esperar respuesta. Me aparté un instante de Jay y observé sus ojos verde oscuro, su mirada tremendamente melancólica y dotada de una fuerza incalculable.

—Ven, chica valiente, ven a mí y déjame llenarte de felicidad el resto de tu vida —murmuró, atrayéndome a su pecho, donde oí el fuerte latido de su corazón y supe que por fin había llegado a mi destino.